RESUMEN:

No todo en el fútbol es oropel, aplausos, idolatría y miradas envidiosas. Incluso los futbolistas más admirados están expuestos a la adversidad. Y cuando ésta prevalece, si la guadaña de algún jornalero sin las imprescindibles condiciones entra en acción, o cuando por pura mala suerte se acaba cayendo en el infortunio, tanto el jugador relevante

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Futbolistas “Kleenex” (1)

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No todo en el fútbol es oropel, aplausos, idolatría y miradas envidiosas. Incluso los futbolistas más admirados están expuestos a la adversidad. Y cuando ésta prevalece, si la guadaña de algún jornalero sin las imprescindibles condiciones entra en acción, o cuando por pura mala suerte se acaba cayendo en el infortunio, tanto el jugador relevante como los complementarios pueden convertirse, de la noche a la mañana, en futbolistas “Kleenex”. Ensalzados hoy, perseguidos literalmente por los informadores, peñistas, chiquillos en demanda de autógrafos, o hasta por el aficionado tibio, de pronto arrojados a la papelera o el recipiente de los desperdicios. Ocurre en clubes de ringorrango y entidades mucho más débiles. Ha sucedido siempre, aunque resulte mucho menos justificable cuando, conforme hoy vemos, el dinero se mueve a paletadas en torno a la pelota. Antaño solían paliarse los malos tragos con partidos homenaje de carácter recaudatorio. Hoy ni eso. Demasiado a menudo, la figura incapaz de hacer un regate a su mala suerte acaba relegada al camarote del olvido. Y no parece justo. Allá hacia donde miremos, podríamos toparnos con muchos ejemplos.

Avelino Chaves Couto (Verín, Orense, 2-II-1931), hasta cierto punto fue uno de ellos. Rapidísimo extremo, también alineado como delantero centro para aprovechar su velocidad en el juego a la contra, con 16 años corría los 100 metros lisos en 11,2 segundos. Lógicamente le bastaron unos pocos partidos luciendo la camiseta del Tamega, en su localidad natal, para que un cazatalentos se lo llevara al Real Valladolid en 1948. Estaba aún por hacer, y la 1ª División parecía quedarle grande, pese a que con todo en contra se las arreglase para marcar 5 goles en los 12 partidos que disputara, distribuidos en 2 campañas. La legislación deportiva vigente impedía competir como profesional a cualquier menor de 18 años, por lo que fue preciso incurrir en alguna trampa al diligenciarle ficha. Con sólo 19 pasó a engrosar el Granada C. F., entonces en 2ª División, desde donde transcurridas otro par de temporadas sería adquirido por el Real Zaragoza. Y ya en la capital maña, tras descender a 2ª División disputando 16 partidos con 3 goles, supo hacer de nuestro fútbol de plata un formidable trampolín profesional. Quince goles la temporada 1953-54, y otros 12 en 1954-55, le bastaron para renovar muy al alza, hasta el punto de convertirse, merced a sus 100.000 ptas. de ficha por ejercicio, en el mejor pagado del elenco. Para que nada faltase, en 1955-56 fue máximo anotador de 2ª División, y merced a sus dianas los blanquillos reconquistaban una plaza en 1ª. A sus 25 años todo parecía sonreírle. Entre ficha, sueldos y primas, venía a cobrar en un mes lo que muchos trabajadores cualificados a lo largo de todo el año. Además le quedaba cuerda para rato. O eso parecía.

Avelino Chaves. En su caso la devoción a un club fue causa de su forzosa retirada. Sólo años después del infortunio, Waldo Marco, otro presidente, se dignó concederle una nueva oportunidad desarrollando funciones técnicas.

Todo se nubló durante un partido contra la Sociedad Deportiva Indauchu: “Un defensa cuyo nombre preferiría olvidar, me entró en el área, golpeándome la rodilla. Fui operado de menisco, y por necesidades del equipo no tuve tiempo de recuperarme. Eso, creo, fue causa fundamental de una distensión de ligamentos”. Deberían haberle hecho parar, pero corrían otros tiempos. La medicina deportiva ni siquiera existía. Muchos médicos de club consideraban cumplido su deber prescribiendo calmantes que situaran rápidamente al futbolista en las alineaciones, sin medir las consecuencias a medio plazo. Exagerando un poco, aquellos galenos tenían algo de veterinarios, cosiendo las tripas al caballo de pica con posibilidades de resistir la corrida a pie firme. “Me inyectaban durante la semana, para que la rodilla aguantase el domingo. Recuerdo que en mi último partido ante el Deportivo Alavés, en la liguilla de ascenso, el doctor Pelegrín me puso una anestesia local que debía durar 90 minutos. Medicina de guerra, o poco menos”.

Todo aquello se tradujo en rotura del ligamento lateral interno, infección del mismo y una nueva intervención quirúrgica. La primera de otras dos más, hasta totalizar cuatro pasos por el quirófano, si incluimos aquella primera extirpación del menisco. La herida creó una fístula y a través de ella le salía el líquido sinovial. “La verdad es que no guardo rencor a nadie, pues el Zaragoza necesitaba mis goles y yo mismo no pensé en las posibles consecuencias”. En noviembre de 1957 se supo no iba a poder jugar más. Le faltaban unos meses para cumplir 27 años, edad en que la mayoría empieza a aportar lo mejor de sí. El momento en que más caja solían hacer los futbolistas, cuando cada gol marcado representaba algún millar de duros. Deshecho, regresó a Verín, ocupándose del negocio de transportes familiar. Aunque algunos amigos y los compañeros del club tratasen de animarlo, resultaba esfuerzo inútil. “Tan hundido estaba que nada quería saber del balón y su mundo. Me fui de Zaragoza porque no soportaba las miradas de compasión. Pero me gustase o no, tocaba emprender otra vida, hacer borrón y cuenta nueva”.

Se casó, y el tiempo hizo que su trauma cicatrizase mejor que la herida. Cuando Waldo Marco accediese a la presidencia zaragocista, alguien de su junta pareció  acordarse de él. Le propusieron hacerse cargo del equipo juvenil, dio el pláceme y posteriormente acabó encuadrado en la secretaría técnica. Merced a su buen ojo recalaron junto a la Pilarica los paraguayos Saturnino Arrúa y Carlos “Lobo” Diarte, el argentino Barbas o Rubén Sosa. “Mi lema es muy claro -sentenciaba en 1984-. La vida hay que tomarla como viene, puesto que no podemos dar marcha atrás. Hay que sobreponerse”. Pero eso sí, el juego violento le parecía intolerable: “La mala intención no puede perdonarse. Yo desterraría a los jugadores violentos; sé que éste es un deporte fuerte, en el que hay que entrar. Pero se tiene que distinguir entre juego duro y mala intención. El reglamento debería ser más rígido, castigando con severidad las faltas intencionadas”.

Sabía bien de qué hablaba. Mediados los 80, ya eran historia los Aguirre Suárez, Fernández, Ramón de Pablo Marañón, De Felipe, Martínez, De la Fuente, Capón o el andaluz Gallego, pero seguían campando sobre el césped Arteche, Camus, Benito, Indio, Goikoetxea, y un regimiento de leñadores con muchas muescas en su nefando historial. Los árbitros, también, colaboraban lo suyo dirigiendo muchos partidos casi desde el centro del campo. Buena parte de los futbolistas mejor cualificados, huérfanos de una muy necesaria protección, venían a ser tan sólo gladiadores prescindibles, llegado el instante de ofrecer menos espectáculo, o no estar siquiera en disposición de pisar el anfiteatro. Exactamente lo que ocurriera con el oriolano Ramón Navarro López.

Hijo de un modesto carpintero y sobrino de Riquelme, antiguo jugador del Sevilla, entre otros clubes, llegó a asomar por el Hércules alicantino la temporada 1963-64, todavía en edad juvenil. Era extremo rápido, hábil y bullicioso, capaz por sí solo de reventar los sistemas defensivos, y ver puerta con facilidad. En 1964-65 obtuvo 11 goles durante los 27 partidos de 2ª División que disputara. Al año siguiente, con la mili de por medio, 4 en 19 choques. Y logrado el ascenso a la máxima categoría, otros 5 en 26 partidos del ejercicio 66-67. Al estrenar la veintena no sólo era el alma del club alicantino en el viejo campo de La Viña, sino pieza codiciada por distintas entidades. Internacional juvenil en 8 ocasiones, también lo había sido en categoría Sub-23 ante Luxemburgo y Francia. Lejos de ser promesa, constituía toda una realidad, capaz de resolver los apuros financieros del club alicantino. Máxime, cuando el At. Madrid apostara fuerte por su fichaje.

Ramón Navarro López apuntaba como futuro internacional absoluto, y cuando iba a ingresar en el At Madrid los sueños se le vinieron abajo. Aquí con la camiseta que nunca pudo lucir en competición.

Viajó hasta la capital de España, no con intención de ser sometido a prueba, sino para estampar su firma en la cartulina “colchonera”. “Un sueño -confesó entonces-. Tengo que pellizcarme para entender que esto es real. Y pienso hacer cuanto esté en mi mano por triunfar”. Lo fotografiaron luciendo la camiseta y el escudo rojiblanco, paseó por la ciudad, tomándole el pulso… Hasta que de pronto, durante el exhaustivo reconocimiento médico, creyó observar un rictus extraño en los doctores. “Vamos a hacerte más pruebas -escuchó embobado-. Probablemente no sea nada, pero debemos estar seguros”. Aquellas pruebas no resultaron satisfactorias, y el ansiado transfer quedó en agua de borrajas. El comunicado del Atlético cayó como una bomba tanto en la sede herculina como en el domicilio de Ramón: “Reconocido Ramón Navarro López, futbolista del Hércules C. F., los doctores detectaron anomalías en su víscera cardiaca que, a falta de ulteriores estudios más explícitos, aconsejan su abandono de cualquier práctica deportiva profesional”.

Del gozo, al pozo más sombrío.

“No puede ser -contratacó el excelente extremo, todavía perplejo-. Nunca he notado nada. Corría como el que más, sin mostrar cansancio. ¿Cómo es que estaba perfectamente hasta ahora, y de pronto quieren hacerme colgar las botas?”. También desde el club alicantino mostraron sus dudas: “Hay otros especialistas. Llevaremos al chico hasta sus consultas, para que lo evalúen. Ramón seguirá jugando al fútbol, sea en el Atlético, en el Hércules, o donde proceda”.

Esas consultas, a menudo contradictorias, tuvieron lugar durante meses, por más que la directiva de Vicente Calderón hiciese oficial su renuncia a contratarlo. Todos lo dictámenes coincidían en señalar un defecto congénito en la víscera, aun difiriendo acerca de su alcance y sobre si el deporte de alta competición tuviera que resultarle vedado. Mientras tanto, la F.E.F. optó por no diligenciarle ficha, escudándose en el diagnóstico de la Mutualidad Deportiva, desde donde se daban por válidas las conclusiones del cuerpo médico “colchonero”. Veinte años tan sólo, y todos los campos de fútbol cerrados a cal y canto. Ramón se convertía en historia, pese a que la editorial Ruiz Romero imprimiese su cromo, con la camiseta rojiblanca, en la colección del Campeonato 1967-68. Desde aquella instantánea Ramón sonreía, cuando en la vida real pocos motivos debía tener para hacerlo.

El Hércules C. F., al sustanciarse la retirada obligatoria, dedicó un homenaje a su ya exfutbolista. Bonito detalle, del que saldría una recaudación algo ramplona. Las indemnizaciones de la Mutualidad Deportiva todavía resultaban más cicateras. Estaban pensadas para resolver coyunturas instantáneas, no con la idea de apuntalar otro porvenir. Y Ramón, la promesa destinada a arañar el cielo, pareció sublimar su amargura con brotes de cabezonería, disputando partidos playeros entre otros veteranos, como si necesitara confirmar que todo, por cuanto a él respectaba, constituyó un tremendo error. “De pronto, cualquier domingo por la mañana se corría la voz de que los veteranos estaban jugando en la arena -recordó hace algún tiempo Ambrosio Ruiz, inveterado seguidor del Hércules y devoto de su historia-. ¿Juega Ramón?, preguntábamos. Y como la respuesta fuese afirmativa allí íbamos todos, a jalearle. Porque el caso es que viéndole dar el do de pecho, con esas fintas y regates, yéndose de todos, parecía imposible que no pudiera estar sobre el césped de La Viña horas más tarde”.

Años después, repuesto del desencanto y con la vida rehecha gracias a su trabajo de representaciones comerciales, padre de una hija tenista, sería intervenido quirúrgicamente para reparar aquella lesión cardiovascular. La Medicina había avanzado mucho desde 1967, pero ese problema siempre estuvo ahí, agazapado, amenazante. Pese a la reparación en quirófano, habría de fallecer el sábado 21 de enero de 2006, con 60 años, según se dijo como consecuencia de aquella vieja y tan discutida afección. El fútbol, que se sepa, nunca llegó a brindarle una segunda oportunidad para rehacerse, fuere en funciones de técnico, oficinista o instructor formativo.

Otro tanto cabría decir del bejarano Luciano Sánchez García (28-V-1944), el internacional que como “Vavá” levantara pasiones en el viejo Altabix, luciendo la franja verde ilicitana. Desarbolaba defensas en 3ª División durante la temporada 1961-62, cuando un viajante de calzados que hacía noche en la sierra salmantina, reparó en su enorme potencial. De retorno a la entonces capital europea del calzado, se dejó caer por la secretaría del Elche C. F., dando cuenta de su hallazgo. Puesto que el observador destacado a Béjar refrendase las impresiones del viajante, el fichaje fue un hecho. Tras dos campañas en el Ilicitano habría de deslumbrar entre los grandes de nuestro fútbol nacional. Diez goles la temporada 1964-65 en 18 partidos, y 19 en 30 choques de 1965-66 (máximo goleador del torneo), lo pusieron en órbita. Internacional militar en 5 ocasiones, con la selección “promesas” en 2 oportunidades, otras tantas en el cuadro Sub-23, o como entonces se decía la selección “olímpica”, e igualmente 2 con la absoluta -sin duda menos de las merecidas-, el Barcelona tuvo intención de ficharlo, encontrándose con una negativa a ultranza ilicitana. Entonces regía el derecho de retención, práctica esclavista que virtualmente encadenaba a los futbolistas, si sus clubes los consideraban imprescindibles. Una mala faena, puesto que la entidad “culé” multiplicaba por cinco sus ingresos anuales. Y el Elche, luego, no iba a mostrarse a la altura.

“Vavá”, la temporada 1965-66, cuando se proclamó máximo anotador en nuestra 1ª División. En su caso, el Elche C. F. no supo estar a su altura.

Los terribles defensas de la época, con dientes de sierra en las botas, empleaban ante él todo tipo de malas artes, en su afán por detenerlo. Alfredo Di Stefano, cuando como entrenador lo tuviera a sus órdenes, dijo acerca de su valentía, asombrado: “Es increíble. Le ponen una pelota de piedra y se tirará a rematarla, aun sabiendo que se hará daño”. Pero esa furia espartana conllevaba entonces muchísimos efectos secundarios. Una rotura de menisco y cartílago en su rodilla derecha le dejó muy mermado, hasta el punto de pasar en blanco todo el ejercicio 1972-73. Contaba 28 años y alguien, olvidando todos los servicios prestados, tuvo el mal gesto de señalarle la puerta de salida. A última hora, el Deportivo de La Coruña, entonces en 2ª, se avino a ofrecerle un contrato muy a la baja para el torneo correspondiente a 1973-74. Sin reponerse del todo, apenas pudo rendir. Luego otro peldaño descendido, al enrolarse en el Melilla las temporadas 74-75 y 75-76, en 3ª. En 1976-77, otro intento ya baldío por ser el de antes, con el Melilla Industrial. Y de pronto nada. Ninguna respuesta al aporrear nuevas puertas. El fútbol le volvía la espalda, en gesto de extrema ingratitud.

No fue el fútbol, entendido éste como representación patronal, quien le tendió una mano cuando su panorama se antojaba particularmente sombrío. Fueron varios compañeros de antaño quienes, al hacerse eco de su situación, le brindasen una alternativa en forma de modesto empleo laboral y una ficha con el Llefiá, club de categoría Regional, donde complementaba su exiguo jornal. Y al cabo, sin ofertas del Elche C. F. para entrenar chavales, convertirlo en ojeador, informador o delegado de campo, carguitos remunerados, acabó como obrero en una fábrica de calzado ilicitana.

El mismo Elche que le impidiera prosperar económicamente en la ciudad condal, no supo o no quiso estar a la altura de quien lo diese todo en defensa de su escudo y colores.

Varios años antes, un portero ya olvidado vivió trances similares. Respondía a la filiación de Gregorio de la Fuente Perales (Santander 18-VIII-1931), y tras forjarse bajo los marcos del Juventud y Rayo Cantabria le llegó la hora de presentarse con el Racing -entonces Real Santander- en 1ª División. Zamoruca, su denominación deportiva, pronto comenzó a convertirse en referencia de los aficionados. Sin ser especialmente alto, suplía la falta de centímetros con agilidad, decisión y grandes reflejos. Sus intervenciones durante el Campeonato 1954-55 hicieron que se empezara a hablar de él como posible alternativa para la selección nacional. El Barcelona, que venía siguiéndole los pasos, hasta le concedió un trofeo de plata por ser el portero de 1ª División con más penaltis detenidos. Pero el 9 de enero de 1955, durante la disputa de un partido contra el At. Madrid en el Metropolitano, su suerte cambió radicalmente.

Detuvo un disparo, y al escapársele la pelota embarrada volvió a estirarse para blocarla, mientras su compañero Santín le golpeaba involuntaria, aunque violentamente en el brazo. Así empezó su particular batalla contra la adversidad. “Tenía roto el húmero izquierdo por tres sitios, y después de la primera intervención quirúrgica se complicó todo, hasta el punto de verme en un tris de quedarme manco. Porque la opción de amputármelo fue tenida muy en cuenta, al sufrir una tremenda infección”. Ocho operaciones, nada menos, tuvieron que practicarle los doctores Garaizábal, Bustos, Naves, Masferrer y Mecha. Ocho apuestas a cara y cruz, para acabar perdiendo la partida. Y si nunca es buen momento para hincar la rodilla, en su caso la suerte le jugó una doble mala pasada. Días antes del funesto encontronazo, el seleccionador nacional, Ramón Melcón, lo había convocado para la disputa de un encuentro de preselección. Sus palabras, tamizadas por 30 años de distancia, seguían rezumando dolor:

“No se puede ser tan valiente de cara a la galería, porque luego sufres muchísimo. Yo lo pasé fatal, hasta el punto de que hubiese pagado por jugar. Durante siete u ocho años estuve materialmente hundido. Había nacido para este deporte, derrochaba afición y tuve la suerte de jugar junto a hombres con la categoría de Alsúa, Joseíto, Marquitos o Paco Gento”. Por si fuera poco, en lo económico tampoco las cosas se desarrollaron con un mínimo de lógica: la Mutualidad de Futbolistas se negó a pagarle, y el club cántabro tampoco es que levantara la voz, exigiendo justicia, quién sabe si temiendo verse salpicado: “Comprendo que el Racing es un equipo pobre, pero a mí se me adeudaba una subvención, negada desde todas las partes. La Mutualidad me abandonó por completo, haciéndomelo pasar muy mal. Sé que han existido casos donde otros aún lo pasaron peor, pero yo estaba al día en mis cuotas, cumplí escrupulosamente, y por lo tanto debieron darme lo que correspondía. Seguro que de haber estado en el Real Madrid o el Barcelona no hubiera pasado lo mismo. A mí me estafaron”.

Algunos amigos sí estuvieron a la altura. Muy pocos, aunque él, impelido por ese orgullo de los campeones, tampoco es que lo facilitase mucho: “Rechacé ayudas para que no se compadeciesen de mí. No quería ver a nadie, y de pronto me di cuenta de que mis amigos eran poquísimos; cuando estás arriba mucha gente revolotea a tu alrededor, pero tan pronto caes… A un perro se le trata mejor. El Racing nunca hizo nada por resolverme el problema. Menos mal que logré salir adelante por mí mismo”. Casado y con tres hijos, a sus 53 años ejercía como administrativo, siguiendo a distancia las competiciones profesionales. Aseguraba estar desencantado con el fútbol rácano de los 80, preocupado tan sólo del cerrojazo y la puesta a punto física. Disfrutaba más presenciando partidos de chavalitos, de modestos donde imperaba la pura afición. Por ello, sin duda, estuvo desarrollando una dilatada etapa dirigiendo a clubes modestos desde el banquillo. Con algo, lógicamente, debía alimentar a ese viejo gusanillo.

Primero entrenó al Villamarín, modesto club santanderino mayoritariamente compuesto por alumnos de los Escolapios, así como a la selección juvenil cántabra. A raíz de obtener en Madrid el título de entrenador nacional, se hizo cargo del Santoña durante el periodo 1957-62; de la Cultural de Guarnizo entre 1963 y 1974; Rayo Cantabria, tras la marcha de Alfredo Alonso, cuando faltaban pocos partidos para concluir el ejercicio 1973-74; Velarde, desde 1975 a 1977; Cayón las campañas 1978-79 y 79-80, y Unión Club Astillero en 1981. A partir de ese instante desempeñaría la docencia deportiva en la Escuela Municipal de Fútbol, y en el Taller de Porteros del Ayuntamiento de Santander. Ni un solo empleo, ni cargo, relacionado con el Racing, para desdoro de cuantos pasaran por sus poltronas.

Contradiciendo a Zamoruca, otro portero, y esta vez de un club grande, tampoco lo tuvo mejor con su entidad, la F.E.F. y la Mutualidad Deportiva. Había nacido en San Sebastián el 22 de setiembre de 1945, se llamaba José M.ª Zubiarrain Arguiñano y hasta que el destino le pusiera una zancadilla venía considerándose “hombre con mucha suerte”.

Zubiarrain, en un cromo de la temporada 1969-70. Su club ni siquiera respetó el contrato, y luego habría de lavarse las manos en sede judicial.

Después de formarse en el Lengokoak, la Real Sociedad, propietaria de sus derechos federativos, lo cedió al Michelín. Luego bastaron seis meses en el Sanse para verse aupado al primer equipo donostiarra: “En el Sanse venía a ser cuarto portero, pero ante un cúmulo de circunstancias me encontré aupado al primer equipo. Fue la temporada en que la Real reconquistó la máxima categoría, y a mis 20 años celebrar un ascenso en Puertollano, sabiendo que iba a competir contra los más grandes, fue inenarrable”. Su segunda vuelta bajo el marco blanquiazul resultó extraordinaria. Se dijo de él era digno heredero de Araquistain, y hasta que recordaba con sus intervenciones a Eduardo Chillida, prometedor cancerbero en quien otra lesión fortuita haría aflorar al genial escultor de los siguientes decenios. Concluido aquel partido ante el Calvo Sotelo, la prensa nacional se hizo eco de dos preguntas al entrenador guipuzcoano, distribuidas en nota de agencia: “¿Cuánto cree que podrá mantenerse la Real en 1ª División?”. Y “¿Les será fácil mantener en la plantilla a un porterazo como el que tiene?”. Para ambas hubo idéntica respuesta; un lacónico “Eso mismo quisiera saber yo”.

Zubiarrain sólo necesitó una campaña, la correspondiente a 1967-68, para convertirse en pieza apetecida por entidades con más solera. Siendo el At. Madrid quien más interés puso en la puja, aquel “hombre con suerte” se encontró defendiendo el marco rojiblanco. Y por no variar, sus primeras actuaciones tuvieron mucho de espectaculares. Ágil, rápido, muy plástico en sus estiradas y casi siempre espectacular, parecía la antítesis del argentino Madinabeytia, cancerbero que durante la primera mitad de los 60 pusiera candado al portal “colchonero” en tiempos del Metropolitano. Disputó 23 partidos de Liga, sobre un total de 30, pero al mismo tiempo, entre vuelos soberbios y palomitas, deslizó algún brote de irregularidad. Luego, en su segundo ejercicio, distintos fallos de bulto lo redujeron a la suplencia, favoreciendo a Rodri, bastante más sobrio. Hasta que un día, en pleno entrenamiento, sintiera una especie de punzada.

“Al principio pensamos pudiera corresponder a un ataque de ciática, pero gracias a unas radiografías se descubrió que la molestia era producto de una fisura vertebral. Tuve que parar, someterme a distintas pruebas, y llegado el momento los médicos resultaron tajantes: no podía seguir jugando al fútbol”.

En realidad su salida del Atlético estuvo enredada en declaraciones confusas y notable oscurantismo. Se dijo, también, que padecía una lesión cardiaca, incompatible con la práctica deportiva profesional, que el dolor de espalda y la fisura vertebral tan sólo sirvieron para esconder sintomatológicamente otro mal previo, agazapado y amenazante. Zubiarrain, en cualquier caso, tampoco hizo mucho por salir al paso de la rumorología. Tan sólo 14 años después de colgar los guantes aceptó hablar sobre los días de amargura: “A los 19 ó 20 años, la afición al deporte es inmensa. Pero cuando tienes 23 ó 24 y eres profesional, ya piensas como tal. En el fútbol, entonces, se vivía un ambiente enrarecido, una de cuyas consecuencias consistía en hacer que no resultase difícil abandonar la profesión. Los futbolistas estábamos en tierra de nadie, carecíamos de derechos, y a mí, además, me pilló todo en un momento muy bajo de moral”.

Puede que decir adiós no le costase mucho, pero luego iría adquiriendo constancia de su nuevo papel en la vida. Él mismo acabó reconociéndolo sin ambages: “Llevaba el fútbol en la sangre; casi nací con el balón en las manos. Por supuesto que lo eché en falta, pero también se trata de una profesión sacrificada”. Había sido 3 veces internacional con la selección de Promesas, luego denominada Sub-23, debutando ante Luxemburgo el 27 de octubre de 1967, y despidiéndose contra Portugal, el 13 de diciembre del mismo año. Se da la circunstancia de que todos sus choques internacionales arrojaron resultado de empate, puesto que el intermedio, también ante los portugueses, arrojó una igualada a 2. El sueño de jugar un día con el equipo nacional absoluto quedó incumplido. Y eso también dolía, aunque no tanto como la cicatriz indeleble que le dejase el club madrileño: “Decidieron no pagarme, pese a tener contrato en vigor. Consideraban que si no trabajaba, tampoco tenía derecho a recibir emolumentos”. Lo curioso era que el fútbol no se regía entonces por ninguna ordenanza laboral, ni sus profesionales podían acogerse a minusvalías. Los clubes maniataban virtualmente a sus estrellas, impidiéndoles abandonar la entidad ni siquiera una vez cumplido el vínculo contractual, mientras al mismo tiempo daban por finiquitados los compromisos a su conveniencia.

Así las cosas, el ya ex guardameta acudió ante la Magistratura de Trabajo N.º 10 de Madrid (12 de febrero de 1982), reclamando 1.600.000 ptas. solidariamente al club rojiblanco y a la Mutualidad de Futbolistas, justificadas de este modo: 200.000 en concepto de incapacidad profesional, 840.000 por prestaciones salariales incumplidas durante dos años, y 560.000 por ayuda económica durante el año y medio que permaneciese lesionado. No era un asunto nuevo. A lo largo del decenio precedente, distintas demandas y reclamaciones, con sus correspondientes sentencias, venían cruzándose entre varias salas de Magistratura y la 6ª del Supremo. En el fondo se dilucidaba el derecho a la Seguridad Social para los futbolistas, idéntico al de todo trabajador por cuenta ajena, ya resuelto mediante Real Decreto el 5 de febrero de 1981. Y esta vez sí, al amparo de esa nueva ordenanza, por primera vez Zubiarrain obtuvo una sentencia favorable. Las triquiñuelas de Antonio del Hoyo, en representación del Atlético, y Jesús Samper Vidal, defendiendo a la Mutualidad, consistentes en considerar a los “colchoneros” por completo ajenos a cualquier responsabilidad, y desconocimiento sobre lo acaecido en el caso de la mutua, sucumbieron ante la buena defensa de Eduardo Ajuria Ibáñez, en favor de su cliente.

Para entonces el antiguo portero donostiarra vivía alejado del fútbol, tras permanecer cinco años en San Sebastián, desde donde regresó nuevamente a Madrid, estableciéndose como propietario de un negocio con materiales de construcción. Ya casado, a sus 39 años era padre de dos hijos y ni precisaba a diario la faja que durante varios meses sujetase su vértebra. Pero sufría molestias si no cambiaba de posición cada cierto tiempo, y nunca se refería a esa posible lesión coronaria. Como si jamás hubiera existido. Como si se tratara de un bulo; otro más entre tantos generados por el balón y su mundillo. Pero algo debía haber, lamentablemente, puesto que falleció sin estrenar la cincuentena, el 1 de junio de 1993, víctima de un infarto. Desenlace similar al de López, en su día también componente del At. Madrid.

López, infortunado en el fútbol y en la vida. Su corazón habría de tenderle una monumental zancadilla,

Julián Antonio López García (Madrid 6-IX-1957), se había formado como defensa en la cantera rojiblanca, desde donde acabó ingresando en el Atlético Madrileño, filial o equipo “B” “colchonero”, la temporada 1976-77. Era un muchacho macizo, fuerte y enérgico, útil por su capacidad destructiva en el desmantelamiento del juego adversario. Durante su primera campaña entre los filiales conquistaría la recién creada 2ª División “B”, y se mantuvo en ella por espacio de los tres ejercicios siguientes. Su estilo agresivo ya le había llevado hasta la selección nacional juvenil en 5 ocasiones, y los técnicos del Vicente Calderón confiaban en ese temperamento de hormigón armado para amurallar a un primer elenco, ya desde hacía algún tiempo rocoso en retaguardia. Con el ánimo de evaluar sus auténticas posibilidades, decidieron cederlo al Real Valladolid durante la segunda vuelta del torneo 1979-80. Aquella 2ª División, desde la que ascendían tres a 1ª, bajaban 4 a 2ª “B”, y otros 4 se lo jugaban todo a cara y cruz en una promoción de ida y vuelta, tenía mucho de categoría infernal, sin relajación posible. Los partidos se disputaban a cara de perro, con enorme aplicación táctica. Quien destacara tarde tras tarde, tendría abierto el portón de la élite, tal y como ocurriese con Morgado, Juan Señor o Jorge Valdano, entre otros. El caso es que tras dar la talla, en julio de 1980 hizo su presentación con el primer equipo rojiblanco, para disputar 8 partidos de la inminente Liga, en los que anotó un gol. Y aunque a buen seguro le sabrían a poco, no estaban mal para empezar.

Concluido el campeonato, desde la directiva vallisoletana volvieron a solicitar su cesión, y parece que ésta fue contemplada con buenos ojos. A los 22 años nada es tan malo para un futbolista como el ostracismo, y un equipo con aspiraciones podía constituir marco adecuado para pulir defectos. Así las cosas, mientras se dilucidaba su futuro solicitó y obtuvo permiso para disputar en el estadio Zorrilla un partido de homenaje al cántabro, y tantos años portero blanquivioleta, Manuel López Llácer. Un partidillo festivo; un bolo donde todos acaban abrazándose, fotografiados en amigable camaradería. El recuerdo eterno de una buena carrera, entre ovaciones del público agradecido. Sólo que en aquella oportunidad los hechos no se desarrollaron conforme a lo previsto.

Mientras el balón corría por un césped magnífico, López se desplomó, como si lo hubiera fulminado un rayo. La rápida intervención médica, primero en el campo y luego en los vestuarios, logró rescatarlo de la muerte, aunque el diagnóstico ni mucho menos fuera positivo. Acababa de sufrir un infarto. Se precisaban más pruebas y un periodo de reposo antes de mostrarse categórico, pero todo inducía a pensar que ya no iba hallarse en condiciones de seguir jugando. Cuando le hicieron llegar el pesimismo de los doctores sobre su futuro profesional, se mostró contrito, aunque enérgico: “No es el momento de pensar en eso. Sería una faena, pero ahora debo centrarme en la recuperación. He estado más muerto que vivo y mi único objetivo, ahora mismo, consiste en recuperar la salud. Sin salud no hay futuro, y yo ante todo quiero uno para mí”. La afición “colchonera” volvía a experimentar otro mazazo, tras los infortunios de Martínez, tantos años en estado vegetativo, Fraguas o Jesús M.ª. Zubiarrain.

El futuro de López, por desgracia, no sólo estuvo lejos del fútbol, sino que habría de resultar corto, puesto que falleció algo antes de cumplirse un decenio. El 14 de marzo de 1991, otro infarto destrozaba su maltrecho corazón, ya sin remedio. Contaba 33 años, y durante casi dos lustros la resignación a la que forzosamente se aferrara, descubría fisuras por donde fluía cierta bilis. Su Atlético, superados los primeros días de conmoción, lo había dejado al pairo. Nunca hubiera imaginado algo así. Soñaba con triunfos, glorias, trofeos adornados con cintas rojas y blancas, mientras el público vociferaba “¡Atleti, Atleti, Atleti!”, hasta dejarse la garganta. Tanto silencio nuevo, en derredor, le atormentó muchas noches mientras junto a la ribera del Manzanares otros futbolistas, luciendo la camiseta que él sólo vistiera de pasada, trataban de conquistar el mismo Olimpo en que también creyó antaño.

Una quimera hecha añicos, arrojada al cubo de desperdicios, junto al “Kleenex” futbolístico en que por culpa de la fatalidad y un desapego doloso creía haberse convertido.

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