Más goles históricos (1959-1966)
De Félix Martialay1 Eulogio Martínez: La raza cósmica
España – Austria : 23-11-1959
¿Fue Vasconcelos? ¿Fue Rubén Darío? Uno de los dos, seguro, llamó a los españoles “raza cósmica”. La raza que ponía el sol en el mundo, para que luciera permanentemente en sus campos, se prolongó felizmente en los microcosmos del fútbol.
De Paraguay llegó un futbolista llamado Eulogio Martínez. Delantero centro, por más señas, que estaba en el Barcelona de Helenio Herrera, que era, también, seleccionador nacional.
Con Austria quedaba aquella herida del 4-5 del Metropolitano en enero de 1936. El desquite bien podía ser en esa tarde de Mestalla.
Y lo era. La delantera española no era una fruslería: Arteche, Eulogio, Di Stéfano, Suárez y Gento. Lo cual no decía nada, porque la del Metropolitano fue, nada menos que, Vantolrá, Luis Regueiro, Lángara, Iraragorri y Emilín Alonso. Y perdimos…
Pero, ya se iba con 3-1, cuando Luis Suárez recordó la vieja figura del “pase de la muerte”. Metió el balón recto, perpendicular y raso. A Eulogio, que no tenía ni idea de quienes fueron Patricio, Errazquin o Moleres y que lo del Real Unión de Irún, ni le sonaba, se le revolvieron los genes y el ADN se le llenó de colorines en giratorias serpentinas cósmicas. Se echó para adelante. Que corpulencia le sobraba. Y el balón en el maldito centro de gravedad que atraía a Senekowitsch, sí, el luego bético “Séneca”, a Stotz, al portero Schmied y a Eulogio que sabía que se jugaba la cara. Choque a cuatro, pero el hispano-paraguayo, según cae, entiende que hay que “morir marcando”, mete la estocada mortal. El revolcón no lo es menos, pero un gol justifica una vida.
Y luego resultó que se ganó por 6-3. Guillermo Eizaguirre, que fue el guardameta al que le colaron “la manita” en 1936, pudo morirse tranquilo.
2 Di Stéfano venció en la guerra sucia
País de Gales – España : 18-5-1961
Séptima Copa del Mundo con final en Chile. Fase de clasificación. Escartín era el seleccionador nacional en unos tiempos en los que la Selección estaba alicaída. Yo definí esa etapa como la del “tuya, tuya”, en vez de la habitual del “mía, mía”. Eso marcaba la actitud de nuestros internacionales.
Gales, como aquellos endiablados números del parvulario, tenía dos significados: uno, absoluto: su fútbol recio, disciplinado y eficaz. Otro, relativo: la guerra de nervios. Así, a los españoles los dejaron tirados en Cardiff, sin un mal monosabio federativo que los guiara y acompañara; con un solar del extra radio para que se entrenaran; con el hotel con discriminaciones intolerables, entre ellas separar las mesas de los españoles de las del resto del comedor con una cortina para separar “la civilización de la mantequilla de la del aceite”. Y luego un público hostil que la tomó con Di Stéfano. Y para completar la suerte adversa, un gol en contra en los primeros minutos.
Por ser el gol la verdad del fútbol, no se habla de quienes los fabrican, los rebozan, los empanan, los envuelven – a veces con lazo sentimental- y los facturan hacia el que recibe los abrazos. Aquella tarde, un soriano con acento andaluz, no hacía más que decir “¡mía… mía!”. Se llamaba Del Sol y hubiera dado jaque mate a Karpov.
Hizo que la frigidez de Luis Suárez se transformara en ardor cardiocerebral, merced a secretas corrientes de Kirchhoff, y que el péndulo Zoco fuera talmente el de Foucault. Y a Di Stéfano le dio tres ocasiones de gambito de caballo que no hubiera marrado ni Arturito Pomar en sus comienzos.
Y Del Sol hizo el tirabuzón para dejar a Suárez no sólo el balón sino una pradera de mil acres para que ejerciera su virtuosismo hasta el pico del área. Fue entonces cuando se cruzó ante él Di Stéfano dejando a todos los galeses con la falda como la de Marilyn –ya saben, aquella rubita, neumática como las mozas de clase A de Huxley-. Y empezó el ballet. O el circo. Un salto del madridista. Una media lagartijera de tacón. Cuarenta centímetros entre el poste y el portero Kelsey. Lo justo. Lo necesario. Silencio seco en Ninian Park. El maestro genial acababa de ejercer. El gol del triunfo pedía paso para entrar en los anales.
3 Del Sol, minuto 333
España – Argentina: 11-6-1961
Nunca se había ganado a los argentinos. Ni acá ni allí. Y ahora, en el cuarto partido, estaba Sevilla, “con su color especial”. Escartín de seleccionador. Y el estadio Sánchez Pizjuán como redoma mágica. Ni un solo gol le había marcado España a la Argentina.
Y la cosa no parecía tener arreglo. Se llegó al descanso con el 0-0 de los miopes. Pese a que el argentino Sosa había dado dos sustos que el meta Vicente había asumido con el cuerpo, en unos tiempos en que sólo cinco sabían lo que era el balonmano de sala. Y Vicente no estaba en la lista…
Pero sí Del Sol. Llevaba las revoluciones del equipo español a ritmo de Fórmula 1. Pero los rioplatenses cerraban su potrero con la táctica del tango: muy pegaditos a los españoles. Y Del Sol con la bola en los pies. Miró. Nada. A su derecha, Marsolini “metía pierna” a Mateos en un “Caminito” de pecado mortal. Por el centro, se bailaba el “A media luz los tres” con Di Stéfano emparejado con Ramos Delgado y Albrecht. Así pues el soriano tarareó el “Solo, fané y descangayado”. Estaba solo, sí, pero ni fané, ni descangayado. Y siguió por el centro como dicen que cabalgaba Prim por tierras africanas.
Con un paso firme siguió avanzando tras dejar tirado a Guidi que quería sacarlo a bailar. Y nada. Nadie suelto. Siguió un poquito más. Quizá pensó en Juan Palomo: él ya se lo había guisado, ahora le tocaba comérselo. Al llegar a la frontal del área –gracias, Matías Prats- amagó el pase hacia Gento y soltó un cañonazo raso y rebrincado. Cuando Roma quiso darse cuenta ya le había pasado el balón bajo el cuerpo.
Era el minuto 18 del segundo tiempo. El minuto 63 de partido. El minuto 333 de la historia de los España – Argentina. El de Arcos del Jalón conseguía el gol de la gloria rompiendo la cortina blanquiazul por vez primera.
Luego, Di Stéfano recordó que también tenía parte en Martín Fierro y, con 35 años, hizo un gol sólo apto para los de diez quintas más atrás.
4 Un balón pachucho para Del Sol
Marruecos – España: 12-11-1961
El partido era la llave de la puerta que daba acceso a la sala “VII Copa del Mundo”, en el pasillo de Chile.
El encuentro se celebró en Casablanca, pero ya no estaban ni Humphrey Bogart ni Ingrid Bergman. Y sin ellos todo pierde mucho. Ni siquiera Sam tocaba el piano. Una lata, claro.
El equipo español, pastoreado por Escartín, se olvidó de pasar por “Rick’s. Café Americain”, que era el sitio en el que se trapicheaba con todo en la ciudad. Incluso con balones correctamente inflados. Con las atmósferas reglamentarias. Y así fue ella…
Los marroquíes salieron con unos balones más fofos que las famosas prendas personales de la Tarara, la de la camiseta.
Fueron inútiles las protestas de Escartín ante el delegado del campo. Las “brevas” seguían cayendo en el césped con la misma viveza que los relojes de Dalí.
A Puskas, que debutaba con España, le había anulado un gol monsieur Mellet, quien interpretaba perfectamente al capitán de gendarmes Louis Renault, ése que inició una maravillosa amistad con Bogart una noche en el aeropuerto.
Iban ya ochenta minutos cuando Gento lanzó el higo chumbo hacia Aguirre; éste lo arrastró hasta la raya de fondo y lo envió hacia atrás. Del Sol le ganó a Di Stéfano por una cabeza y dejó “la cosa” en la jaula de Labied. Era el gol que derribaba la muralla de Jericó. Y daba vía libre para la Copa del Mundo. Pese a que en el marcador seguía el 0-0.
Pero cuando ya se había sacado de centro, salió un sujeto con chubasquero y gorra y cogió el balón. Escartín pensó que era un funcionario que iba a sustituir “aquello” por un balón reglamentario. Pero no. El sujeto se lo dio a Bettache, capitán del equipo local, quien se la entregó al árbitro para que se sacara el fuera de juego que invalidaba el gol.
Bogart hubiera sido más convincente. Y pese a que el marcador seguía ciego, el último gol de Del Sol con la Selección fue válido.
5 Peiró: treinta segundos de margen.
Méjico – España: 3-6-1962.
Viña de Mar, en aquel verano de 1962, debía tener una población flotante de varios miles de turistas. Cuando la semana anterior jugó España contra los checos, los 15 mil espectadores eran de Praga. Este día había igual número de espectadores y todos mejicanos.
Al equipo español le habían dejado diezmado los checoslovacos. Y pese a que Méjico era Carbajal y diez domingueros, el equipo español ni jugaba, ni mandaba, ni marcaba. El empate a cero –pese a las ecuaciones que se hicieran en elucubraciones ucrónicas- nos devolvía a la madre patria.
En ese sinvivir pasaban los minutos en tropel. A Puskas, que no caía bien a los árbitros, le volvieron a anular un gol por un fuera de juego que no estaba ni en los cinco mil ejemplos de “offside” que comentaba Escartín anualmente en sus reglamentos inspirados directamente en la esencia de la Board.
Y los mejicanos dominando… Del Sol, harto de hacer de defensa escoba, largó un despeje con toda su alma. Debía tener el alma muy grande y larga porque el globo se iba más allá de la raya central. Pero el chiquito de Guarnizo no lo estimó así. Enchufó el reactor. Una galopada de hectómetros y llegó al punto en el que caía el balón. No mató el bote, lo asesinó. Y comenzó a arrastrar el cadáver otros hectómetros más, para que se enterara. Corría pegado a la cal –que dirían los cursis que nacerían cuarenta años más tarde- y, de pronto, hizo el quiebro hacia la puerta. Gorostiza, en la jaula de loro en la que le tiene confinado Dios, cloqueó satisfecho y se le entendió un gutural “¡Gento, Gento, Gento!”… Y Gento le hizo la peineta a Muro y enfiló el poste que le pillaba más a mano, sin saber, el pobre, si era el palo largo o el palo corto. Levantó el gatillo sin menguar la velocidad y Carbajal se venció haciendo caso de los ojos de Gento. No sabía que los de Guarnizo tienen cuatro ojos. Se enteró cuando Gento le dijo a Peiró: “Anda, Joaquín, mete este gol antes de irte a Italia!”. Y Peiró lo clavó. Quedaban treinta segundos en un cronómetro Longines, que es de los de Blatter. De garantía, oiga.
6 Gento venció a los elementos
Irlanda del Norte- España: 30-10-1963
Si Felipe II no hubiera tenido en contra a “los elementos”, hoy no existiría Trafalgar Square.
Si la Selección Española no hubiera tenido en contra los elementos, posiblemente hubiera caído en los octavos de final de la II Copa de Europa.
Los elementos empezaron cuando el seleccionador Villalonga presentó la dimisión.
Siguieron cuando la UEFA, a la vista de lo enjuto del calendario, dictaminó que en estos encuentros no habría partido de desempate. Media hora de prórroga y, luego, moneda al aire. Habida cuenta del proverbial gafe que España tenía en esos lances –la sombra del “bambino” Franco Gemma nos perseguía desde diez años atrás-, la suerte parecía tan echada como la de Julio César en la otra orilla del río Rubicón.
Los hados pertinaces hicieron que Villalonga, al que no le admitieron la “espantá”, pensara que a un portero vasco, como Araquistáin, no le iba bien el barro británico y promovió al bajito Pepín que, además, jugaba en un sitio tan de secano como el Benito Villamarín, para detener a los delanteros irlandeses que no eran precisamente cortos de talla.
Para completar el cuadro, llovía en el Windsor Park. Lluvia, viento, barro.
El miedo era pavoroso. Pero afortunadamente estaba allí la amiga desesperación. Ya saben el chiste de “ahora, sin paracaídas”…
Y allá fueron los jugadores.
Aguantaron los carros de combate marca Ulster. Los gigantes británicos fueron bajando de estatura a fuerza de lima y tente tieso. Del Sol, Suárez y Félix Ruiz, mandaban, paraban y templaban como si estuvieran ante miuras en La Maestranza. Pereda, Zaldúa y Gento, no hacían nada de eso; simplemente chocaban y chocaban para ver si tumbaban a aquellos gulliveres en serie en los que rebotaban con el atenuante del colchón de barro.
Zaldúa les dio un disgusto en un medio pase de la muerte. Pepín hizo la parada del siglo –nadie le hizo el merecido homenaje por ello, pese a que después de la de Zamora en la final de 1936, no se ha visto nada igual- y luego Del Sol, claro. Su giro, que no he visto hacer con tanta fortuna hasta Xavi, dejó en cueros la fortaleza verde.
Gento echó a correr. Paralelamente a él, Zaldúa. Los “pross” se equivocaron. Y cubrieron cálida y cariñosamente a Zaldúa para que no les diera otro susto. El extremo montañés se abrió como si buscara el rincón del corner. Luego, lo suyo: el quiebro. Hacia el poste. El primero que encontró. Era la referencia para su cañonazo. Después, pasó el escobillón. La granada estaba en la jaula de Hunter, que quiere decir cazador. Cazador cazado.
Gento volvió como Nelson. Como entonces no había “salsa rosa” no se sabe si se traía a lady Hamilton en la cámara de popa.
7 Amancio paró la moneda en el aire.
España – Hungría: 17-6-1964.
Se lo repetía a mi hijo mayor tarde tras tarde en el Bernabeu, cuando todavía era una especie de corralón almanseño: “Mira bien a Amancio. Míralo bien, porque es el último espectáculo de Europa”. Eran los tiempos del “fútbol total”, del “fútbol fuerza”, del “fútbol masa por la velocidad al cuadrado” y todas esas zarandajas que algunos inventan para poder vivir a costa de la credulidad de los ingenuos aficionados. Afortunadamente todo eso se lo llevó el viento, sin que Red Buttler, o sea Clark Gable, pudiera impedirlo. Lo de Escarlata O’Hara es otra historia…
Semifinal de la II Copa de Europa de Selecciones. La amenaza del volteo de la moneda se cernía sobre el Bernabeu cuando terminó el primer tiempo de la prórroga sin que se moviera el empate. El equipo español estaba hecho unos zorros. Todos sus componentes habían cambiado ya su última moneda, esa que iba a rebrincar, dejando a España nada más que con sus calambres en cada sprint . Tras una primera media hora asombrosa, el equipo se había ido desfondando a ritmo de Luis Suárez. Todo cenizas, hubiera dicho Nerón, con el arpa bajo el brazo. Los húngaros tampoco andaban mucho mejor, pero aún así habían logrado que Iríbar dijera que “aquí estoy yo” en un par de paradas antológicas
Ocho minutos para que el árbitro preguntara que si cara o culo, o cara y cruz, que entonces España era muy católica.
Corner contra la puerta magiar. Lapetra consume sus últimas calorías enviando el balón muy bombeado sobre el área blanca. Marcelino, al cabeceador hispano, salta lo que puede, que es poquito ya, pero aún así, toca el balón con el flequillo. Todo el telón de acero quedó hecho un cuatro. El balón llegó como un canto rodado a la pierna “mala” de Amancio, pero la pierna tonta del madridista formaba parte del ”espectáculo de Europa”. Y echó el telón. Szentmihaly, un portero que, pese a su apellido, paraba lo imparable, se quedó en Buda mientras el balón se le colaba por Pest. El Danubio seguía siendo azul. El Manzanares, marrón. Chotis.
8 Pereda: el gol que sólo Dios lo sabe
España –URSS: 21-6-1964
Aquel estoico arquitecto de “El manantial”, de Ayn Rand, que acabaría volando sus propios edificios, que no pocos interpretaron que era una biografía no autorizada de Wright, y que para el siglo tenía la cara de Gary Cooper, dijo ante el tribunal que le quitaba la propiedad de su obra: “Dios y yo sabemos que yo creé esos edificios”. Por otra parte, pasando a Euclides, éste ya dejó dicho, en la sucesión natural de los números, algo tan sorprendente como que el uno está antes que el dos.
Todo ello, por levigación en el fútbol, lleva a Pereda.
Era la primera vez que la URSS jugaba en España. Había habido un aborto en la anterior edición de la Copa de Europa, pero de los no nacidos no se suele acordar ni su madre.
Era la final del torneo. Y para esta ocasión, la FIFA, reunida en su VII Asamblea en Madrid, dejó la gatera de un segundo partido a las 48 horas que se jugaría en Valencia. No se sabe si era un consuelo o una maldita premonición. Porque los soviéticos habían tenido una semifinal de reina madre contra unos inocentones daneses que hicieron perfectamente de “sparring” en Barcelona. España estaba desplomada en la camilla del masajista.
Amenaza de lluvia sobre el Bernabeu. Los nervios de todos, como culebrinas falleras. Yashin, el mejor portero del mundo en esos momentos, vestía de negro para que todos se enteraran que era “la araña negra”. Tomaron nota.
España comenzó jugando como si fuera la reina de oros. El rey era Luis Suárez.
Iban más o menos cinco minutos, cuando Suárez se fue hacia la derecha como si buscara el apoyo de Amancio; así lo entendió el gallego del Madrid – y entre gallegos iba la cosa- y se abrió más. Y así lo entendieron los defensas Shustikov y Sherternev que buscaron la protección de su costado izquierdo. Y así lo “vio” Yashin, que se apoyó en su poste izquierdo para saltar hacia su derecha. No hay que fiarse de los gallegos. Y menos si se es de Moscú y además Libra. La lógica es otra asignatura.
Suárez engañó a todos. Dio un quiebro de maestro hacia su izquierda. Sólo Amancio lo supo y aceleró hacia el banderín de corner. Con lo que allá fueron lo más florido de los cosacos, sable en ristre. Fue entonces cuando Suárez templó hacia el centro, a media altura. Pereda, el chaval de Medina de Pomar, cruzó por aquella “plaza roja” que le habían abierto dos gallegos iluminados y con una tranquilidad pasmosa cruzó el balón a la pintura interna del poste derecho de “la araña”.
Gol. Así de sencillo. La dinamo de Yashin se había encasquillado. Un gol que nadie iba a recordar nunca. Su ecuación, realmente de geometría descriptiva, quedó en poder de Dios y de Pereda.
Pero fue Pereda quien la resolvió.
9 El gol de Marcelino
España –URSS: 21-6-1964
Marcelino metió cuatro tantos con la Selección. Y en la Liga… ¡ni se sabe!. Pero realmente Marcelino no tiene más que un gol: éste.
La FIFA arreglaba con renglones derechos lo que la política hacía con los torcidos. Y así dispuso que el equipo de la URSS vistiera de rojo y España de azul. Eran los tiempos…
Llovía y el marcador estaba en el empate a uno. El juego lo estaban marcando los soviéticos: stajanovismo puro. En ambos equipos no sobrevivían más que los obreros. Faltaban siete minutos y el alcalde de Valencia ordenó que se empezara a montar la “mascletá”, desde la Plaza hasta la tribuna de Mestalla, para hacer los honores a los contendientes del desempate.
Rivilla volvió a cortar el centro que quería recibir Khusainov. Echó mano de la memoria histórica y de la baraja le salió la carta de Gabriel Alonso, con Maracaná en el marbete. ¿Por qué no? Y avanzó, avanzó hasta llegar al centro del campo, eso sí, muy pegadito a la banda. Le toma el relevo Pereda al que van echando hacia la otra banda Sustikov y Anichkin. Cuando está a punto de salirse del escenario lanza el balón templadito y a tres cuartos de altura. ¡Lástima, un poco retrasado! Pero allí están Marcelino y Mudrik. El soviético ve muy bien la jugada y espera. Marcelino solamente tiene la opción de bajar el balón con el pecho e intentar el tiro. En la revuelta le espera el del Dynamo.
Marcelino, saltándose a la torera todo el constructivismo, se elevó en un escorzo imposible medio hacia atrás para llegar a ese balón retrasado con la cabeza. Mudrik se quedó tieso como los guardias del Kremlin. Lo de Marcelino sólo se podría describir con el verbo surrealista de Cantinflas.
Lo cierto es que dio un testarazo tremendo al balón que paralizó a la araña moscovita. El balón fue a la red. Se había producido “el gol de Marcelino”. Y los monjes de todos los monasterios colocaron en los facistoles los pergaminos para dejar constancia con el correspondiente códice miniado.
Sólo ellos sabían que Dios había sacado al adolescente Marcelino del seminario para que aquella tarde de junio de 1964 estuviera en aquel punto de la pradera de Chamartín e hiciera el milagro de ese jerebeque con el cuerpo para meter un gol que valió el título de campeón de Europa para España.
10 Ufarte, con un “metisaca”, levanta el puente de Londres
República de Irlanda – España: 10-11-1965
Menos mal que había partido de desempate para dilucidar el pase a la Copa del Mundo. Y menos mal que se optó por Paris. Por un lado porque los aficionados al fútbol y los forofos de la Selección se multiplican cuando las agencias les proponen París. Aunque hicieran caso omiso de Enrique IV, el Bearnés, que recomendaba lo de que “París bien vale una misa”. Pero las catedrales que visitarían la mayoría de ese aluvión llevaban nombres tan exóticos como “Lido”, Moulin Rouge”, “Montparnasse”… Y los intelectuales del grupo, que siempre los hay, encontrarían suplemento en las “caves” existencialistas; no, no, por Sartre, no; por Juliette Grecco que oficiaba de sacerdotisa en aquellos acogedores templos en los que se discutía qué era antes, si la esencia o la existencia. Como lo de la gallina y el huevo. O sea.
Y luego los miles y miles de trabajadores que a la sazón tenía España por media Europa y que estaba a tiro de tren o coche de la Ciudad Luz.
El caso es que el Parque de los Príncipes, con el verano del membrillo en el parte meteorológico, era como Sevilla.
Quizá por lo del membrillo el juego era áspero y seco. Carey, el entrenador irlandés, se había estudiado a España a conciencia. Al 4-3-3 de Villalonga opuso un 4-4-2 que blindaba su parcela. España no encontraba el portero automático. Y dejaba una distancia entre la defensa y la línea media que callaba las palmas por sevillanas cada vez que se montaba el contragolpe verde.
El empate persistía. Y a medida que se aproximaba el final, crecía la dureza. El membrillo se iba solidificando hasta la madera. Si había prórroga podía terminar con ocho o diez hombres en el excelente césped parisiense. El resto, o lesionados o expulsados.
Quedan siete minutos. Casi todo el conjunto español se ha ido al ataque a jugárselo todo en un gesto de Furia. Pereda hace un envío raso desde la banda derecha. El ímpetu de Marcelino no alcanza al balón. Éste rebrinca como un adolescente gozoso y Cantwell cierra las piernas para que no se le cuele hacia atrás. Y el rebote blandorro va a Ufarte que está a la izquierda. Tras el balón, como un búfalo, Foley. El “atlético” ve toda esa mole y antes de apartarse mete el pie en un mete y saca con la puntera. El portero Dunne sigue con la vista ese balón flojo que cabriteando se le cuela en la jaula.
En la torre de Londres se oyeron los chirridos del puente que se abría para que la escuadra española bajara por el Támesis.
10 Siempre quedará la furia para un gol: Sanchis
Suiza – España: 15-7-1966.
El imperio británico, en equilibrio inestable, recobró las formas, no se sabe si de forma estable o indiferente, cuando el perro Pickles sacó de entre la tierra de Beulah Hill el envoltorio que contenía la robada Victoria de La Fleur y se la entregó a un atónito Scotland Yard. Tenía razón Sherlock Holmes en sus reticencias ante la venerada institución policial. El doctor Watson, siempre discreto, no dijo nada. Los perros policías hicieron un homenaje a Pickles y le entregaron la placa policial de honor.
Lo que sí estaba en equilibrio más que inestable era el conjunto de Villalonga tras la vigilia de 40 días y 40 noches a los pies del “hijo del trueno”, en Santiago de Compostela. Los argentinos de Juan Carlos Lorenzo, ya saben, el padre de todas las retóricas futboleras, que ejerció en el Atlético de Madrid, había dejado a la Selección Española casi para las mulillas en esa VIII Copa del Mundo.
Quedaban los “flojos” suizos y luego los alemanes, que eran turrón del duro. El binomio de Newton sólo dejaba solución para dos victorias. Y si se pillaba al matemático en horas bajas nos podía conceder la gracia de un empate para salir dejando los pelos en la gatera.
Nadie se acordó del “betón”, o del “verrou”, sistema inventado por Karl Rappan, con el que los helvéticos quisieron enmendarle la plana al gran Chapman, metiendo otro defensa más para que amartillara la portería. Menos mal que Helenio Herrera, a quien lo de “catenaccio” le sonaba mal, lo desdramatizó todo llamando a aquello “el defensa escoba”, que si no…
Antes de la media hora, el suizo Quentin dejó a Newton con todo el binomio patas arriba. Y a Iríbar, no digamos.
Cuando se acercaba la hora de juego el equipo español estaba absolutamente apagado. Ni una chispa.
Sí, una. Y la tomó sobre sí Sanchis. Recibió en balón en su parcela defensiva. Y echo a correr hacia el cerrojo. Sin llave inglesa. Diez metros. Veinte metros. Cincuenta metros. Al llegar a los sesenta metros de carrera frenética tenía toda la desacreditada, vilipendiada, despreciada “furia española” arremolinada en el cerebro. Se dio cuenta de que estaba a diez metros del portero Elsener y a tres del ”cerrajero” Brodmann que vestía armadura de titanio. Antes de ser aplastado por el de la ferretería Rappan empleó su último aliento en darle impulso al balón. Gol.
Newton, a quien empezaban a cuadrarle las cuentas, dijo “ ¡Ah, football…!”. Y tiró la tiza.