RESUMEN:

Zamoruca, Chaves, Ramón, Vavá, Zubiarrain o López, sólo fueron algunos entre muchos futbolistas que un día, con todo el derecho del mundo, llegaron a sentirse “Kleenex”. Repasar las vicisitudes de todos y cada uno constituiría empeño enciclopédico, además de ejercicio depresivo, probablemente. Pero han sido tantos los inmersos en ese mal trance, que pecaríamos de

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Futbolistas “Kleenex” (2)

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Zamoruca, Chaves, Ramón, Vavá, Zubiarrain o López, sólo fueron algunos entre muchos futbolistas que un día, con todo el derecho del mundo, llegaron a sentirse “Kleenex”. Repasar las vicisitudes de todos y cada uno constituiría empeño enciclopédico, además de ejercicio depresivo, probablemente. Pero han sido tantos los inmersos en ese mal trance, que pecaríamos de injustos sin añadir algún nombre más a tan amplio repertorio. Abordemos la cuestión, por tanto, sin mayores preámbulos.

El navarro Felix Ruiz Gabari (Olite, 14-VII-1940), conoció la gloria y muchas miserias del deporte rey, con paso durante 9 años por un Real Madrid que venía de pasearse por Europa como una apisonadora envidiada y envidiable. Interior técnico, de gran zancada y potente disparo, fino cuando la ocasión lo precisaba, también demostró ser capaz de lucir el buzo, sobre todo en invierno, por aquellos campos de tarquín pegajoso donde se requería mucho despliegue físico. Su carrera, sin embargo, estuvo salpicada de lesiones tan importantes como para verse impelido a colgar las botas antes de tiempo.

Ingresó en la entidad blanca de D. Santiago Bernabéu desde un Club Atlético Osasuna de 2ª División, junto al también navarro Ignacio Zoco, dejando en las arcas rojillas nada menos que 6 millones de ptas., y a disposición del entrenador pamplonés varios jugadores cedidos. Para entonces ya había dado cumplidas muestras de no arrugarse entre los grandes. Veintiún partidos con 6 goles marcados en 1958-59, y otros 8 goles en 29 encuentros de 1959-60, constituían un magnífico aval para quien estaba a punto de cumplir 21 años. Los “merengues” se veían en el trance de renovar un  elenco de estrellas irrepetibles, y conscientes de que el nuevo fútbol, bastante más físico, requería tanto o más músculo y coraje que condición técnica, pusieron su pupila en el tradicional brío navarro, desde cuyo seno también se habían llevado a Pachín. Si algo tienen de bueno las renovaciones anunciadas, es que a los jóvenes se les garantizan oportunidades. Y tanto Pachín, como Zoco y Félix Ruiz, supieron aprovechar las suyas. Este último, además, venía de casta, toda vez que su padre había jugado con Osasuna en tiempos de Julián Vergara.

Félix Ruiz en sus días de gloria. Luego, junto a una suma de percances físicos, llegaron las decepciones de índole personal.

“Al llegar a Madrid sentí una mezcla de respeto y admiración -confesó tiempo después de su retirada-. Jugar al lado de Puskas, Di Stefano, Santamaría… Soñaba despierto, pensando que años antes los había coleccionado en cromos. A su lado por fuerza tenías que corregir defectos”. Sus primeras campañas se dirían pensadas para enmarcar: Campeón de Liga en 1961-62, 62-63, 63-64, 64-65 y 66-67; de la Copa Europea en 1966, así como una vez triunfador en la Copa doméstica, entonces del Generalísimo. Para que nada faltase, a sus 4 entorchados internacionales en categoría juvenil añadió una presencia en la selección “B”, y otras cuatro con la “roja” absoluta entre diciembre de 1961 y diciembre del 63. Era, además, hombre apreciado, de los que no suelen causar problemas, si bien al menos pechase con una sanción disciplinaria por culpa del tabaco. Porque pese a correr como pocos, fumaba bastante, y ello le hizo perder el avión de regreso en un choque de Copa Europea, al haberse escondido para fumar a gusto. La cuestión se zanjó con multa de 25.000 ptas., el equivalente a tres mensualidades para un funcionario, oficinista corriente o empleado de banca primerizo. Por desgracia, en el breve lapso de las siguientes temporadas tuvo una rara acumulación de percances. Dos roturas de clavícula, cuatro de menisco, una de tibia y otras dos operaciones de ligamento cruzado.

“Todo percance arrebata un tanto por ciento de ilusión -confesó a la periodista Isabel Fernández en 1984-. Yo he sido un hombre terriblemente castigado por el deporte. Tengo el cuerpo cubierto de señales, e incluso llevo en la clavícula un injerto procedente de mi cadera. Sin embargo no me arrepiento de lo hecho, porque gracias a esa etapa he conseguido un número importante de amigos”. Pero tamaño cúmulo de desgracias también se tradujo en el adiós a los estadios, con 27 años. “Estaba cansado. No me gustaba entonces, ni me gusta ahora, la gente del fútbol y todo lo que le rodea. Me decepcionaron los directivos, los entrenadores y parte de la prensa. Los clubes han engullido el patrimonio del fútbol, y así van las cosas. Por cuanto al deporte en sí, mandan los defensas que corren y dan patadas. Los entrenadores y medios de difusión alaban a quienes luchan, corren y sudan la camiseta. Eso no es fútbol. Aquí, cuando han venido jugadores técnicos como Maradona, Neeskens, Leivinha o Luiz Pereira, las lesiones se cebaron con ellos”.

Llevaba razón, puesto que aquellos defensas de rompe y rasga, tan abundantes a lo largo de los 70 y 80, frenaron a ese cuarteto, y a otro buen número de profesionales, blandiendo impunemente sus guadañas. No, no era la amargura quien dictaba sus palabras, sino un bien timbrado espíritu crítico, al afirmar: “Me parece intolerable que se ensalce a un jugador por “dejarse la piel en el campo”. ¡En nombre de Dios, esto no es Vietnam!”.

Su desengaño le llevaba a no acudir a los estadios. Y eso que, quiérase o no, seguía conectado a personajes del fútbol por estrechos lazos personales y societarios, después de una etapa vendiendo electrodomésticos. Con su antiguo compañero en la “casa blanca” José Emilio Santamaría, luego entrenador exitoso en el Real Club Deportivo Español de Barcelona, y seleccionador nacional durante el Mundial de “Naranjito” (1982), formó sociedad en una panificadora industrial compuesta por 380 trabajadores. Prefería no mirar mucho hacia atrás, sobre todo en torno al año 1967, el de su retirada, luego de cosechar un nuevo título de Liga (1967-68), pese a su participación más bien simbólica. Porque aquella humorada del Toluca cántabro prefería no computarla.

Tuvo lugar durante 1970. Un equipo santanderino cuyo nombre hacía honor al potente club mexicano, se debatía en la cola de 3ª División cuando Marquitos, a quien seguía tirando la tierruca, quiso echar una mano. Ni corto ni perezoso, convenció a varios antiguos compañeros de vestuario, retirados desde hacía algún tiempo, para calzarse nuevamente los borceguíes: los Alsúa, Mateos, o en principio a él mismo, que llegaría a recalificarse como amateur, aunque bien poco hubo de lucir luego aquella camiseta. Todos los amigos de Marcos Alonso Imaz residían en Madrid, entrenaban por su cuenta y viajaban en coche hasta la capital cántabra para saltar al campo el domingo, convirtiendo a ese Toluca en una especie de viejas glorias “merengue” salpicado por jovencitos cántabros, alguno con edad para pasar por sus hijos. Marquitos habría de dejar en aquel cuadro ya desaparecido su pincelada entre patética y tragicómica, cuando hincado de rodillas sobre el suelo embarrado suplicara al árbitro, con las manos enlazadas en actitud oratoria, una retractación imposible tras señalársele el camino de los vestuarios por protestón y marrullero. El trencilla, lógicamente, no tuvo compasión, y el aporte de veteranía rescatada del retiro tampoco bastó para resucitar al moribundo.

La retirada de Félix Ruiz, para entonces, era una decisión sin vuelta atrás: “Estaba mentalizado acerca de que mi vida iba a continuar por otros derroteros cuando dejase el fútbol, y por eso adaptarme no resultó tan costoso. En otros casos suele ser distinto. Muchos futbolistas, cuando a los 30 años tienen que replantearse una nueva vida, adquieren consciencia de ser casi unos niños, a los que demasiadas cosas les resultan desconocidas. Yo creía estar preparado”. Pero aun así, echó en falta algún apoyo. Tantas heridas de guerra, para verse finalmente abandonado en tierra de nadie, sin un mal consejo. Además tampoco tuvo mucho tiempo para pespuntear esa otra vida sin el balón de por medio, puesto que el 11 de febrero de 1993, a los 52 años, un infarto habría de convertirse en la peor y última zancadilla. Abandonado por el fútbol, en suma, y hasta por esa otra vida menos competitiva de la que esperaba salir triunfante, sin tantas heridas de guerra.

“Pipi” Suárez, interior fino que tanto Real Madrid como Sevilla C. F. se sacudieron apresuradamente, cuando una lesión contumaz le impidió ser el gran futbolista de otrora.

También pasó por un Real Madrid todavía glorioso el asturiano Alberto Suárez Suárez, conocido para el fútbol como “Pipi”. Al menos así figuró en las alineaciones hasta incorporarse al club capitalino, porque nada más rubricar su compromiso Santiago Bernabéu, de buenas a primeras, le soltó categórico: “Mientras esté aquí, nada de “Pipi”. Será Suárez, que al fin y al cabo es su apellido. En el Madrid no hay cabida para nombres de perro”. Así las cosas, como Suárez lo presentaron, bajo dicha denominación saltó su nombre a la pizarra del vestuario, o como “Pipi” Suárez se imprimieron los cromos de las editoriales “Fher” y “Ruiz Romero”. Aunque eso sí, poco asomó por las alineaciones, porque alguien pareció haberle mirado con el ojo izquierdo.

Natural de San Frechoso (25-VIII-1938) y huérfano desde la infancia, se crió interno en un colegio malagueño, formándose como futbolista en las categorías inferiores del modesto ICET. Medio e interior con mucha clase y buen disparo, a los 18 años ya era titular en el extinto Club Deportivo Málaga, para cuyos colores anotó 11 goles en 37 partidos de 2ª División durante su primera temporada. Estuvo siete campañas con los de La Rosaleda, cinco de ellas en 2ª, una en 3ª División, y la última en 1ª, luciendo con 8 goles, pese a jugar retrasado en las 24 tardes que saltase al césped. Ante tal registro y merced a sus buenas maneras, el Real Madrid lo hizo suyo durante el verano de 1963. “Estoy contentísimo -manifestó entonces-. Siempre podré decir que he jugado en el mejor equipo del mundo, junto a Puskas y Gento. Lucir la camiseta que llevaron Di Stefano, Rial, Kopa… No sé si creérmelo”. Jugó, es verdad, pero poquísimos partidos oficiales. Por cuanto al torneo de Liga respecta, un encuentro la temporada 63-64, tres, con un gol en 1964-65, y ninguno a lo largo del periodo que permaneciese entre los “merengues” la campaña 1965-66. Responsable de tanto ostracismo, una lesión sufrida mientras entrenaba, de la que veinticinco años después lo hubieran dejado como nuevo y  a él le trajo por la calle de la Amargura.

“Ocho meses parado. Después, esas cosas se operaban, pero entonces todavía no. Que sólo era una rotura fibrilar, me decía el médico; que eso se curaba con reposo. Y vaya si reposé. Pero en cuanto volvía al tajo, otra vez en el mismo punto de salida. Las lesiones de esta índole son muy traicioneras, y el caso es que nunca volví a parecerme al de antes. Jugaba con miedo, sin rendir al cien por cien. Estando tan lejos de la titularidad, Raimundo Saporta me planteó si quería ir al Sevilla. Le dije que sí, desconociendo lo que allí me iba a encontrar”.

Más que encontrar algo, tropezó con Barrios, entrenador duro, a veces despótico, para parte de sus pupilos injusto en la toma de decisiones, casi un verdugo con aquellos que por cualquier circunstancia se le cruzaran. Un entrenador, en todo caso, de largo vuelo, por esa época muy de moda y obsesionado con la idea de que el fútbol le debía más atención. “No sé si no coordinaba bien o qué le ocurría, pero tenerlo enfrente era como darse contra una pared. Todos los jugadores que llegasen desde grandes clubes le daban alergia. Para él éramos caprichosos, nos faltaba mano dura. Algunos decían que estaba frustrado por moverse siempre entre entidades de segundo rango, sin merecer la atención de equipos con aspiraciones al título. El caso es que si te tomaba ojeriza ibas arreglado. Ahora, a lo que él hacía lo llaman acoso. Entonces tocaba agachar la cabeza, oír y callar”. Pero Pipi no calló eternamente. Cuando no pudo más, llevó el asunto hasta la Federación. Y desde allí le dieron largas. “Para salir del Sevilla necesitaba un fallo federativo antes de iniciarse el nuevo campeonato, y Pérez-Payá, el presidente, estaba de vacaciones. El caso es que no me solucionaron nada. Aquella Federación no funcionaba, como iba a quedar de manifiesto en seguida con el bochorno de los paraguayos y sus papeles falsos”.

Para el club de la Giralda había marcado un par de goles en 10 partidos del torneo 1965-66, cuatro en 12 choques del siguiente y ninguno la única tarde que se vistiera de corto en 1967-68. La merma de facultades, por culpa de una lesión ya crónica, le impedía jugar de continuo. “Y como cada día estaba más nervioso y amargado, decidí que no merecía la pena seguir. Por eso, y porque no me tenían al día en los pagos, me fui”.

Salió reclamando en vano las cantidades a deber. Puesto que la Federación continuase cruzada de brazos, apeló a la jurisdicción ordinaria, desde donde en principio tampoco obtuvo nada. ¿Acaso los futbolistas eran trabajadores por cuenta ajena?. Si lo fuesen, ¿por qué no cotizaban al régimen general de Seguridad Social?. Puesto que la cuestión ofrecía infinidad de aristas, buena parte de los jueces optaban por ponerse de perfil. Exactamente como amagaron con él. Pero en 1971, representado por el exfutbolista Cabrera Bazán, abogado en ejercicio y más adelante hombre muy implicado en la fundación del sindicato futbolístico AFE, obtuvo una sentencia que dio lugar al reconocimiento empresarial que los clubes negaran sistemáticamente. No sólo debía liquidar su deuda el Sevilla, sino que otros compañeros de profesión contaban desde ese instante con un clavo legal como asidero. Aunque al mismo tiempo, ese triunfo también parece pudo haberlo convertido en persona non grata, según en qué despachos.

Su carácter no era de los que facilitan el dejarse caer de puerta en puerta, o como él decía “incordiar a los que fueron sus equipos”. Pensaba que eran los rectores de esos clubes quienes debían mostrar algún interés, en el supuesto de considerar a sus futbolistas de antaño capacitados para funciones técnicas o formativas. La realidad, sin embargo, demuestra que sin llanto nadie mama, y al menos a él nunca le acercaron un biberón, ni aun obteniendo la segunda mejor puntuación en el primer curso para entrenador. Observando que a otros con peor nota se les abrían algunas puertas, y ante el hecho de que para el segundo curso era preciso trasladarse a Sevilla, decidió dejar las cosas como estaban. Se encontraba a gusto en su Málaga adoptiva, regentando una tienda de material deportivo, sin renegar del fútbol, pese a que la vieja lesión siguiera dándole guerra en cuanto realizaba algún esfuerzo.

“Pipi”, como siguiera conociéndole todo el mundo en la capital costasoleña, falleció el domingo 8 de diciembre de 2001, de madrugada, ahogado por un severo ataque asmático, a los 63 años. Sus cenizas fueron esparcidas por el estadio malagueño de La Rosaleda, donde como futbolista viviera grandes fechas, especialmente aquella en que anotase el gol 200 de la entidad como club de Primera.

Anastasio Jara, oriundo a quien sus entorchados internacionales con Paraguay deberían haberle impedido colar por el tamiz federativo. Andado el tiempo se reprochó la ligereza con que administrase los dineros del balón.

Otro futbolista muy en candelero durante los años 60 fue el paraguayo Vicente Anastasio Jara Segovia (3-II-1941), extremo tan rápido que el público del Arcángel, en su primera etapa cordobesa, aseguraba podría ser multado por exceso de velocidad. Como tantos otros compatriotas llegó a España animado por Arturo Bogossian, un armenio con tantas conchas como el mayor galápago, y esparcidor de gangas por buena parte de los equipos peninsulares. Jara había jugado en el Sol de Asunción y el Guaraní, contaba 24 años al llegar y las cosas le fueron admirablemente con la camiseta del Córdoba C. F. “En Paraguay los profesionales veníamos a salir por unas 5.000 ptas. -comentó en octubre de 1984-. Al llegar al Córdoba me hice el amo y tenía una ficha de 200.000 pesetas. Muchísimo comparado con aquello a lo que estaba acostumbrado, pero poco respecto a lo que entonces ya pagaba el fútbol de aquí”. Era Bogossian, con gran diferencia, quien más sacaba del tráfico futbolero. Hasta el punto de que tras ser pillado en renuncio y recibir un aviso serio sobre prohibírsele operar con nuestra Federación, respondiera imperturbable: “Seguiré trayendo jugadores de América, aunque sea disfrazándolos de monjas”. Sólo le faltó añadir que bueno era él para perder un negocio. Ese armenio capaz de expresarse en fluidísimo español, con acento francés, distribuyó por casi todos los clubes de nuestra Liga una constelación de futbolistas estimables, dentro de la legalidad o disfrazándola a su mejor conveniencia. Barcelona, Elche, Valencia, Córdoba, Málaga, Gijón, At. Madrid, Sevilla, Hércules, Santander… Entraba y salía de aquellas casas como si fuera en realidad su secretario técnico. Y puesto que el negocio daba de sí para calentar bolsillos al otro lado del océano, resultaba difícil saber si los papeles de sus pupilos acabarían colando por el cedazo federativo.

“Vengo como español -aseguro Jara, tras dejarse fotografiar sobre el césped del Arcángel-. Bueno, con doble nacionalidad, porque soy paraguayo y oriundo”. En el Córdoba ya había otros dos como él: Cabrera y Rubén Garcete, aunque no tan buenos con la pelota en los pies. Nueve goles en 28 partidos la temporada 1965-66, y 7 en 29 choques del ejercicio 66-67, constituían un magnífico registro jugando de extremo, sobre todo en una época caracterizada por los marcajes férreos y la patada alevosa. Así las cosas, el seleccionador nacional Domingo Balmanya lo convocó para medirse con nuestra selección ante Irlanda, y entonces surgieron algunas dudas. Andrés Ramírez, secretario general de aquella F.E.F. manifestó que el muchacho podía debutar, al no haber sido nunca internacional con Paraguay, nacer en Santísima Trinidad y contar con padres españoles. Pero el futbolista situó su nacimiento en Capiapó, ante la prensa de Córdoba, y acerca de la españolidad de sus padres dijo, en medio de la polémica, que en realidad era español su bisabuelo. También en Córdoba había asegurado ser internacional con Paraguay en 3 ocasiones, por mucho que Andrés Ramírez exhibiese un documento expedido por la Federación Paraguaya, negándolo. Papel obtenido por el hábil intermediario Arturo Bogossian mediante soborno, puesto que su firmante incurría en manifiesta falsedad.

Pese a la polvareda, acabó alineándose ante los irlandeses en un partido resuelto con victoria por 2-0. Más adelante, incluso, se le situó en algún encuentro de la selección paraguaya juvenil, y a tenor de la legislación vigente aquello lo incapacitaba para representar a ningún otro país. Desde tal perspectiva, aun con todo el árbol genealógico hundiendo raíces en la piel de toro, nunca debería haber ingresado en nuestro fútbol, puesto que constituía requisito ineludible para los oriundos “ser susceptibles de acceder a la selección nacional española, si por su rendimiento y el interés del cuerpo técnico federativo así se estimara”. La Federación Española, a buenas horas, decidió finalmente no considerarlo seleccionable para el futuro. Y al diligenciarle ficha con el Córdoba durante su segunda etapa, ya computó como “no español”. Nada de esto trascendió mucho, pero la directiva verdiblanca tuvo que darse por enterada al serle rechazada la inscripción de otro paraguayo “contando ya ese club con su cupo de extranjeros cubierto”.

Anastasio Jara, entre tanto, logró mejorar su situación económica, cuando el Valencia satisfizo 5 millones de ptas. por su traspaso, más los derechos federativos de dos jugadores “ches”. “Mi ficha pasó de 200.000 ptas. anuales a 600.000. Me fui de cabeza, claro. Pero al llegar a Mestalla volví a encontrarme con que me pagaban una miseria. Barrachina, por ejemplo, ganaba millón y medio, y otras vacas sagradas, fenomenales futbolistas, tampoco salían por menos. A mí siempre me faltó un buen padrino”. Con el emblema del murciélago sobre el pecho, las cosas no le fueron tan bien. Tuvo problemas de disciplina, según se apuntó, alguna lesión leve, encontronazos que todo el mundo quiso tapar y él jamás habría de admitir. “Tuve algún problemilla con Julio de Miguel, pero me trataron estupendamente. Siempre estuve al día en salarios y primas. Incluso cuando derrotamos al At. Bilbao 2-1 en la final de Copa, proclamándonos campeones durante mi primera temporada, Vicente Peris, el mejor secretario que haya podido haber nunca, me regaló 100.000 ptas., consciente de que mi ficha no era muy alta. Nadie me echó de allí. Salí, porque las cosas del fútbol te llevan y traen de un sitio a otro”.

Lo cierto es que esas 100.000 ptas. tenían carácter de prima para los futbolistas. Y no es menos verdad que nadie devuelve ningún jugador a su club de origen después de un año por la mitad de lo satisfecho en su día. Fue eso, exactamente, lo que en su caso hiciera el club levantino: consentir que el Córdoba lo repescase por dos millones y medio, la temporada 68-69. Y otra vez en El Arcángel, liderando un equipo muy debilitado hasta sufrir la lesión, acabó en 2ª, donde habría de resurgir con nuevos bríos. Once goles en 31 partidos volvieron a situarlo en el Valencia cara a la campaña 70-71, aunque para recibir la baja cordobesa tuviera que perdonar una deuda de 100.000 ptas. “Entonces los futbolistas estábamos desamparados. Pagábamos a Hacienda sin rechistar, ganábamos un dinero fácil y del mismo modo que entraba, salía. Eras siempre el primero en pagar una copa. ¡Ay si volviera a nacer!. Para sacarme una peseta tendrían que ponerme una pistola en la cabeza”.

Alfredo Di Stefano, entrenador en el Valencia, apenas contó con él. Su reingreso, de cualquier modo, obedeció antes que a un interés deportivo, al hecho de que los cordobeses no pudieran satisfacer lo apalabrado. Con 29 años seguía siendo un incordio para los defensas, fintando por un lado hasta acomodarse la pelota y buscar el ángulo. Pero pecaba de intermitente, hasta el punto de que los más chungones acabaron apodándolo “El Semáforo”. Sólo disputó 3 partidos de Liga, antes de poner rumbo a Sabadell, con la carta de libertad. Y ya arlequinado, no sin merma, a resultas de tanta tarascada, le esperaba la desilusión: 17 partidos de liga con 4 goles la temporada 1971-72, todavía en 1ª, y sólo 1 en Segunda el año siguiente. Por orgullo quizás, o por cabezonería, no quiso colgar las botas, aunque ello únicamente le sirviera para jugar 12 partidos con el Acero de Sagunto la campaña 73-74, en Regional.

“Nadie me quitará nunca haber sido internacional con España, en Mestalla. Alinearme junto a Iribar, Paquito, Pirri, Claramunt, Reija, Luis Aragonés, Amancio y Gento. O haber sido el primer internacional del Córdoba, antes que Miguel Reina”, aseguraba, embebido en la nostalgia, el ya lejano otoño de 1984. Justo cuando las apreturas del momento abrillantaban como nunca el resplandor del pasado. Se hallaba en paro, luego de fracasar con su restaurante. “Tuve que traspasarlo, porque las cuentas no salían. Ahora a ver qué encuentro. ¡Ay si volviese a nacer!. Sería todo tan distinto…”

Florencio Amarilla, internacional paraguayo que hubo de costearse una intervención quirúrgica para seguir jugando al fútbol. Tras colgar las botas pudo vérsele en muchas películas como indio con diálogo. El apache, comanche, sioux o idioma crow que escuchábamos desde el patio de butacas, en realidad era su guaraní.

Por lo menos la extrema dureza de sus marcadores no se tradujo en serias secuelas físicas, y tampoco hubo de sufragar personalmente ninguna intervención quirúrgica, como le ocurriese a su compatriota y mundialista con Paraguay, Florencio Amarilla Lacasa.

Extremo zurdo con enorme técnica, recaló en el Oviedo junto a su compañero de ala Jorge Lino Romero la temporada 1958-59, con 23 años. Siendo jugador azulón, un defensa lo cazó sin miramientos, y la Mutualidad de Futbolistas hizo amago de desentenderse, recomendando paciencia antes de pasar por el quirófano, cuando distintos especialistas consideraban imprescindible la intervención para seguir jugando al fútbol. Puesto que tampoco el club asturiano estuviese por la labor de rascarse el bolsillo, tuvo que ser él quien tirando de ahorros apoquinase todos los gastos. Luego suscribiría contrato con el Elche, R.C.D. Mallorca, Constancia de Inca, Hospitalet, Abarán, Manchego, Almería y Adra, hasta colgar las botas con uno de los varios escudos almerienses al pecho, la campaña 1971-72. Aún hay por esa reseca tierra quienes recuerdan sus alardes técnicos, sus malabarismos con la pelota, mientras dirigía a los juveniles de la entidad, o a los primeros equipos del Mojácar, Vera, Roquetas, Garrucha y Polideportivo Ejido, durante los años 70 y primeros 80. Porque el enjuto guaraní acabó descubriendo en Almería su particular Eldorado, luego de que un ayudante de dirección viera en sus facciones al perfecto indio de tanto “western espagueti”. Gracias a él, dejó de vender enciclopedias y zapatos para rodar películas en el poblado de Tabernas, junto a estrellas como Charles Bronson, Alain Delon, Toshiro Mifune, Lee Van Cleef, Ursula Andress, Yul Brynner, Leonard Nimoy, Jack Palance o Richard Crenna, a quienes embelesaba durante los descansos, entre toma y toma, con su portentoso manejo del balón ataviado de indio sioux, cheyenne, kiowa, cherokee, apache, pawnee o shoshone, canana cruzada y rifle en ristre.

Cuando los “western” pasaron de moda y el poblado empezó a pudrirse, el fútbol modesto no le dio la espalda, por más que los clubes de elite fingieran no conocer su suerte. En 2006 ejercía como utillero para el Comarca de Níjar, habitando, incluso, en las mismas instalaciones del viejo campo de San Isidro. Los directivos de esa entidad llegaron a plantearse levantar una vivienda prefabricada para él, pero humilde, como siempre fuera, declinó la oferta con amabilidad: “No se molesten, señores. Yo estoy muy bien acá, oliendo a linimento, trotando un poco todas las mañanas, con este sol y mi matecito”.

La muerte le sorprendió viviendo la existencia elegida. Feliz, porque nunca necesitó dinero, propiedades o poder para sentirse rico. Agradecido al fútbol, siquiera al muy modesto, por permitirle disfrutar con lo que tanto amaba. A Eugenio Leal, por el contrario, los reveses le dolieron muchísimo más.

 Natural de Carinches, Toledo (13-V-1953), desde el club La Salle sería captado para el At. Madrid, debutando con su primer equipo la temporada 71-72, sin cumplir los 18 años. Como durante sus dos campañas sólo acumulase 17 presencias ligueras, con un gol marcado, los técnicos rojiblancos decidieron cederlo al Sporting de Gijón (1973-74), desde donde regresó con galones de interior utilísimo en labores organizativas. Indiscutible durante la siguiente media docena de ejercicios, e internacional absoluto en 13 oportunidades marcando un gol, así como mundialista en Argentina destacado por la prensa internacional, Juan Cruz Sol le reventó la rodilla con una entrada fortísima mientras disputaba un partido de Copa contra el Real Madrid. “A veces me sigo acordando de Sol, como artífice de mi retirada” -confesó durante una entrevista cuando llevaba dos años con las botas en un armario-. Quiero creer que fue fortuito, pero cuando lo pienso fríamente me parece que hubo mala intención”. Tuvo que pasar por el quirófano, y a poco de reaparecer otra rotura de menisco. Nuevo parón forzoso, más dolorosos intentos de puesta a punto, para caer roto por tercera vez, y ésta ya definitiva. Tres inútiles intervenciones quirúrgicas practicadas por los doctores Guillén y Cabot en su ligamento lateral interno, cruzado anterior y menisco interno, jalonando 8 fugaces saltos al campo en un par de años. Y todavía, negándose a reconocer la evidencia, dos conatos de probatura en el Pegaso y Sabadell, antes de sentirse exfutbolista.

Eugenio Leal, gran jugador de vida alegre. Su carácter no le hizo ningún bien, y luego una lesión marcaría el punto final de su carrera.

 “En el fondo lo veía venir. Siempre te llegan rumores acerca de la salida, y has visto cómo se paga a otros. Así que hasta cierto punto estás preparado cuando te sacuden la patada”.

Le prometieron un partido homenaje, pero el tiempo fue pasando, por la presidencia “colchonera” desfiló Alfonso Cabeza, retomó el cargo su antecesor, Vicente Calderón, y el supuesto homenaje continuaba sin fecha al explayarse con Amalio Moratalla, en noviembre de 1984. “No sé absolutamente nada sobre el tema, y me interesa. A este paso cuando me lo quieran tributar no va a conocerme ni Perico el de los Palotes. He tenido algún contacto, pero la cosa va despacio, por no decir que está totalmente parada”. Se argumentaba por los mentideros rojiblancos que ese asunto se zanjó hace tiempo, entregándole 5 millones de ptas. con el finiquito, a cuenta del homenaje. Y él matizaba, en defensa de un dinero para entonces tan necesario como por demás legítimo: “Cada cual cuenta la feria según le va. Es cierto lo de esos 5 millones (30.000 euros al cambio por la moneda actual). Y también que llegamos a un acuerdo: Si el partido arrojaba superávit, los beneficios serían para mí; por el contrario si arrojara pérdidas, el club se hacía cargo de ellas y yo me contentaba con lo percibido. Naturalmente si las cosas se hubieran hecho antes, al anunciarse mi abandono, podrían haber salido 20 millones de beneficio. Ahora todo se ha enfriado y va a dar igual”.

Cuando charlase con Moratalla, aseguraba tener proyectos, sin concretar lo más mínimo: “Dentro de poco me sobrará el dinero”. Anticipaba, eso sí, que no iba a ser lo habitual: “Nada de la típica discoteca o el “pub”; lo sabrá todo el mundo en su momento”. Pero a renglón seguido reconocía “hacer de todo y nada”. Seguía tirándole el gusanillo, aunque no se dejara caer regularmente por los estadios. El fútbol había puesto todo su empeño en alejarse de él, y le parecía injusto: “Lo he convertido en el centro de mi vida desde los 10 años. Puede decirse que lo he mamado. ¿Cómo no va a costar separarte de él?”. Por eso, ciertos detalles tenían algo de bofetada, como dejó entrever al preguntársele si debía pagar entrada por acceder al estadio donde tanto le aclamasen: “No me ponen pegas para entrar, pero evidentemente tampoco es como antes. No me gusta pagar por ver fútbol. Me sabe mal, aunque más de una vez lo he tenido que hacer, incluso en El Manzanares. Es ley de vida. Cuando no estás arriba, las palmaditas en el hombro se convierten casi en insultos”. Le apenaba, también, no haber vivido el triunfo de la sindicación futbolística: “Me parece fenomenal que de una vez mis antiguos compañeros se hayan organizado, para solucionar sus muchos problemas. Sólo espero que funcionen mejor que antes”.

Prueba de que sus planes para verse sobrado de dinero poco tenían de reales, eran sus caricias al sueño de dedicarse a entrenar: “Podría hacerlo, pero ahora para eso hay que estudiar tres años. Y es curioso. Aunque haya quien no ha dado en su vida una patada a un bote, si aprueba los cursillos le dan el carné. Me encantaría el banquillo; sería un buen entrenador. Pero tres años estudiando es duro. Además, llegas a un club, pierdes dos veces seguidas, no le caes bien a éste o aquel, y te ponen de patitas en la calle. Eso al margen de aguantar todo tipo de insultos por la mayoría de los campos. Haría el esfuerzo de estudiar tres años para ser segundo entrenador de cualquier equipo. Todo el día trabajando en la sombra, sin responsabilidades ni presiones, y cobrando”. Luego, de cualquier modo, caía en cuenta sobre el cúmulo de zancadillas esparcidas en torno al balón, y se avivaban los dolores: “Me he dado cuenta de que el fútbol es una porquería. Cada día me convenzo más de que has de llevarte el dinero en el momento. Después se hace tarde. En mi última renovación con el Atlético, cuando estaba allá arriba, pude haber sangrado al club y por sentimentalismo, o por no sé qué, evité hacerlo. Les faltó tiempo para sacudirme la patada. Estoy convencido de que te utilizan unos años y luego ¡hala!, al basurero. De ahí que debas ganar el mayor dinero posible en tu buena época. Es mi consejo para cuantos estén en activo. Más adelante es tarde”.

A sus 31 años, separado de una mujer bellísima y con tres hijos, en medio de la incertidumbre sobre del porvenir, no parecían faltarle motivos para reflexionar. Siempre se dijo que su carrera resultó perjudicada por una empedernida promiscuidad. Llegó a relacionársele con cierta inglesa contratada en un cabaret del Albaicín, cuando su esposa pasaba la cuarentena tras someterse a una segunda cesárea. Vicente Calderón, hombre de ideas tradicionales, o si se prefiere conservadoras, queriendo salvar ase matrimonio y recuperar al futbolista, ponía al corriente de aquellas aventuras a la sufrida cónyuge. Finalmente ésta se hartó de aguantar, y andado el tiempo “Nany” Alonso, la antigua esposa, habría de saltar a la popularidad desde las pantallas televisivas más cotillas, como hermana de “Chonchi” Alonso, ex pareja de Andrés Pajares, metida a su vez en un  turbio divorcio no exento de malos tratos, según se aireara. Fruto de la reflexión, las palabras de Leal surgían rebosantes de amargura: “Si me dieran la oportunidad de volver al principio, estoy seguro de que ganaría más dinero del que obtuve. Mis intereses los antepondría siempre a los del club, y no al revés, como hice. Y por supuesto, no consentiría a nadie meterse en mi vida privada, como muchos hicieron”.

El orensano Fraguas apenas empezaba a comerse el mundo cuando se le oscureció el porvenir. Para los médicos su grave lesión curó perfectamente, y sin embargo nunca pudo acercarse a la sombra de sí mismo.

En definitiva, si le fuese otorgada la facultad de reencarnarse, sería un hombre distinto. Probablemente lo mismo que Fraguas, otro “colchonero” con el que a punto estuvo de coincidir sobre el césped.

Rafael Prado Fraguas, lateral derecho orensano (2-I-1957), fue un prometedor aunque impulsivo muchacho que por abrirse camino apenas reparó en los medios. Con 17 años ya asomaba por el primer equipo rojiblanco, dejando impronta de temperamento excesivo. Duro, a veces fiero, hasta sus propios compañeros le advirtieron más de una vez sobre las maneras con que se empleaba: “Si no mides mejor en tus entradas, acabarás haciéndote daño. Esa forma de tumbar a los rivales, cayéndote encima… Como no temples, un día cualquiera se te vienen sobre la rodilla y te dan el disgusto”. Pero él estaba en esa edad pletórica donde nada puede constituir un peligro, y siguió trazando surcos sobre su parcela. Hasta que en 1976, durante un partido en el Helmántico ante la ya extinta Unión Deportiva Salamanca, el delantero Rial decidió no arrugarse. Aquel instante no iba a borrarse nunca de su memoria: “Luiz Pereira iba por el lado derecho y me pasó el balón. Lo solté en seguida y Rial, cuando la pelota ya estaba lejos, me entró golpeándome en la pierna muerta. Ese chasquido no se me va de la cabeza”.

Fue una rotura brutal de tibia y peroné, con hueso astillado y esquirlas sueltas. Hubo que practicarle una operación de osteosíntesis, es decir implantarle un tornillo oblicuo para sujetar los huesos. Le dijeron que iba a quedar bien, aunque el calvario no había terminado.

Tratando de acelerar su recuperación, lo llevaron a un fisioterapeuta cuando el hueso aún no estaba lo bastante fuerte. De manera que volvió a romperse. Tras ese nuevo percance, algo más también se rompió entre club y futbolista: “Si después de mi paso por el quirófano todo fueron apoyos, me echaron la culpa de la segunda fractura. Dijeron que era un inconsciente por haber querido recuperarme antes de tiempo. Y no hubo nada de eso. El único culpable fue el doctor Ibáñez, aunque asegurase que la decisión de buscar a ese fisioterapeuta corrió de mi cuenta”.

El galeno Enrique Ibáñez siempre le contradijo. Y además de asegurar que Fraguas estaba perfectamente cuando salió de su consulta, llegó a lucir ante la prensa partes y pruebas como aval de sus palabras: “La lesión se produjo el 8 de febrero de 1976. Yo mismo lo acompañé en la ambulancia que habría de trasladarlo desde Salamanca a Madrid. Le diagnostiqué fractura transversal fragmentaria de tercio medio en la tibia y el peroné, con desplazamiento y destrozo de partes blandas. Pronóstico muy grave. El 10 de febrero fue operado y ya con escayola se le autorizó viajar a Orense, permaneciendo con su familia. El 1 de junio se le cambió la escayola, pudiendo por fin apoyar ese pie sobre el suelo. Su recuperación prosiguió a buen ritmo. En noviembre ya corría y le faltaban sólo unos grados para doblar completamente aquella rodilla. Entonces, aconsejado por amigos, decidió acudir a cierto masajista  prestigioso, y el 19 de noviembre le saltó el hueso en una maniobra. El propio masajista me llamó, muy asustado, y me trajeron al futbolista a la clínica. Repito, hasta entonces todo iba bien. El parte del día 16 recoge textualmente: Continúa la evolución favorable, progresiva; se encuentra fenomenal. El propio Fraguas me confesó, subido en la camilla, que aquel masajista le había forzado la pierna, fracturándosela nuevamente con su propio cuerpo. Yo estaba indignado, pero me aconsejaron no airear la cuestión, por no perjudicar al masajista. Hubo que empezar otra vez, aunque sólo hiciera falta escayolarle”.

El 1 de febrero de 1977 se le retiró aquella escayola, comprobándose mediante una radiografía que el hueso estaba bien, de manera que inició la rehabilitación. Después volvió a jugar, y en Cádiz resultaría lesionado en esa misma pierna. “Herida inciso contusa”, según parte médico fechado en febrero de 1978. En marzo del mismo año el Dr. Ibáñez le hizo una radiografía de control, obteniendo una imagen perfecta de consolidación ósea. Se le dio de alta el día 28, lo que según defendiera el cuerpo médico Atlético, demostraba que el futbolista quedó bien. Algunas voces de la entidad aseguraron que si su jugador no volvió a ser el de antes, sería por miedo. “Hay quienes después de lesiones tan importantes no dejan de pensar en el percance, y se arrugan. Éste es un deporte de contacto donde el temor no tiene cabida”.

Por supuesto, Fraguas siguió recordando aquel fatídico 8 de febrero de 1976. Imposible dejar de hacerlo, máxime ante el convencimiento de que Rial tuvo mala intención. “No le guardo rencor, aunque supongo llevará en su conciencia aquel momento. Nunca fue a verme al hospital, ni me llamó por teléfono interesándose por mi estado. Jamás tuve contacto con él. Sin embargo el Salamanca, a través de su presidente, se portó muy bien conmigo”. A su entender, el fútbol y su mundillo no dieron la talla. “Además de mi familia, sólo dos amigos estuvieron a la altura. De uno nunca lo hubiera pensado. Entonces aún no conocía a mi mujer, y ella dice que si hubiésemos estado juntos tal vez las cosas no habrían sido como después se dieron. La prensa sí se comportó, pese a que no pude corresponderles. Me decían desde el club que no hablara y yo cumplí”.

Después de tres temporadas virtualmente en blanco -tan sólo 3 partidos de Liga disputados-, la entidad rojiblanca lo cedió al Club Deportivo Orense durante un par de campañas, mediando un paso casi simbólico por el Torrejón. Luego nada. Desinterés, ausencia de ofertas, el teórico abandono, mientras a sus 27 años y ya con un hijo practicaba el fútbol sala. Bullía en su cabeza la necesidad de emprender algún negocio, de invertir pensando en el futuro. Pero no es fácil improvisar otra existencia cuando la pelota copó hasta el último pensamiento durante tanto tiempo. Quizás ello explique su decisión durante el verano de 1985, al suscribir un compromiso con el Daimiel, inserto en la 3ª Castellana. Sin duda un intento de recuperar el pasado, de sentir la misma ilusión que antaño, creyéndose llamado a conquistar el estrellato. Luis Aragonés creyó siempre en él, y no todos podían lucir 5 internacionalidades juveniles. Si las cosas se le dieran aceptablemente, si llamase la atención de clubes más poderosos…

Elcoro, guipuzcoano a quien la mala suerte, más que su lesión en sí, apartaron del fútbol definitivamente.

Sueños, esperanzas, la negativa a convertirse en un pañuelo desechable, máxime cuando como en su caso, la esperanza se truncó en decepción tan temprano. A otros, como al guipuzcoano Elcoro, la mala suerte lo respetó algo más, permitiéndole desarrollar una carrera. Y pese a ello seguían sintiendo un vacío tremendo.

Fco. José Elcoro Gabilondo (Arechavaleta, 4-II-1978), también defensa, tras pasar por el club de su pueblo compitió varias temporadas con el filial donostiarra, viviría una cesión en el Burgos, otra en la Sociedad Deportiva Eibar, y por fin pudo debutar con la Real Sociedad durante el ejercicio 1974-75. Al menos tuvo ficha de 1ª División por espacio de 5 años, si bien un par de ellos a modo testimonial, porque los pasó en blanco. Su vida deportiva se truncó ante el At. Madrid en abril de 1976, aunque al principio nadie, y mucho menos él mismo, acertara a imaginárselo. Un choque con Salcedo bastó para fracturarle tibia y peroné y luego, durante el largo posoperatorio, una artrosis en el tobillo habría de empeorarlo todo: “Fue un golpe de mala suerte, porque al fin y al cabo suelen ser los defensas quienes entran al adversario. Nunca culpé a nadie de mi lesión, puesto que en realidad no fue ésta lo que me apartó de la pelota, sino una suma de complicaciones posteriores”.

Según los médicos, el yeso de la escayola causó aquella artrosis, y ni siquiera dos intervenciones quirúrgicas para implantarle placas y tornillos, practicadas por el Dr. Echevarren, resolvieron su problema. Saber que el fútbol iba a convertirse en historia constituyó todo un trago:

“Lo pasé muy mal, porque en principio no iba a desviarse mi trayectoria. Una cosa es saber que todo se acabó, y otra seguir haciéndote ilusiones. Yo todavía disputé 6 ó 7 partidos más, antes de comprender que mi nivel no era aceptable. En cuanto estaba a punto para reaparecer, volvían los dolores, tocaba parar y arrancar otra vez. Parecía haber un nivel máximo de recuperación, a todas luces insuficiente. Así que me despedí de todos seis meses antes de expirar mi contrato. Estaba ya casado y con tres hijos; la necesidad te hace soportar cualquier cosa, y mi familia siempre estuvo al quite”. Cuatro años después, ganándose la vida como empleado en una asesoría fiscal, prefería no acordarse de su etapa anterior, si bien siguiera conservando amistad con parte de quienes un día fuesen compañeros de vestuario. “Quizás sea la resignación lo que me ha llevado a no añorar aquel tiempo, pero lo cierto es que no veo fútbol, a menos que lo retransmitan por televisión. Y aun entonces cambio de canal si no ofrecen un buen espectáculo”.

Oyarzábal empezaba a degustar el triunfo cuando todo se le torciera. Si bien la Real Sociedad cumplió contractualmente, parece no supo empatizar con la aflicción personal.

Casi en paralelo, otro buen futbolista blanquiazul, el hernaniarra José Mª Oyarzábal Erro, hubo de afrontar otro trance similar. Después de un par de campañas en el Sanse, llevaba tres rindiendo a excelente nivel en la Real Sociedad. Internacional Sub-23 en 5 oportunidades, estaba en la agenda del seleccionador absoluto cuando de pronto, entrenando, empezó a sentir unos intensos pinchazos en la rodilla. Pensó que no sería nada importante, pero una merma de rendimiento sobre el césped motivó las exploraciones médicas. Intervenido en el menisco, su primer pronóstico pasaba por volver al campo en unos tres meses. Luego, lamentablemente, habrían de descubrirse otras complicaciones óseas.

Tres intervenciones practicadas por los doctores Navés y Echevarren, apenas sirvieron de nada. Durante las temporadas 1974-75, 75-76, 76-77 y 77-78, no disputó ni un minuto. Al término de la última, concluido su contrato, hubo de abandonar la disciplina realista. “No necesité mucho apoyo, porque tuve tiempo de sobra para hacerme a la idea. Fui perdiendo facultades paulatinamente, nunca hubo lugar para la sorpresa, y ello me ahorró traumas. En cuanto al club, no se portaron bien, ni mal. Cumplieron económicamente, aunque a nivel deportivo y humano se olvidaron de mi problema; no parecía importarles demasiado”. Entonces los futbolistas estaban fuera de la Seguridad Social, y por tanto sin posibilidad de acogerse a pensiones de invalidez. Mientras cobraba de la Real había formado familia y tenía un hijo. Más complicaciones, visto el asunto desde el lado económico. “Me encantaría que el chaval fuera deportista, aunque no específicamente dedicado al fútbol, sino a cualquier otra especialidad”, aseguraba a menudo. Y eso que sus secuelas seguían haciéndese presentes. “Basta un ejercicio brusco para producirme dolores. Veremos a ver si con otra operación… Estoy a la espera de que me limpien la rodilla”.

Corría el año 1984 cuando se expresaba de este modo, ejerciendo como empleado en una entidad bancaria de su Hernani natal. Justo por esos mismos días, el gallego José Fernando Martinez Rodilla (Vigo, 3-III-1950), atacante conocido para el fútbol por su segundo apellido, seguía deglutiendo dosis de hiel.

Tras militar en el Gran Peña y Unión Popular de Langreo cedido por el Celta, con 20 años se convirtió en firme promesa del fútbol nacional, hasta el punto de debutar con “la roja” absoluta en Zaragoza, el 28 de octubre de 1970, ante Grecia. Luego, además, disputó un par de partidos con la selección “B”, o de “Promesas”. Pero no era un hombre destinado al triunfo.

Rodilla. Todo un internacional absoluto trotando por campos modestos, como consecuencia de una lesión mal intervenida y peor curada. Sobre el césped vallisoletano cojeaba visiblemente. Sobraban motivos para justificar el mal sabor de boca que el fútbol profesional le dejara.

Comenzó notando unas persistentes contracturas en el cuádriceps, que los masajistas se empeñaban vanamente en paliar. Midiéndose ante el Español, iba a sufrir una rotura completa. “No debería haber hecho caso a los entrenadores -se condolió tiempo después-. Parando cuando hizo falta, me habría recuperado totalmente”. Lo intervino en Barcelona el doctor Cabot y nunca volvió a ser el mismo. Después de seis campañas con la camiseta celtiña, disputando únicamente 3 partidos en la categoría de plata durante la última, no le renovaron. El Real Valladolid, también en 2ª, le hizo un hueco, si bien mediante contrato de circunstancias. Cojeaba sobre el césped, y al no confiar casi nadie en su posible rendimiento, tuvo que avenirse a un fijo por partido. “Para renovar con ellos debía alcanzar un mínimo de encuentros y estaba a punto de conseguirlo cuando unilateralmente anularon la cláusula. Tuve que irme al Sabadell, donde sólo permanecí 15 días. Cogí una gripe, y como lógicamente no estaba para jugar, dijeron que ya no les interesaba. Entonces pasé al Reus Deportivo, lesionándome durante el tercer partido. Fui baja hasta cerrarse la temporada”.

Todavía fichó por el Yeclano, cara al ejercicio 1978-79, y por el Turista vigués en 1979-80. Aquel internacional prematuro se había desleído: “Ocurrieron muchas cosas. Mi padre murió, yo estaba harto de vagabundeo. Era el momento de terminar, aunque sólo tuviese 28 años. La lesión influyó en mi retirada, pero más todavía ciertos aspectos colaterales del fútbol. Recuerdo, por ejemplo, que durante mi tercera temporada con el Celta, desde Zaragoza se interesaron por ficharme. Pero mi presidente, pese a asegurar que apenas iba a jugar con ellos, se negó a extender la carta de libertad. No soy rencoroso y tampoco vivo de recuerdos, aunque ciertas cosas duelen”. Tampoco tuvo suerte al nacer cuando lo hizo. Unos años después, todo cambió para la gente del balón. Los clubes ya no fueron amos y señores, a los deportistas se les reconoció el derecho a la propia imagen, devengaron cifras por publicidad y patrocinios… La sindicación, en suma, frenó múltiples desmanes en beneficio de otros. Porque todavía él, recién colgadas las botas, tropezó con una realidad ruinosa: “Se vivían vacas flacas. Nadie encontraba trabajo y tuve que ir consumiendo ahorros”.

Pudo colocarse como representante comercial, y más adelante ingresó en una oficina bancaria que acabaría dirigiendo. Todo ello logrado a pulso, porque como aseguraba, “nadie me ayudó en los malos momentos. El fútbol es bonito cuando las cosas te van bien, pero si dejas de salir en la prensa te olvidan todos”. Poseedor de un carné de entrenador, allá por los años 80 no desdeñaba entrenar a chavales. “Porque ahí no hay tanta mafia como en categorías superiores”. El mundillo profesional, sus trampas y triquiñuelas, sus interese ocultos y profunda desmemoria, le había asqueado. Menos mal que su mala suerte de antaño semejara haberle abandonado también. Casado y con dos hijos, un nuevo futuro se abría ante él, luminoso y, era de suponer, con menos zancadillas.

Por suerte, muchos futbolistas “Kleenex” supieron sobreponerse a la adversidad, demostrándonos que de las papeleras y el recipiente para desperdicios también se sale a menudo. Con esfuerzo, ciertamente. Y sobre todo sin volver la vista atrás, complaciéndose en viejas afrentas o mortificándose por lo que no pudo ser.

Al menos varias docenas lograron enderezar su vida lejos del fútbol, torcida, vuelta del revés por el infortunio, tan sólo en apariencia.

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