Los subterráneos de una Gira (2)
De José Ignacio CorcueraUnas veces por la informalidad de ciertos intermediarios, a tenor de excusas oficiales que evitaban incidir en cuestiones de mayor dificultad expositiva, y otras porque llegada la hora de retratarse, las ofertas económicas parecían tan evanescentes como fumarolas, el caso era que las planillas rojiblancas no salían de Vizcaya durante el periodo estival, cuando nuestro fútbol se tomaba vacaciones. Y para colmo, aunque de esto no se hablara, estaban las reticencias con que desde “la superioridad” se contemplaban posibles visitas a países con nutrida implantación de exiliados republicanos. Así las cosas, iban corriendo los años sin que el empeño fructificara. Enrique Guzmán no pudo obtener partido de su amistad con el ministro Castiella, puesto que su ciclo en el puente de mando Atlético concluyó en 1959, cuando entregara el testigo a Javier Prado, quien también abandonaría la poltrona en 1965 sin ver cumplida la misma ensoñación viajera. Hasta que por fin, durante el ejercicio 1966-67, bajo el corto mandato de Julio Egusquiza, las cosas se dieron algo mejor.
Aquella temporada se había iniciado entre luto y aflicción por la muerte de Guillermo Gorostiza, gran extremo pre y posbélico convertido en juguete roto por su falta de carácter y dependencia alcohólica. Un deceso esperado, puesto que llevaba tiempo enfermo de una tuberculosis que su dipsomanía convirtió en incurable, y por ende particularmente triste, pues habiéndole concedido la vida múltiples oportunidades, se empeñó en desperdiciarlas todas. Por cuanto respecta al equipo rojiblanco, acababa de experimentar una amplia transformación. Carmelo Cedrún, Canito, Garay, Manuel Etura, Mauri, Maguregui, Uribe, Gainza, Merodio, Arteche o Arieta I, encontraron excelentes sustitutos en Iribar, Echeverría, Aranguren, Argoitia, Fidel Uriarte, Rojo I, Iñaki Sáez o Arieta II, internacionales parte de ellos, en tanto otros meteoros luminiscentes cuando asomaran al profesionalismo, como Pedro Lavín o Jesús Mari Echevarría, resultaron ser estrellas fugaces. El segundo, además, como el propio Gorostiza, no sabiendo encarrilar su existencia. Los rojiblancos por fin lograrían salir, si no de gira, al menos de excursión a los Estados Unidos, donde se estaba tratando de implantar el fútbol europeo mediante la creación de franquicias y una Liga cerrada tan efímera como las volutas de humo.
Aunque antes se trabajara en una tournée de verdad, nada menos que por tierras aztecas.
Desde el Distrito Federal llegó hasta la calle Bertendona, entonces sede social del Atlético bilbaíno, una oferta para que el club disputase varios partidos amistosos entre los días 1 y 21 de junio. Propuesta mucho más que aceptable en lo económico y sentimental, pero supeditada al devenir del equipo en el torneo de Copa, según se adujo, y a que “la superioridad” otorgara su pláceme, por más que tal punto se omitiera. La final de Copa estaba señalada para el 2 de Julio en el estadio Santiago Bernabéu, y el presidente entrante estaba empeñado en hacer un buen papel en dicho torneo. Sólo podría aceptarse el calendario mexicano si los rojiblancos caían eliminados a las primeras de cambio, y a ese respecto por boca presidencial se quiso cortar de raíz cualquier posible malentendido: “México ha sido siempre mi ilusión, pero renunciaría gustosamente a ese viaje con tal de llegar a la final de Copa”.
Resumiendo, se dieron largas a intermediarios y organizadores mexicanos, según la versión oficial, hasta que el posible viaje al país donde seguían residiendo los hermanos Regueiro, Isidro Lángara, Enrique Larrínaga, Gregorio Blasco, Emilín Alonso, Serafín Aedo, José Manuel Urquiola, Rafael Egusquiza, Pablito Barcos o José Muguerza, todos ellos componentes del equipo Euzkadi, y tierra adoptiva, además, de tantos vascos exiliados tras la Guerra Civil, concluyera esfumándose. Otra versión más prosaica, sustentada en el devenir real de los acontecimientos, concluye que la directiva rojiblanca desestimó retrasar las fechas de partida ante los escollos que desde la Delegación Nacional de Deportes fueran poniéndose. México seguía constituyendo un problema. Y además, entre medias surgieron otras cuestiones no menores, como en seguida veremos. El caso es que ambas partes jugaron al gato y al ratón. La D.N.D. fraguando con la R.F.E.F. un premio de consolación, para no dejar heridos en la cuneta, y el At. Bilbao acatando disciplinadamente, como años antes hiciese Enrique Guzmán, una negativa muy edulcorada. En resumen, “a México no, pero podrías ir a los Estados Unidos, si os apetece. Hasta la Federación han llegado ofertas, ¿por qué no miráis si alguna os cuadra?”
El campeonato de Liga llegaba a su fin con más pena que gloria para los vizcaínos, dirigidos desde el banquillo por su antiguo capitán y estrella imperecedera “Piru” Gainza, a quien la prensa apodara “El Gamo de Dublín” tras un partido soberbio con la camiseta de nuestra selección: Un 7º puesto entre 16 contendientes, y solemne batacazo en la Copa de Ferias, estaban muy por debajo de lo esperado, al decir de los eternos optimistas. Otros, en cambio, señalaban hacia el banquillo como origen del problema, arguyendo que como ya ocurriese con el brasileño Martim de Francisco, el entrenador no estaba a la altura de su plantilla.
Lo cierto era que Agustín Gainza fue cuestionado casi desde el principio. Hizo gala de una propensión desmedida al manguerazo en San Mamés, sobre todo cuando tocaba medirse a equipos meridionales. Era un técnico de otro tiempo, anticuado e impermeable a las nuevas tácticas, en permanente evolución. Se le achacaba, además, falta de tablas, puesto que tan sólo había entrenado al Arenas Club de Guecho, en 3ª División. Seguía maniatado al fútbol fuerza, al carrerón en largo, el desborde por la banda y los centros al punto de penalti o el segundo poste. Y para colmo, cuando los espectadores ya no sólo ansiaban resultados, sino también espectáculo, se le iba la mano con el riego, como aquella tarde ante el C. D. Málaga, en que el público y la crítica salieron enojadísimos de San Mamés.
El Málaga, al encontrarse con una piscina, se atrincheró ante su marco y los jugadores bilbaínos, de resbalón en resbalón, rebozados en lodo, apenas lograban terminar una jugada. Cualquier intento de regate estaba condenado al fracaso. Sólo restaba aplicar patadones, como en el fútbol pleistocénico. Y ante semejante táctica, los encastillados lo tuvieron todo a favor. Las crónicas periodísticas locales recogieron de este modo aquel empate, que sepultaba las escasas posibilidades atléticas de alcanzar al Real Madrid y Barcelona: “A Piru Gainza le salió el tiro (léase agua) por la culata” (El Correo Español-El Pueblo Vasco). “Toneladas de agua de lluvia artificial convirtieron San Mamés en una piscina” (La Gaceta del Norte). Este diario añadía, además, con gran alarde tipográfico: “Aquí once ahogados del Atlético”.

Pero como dice el refrán, Dios aprieta, aunque no ahoga. Y el caso es que semanas antes de la conclusión liguera, casi de improviso, surgió lo de viajar a Chicago, ciudad sin apenas españoles y por tanto con mínimas posibilidades de que surgieran problemas políticos. Únicamente se iba a disputar un partido, que ante las buenas relaciones existentes entre El Pardo y la Casa Blanca fue contemplado desde el Ministerio de Exteriores y la D.N.D., como “muy oportuno”.
Ese bolo se resolvió con victoria rojiblanca por 3-1, con un gol de Fidel Uriarte y dos de Arraiz, a quien el Real Zaragoza había hecho llegar una oferta cifrada en 300.000 ptas. de ficha y 8.000 de sueldo mensual, primas aparte, rechazada desde la directiva rojiblanca. Escapada turística, aunque la prensa bilbaína, chauvinista empedernida en lo tocante a cuestiones futboleras, titulase en tipografía de gran cuerpo: “¡Alirón para el Atlético, en Chicago!”.
La expedición tuvo que regresar directamente a Valencia, donde tocaba dirimir el penúltimo partido liguero, efectuando escalas en New York, Londres y Madrid. Pero al desembarcar en Barajas surgió la sorpresa: faltaba “Chechu” Rojo. “Pero si estaba conmigo en la sala de tránsito londinense”, apuntó un compañero. “Creo que dijo algo sobre ir al servicio”, corroboró otro. Total, había quedado encerrado en una cabina de los servicios, sin que al parecer llegaran hasta allí los mensajes de megafonía. Y lo más sorprendente, nadie advirtió su ausencia hasta pisar suelo español. El ya desaparecido internacional bilbaíno tuvo que efectuar el trayecto Londres-Madrid-Valencia encadenando vuelos, sin otra ayuda que la de los empleados de aerolíneas.
Finiquitada la Liga con una triste 7ª posición entre 16 equipos, la Copa, eterna esperanza de la afición bochera, arrancó bien para los intereses rojiblancos. Vitorias ante el Recreativo de Huelva en Dieciseisavos, por 3-0 y 0-1. En octavos, eliminación de la U. D. las Palmas con un 3-0 en San Mamés y derrota en el Insular por 1-0. En Cuartos, victoria a domicilio ante el equipo “colchonero” 0-2, y empate a 1 en Bilbao. La Semifinal, ante el Córdoba C. F., estuvo envuelta en un escándalo bochornoso. Los cordobeses, con un equipo veterano a las órdenes del hispanofrancés Marcel Domingo, donde destacaban el aguerrido Simonet, los pegajosos marcajes de Martí, la brega del guipuzcoano Alfonso, la eficacia del canario Ricardo Costa, el hábil Álvarez, capaz de driblar hasta a su propia sombra, y Juanín empuñando la batuta como gran director de orquesta, era obvio lo pondrían difícil en el antiguo Arcángel, aunque desde el bocho sólo se pensara en la final. Los medios de difusión vascos, antes de que el balón rodase, anunciaban un tren especial, cien autobuses apalabrados por distintas agencias de viaje, peñas y particulares, y 7.000 plazas hoteleras contratadas en la capital y su provincia. No obstante, aquel domingo 18 de junio de 1967 se fraguaba una increíble celada en la ciudad califal. De pronto se apagaron los focos de iluminación artificial, y una buena porción de aficionados saltaba al césped para agredir a Félix Birigay, árbitro de la contienda, y a los jugadores rojiblancos mientras estos corrían a tientas hacia el túnel de vestuarios. Gainza, entrenador atlético, se encaró con el presidente cordobés para cantarle las verdades del barquero: “Aquí hay un culpable. Y con luz o sin ella, todos sabemos quién es”.
Hora y media después de finalizar el encuentro, el autocar del equipo bilbaíno, escoltado por la policía, lograba salir del estadio con todos los futbolistas tendidos en el suelo, para cubrirse ante las pedradas lanzadas desde el exterior. El At. Bilbao se había impuesto 0-1, merced al gol anotado por Zorriqueta, de cabeza, y la prensa del día siguiente afirmaba: “El Atlético ganó el partido… y la guerra. Se apagan las luces del Arcángel para facilitar la agresión a los bilbaínos y al árbitro, que acababa de anular un gol cordobés”. Seis días más tarde, el sábado 24, volvían a vencer los rojiblancos en su feudo por 2-0, con tantos de Arieta II en el minuto 64 y Fidel Uriarte, en 83, de penalti. La final era un hecho, mientras el Comité de Competición de una R.F.E.F. desnortada, débil y tendente a no enterarse de nada, conforme habría de quedar de manifiesto unos años después con el escándalo de unos falsos oriundos que ya en 1967 campaban a sus anchas, volvía a ponerse de perfil ante lo que bien pudo acabar como el rosario de la aurora.
El 2 de julio, a las órdenes del colegiado tarraconense Jaime Oliva Fortuny, el Valencia se imponía al Atlético por 2-1, con goles del asturiano paquito y el paraguayo Jara para los campeones, por más que este último jugador nunca debería haber gozado de ficha federativa española, al representar internacionalmente a Paraguay durante su etapa juvenil. Algo que taxativamente prohibían los acuerdos sobre importación de oriundos. El tanto de la honrilla vasca fue obra de Argoitia, y por supuesto no alivió aquella enorme decepción. Al Valencia, para colmo, lo entrenaba Edmundo Suárez Trabanco, su antiguo goleador alineado como “Mundo”, y futbolista del Athletic Club prebélico -de su equipo suplente, en realidad- cuando para los cronistas todavía era “Suárez”. De manera que la teórica renuncia a esa gira mexicana se resolvía, después de todo, sin la obtención del menor fruto. Puestos a buscar lenitivos, la afición vizcaína se consoló con la esperanza de un mejor futuro. Los juveniles rojiblancos habían conquistado el campeonato de Copa ante el Damm barcelonés, 2-0, en un marco tan excepcional como el estadio Bernabéu. Y como a pesar de los pesares quedaban ganas de fista, hubo recepción oficial para los cachorros en el Ayuntamiento de la villa, ante una notable cantidad de público.
Pero he aquí que en pleno periodo estival, mientras unos preparaban el veraneo y otros incluso lo disfrutaban en Pedernales, Busturia, Lequeitio, Laredo, Medina de Pomar, el valle alavés de Zuya, La Rioja, o distintos pueblos del páramo burgalés, saltaba la noticia: los finalistas de Copa partían de gira hacia Venezuela, invitados a participar en la Copa Cuatricentenario de Caracas. Los medios informativos de Bilbao habían permanecido del todo ajenos a las arduas gestiones llevadas a cabo desde la directiva, con la R.F.E.F., la Delegación Nacional de Deportes y el Ministerio de Asuntos Exteriores, conforme acredita la prolija documentación hallada por Antonio Arias, mantenedor del blog “Saltataulells”, en una de sus fructíferas incursiones por el archivo alcalaíno.
Vayan por delante, para una mejor comprensión de los múltiples vericuetos que aquella invitación hubo de sortear, los siguientes hechos.

Hacia 1967, algunas cosas estaban cambiando profundamente en la sociedad vasca, o como mínimo en parte de ella. La paulatina relajación del Régimen, sobre todo a raíz de las Bodas de Plata de Francisco Franco en el poder, celebradas con alarde propagandístico bajo el slogan de “25 años de paz”, unida al aperturismo que representara la “Ley Fraga” para los medios informativos, el sesgo cada vez más turístico del antiguo ministerio de Información, que el propio Manuel Fraga Iribarne presidiera, y el obvio “contagio” recibido por los españoles desde el exterior, fuere a través de sus emigrantes o de la cada vez más densa nube turística europea, tuvo su traducción en un distanciamiento del caudillismo y cuantos postulados desde él se establecieran. Por el país vasco, además, permeaban no pocas goteras: reivindicaciones sociales al margen del sindicato vertical, fruto de una lenta introducción de ideas movilizadoras en la siderurgia y el sector naval; atisbos de resurrección nacionalista en familias de clase media, y una innegable, aunque todavía incipiente, colonización comunista del campus universitario, incluida, aunque en menor medida, la jesuítica de Deusto, cantera de tantos ministros y altos cargos franquistas.
Obviamente, el fútbol tampoco era ajeno a esa deriva. Una tarde, en el campo de San Mamés, cuando las fuerzas del orden actuaran desproporcionadamente para sofocar incidentes mínimos, parte del graderío comenzó a gritar como forma de protesta enfebrecida: “¡Athletic, Athletic, Athletic!”. Cualquier insulto a la policía se hubiera resuelto con encierros en el calabozo, puesta a disposición judicial de los identificados por la Brigada Político-social, sanciones, y en casos severos la posible pérdida de puestos de trabajo. Gritar ¡Athletic! era lo único que cabía hacer. Y representaba una separación empírica entre “vosotros” y “nosotros”. Un “nosotros” cada vez más identificado con el acervo local, vasco y vasquista, imbuido de un nacionalismo romántico, surgido de cuentos de abuela y la memoria de gudaris derrotados. El Athletic -todavía Atlético desde el decreto posbélico que aboliese denominaciones extranjeras en el ámbito deportivo- se nutría de jugadores vascos y ocasionalmente navarros, compitiendo con esas armas en 1ª División. Para una facción de sus socios venía a ser ya el genuino representante de un terruño derrotado veintitantos años atrás, plantando cara al resto del Estado, siquiera con un balón de por medio. Así que desde tal perspectiva ha de entenderse la mala acogida dispensada a la selección nacional española, cuando el 31 de mayo de 1967 se midiera a Turquía en un desangelado San Mamés, choque clasificatorio correspondiente a la Eurocopa de naciones.
Para empezar, la fecha de aquel partido fue un tanto inoportuna, con sólo cuatro días de antelación al encuentro copero a dirimir entre los Atléticos de Bilbao y Madrid, en el mismo escenario. Los precios de las localidades no es que fuesen caros, precisamente: 175 ptas. la localidad de tribuna, y 5 la de general para niños y militares. Domingo Balmanya, entonces seleccionador nacional, aseguró haber elegido San Mamés “como jugador número 12, por su solera y su público”, al que solicitó un completo apoyo. Pero no hubo buena entrada. La retransmisión televisiva intentó vanamente disimular los claros en el graderío, con profusión de tomas cortas, y aunque venció España 2-0, con goles de los “merengues” Grosso y Paco Gento, nadie pudo referirse a aquella tarde como un éxito. Los titulares de la prensa lo pusieron negro sobre blanco:
“Fracaso de la selección…y del público bilbaíno”. Desde un medio local se enfatizó: “No sé qué estarán pensando a estas horas Costa, presidente de la Federación, y Balmanya, seleccionador, sobre el comportamiento del público de Bilbao, frío al principio (esto no es malo), impaciente en seguida y francamente contrario más tarde. Público gruñón, nervioso, con deseos de meterse con la selección al menor pretexto, y los hubo en abundancia…”
Transcurrieron muchos años, hasta que San Mamés volviera a acoger partidos internacionales. Primero los de la fase de grupos en el Mundial de “Naranjito” (1982). Luego los bolos navideños de la selección vasca, sin reconocimiento de la FIFA o la UEFA, ni validez oficial. La Federación Española de Fútbol pareció tomar buena nota, y ni siquiera durante el largo mandato del bilbaíno y exjugador atlético Ángel María Villar Llona, se quiso correr el riesgo. Han transcurrido 58 años sin que “la roja” asome por San Mamés, y da la impresión de que poco va a cambiar a ese respecto en el corto plazo. Algo ocurría en la sociedad vasca, allá por 1967, aunque a los jerarcas del régimen les costase advertir tan evidentes síntomas de transformación. Un giro de timón que en buena medida iba a afectar, siquiera tangencialmente, a las directivas rojiblancas compuestas por personajes si no devotos del régimen imperante, como mínimo sin “descarríos políticos ni muestra alguna de hostilidad”, terminología al uso en los informes que sobre cada candidato aún expedía la autoridad gubernativa durante los años sesenta.
Ante tal panorama, por fuerza el Ministerio de Asuntos Exteriores, y sobre todo la Embajada de Caracas, debían moverse con pies de plomo, como en efecto hicieron. Cuanto sigue, apoyado en documentación ministerial, da buena cuenta de ello. Y sobre todo de la cantidad de trámites y órganos implicados en algo tan aparentemente simple como una expedición deportiva a Venezuela.
Para empezar, el presidente del club bilbaíno dirigió un escrito al ministro de Asuntos Exteriores, solicitando su ayuda humilde y elegantemente, en estos términos:
El ministro de Exteriores, Sr. Castiella, hizo bastante más que informar al presidente rojiblanco sobre el procedimiento a seguir. Fue él quien movió los hilos, inquiriendo por escrito el 6 de mayo a la Dirección General de Asuntos de Iberoamérica, dependiente de su ministerio, si existía algún impedimento para que la solicitud bilbaína pudiera llevarse a cabo. Y este órgano, a su vez, antes de otorgar su opinión estableció contacto con la embajada española en Caracas, adjuntando fotocopia de la misiva bilbaína y del registro federativo que presentara el club para competir fuera de España; un formulario donde se hacía constar a que formaciones extranjeras iba a medirse. En este caso Académica de Coímbra (Portugal) y Botafogo, o Vasco da Gama (Brasil). Partidos a dirimir entre los días 7 y 29 de agosto.
El 18 de mayo respondía por duplicado Matías Vega Guerra desde la embajada caraqueña, en estos términos al ministro de Asuntos Exteriores y a la Dirección General de Asuntos de Iberoamérica:

Al no haberse hallado el despacho 57 del 13 de enero, al que hiciera referencia el embajador en Venezuela, sólo cabe conjeturar que si algo anómalo se produjo durante la visita culé al país sudamericano, debió ser de muy escasa relevancia, toda vez que la historiografía azulgrana apenas le dedica alguna línea.
Trasladado este escrito del embajador Matías Vega Guerra a la Dirección General del Servicio Exterior del Movimiento, desde su Sección 1 se expidió este texto a la Subsecretaría de Política Exterior, Dirección General de Iberoamérica, el día 17 de julio de 1967:
Firmaba por delegación del Director General, su secretario Roberto Sánchez Arteaga.
El 4 de agosto, el propio embajador en Venezuela notificaba a la Dirección General de Asuntos de Iberoamérica, y al ministro de Asuntos Exteriores “que el citado Club Atlético de Bilbao puede participar en el Pequeño Torneo de Caracas, ya que no existen inconvenientes políticos de ninguna clase, aunque sí debe indicarse a la Directiva del citado Club que han de mantener estrecho contacto y actuar de acuerdo con esta Embajada durante su permanencia en esta capital, por los motivos que V. E. conoce abundantemente”. Y el día 8, mediante un despacho remitido desde el Ministerio de Exteriores, la Vicesecretaría General del Movimiento, o más en concreto el director del Servicio Exterior del Movimiento, se enteraba de que la gira podía llevarse a cabo sin impedimentos.
Habían pasado 32 años desde que en 1935, el Athletic visitara por última vez la América de habla hispana. Entonces se recorrió México, dejando un malísimo sabor de boca en ambos lados del océano, porque fruto de tanto agasajo y un increíble relajamiento disciplinario, aquellos expedicionarios hicieron de su capa un sayo. Las palabras del centrocampista eibarrés Jose Muguerza, a ese respecto, resultan harto aclaratorias: “Comida por aquí, comida por allá. Fue un desastre, sí. Con decirte que Bata y yo, compañeros de habitación, no nos veíamos más que de domingo a domingo, en la caseta, es suficiente. Así no podía irnos bien y pasó lo que pasó”. Pero esta vez todo iba a ser distinto, al decir de Gainza, a quien la final de Copa otorgaba otro añito de crédito en el banquillo. En realidad, ya durante el verano anterior, y luego de algunas francachelas en las que se involucrara parte de la plantilla, había alzado la voz en similar sentido: “Queremos un Athletic sin vagos ni cuentistas; un Athletic como debe ser”. Y por si las cosas no hubieran quedado claras, añadió: “Hay que exigirles una vida de deportistas. Descansando lo suficiente, llevando una vida sana y sin descuidarse físicamente. No es mucho pedir, cuando tantos están pendientes de nosotros”.
Los futbolistas viajeros fueron Iribar y Zamora, ambos guipuzcoanos, para la portería; Orúe, en su última temporada de corto, Echeverría, Aranguren e Ignacio Sáez, para la defensa; Zorriqueta, Larrauri, Betzuen y Zugazaga, como medios; Arroyo, Arraiz, Argoitia, Arieta II, Ormaza, Uriarte, Rojo I, Levín y Nicolás Estéfano, para el ataque. A punto de salir, el propio Gainza manifestaba: “El Athletic habrá de responder esta temporada. Tendremos ya la fuerza que es baza fundamental en el fútbol de siempre”.
El 16 de agosto, apenas hubo tomado tierra en Caracas la expedición vizcaína, el embajador Matías Vega redactó este informe para la Dirección General de Asuntos de Iberoamérica, con copia al ministro de Asuntos Exteriores, Sr. Castiella:
El día 21, cinco después de que la carta del embajador partiese desde Caracas a Madrid por Valija Diplomática, y mediante copia de la misma, la Vicesecretaría General del Movimiento y el Delegado Nacional de Educación Física y Deportes se enteraban de que el equipo rojiblanco se hallaba ya al otro lado del océano, listo para competir.
La serie, como allí denominaban al torneo, constó finalmente de enfrentamientos entre el Académica de Coímbra, favorito según la prensa venezolana, el Platense, de Buenos Aires, y el At. Bilbao, luego de que las dos entidades brasileñas previstas de inicio cayesen del cartel. Vascos y portugueses empataron sin goles en el primer partido, muy duro al decir de los medios locales, disputado a cara de perro y con un José Ángel Iribar espléndido, erigido en figura del match. En su segundo partido, los bilbaínos acabaron imponiéndose al Platense por 2-0, ambos tantos marcados por Antón Arieta, el hombre más destacado. Y si hubo dureza el día de presentación, lo de los argentinos fue el colmo. La policía venezolana tuvo que retirar del campo al platense Miranda, después de que hubiera pateado intencionadamente al goleador de la tarde, entre el abucheo del respetable. Los medios caraqueños censuraron con acritud el comportamiento de los “pibes”, “por no saber perder, recurriendo a múltiples marrullerías”, en tanto destacaban “la deportividad y el juego del equipo español”. Como en el partido de desempate entre portugueses y rojiblancos se impusiera el equipo bilbaíno al Académico de Coímbra, gracias al 1-0 que estableciese en el marcador Nicolás Estéfano a falta de un minuto para el pitido final, la Copa del Cuatricentenario volaba hasta las vitrinas de Bertendona.
El equipo luso, cuajado de internacionales, causó una excelente impresión en Gainza, puesto que reconocería ante los medios de la capital venezolana: “El Académica puede codearse con los mejores equipos del mundo, pero mis jugadores han luchado mucho, haciéndose merecedores de la victoria”. Félix Oraá, entonces vicepresidente atlético y jefe de expedición en Caracas -contradiciendo el informe de la embajada española, donde se citaba al Sr. Landa-, también dejó unas palabras de agradecimiento: “Tanto o más que el trofeo, nos ha llenado de orgullo el trato que nos han dispensado en todas partes”. Nobleza obligaba, puesto que el At. Bilbao había jugado en campo propio, ante el empuje de los muchos vascos, o descendientes de ese territorio, que llenaban el graderío.

Como es lógico, el embajador Matías Vega redactó el preceptivo informe para el ministro de Exteriores y la Dirección General de Asuntos de Iberoamérica, a mitad de camino entre lo puramente deportivo y la crónica de sucesos. Fechado en Caracas el 30 de agosto de 1967, decía cuanto sigue:
Pero ese no fue el único informe o comunicado que el embajador dirigió a Madrid el mismo día. Membretado como N.º 345, dictó otro más personal cuyo destinatario era el ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella. Y aunque a grandes rasgos resumiera lo ya dicho, incluía algunos párrafos que ilustran perfectamente las obsesiones de aquel lejano pretérito:
El embajador en Caracas conocía bien al ministro Castiella. O como mínimo sus filias y fobias, pues sólo así se explica esa introducción, con calzador, de la “buena baza anti-inglesa”. Y es que si algo caracterizó toda la trayectoria política y personal del detentor de la cartera de Exteriores, fue una pronunciada anglofobia.

Cuando en 1941 compartiera con José M.ª de Areilza el Premio Nacional de Literatura Francisco Franco por su obra “Reivindicaciones de España”, aquel libro fue considerado desde la diplomacia británica “altamente ofensivo”, ya que constituía un alegato visceral acerca del derecho español sobre los territorios históricamente reclamados tanto a Francia como a Inglaterra, con especial atención a Gibraltar. Puesto que la venganza se sirve fría, tiempo después, al acordarse en Madrid su nombramiento como embajador de España en Londres, aquel gobierno se negó a concederle el plácet, por lo que fue preciso designar a otro canciller. Pero habría de tomarse la revancha, siendo ya ministro de Asuntos Exteriores, con el cierre de la verja gibraltareña después de que fracasaran sus intentos de negociación tendentes a recuperar el enclave. Llevó el asunto al Comité de Descolonización de las Naciones Unidas, amparándose en no pocas resoluciones favorables para un buen puñado de territorios durante los años 60, e incluso obtuvo dos aprobaciones de la Asamblea General de la ONU. Ante la negativa de los gibraltareños a aceptar las diversas propuestas de anexión que les realizara, creyó llegado el momento de aplicar el mazo, poniendo candado al Campo de Gibraltar. En 1969 Castiella sería conocido como el “Ministro del Asunto Exterior”, caricaturizando sobre su fijación por la roca. Y aunque él cesara en octubre, a raíz de estallar el asunto Matesa, la verja permanecería cerrada durante los siguientes trece años, con los imaginables problemas para la población británica de la colonia.
El Atlético de Bilbao llegó al aeropuerto de Sondica con el trofeo del Cuatricentenario, sin despertar mucha euforia entre sus fieles, quizás porque estos quisieran despedirse del verano en las playas de Laida, Laga, Ereaga o Gorliz. Gainza firmó otro 7º puesto en la Liga de 1967-68, que supo a muy poco. Y ya con el graderío de San Mamés en contra, únicamente resistió en el banquillo los 6 primeros partidos del Campeonato 1968-69, resueltos con el pobre saldo de una victoria, otro empate y cuatro derrotas. Rafael Iriondo, quien fuera su compañero durante tantas campañas en una delantera histórica donde las haya, fue el designado para sustituirle. Y lo hizo a su manera, abrazado a la suerte, conforme sostuviera siempre Koldo Aguirre, otro gran futbolista y entrenador rojiblanco. Si en la Liga tan sólo quedara clasificado en 11º lugar, logró proclamarse campeón de Copa ante el Elche C. F.

Félix Oraá accedió a la presidencia del equipo rojiblanco de forma interina, cuando Julio Egusquiza, el máximo mandatario atlético, falleciese a pocos quilómetros de Deva, como resultado de un funesto accidente al volante de su vehículo. Durante esa interinidad celebraría el título de Copa bajo la batuta de Iriondo. Elegido como presidente casi a continuación, en el año de su despedida del cargo volvió a festejar otro título copero desde el palco del estadio Santiago Bernabéu, arañado ante el C. D. Castellón (1973). Pero sobre todo se le recuerda por crear las instalaciones deportivas de Lezama, inagotable vivero de una entidad empeñada en competir con sus propios mimbres, haciendo gala de una filosofía más propia del amateurismo compensado que del actual y multimillonario universo balompédico, cuajado de Sociedades Anónimas, especuladores de todos los puntos cardinales, piruetas contables y búsqueda de victorias a cualquier precio, aunque ello se traduzca en incineración de los sentimientos que convirtieran al fútbol en deporte rey. Fue, también, quien trajo desde Inglaterra al entrenador Ronnie Allen, con su exigente metodología física; un técnico que britanizó más aún el fútbol rojiblanco y a punto estuvo de ganar una Liga. Y quien recuperó oficialmente, con Franco en el poder, la denominación original de la entidad, antes que lo hiciera cualquier otro Athletic, Racing, Sporting, o Fútbol Club.
Si el movimiento se demuestra andando, él supo caminar ligerito, sin distracciones y sorteando obstáculos.
Tal como hiciese en Caracas, para alivio del ministro Castiella, su embajador en Venezuela, el Ministro General del Movimiento y la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes. Porque no sé si lo habrán notado, pero la Real Federación Española de Fútbol, directísimamente concernida, puesto que al fin y al cabo el viaje a Sudamérica tenía por objeto jugar al fútbol, apenas si asoma una vez, y de pasada, por toda esta exposición.
Se diría que el balón apenas fue un utensilio para medir el compromiso de los exiliados vascos, su poder de convocatoria y hasta qué punto estuvieran en condiciones de causar problemas. Vehículo para afianzar amistades, también, a tenor de las lisonjas dedicadas por el embajador a su colega luso y a la Académica de Coímbra, o esa diplomática disculpa al feo de los directivos argentinos, dando por no recibida la invitación.
Política y fútbol, al fin y al cabo, antaño y hoy, suelen ir muy de la mano.








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