RESUMEN:

Han sido muchos los traspasos y fichajes controvertidos desde que echase a rodar la pelota en nuestro país. Ya en tiempos de amateurismo puro, o compensado mediante billetes bancarios bajo mano, los cambios de escudo de Ricardo Zamora Martínez, ora el del C. D. Español, ora el del Barcelona y de nuevo el del Español,

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El fichaje de Di Stefano, como no nos lo contaron (1)

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Han sido muchos los traspasos y fichajes controvertidos desde que echase a rodar la pelota en nuestro país. Ya en tiempos de amateurismo puro, o compensado mediante billetes bancarios bajo mano, los cambios de escudo de Ricardo Zamora Martínez, ora el del C. D. Español, ora el del Barcelona y de nuevo el del Español, dieron muchísimo que hablar. Poco después, reconocida la profesionalización futbolística pese a que un buen puñado de clubes continuaran amarrados al viejo amateurismo marrón, tuvo lugar la espantada de Abdón García, poniendo poco menos que en pie de guerra a media Asturias.

El avilesino Abdón Amadeo García Martínez (3-III-1906), rocoso ala derecho a quien el periodista “Sincerator” apodó Diez Reales, “porque era un medio duro”, se incorporó al Oviedo en 1926, desde el Stadium Avilesino, a cambio de 58 ptas. semanales, más un complemento mensual de 250, cifra que venía percibiendo en la Compañía de Tranvías de Avilés. En setiembre de 1929, un pavoroso incendio destruyó su casa, dejando en la miseria a su extensísima familia, compuesta por 10 hermanos. Rápidamente, Oviedo y Stadium Avilesino le dedicaron un partido de homenaje, recaudando 5.000 pts. para paliar tan inmensa desgracia; cifra nada desdeñable, cuando un coche recién salido de fábrica podía adquirirse por 8.500. Pero como la gratitud y el fútbol nunca encajaron del todo, meses después Abdón fichaba por el Sporting de Gijón, en medio de un revuelo monumental. Asustados, los directivos gijoneses pactaron con los ovetenses su traspaso al Valencia, repartiéndose al 50 % los beneficios. Y mientras Abdón daba el do de pecho junto al Mediterráneo, donde permanecería hasta 1935, la Federación, hasta donde había llegado la denuncia ovetense, fallaba favorablemente para el futbolista, no sólo declarándolo libre de fichar por el ente que más le pluguiese, sino imponiendo una multa de 1.500 ptas. al Oviedo por mala fe -luego reducida a 750, tras el consabido recurso-, además de suspender por 3 meses a los directivos firmantes de un escrito injurioso remitido tanto a la prensa local como al propio órgano federativo. Abdón García, después de todo, no parecía tan ingrato como lo pintaron. Aunque el mal ya estuviera hecho.

Naturalmente, entre el “affaire” de Abdón y la polvareda que levantase el fichaje en secreto del portugués Figo, merced al cual Florentino Pérez logró acceder a la poltrona del estadio Santiago Bernabéu, hubo numerosas y sonadas polémicas. Aunque ninguna del calibre que adquiriese la incorporación de Alfredo Di Stefano a la “casa blanca”, cuando el Barcelona creía tenerlo muy bien atado. Un lío cargado de errores y contradicciones, de aristas y espinas, de medias verdades y oscuridad por doquier, donde el máximo órgano supranacional del fútbol hizo de Don Tancredo y los historiadores de ambos bandos siguen sin ponerse de cuerdo, en gran medida porque mucho de lo afirmado y escrito nació de visiones parciales, con difícil sustento documental. Transcurridos 70 años, trataremos de hacer inteligible aquel galimatías, apoyándonos en documentos de reciente aparición. Y como el asunto, además de largo resulta complejo, convendrá desgranarlo en actos, como el teatro clásico, o entregas, como si se tratara de una novela decimonónica. Porque de ambas cosas tuvieron mucho aquellos acontecimientos.

Alfredo Estéfano Di Stefano Laulhé había nacido en el seno de una acomodada familia criolla, con abuelos paternos naturales de Capri y Génova, y maternos de Francia e Inglaterra. Formado entre los infantiles del Once y Venecermos, y del Imán, en 1944 fue sometido a una prueba para ingresar en la cantera del bonaerense River Plate, merced a los contactos de su madre. Apenas un año después ya se alineaba con el equipo de “la tercera”, destacando por su descaro, una técnica depurada, gran despliegue físico y facilidad goleadora. Renato Cesarini, entrenador del primer elenco, concluía haciéndolo debutar en la máxima categoría ante el Huracán, como extremo derecho, en un partido resuelto con derrota por 2-1. Aquella temporada concluyó con el River en lo alto de la tabla y el considerable enojo de la futura “Saeta Rubia”, al no ver reconocida económicamente su inclusión en el primer equipo. Y como ya entonces apuntara ese carácter borrascoso de que más adelante iba a hacer gala, se plantó ante su presidente para pedirle una salida digna. Curiosamente habría de ser Huracán, equipo contra el que debutara, el destinatario de la cesión. Y allí le aguardaba una más que prometedora confirmación: 10 goles en la Liga correspondiente a 1946, constituyeron su pasaporte de retorno al River, con 20 años recién estrenados.

Di Stéfano en boca de gol. Fue un delantero completísimo, que además de ver puerta con facilidad armaba el fútbol atacante cuando la ocasión lo requería.

Ni en sueños hubiera podido recrear cuanto le deparase el torneo de 1947. Campeón de Liga y máximo goleador, con 27 dianas. Internacional con la selección argentina campeona del Sudamericano, en Guayaquil, rubricando con la albiceleste otros 5 goles en 6 partidos. Y titulares de cuerpo doble en la prensa, como reafirmación de la estrella en que se había convertido, junto a otros consagrados como Campana, Pontoni, Boyé, Moreno y Loustau. Magnífica ocasión para reivindicar un sustancial incremento de ficha, malísimamente acogido por su presidente y directivos. La herida estaba abierta, no sólo entre Di Stéfano y el máximo mandatario del River Plate, sino entre el colectivo de jugadores y una patronal demasiado acostumbrada a pastorear ovejas resignadas.

Los contratos, carentes de una revisión correcta, llevaban tiempo perdiendo valor. Comparados con los extendidos a Zubieta o Lángara ocho años atrás, representaban una merma real de poder adquisitivo. Además, a los jugadores se les recetaban traspasos o cesiones sin contar con su pláceme; se les rescindían fichas a menudo sin razón o, para colmo, mirándose en el espejo de quienes lucieran esos mismos colores dos o tres lustros atrás, podían anticipar su propio porvenir, escasamente halagüeño, puesto que la lipidia era moneda corriente entre demasiados exfutbolistas. Así las cosas, en 1948 la F.A.A-Futbolistas Argentinos Agremiados-, se declaró en huelga. Los clubes reaccionaron a la tremenda, sustituyendo a los huelguistas por aficionados de sus canteras, sin que las llamadas a la solidaridad causasen el menor efecto entre los neófitos, puesto que carentes de otra herramienta para prosperar que el fútbol, la espantada de sus mayores representaba una oportunidad de oro. Quienes nunca hubieran pasado de la 1ª “B” o las categorías “de ascenso”, recibían laureles. Los más dotados juveniles adelantaban en dos o tres años su estreno profesional. Pero aunque la soledad de los profesionales se hiciera evidente, resistieron. Es lo que ocurre tras tirar de la cuerda en exceso: que ésta se rompe y con el cabo más largo suelen improvisarse horcas para el patrón.

Durante ocho meses de 1948, sostuvieron el paro las estrellas argentinas. Ocho meses de rifirrafes entre clubes, futbolistas y una Federación desbordada. Casi un año, durante el que, salvo excepciones, los veteranos prefirieron escudarse mientras los más jóvenes daban la cara. “Mirá -escuchaban los neófitos-. Es por vos por quien peleamos. Yo ya tengo mi carrera cumplida y sos vos, los de tu quinta, los que tenés que pelear duro para que la cosa cambie”. El caso es que Di Stéfano, rabioso tras los desplantes anteriores, no escurrió el bulto y por tanto estuvo entre aquellos a quienes se tomó la matrícula. En mayo de 1949, suscrito un pírrico acuerdo de mínimos, los profesionales se incorporaron a la competición, con no pocos rasponazos. Di Stéfano y su presidente, el Sr. Liberti, ni podían mirarse a la cara. Y cuando el equipo viajó hasta Europa para disputar un partido recaudatorio en favor de las viudas e hijos de cuantos fallecieran en la catástrofe aérea de Superga, diezmando al Torino, el máximo mandatario del River estableció conversaciones para traspasar a su pupilo más díscolo, cobrándose dos pájaros de un tiro: Ingresaba una cifra ni mucho menos desdeñable, y se deshacía de un dolor de muelas.

Lo que el Sr. Liberti no podía sospechar era que su dolor de muelas tuviera otros planes.

El 9 de agosto la prensa argentina titulaba en tipografía gruesa: “Di Stéfano y El Pipo Rossi contratados en Colombia”. Contratados, sí; no traspasados al fútbol colombiano. Porque la Liga Dimayor, desgajada en bloque de la Federación Colombiana durante 1948, y por tanto en vuelo libre, sin el encorsetamiento normativo de la FIFA, se decidió a pescar en los mejores caladeros con el propósito confeso de convertirse en el más brillante campeonato de América. Se miraban aquellos mandatarios en el espejo de las competiciones-espectáculo norteamericanas. Tentaban a los futbolistas más dotados del continente con ofertas irrechazables, sin abonar ni un céntimo en concepto de traspaso a sus clubes y, naturalmente, las deserciones en Perú, Chile, Brasil, Argentina o Uruguay, adquirieron ribetes de migración masiva. Al cabo de pocas semanas, los equipos de la Liga Dimayor practicaban un fútbol de seda, y recibían en sus respectivas sedes invitaciones para dejarse ver en bolos o partidos de exhibición. El Millonarios de Bogotá, destino de la pareja Rossi – Di Stéfano, ya contaba con los refuerzos de Iácono, Cozzi o Pedernera, y se anunciaban nuevas incorporaciones procedentes de la Liga peruana.

Obviamente, las Federaciones y clubes damnificados por el asalto alevoso a sus derechos federativos, presentaron denuncias ante la FIFA, respondiéndose desde Suiza con la descalificación de todo el fútbol colombiano: dirigentes de la Liga Dimayor, ya rebautizada como División Mayor, de las entidades filibusteras y de cuantos jugadores con un contrato en vigor nutrieran aquellas huestes. Medidas que a nadie pusieron nervioso, puesto que los empresarios hacían negocio y sus futbolistas ingresaban en un año lo que durante cinco en Perú, cuatro en Uruguay o Chile, y tres, como mínimo, en Argentina o Brasil. Todo ello, además, sabiendo que iban a quedar libres al vencer sus contratos, cuestión ni mucho menos baladí, puesto que sobre todo los argentinos llegaban huyendo de una tiranía insultante. El Millonarios se erigió campeón los años 1949, 51, 52 y 53, con sólo un paréntesis en 1950 para el Once Caldas, de Manizales. Y mientras ese Millonarios, rebautizado por la prensa como “Ballet Azul” allí por donde se exhibiera, hacía más y más caja, desde la FIFA seguían sin hacer nada relevante para enojo de los damnificados.

Por cuanto respecta al máximo órgano supranacional del fútbol, llovía sobre mojado. Cuando desde la recientemente creada Federación Española franquista se cursaron denuncias tras disolverse el equipo propagandístico de Euzkadi, observando que las entidades de Argentina y México donde iban integrándose sus componentes no compensaban a los legítimos “propietarios” -léase Real Madrid, Barcelona, At. Bilbao, Betis, Oviedo y Baracaldo-, ya se pusieron de perfil. Podía argüirse, entonces, que aquellos futbolistas seguían siendo víctimas de la sinrazón imperante en nuestro suelo entre 1936 y 1939. Que debían ser vistos como refugiados, antes que como futbolistas. E incluso que, entre el fragor bélico de la segunda conflagración mundial, con la barbarie hitleriana asolando Polonia y Francia, Mussolini ansioso por forjarse un pequeño imperio colonial en África, y la Unión Soviética midiendo fuerzas en Finlandia, los rectores del fútbol universal no estaban para menudencias. Pero es que su comportamiento no fue el mismo con todos los desarraigados de la Guerra Mundial. Y muchísimo menos, algo después, con cuantos huyeron de Hungría tras el aplastamiento de su revolución antisoviética. Entonces se entregaron al discurso de la Federación magiar, o para ser más exactos al revanchismo soviético, puesto que las decisiones en el Budapest “pacificado” a cañonazos se tomaban desde Moscú. Quienes no regresaran a sus clubes de origen, debían hacer frente a dos años de suspensión. Veinticuatro meses sin competir, lo que para casi todos podía traducirse en una retirada prematura. Kubala, Czibor, Puskas, Zsalay, o casi todos los componentes del efímero Hungaria, durmieron muchas noches con la espada de Damocles sobre sus cabezas, sin que a nadie en la FIFA importara un ápice su tenebroso porvenir.

En la imagen Zoltan Czibor. El trato dispensado por la F.I.F.A. a los fugitivos de Hungría, nada tuvo que ver con su benevolente actitud previa ante la grave infracción colombiana. Máxime, concurriendo razones de índole humanitaria en la diáspora magiar.

Lo del fútbol colombiano, en cambio, se trató con mucho temor y guante blanco. Miedo a que el incendio se propagara por el cono Sur. A que los dos campeonatos más potentes de Brasil, carioca y paulista, siguieran el ejemplo de la Liga Dimayor. A que Federaciones apenas embrionarias, como las de Perú o Ecuador, sucumbieran ante el mayor poderío de unos clubes agremiados. Venezuela, hasta hacía bien poco, evidenciaba que las federaciones no eran imprescindibles para la organización y puesta en marca de torneos futbolísticos, toda vez que los equipos de Caracas, Maracaibo, Valencia, La Guaira o Barquisimeto, rivalizaron en campeonatos autogestionados por una Asociación ajena a la FIFA y sus tentáculos. ¿Y si el incendio se propagaba por Argentina o Uruguay, dos pesos pesados del universo futbolístico?. Algo así hubiera representado la pérdida definitiva del continente, a ojos de la FIFA, como temieron pudiese ocurrir con todo el bloque europeo oriental, ante la extensión del estalinismo por Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia, la propia Hungría y media Alemania. Entonces aceptaron el trágala del Telón de Acero, consistente en contemplar como amateurs a quienes no tenían otra ocupación que el fútbol, por mucho que luciesen uniforme militar, les pagaran un sueldo empresas ferroviarias, siderúrgicas o de automoción, y estuviesen matriculados en Universidades, a modo puramente cosmético. Además, claro, de permitirles intervenir en torneos tan profesionalizados como los Mundiales o Eurocopas, en régimen de igualdad contra Inglaterra, Italia o España, los tres países donde más se pagaba a sus ases del balón.

Desde Suiza, en suma, pensaron que la cuestión colombiana debía zanjarse a cualquier precio, empezando por la restitución de facultades a un ente federativo con sede en Bogotá, virtualmente inane. Puesto que el palo no parecía haber asustado mucho, tocaba entretejer pactos, aunque ello se tradujera en una humillación.

Suiza había empezado a lucir su palo en diciembre de 1949. Nos consta, porque la Federación Española de Fútbol recibió entonces un comunicado de la FIFA con varias descalificaciones a futbolistas, denunciados desde Argentina. De inmediato, mediante circular ordinaria, les fue comunicado a los clubes de 1ª y 2ª División aquel listado nominal de suspendidos o, para entendernos, inexistentes a todos los efectos: Manuel Giudice, Adolfo Pedernera, Néstor Rossi, Alfredo Di Stéfano, Oscar Corzo, Cayetano Frasciones, Mario Fernández, Ángel Perucca, Heraldo Ferreyro, Enrico Navarro, Jorge Benegas y René Pontoni. Primeros de una serie de circulares posteriores, a medida que desde distintos puntos de la geografía sudamericana continuaban las deserciones. Huelga decir que a ninguno de los encartados se les frunció el ceño ni enredó el flequillo. Mientras cobrasen aquellas jugosas nóminas y disfrutaban del país de Jauja, la descalificación de FIFA les traía sin cuidado.

Transcurrido el año 1950, los clubes colombianos seguían pagando religiosamente a sus plantillas. Acababa de disputarse un Campeonato Mundial en Brasil, y la fuga de jugadores se hizo patente en selecciones como la argentina, que ni siquiera intervino en la fase final. No fue la única deserción. De las 16 formaciones previstas únicamente compitieron 13, entre ellas dos tan modestas como Bolivia y Estados Unidos, si bien esta última, para sorpresa general, dio la campanada derrotando a Inglaterra en Belo Horizonte el 29 de junio, y adelantándose ante España en el descanso por 0-1 cuatro días antes, en el estadio Durival de Britto, de Curitiba. Bolivia cayó estrepitosamente en Belo Horizonte, su único partido, por 8-0 ante Uruguay, a la postre campeona en el Maracaná, para desconsuelo de 200.000 incrédulos espectadores. Perú, otro país damnificado por la sangría de futbolistas talentosos, tampoco compareció. Lo mismo que Colombia, en guerra abierta contra el máximo órgano supranacional del balón. A la FIFA parecía acabársele el tiempo.

De cara al Congreso Sudamericano de Fútbol a celebrar en Perú durante 1951, la FIFA comisionó a un miembro de su Comité Ejecutivo: el italiano Ottorino Barassi (Nápoles 5-X-1898 – Roma 24-XI-1971). Todo un peso pesado, que cuando al estallar la II Guerra Mundial el trofeo de campeón mundialista, entonces el Jules Rimet, quedara en poder de la selección italiana, se las arregló para retirarlo en secreto de un banco romano y ocultarlo bajo su lecho, en una caja de zapatos. Mediante ese ardid evitó que el ejército alemán lo rapiñase, bien para su fundición o con destino al tesoro que Adolf Hitler y demás altos cargos de su camarilla acumulasen con finalidad perversa. Presidente además de la Federación Italiana, secretario general de la FIFA y vicepresidente del mismo órgano, intervino en la creación de la UEFA y puso en marcha, personalmente, la Copa de Ciudades con Feria, más adelante denominada Copa de la UEFA. Meritocracia a prueba de bomba pero, ¡qué casualidad!, representante del país donde el máximo mandatario del River Plate pretendía colocar a Di Stéfano, entendiendo que resultaría difícil superar cualquier oferta del “Calcio”.

¿Acaso no había otra figura de un fútbol menos concernida, para negociar con los insurrectos en Perú? Algún británico, por ejemplo; un galo, alguien de los Países Bajos o incluso un costarricense o mexicano, países adscritos a la CONCACAF los últimos, al tiempo que potencias deportivas sin mucho que envidiar Paraguay, y claramente superiores a Bolivia, Venezuela o Ecuador.

En seguida quedó claro que el hombre de la FIFA había cruzado el Atlántico y la cordillera andina con un objetivo concretísimo: evitar la extensión del cisma, aunque ello implicara concesiones vergonzantes. Porque si en su primer discurso Ottorino Barassi estableciese como línea roja innegociable el mantenimiento de las sanciones al fútbol colombiano, en tanto no regresara al club de origen el último fugitivo, lo finalmente suscrito fue por demás distinto. Sirvan como ilustración los tres puntos clave del acuerdo, conocido en adelante como “Pacto de Lima”:

.-Los jugadores de los Clubs de la División Mayor, habiendo pertenecido anteriormente a Clubs de las Asociaciones Nacionales de los ocho países siguientes: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Uruguay, y habiendo sido transferidos sin tener el certificado correspondiente de transferencia por parte de sus Clubs de origen, son autorizados a seguir jugando con sus Clubs respectivos y actuales de la División Mayor hasta, lo más tardar, el 15 de octubre de 1954. Inmediatamente después, estos jugadores están obligados a regresar a sus Clubs de origen.

.-La Asociación Colombiana de Fútbol no está autorizada para transferir ni siquiera uno solo de estos jugadores a otra Asociación Nacional, a menos que se haga con arreglo previo a este respecto con la Asociación Nacional interesada.

.-Los jugadores de los Clubs de la División Mayor, transferidos sin un certificado de transferencia emitido por su Club de origen, y sin haber pertenecido a un Club de una Asociación Nacional de los ocho países arriba mencionados bajo el punto 2, habiendo sido suspendidos de este hecho por su Asociación Nacional correspondiente, quedan suspendidos y no son autorizados a continuar jugando con su Club actual de la División mayor, hasta que no se haya hecho un arreglo, por el cual la Asociación Nacional competente levantará expresa y formalmente la suspensión promulgada anteriormente”.

Para resumir tanto fárrago: Los fugitivos de clubes argentinos, brasileños, peruanos, etc., debían regresar a esas entidades tan pronto vencieran sus contratos con entidades colombianas, o sin más dilación al finalizar el Campeonato de 1954, aun cuando esos contratos tuvieren una fecha de expiración posterior. Cuantos competían en la Liga colombiana eran intransferibles, a menos que sus clubes de procedencia -argentinos, brasileños, peruanos, etc.- hubiesen otorgado aquiescencia documental, obviamente tras percibir la cifra exigida en concepto de traspaso. Además, a cualquier futbolista contendiente en la Liga colombiana cuya procedencia no correspondiera a los ocho países del cono Sur, si hubieran sido reclamados desde sus entidades de origen se les prohibía seguir compitiendo en Colombia, hasta que ambas partes acordaran la cifra de un traspaso, en estricta observación de la metodología FIFA.

Una burla y menosprecio increíble a los clubes damnificados de América del Sur, puesto que tan sólo para el disfrute de las escasas incorporaciones procedentes de otros puntos cardinales, se exigía el lógico resarcimiento económico a los legítimos titulares de sus derechos federativos. Ahí se observaba la poderosa y larga mano de las federaciones británicas, puesto que el último capítulo sin duda obedecía a su dictado. Y es que el defensa central Franklin, internacional, por más señas, era otro de los huidos al mundo de Nunca Jamás, donde cobraba anualmente lo que entre nieblas y ruinas de la destrucción bélica le ofrecían por cuatro campeonatos.

Con la rúbrica de ese pacto hubo un clarísimo vencedor a corto plazo: Colombia. Y otro que solventaba la papeleta a plazo medio: la FIFA, puesto que las ovejas descarriadas volvían al aprisco, desactivándose, de paso, cualquier tentación de cisma como el que antaño viviera el catolicismo en Aviñón. Increíblemente, las federaciones latinoamericanas, y por ende sus clubes, tragaron aquella rueda de molino sin rechistar, sabedores de que en muchos casos iban a recibir futbolistas decadentes, sin nada parecido a una indemnización. Porque cinco años después de su partida, aquellos hombres pletóricos, cotizados y en la cúspide de sus carreras, mayoritariamente ya no podían ser ni una sombra de sí mismos. El amateurismo que por esa época caracterizaba la gestión de tantas entidades deportivas sudamericanas, sucumbió sin paliativos ante el modelo empresarial de la Liga Colombiana y los espolones de Inglaterra. Algo, por cierto, de lo que supieron aprovecharse con creces varias docenas de intermediarios, cuyo negocio consistió en colocar jugadores del hemisferio Sur en Europa, mediante el rentabilísimo procedimiento de cobrar diez a este lado del océano cuando en el otro únicamente habían satisfecho tres.

Pero es que el filibusterismo colombiano aún fue premiado con otro trofeo no menor. El Sr. Barassi, y por su mediación la FIFA, levantaba la sanción impuesta a los clubes del país desde el momento en que estamparan su firma sobre aquellos pliegos. Y ello equivalía a permitirles disputar partidos amistosos, festivos y de exhibición, en todos los territorios asociados al máximo órgano internacional. Por supuesto, alineando a las estrellas rapiñadas, las que les otorgaban cotización y seguirían disfrutando hasta finales de 1954. En suma, algo más de tres años haciendo caja por distintas latitudes, estilo Harlem Globetrotters, mediante giras muy rentables.

La posibilidad de que Ladislao Kubala, en la imagen, tuviera que abandonar definitivamente el fútbol a causa de su enfermedad, se tradujo en la urgente búsqueda de un relevo. José Samitier puso entonces su excelente pupila en el argentino Di Stéfano.

Una de ellas condujo al Millonarios hasta España, en marzo de 1952. Esos partidos, muchas veces ante clubes de menor relevancia, solían tomárselos en el seno del “Ballet Azul” como el gato que hace rabiar al ratón; a manera de pachanguitas y sin sudar mucho, conscientes de que la superioridad técnica les otorgaba una muy considerable ventaja. Además, tantos meses compitiendo en Colombia, con altas temperaturas y abuso de sobeteos al cuero, en detrimento del arranque vigoroso y la verticalidad, había amanerado un tanto su concepción del fútbol. De ahí que en nuestro suelo únicamente cosecharan una victoria, entre cinco comparecencias. Pero ese solitario triunfo lo obtuvieron en el espléndido marco de Chamartín, ante el Real Madrid, para alzarse con el trofeo de las Bodas de Oro “merengues”. Di Stéfano estuvo sobresaliente, desplegando un fútbol distinto al de los demás delanteros centros, cuya misión, entonces, consistía en acampar dentro del área rival, entrando en acción tan sólo para rematar desde el punto de penalti envíos laterales de sus extremos. Aquel tipo rubio, en cambio, se retrasaba para ordenar el juego, distribuía balones por ambas bandas, corría como el que más, galvanizando el ataque del conjunto… y se las arreglaba para llegar hasta donde suelen cocinarse los goles. Su velocidad y técnica depurada fue jaleada admirativamente, sobre todo al no existir puntos en juego. Lo tenía todo, incluso genio para abroncar a algún compañero. ¿De dónde había salido semejante fenómeno?

Eso mismo preguntaron los directivos madrileños a sus colegas del Millonarios, en la privacidad del palco. E incluso sondearon cuánto podía costar su contratación. Afablemente, los mandatarios visitantes les recordaron el Pacto de Lima, según el cual no podían traspasar ni a Di Stéfano ni a ninguno de los demás, y que el argentino seria propiedad del River Plate desde 1955.Santiago Bernabéu y su cenáculo tendrían que poner el punto de mira en cualquier otra dirección, para llenar los graderíos de su enorme estadio. Al menos de momento, porque el futuro inmediato iba a poner todo de su parte para enredar la cuestión hasta lo inconcebible.

En setiembre de 1952, como entonces era habitual, echó a rodar en nuestro país el Campeonato Nacional de Liga. Los diarios del martes 16 recogían con relativa alarma que Ladislao Kubala, indiscutible estrella del Barcelona, se había retirado con molestias tras medirse al Deportivo de La Coruña. La semana siguiente los azulgrana caían ante el Oviedo en Buenavista, con una mala actuación del húngaro. Por la ciudad condal empezaban a circular rumores, según algún medio malintencionado, en torno a la salud de Kubala. El llamativo silencio de la entidad “culé” ni mucho menos contribuía a desvanecer los malos presagios y, para que nada faltase, algunos periodistas especulaban acerca de los médicos que estarían tratando a la gran inversión barcelonista. Al cabo, la palabra “tuberculosis” asomaba por las conversaciones, entre muestras de pesimismo; no en vano la tisis se había llevado por delante a varios miles de españoles durante el decenio precedente. Kubala era joven, estaba fuerte y siempre dio la impresión de cuidar su estado físico como deportista ejemplar. Pero también cabía decir lo mismo del portero algorteño José María Echevarría, y tuvo que abandonar el fútbol después de figurar en la agenda del seleccionador nacional, pese a que el Athletic bilbaíno, su club, no reparase en gastos tratando de devolverle la salud. El pesimismo en la órbita azulgrana crecía con el correr de las semanas, según voces en teoría bien informadas. Convenía anticiparse a la eventualidad de que la estrella barcelonesa tuviera que despedirse del fútbol.

En ese momento el secretario técnico “culé” -hoy diríamos director deportivo-era José Samitier, ídolo mientras vistiera de corto en la entidad, allá por los años 20 y 30, y también con pasado “merengue” durante las últimas temporadas prebélicas. A él le tocó sondear mercados y posibles sustitutos, sin vislumbrar demasiadas alternativas. Los seis años de la II Guerra Mundial habían empobrecido el panorama deportivo europeo hasta límites inimaginables, entre otras razones porque los países del bloque oriental constituían un coto de imposible acceso. Por cuanto respectaba a América, la artera maniobra colombiana había convertido a ese país en coleccionista de estrellas intocables. Prácticamente todas estaban atadas hasta el 15 de octubre de 1954, y sólo podían ser objeto de negociación tras reincorporarse el 1 de enero de 1955, a los clubes desde los que dieron la espantada. Era el peor momento para verse en la necesidad de fichar a una figura de relumbrón.

Pese a todo, hasta el despacho de Samitier se coló de pronto, por alguna rendija, un rayito de esperanza. Aprovechando la navidad de 1952, el Millonarios de Bogotá se desplazó a Chile en otra de sus giras recaudatorias, y de vuelta Alfredo Di Stéfano obtuvo permiso para viajar hasta Buenos Aires, con el propósito de dar el visto bueno a su recién terminada vivienda, en el Parque Chas. Una excusa para la reflexión, el repaso a su cuenta corriente y madurar planes inmediatos, junto a varios jugadores desencantados con el fútbol de Colombia y el Pacto de Lima. Porque si lo de regresar forzosamente a Perú, Argentina, Brasil, Paraguay o Chile dentro de dos años, no era plato de gusto para casi nadie, puesto que allí les esperaban malas caras, mucho menos dinero e incluso algún ajuste de cuentas, la División Mayor tampoco es que les satisficiera del todo. Superada la novedad de los primeros meses, los estadios comenzaron a despoblarse. El campeonato, en sí, carecía de esa pasión enraizada en la historia, en afrentas viejas y desafectos nuevos, en ese haber mamado los colores desde la cuna, como por otra parte era lógico en un montaje al fin y al cabo tan artificial y efímero como los decorados cinematográficos. Aquellas giras por distintos países habían abierto muchos ojos. Europa se recuperaba de sus heridas. Italia y España pagaban muy bien a los artistas del balón. E incluso México. A buen seguro, cuando transcurridos un par de años regresaran al redil con las orejas gachas, nadie iba a traspasarlos al extranjero, aunque fuera tan sólo como escarmiento. No, el Pacto de Lima no estaba haciéndoles ningún favor. Lo sabían de sobra tanto Di Stéfano como un nutrido grupo de compañeros.

Después los brindis de año nuevo, Báez, Mourín, Ramírez y Reyes, argentinos como el propio Di Stéfano, y los peruanos Moquera y Soria, comunicaron a la “Saeta Rubia”, para entonces convertido en una especie de líder tácito, su intención de no regresar a Colombia. Todos habían ganado su buen dinero y con la faltriquera llena creyeron llegado el momento de enhebrar su porvenir, aunque ello implicara negociaciones a tres bandas, tal y como el propio Pacto de Lima habilitara. Es decir, distribuyendo hipotéticas ofertas de traspaso entre los clubes de procedencia y los colombianos, aunque ello implicara encarecer un tanto el producto. En suma, los siete se convirtieron en desertores por partida doble. Y huelga decir que tanto al Millonarios, como a otros clubes de Colombia, les faltó tiempo para denunciar ante la FIFA la nueva irregularidad que ahora los convertía en víctimas.

El máximo órgano internacional del fútbol volvió a notificar a sus Federaciones adscritas la imposibilidad de fichar a ese puñado de rebeldes, mientras no resolvieran la situación contractual que los unía a Colombia hasta 1954, y a Perú o Argentina desde enero de 1955. Y era precisamente a Di Stéfano a quien peor le pintaba, puesto que para sufragar la adquisición de su casa había recibido 4.000 dólares como anticipo de la ficha correspondiente a 1953. Nada menos que 200.000 ptas. de hace setenta y dos años, que desde luego no parecía muy dispuesto devolver.

Ese era el rayito de luz atisbado por José Samitier en Barcelona. Una luz difusa, que desde Colombia contribuyeron a distorsionar torticeramente.

Como Alfonso Senior, presidente del Millonarios, conocía bien las tardíasy malas soluciones de la FIFA ante problemas enrevesados, en cuanto tuvo noticias sobre el posible interés “culé” por el díscolo Di Stéfano, quiso cebar la fuente de Canaletas. Pero la directiva azulgrana prefirió entenderse tan sólo con los argentinos del River Plate, cuando el Pacto de Lima obligaba al acuerdo de River y Millonarios para dar por bueno cualquier traspaso. Error mayúsculo, o no tanto, puesto que también existía la posibilidad de que desde la ciudad condal se pretendiera jugar a dos bandas: 1.- Garantizarse el sí de River Plate, propietario de Di Stéfano al cien por cien desde el primero de enero de 1955, o sea cuando ya se supiera sobradamente si Kubala estaba o no en condiciones de seguir jugando al fútbol, y así evitar que otro club pudiera entrar en liza por hacerse con el argentino. Y 2.- Suponiendo que el húngaro se viese abocado al retiro, siempre estarían a tiempo de negociar ventajosamente conlos rectores del Millonarios, puesto que maniatado el River por su contrato azulgrana, tendrían que soltar a su rutilante estrella, gratuitamente y a la fuerza, durante el invierno de 1954. El factor tiempo, ahora, empezaba a jugar contra los colombianos.

Comoquiera que fueren las cosas, una vez logrado el acuerdo telefónico entre Enrique Martí Carreto, presidente del Barça, y su colega del River Plate, los barceloneses podían sentirse dueños de la “Saeta Rubia” desde el día de año nuevo de 1955. O casi. Porque ese acuerdo cifraba el traspaso de Di Stéfano en 4 millones de ptas., suma realmente considerable para la época, que por otra parte ni la entidad, ni sus directivos poseían. Al menos éstos últimos con procedencia confesable, puesto que dedicados mayoritariamente a gestionar sus empresas textiles, no acostumbraban a tener tanto dinero en cuentas corrientes -lo que equivalía a devengar más impuestos-, sino en metálico, a buen recaudo en cajas fuertes. Vamos, en negro. Además, sus industrias dependían de los cupos a la importación de materias primas otorgados desde el estado autárquico, tan cicateros como insuficientes. De manera que ese déficit solían compensarlo mediante la adquisición soterrada del material preciso, mediante pagos a espaldas de la autoridad monetaria. Porque entonces, aclarémoslo, todos los devengos al exterior debían ser visados desde el Banco de España.

Enrique Martí Carreto, empresario textil y presidente del Barcelona durante el ajetreado “affaire” con Alfredo Di Stéfano.

Huelga indicar que nunca hubo noticias de dicho ente sobre el pago de tal cantidad, o de una parte, siquiera, con destino al club bonaerense. Ni verbales, ni documentadas. Y conste que desde el Banco de España, en el pasado, ya se elevaron quejas a “la superioridad” por el alto costo de las incorporaciones futbolísticas(1). Semejante cifra hubiera hecho empalidecer a los auditores del banco central. Y a buen seguro cubriéndose las espaldas habrían dirigido el correspondiente oficio a la Federación Española, desde donde sin la menor duda, tras pedir explicaciones al club barcelonés únicamente cabía una completa desautorización. El Pacto de Lima exigía un doble cuerdo entre Colombia y Argentina para que la transacción pudiera llevarse a efecto, carambola a dos bandas que no tuvo lugar. Además, en los archivos de la R.F.E.F. nunca se pudo encontrar asomo de documentación a tal respecto. Se antoja obvio, por tanto, que conforme apuntara Jordi Badía desde un medio tan poco sospechoso como la revista “Barça”, en su artículo de Abril, 2006, bajo el título de “El Caso Di Stéfano: La culpa de Martí Carreto”, los dos millones de ptas. entregados al presidente del River Plate como pago a cuenta, se hicieron de “extranjis”.

Porque la existencia de ese pago no ofrece asomo de duda. Así lo manifestó siempre del club argentino, y más adelante habría de consignarse en el acuerdo definitivo alcanzado por R. Madrid y Barcelona, del que se hablará a su debido tiempo.

Samitier, entre tanto, buen cocinero antes que fraile, y por ello conocedor de cómo piensan y sienten los futbolistas, hizo gala de habilidad en su empeño de ganarse a Di Stéfano para que, llegado el momento, contribuyese a apretar las clavijas del Club Millonarios, si fuera el caso. De manera que optó por llevárselo a Barcelona, para que la ciudad, y el trato dispensado en ella tanto a él como a su esposa, convencieran al bonaerense de que nunca podría encontrar otro marco tan perfecto para reanudar su actividad deportiva. Así que el 23 de mayo de 1953, el jugador, su esposa y las dos hijas que en ese momento completaban la familia, tomaban tierra en Barajas, partían hacia Zaragoza para pernoctar y el día siguiente desembocaban en la ciudad condal. Una vivienda en la calle Córcega, esquina Balmes, fue la residencia del cuarteto. Pero antes, en concreto el 22 de febrero, había tenido lugar un hecho trascendental, tanto por cuanto respecta al club barcelonés como sobre el desarrollo de esta historia: Ladislao Kubala reaparecía, dando muestras de una completa recuperación. Y de su mano, en un apretado final, el equipo se proclamaba campeón de Liga (3 de mayo de 1953), derrotando al At. Bilbao por 3-2 con un penalti marcado por el húngaro. Más aún, por tercer año consecutivo los azulgranas se alzaban con el título de Copa. Cánticos, laureles y flores al paso de los vicecampeones, invitados a participar en la Pequeña Copa del Mundo, torneo organizado en Caracas.

El 7 de julio, casi desde la escalerilla del avión que condujo a la expedición barcelonesa hacia la capital venezolana, el presidente “culé”, Enrique Martí Carreto, en tono eufórico manifestó, sin ambages: “Solucionaré el fichaje de Di Stéfano”.

Es bien sabido que algunos hombres cumplen más años que promesas, y al menos en aquella oportunidad el Sr. Martí no fue capaz de llevar a cabo la suya. El “affaire” del futbolista argentino iba a dar giros muy bruscos, derivando hacia nuevos dolores de muelas para el presidente del Millonarios, la afición barcelonista y el empresario textil que dirigiese a la entidad durante un periodo tan convulso. De todo ello, como si de una novela por entregas tratáramos, se dará buena cuenta en el siguiente capítulo.

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(1).-Una de esas quejas en vísperas del Mundial de Chile (1962), unida al posterior fiasco de la selección nacional, se tradujo en cerrojazo a la importación de futbolistas extranjeros, vigente hasta el año 1974. Casi doce años sin otra cosa que españolitos en 1ª y 2ª División, o una pléyade de “oriundos” mayoritariamente falsos, para desdoro de clubes, Federación, oficinas consulares y Delegación Nacional de Deportes, esta última aunque sólo fuere por mirar incomprensiblemente hacia otro lado.

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Publicado en: General