El CE Europa elimina al campeón de Copa del Rey en 1967, el Real Zaragoza de los 5 magníficos

El CE Europa fue uno de los 10 equipos que integraron la primera edición de la Liga Española. Un club de barrio de Barcelona, concretamente de Gracia, que pasó tres temporadas en la élite a finales de los años 20 y principios de los 30, y que en las décadas posteriores vivió luces y sombras, con sonadas victorias en Copa de Rey y ascensos a Segunda División, aunque también muchos años en categorías regionales.

Desde hace varias temporadas ha sido uno de los equipos punteros en la Tercera División, en el grupo 5, donde compiten los equipos catalanes, y en la 2020-2021 ha conseguido el ascenso a Segunda RFEF, después de la reestructuración de categorías.

En sus ya 114 años de historia al equipo escapulado se le recuerdan las ya mencionadas tres temporadas en Primera División (1928-1931), una final de Copa del Rey en la que cayó contra el Athletic de Bilbao (1922-23), y también en esta competición, una eliminatoria de dieciseisavos de final en la que fue capaz de derrotar al campeón, el Real Zaragoza, en 1967.

El conjunto maño por entonces era uno de los más potentes a nivel estatal, vigente campeón de la conocida como Copa de su Excelencia el Generalísimo (durante el periodo 1939-1976) y compitiendo en la Copa de Ferias a nivel continental. Los zaragocistas poseían uno de los ataques más recordados en la capital aragonesa con el repóquer de ases formado por Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra, más conocidos como “Los 5 magníficos”.

Llegaba el CE Europa a la eliminatoria militando en Segunda División, en la que era una de sus épocas más laureadas, después de unos años compitiendo en categorías inferiores. La eliminatoria contra el Real Zaragoza era una oportunidad de volver a salir a la palestra para el equipo barcelonés y no desaprovecharon la ocasión para eliminar a todo un Real Zaragoza que era una de las sensaciones a nivel nacional, pese a vivir un bache en su juego.

Primer partido: CE Europa 0-1 Real Zaragoza

El primer partido de la eliminatoria se jugó en feudo barcelonés y el Europa consiguió plantar cara a un Real Zaragoza que se llevó el triunfo por un 0 a 1, con gol de Villa a pase de Marcelino. Según crónicas de la época “En terreno de juego europeísta de Gracia, el titular tuvo que habérselas con un Zaragoza aguijoneado por sus seguidores, y también por el título que todavía poseen. De ahí que sea lógico el resultado favorable para el conjunto aragonés, superior tanto en individualidades como en el bloque, ante un animoso Europa- al que pudieron ver muchos aficionados en la pantalla pequeña-, no obstante mantuvo a raya al calificado rival que solo pudo anotarse un gol a su favor.” [1] No jugó Lapetra, en un partido que Heraldo de Aragón tituló en su crónica del 2 de mayo como “Juego pobre, copero, y victoria del Zaragoza sobre el Europa (0-1)”[2]. La crónica la finalizaba así su redactor, José Maria Doñate: “No puedo creer que el Europa venga a la Romareda con el mismo afán combativo y de lucha que lució en su campo. Si fuera así, va a ser muy difícil marcarle goles; pero lo que de todas todas no puede hacerse es jugar a la espera. Aquí tendrá que abrir el Zaragoza su libro y explicar lo que es un furioso y ofensivo partido copero”. [3]

Heraldo de Aragón 2 de mayo de 1967 página 16 / Fuente: Hemeroteca Municipal de Zaragoza

Segundo partido: Real Zaragoza 0-1 CE Europa

El segundo partido tuvo lugar el 7 de mayo de 1967 en el estadio zaragozano de La Romareda. Todo un lujo para los jugadores del Europa poder disputar un encuentro en un marco incomparable como el campo del Real Zaragoza. La presión de jugar en ese estadio, de verse las caras contra el vigente campeón y de traer el resultado desfavorable de 0 a 1 de la ida no hizo mella en el cuadro barcelonés, y asaltaron La Romareda con idéntico resultado que en la ida, pero en este caso a su favor. Un gol de Bordons aprovechando un rechace al filo del descanso, hizo crispar aún más el ambiente en el feudo zaragocista, que ya tenía los ánimos alterados por la mala trayectoria en Liga del equipo aragonés en las últimas jornadas. “Lamentable actuación del Campeón de España”[4]. Así tituló Heraldo de Aragón la crónica del encuentro. En el partido destacó la gran actuación del conjunto catalán, y sobre todo la figura de su portero Pampols, que hizo varias intervenciones de mérito. Como recogía Mundo Deportivo en su edición del día 8 de mayo de 1967, el técnico zaragocista, Daucick, mostraba el descontento por el juego de su equipo con estas palabras “Pésimo partido y peor resultado. El Europa ha jugado de la misma forma los dos partidos. Es decir, no dejando jugar a mi equipo, al que no le va nada este sistema de juego.”[5] El técnico zaragocista también cargó contra el mal ambiente en las gradas cuando se le preguntó por dónde prefería jugar el tercer partido, el del desempate. “Por lo menos espero jugar en un campo donde el público sea imparcial” o “Del público prefiero no decir nada”[6]. El partido se había jugado en La Romareda, pero como también se explica al inicio de la crónica, “La serie de malos encuentros que viene firmando el Real Zaragoza, tanto en los finales de Liga como en esta eliminatoria de Copa, ante el buen equipo catalán del Europa, ha terminado esta tarde con un nuevo flamear de pañuelos.”[7] El mismo entrenador Daucick se enteraría por el periodista Fermín Moros que el tercer partido se jugaría en Mestalla, para su sorpresa. “No sé nada de nada”[8]. Palabras de Daucick que ya no estaría al frente del equipo maño en el tercer partido de la eliminatoria, siendo Andrés Lerín el nuevo entrenador.

Heraldo de Aragón 9 de mayo de 1967 página 16 / Fuente: Hemeroteca Municipal de Zaragoza

Tercer partido (desempate): CE Europa 2-0 Real Zaragoza

El estadio valencianista de Mestalla seria testigo de la gesta del equipo europeísta, que eliminaría por 2 a 0 al Real Zaragoza, que perdería su condición de campeón de la competición. Mestalla animó desde el primer minuto al conjunto catalán y abucheó al zaragocista, quien se plantó de nuevo en la capital del Turia sin uno de sus magníficos, Carlos Lapetra. 

Los medios calificaron la victoria del conjunto catalán como “justa” ante un Real Zaragoza donde “los aragoneses, en especial su delantera, han demostrado un bajo estado de forma” y de “fracaso estrepitoso del Real Zaragoza”[9].

La expedición del CE Europa fue recibida por sus aficionados a la entrada a Barcelona con mucho entusiasmo y también con las gradas llenas en el campo de la calle Cerdeña. Certificaban así una de las grandes hazañas del conjunto del barrio de Gracia con una afición ávida de triunfos y de éxitos, que pudo rememorar el pasado del conjunto escapulado en la élite del futbol español, y que en las últimas décadas había pasado muchos apuros a nivel deportivo. En la siguiente eliminatoria esperaba el Córdoba CF, que no dio ninguna opción al conjunto catalán y lo apeó de la competición, pero el CE Europa ya había hecho historia superando a un Real Zaragoza que pasaba por un bache a nivel deportivo, pero que era uno de los grandes del futbol español.

Referencias

  • Redacción. Martes 2 de mayo de 1967, La Vanguardia. Página 30 (Hemeroteca Digital La Vanguardia)
  • Doñate, José María. Martes 2 de mayo de 1967, Heraldo de Aragón. Página 16 (Hemeroteca Municipal de Zaragoza Signatura P0178)
  • Moros, Fermín. Lunes 8 de mayo de 1967. Mundo Deportivo. Página 4 (Hemeroteca Digital Mundo Deportivo)
  • Redacción. Martes 9 de mayo de 1967, Heraldo de Aragón. Página 16 (Hemeroteca Municipal de Zaragoza Signatura P0178)
  • Ansuátegui, Álvaro. Miércoles 10 de mayo de 1967. La Vanguardia. Página 40 (Hemeroteca Digital La Vanguardia)

Redacción. Jueves 11 de mayo de 1967. La Vanguardia. Página 44 (Hemeroteca Digital La Vanguardia)

[1] Martes 2 de mayo de 1967, La Vanguardia, página 30

[2] Martes 2 de mayo de 1967, Heraldo de Aragón, página 16

[3] Martes 2 de mayo de 1967, Heraldo de Aragón, página 16

[4] Martes 9 de mayo de 1967, Heraldo de Aragón, página 16

[5],[6],[7],[8] Lunes 8 de mayo de 1967, Mundo Deportivo, página 4

[9] Miércoles 10 de mayo de 1967, La Vanguardia, página 40




Gayarre. Memorias transcritas (III). Memoria sobre Julián Troncoso.

JULIÁN TRONCOSO

Poco tiempo estuvo a nuestro lado; pero bien aprovechado. Vino como capitán de Caballería destinado a Zaragoza. Estaba casado con una distinguida dama pamplonica, Elena Cadena, bien curtida en su juventud en el infortunio. Y fruto del matrimonio eran dos niños gemelos, tan iguales que constituían un auténtico problema diferenciarlos. Recién casados Elena y Julián fue éste destinado a África, donde le cogió la catástrofe del año 1921, el llamado «Desastre de Annual», siendo hecho prisionero por Abd el-Krim, con el cuartel general del general Navarro. Durante su prisión nacieron sus hijos y Elena se vio así doblemente agobiada por la incertidumbre y la preocupación. La alegría de Elena al producirse la liberación de su esposo es de imaginar. Desde entonces fue feliz aquel hogar y la felicidad persiste y ojalá sea interminable.

Zaragoza era un buen destino por la importancia que entonces tenía la capital aragonesa y por la proximidad a Pamplona, a la que Elena no olvidaba por tener en ella a sus familiares y a sus amistades de siempre y porque siempre tuvo pasión por su tierra. El hogar deshecho por las vicisitudes de la guerra de África, podía rehacerse con una total consagración a él. Pero a los pocos días de estar instalados en Zaragoza, Julián entroncó con nosotros; gran aficionado al fútbol no supo disimular sus inclinaciones. Y como tenía personalidad propia, por su buen criterio, pronto vimos en él la posibilidad de una eficaz colaboración. Y Julián fue pronto directivo en plena actividad.

Había por entonces, y tradicionalmente, costumbre de salir a pasear al Paseo de la Independencia. Cobijadas bajo las acacias se formaban corrillos y tertulias utilizando las sillas de La Caridad. Según las épocas estaba de moda sentarse a un lado o al otro del Paseo; esto se observaba con rigidez y quedó reflejado en unos pareados de «Mefisto», el poeta y humorista local por excelencia, de los que entresacamos el que decía: «A la sombra de unas acacias, se sienta la aristocracia». Tiempos felices que seguramente no volverán porque ahora privan más, visten mejor y cuestan más caras las tertulias en las terrazas de las cafeterías de moda, en torno a unos «martinis» con unos cacahuetes, de aquellos que vendía el tío Marianavis y la «señá» Cecilia, y que ahora han ascendido de categoría.

Julián Troncoso bajaba al Paseo, y digo bajaba porque vivía en la subida de Cuéllar, con Elena y los chicos; daba la primera vuelta en busca de amistades para formar el corro y en cuanto la familia quedaba acomodada venía en nuestra busca, seguro de encontrarnos arriba o abajo. Y nos encontraba y allí comenzaba el «farrabeo» del día. Aquello no le sentaba bien a Elena, que en más de una ocasión nos echó su poquillo de bronca, pero hay que reconocer que en ocasiones dábamos motivo más que sobrado para que su enfado fuera en serio, pues más de una vez tenía que irse sola a casa con los chicos y esperar allí pacientemente al esposo enfrascado en una interminable conversación futbolística. El fútbol ha ocasionado muchos trastornos familiares de esta naturaleza. Pero como todavía no se había dado, ni se ve manera de dar entrada a las mujeres en esto de la dirección de las cosas futbolísticas, era necesario transigir, bien seguras ellas de que el fútbol no era argumento de doble sentido para dejar de ir a cenar a casa o para salir después de haber cenado como otros consejos de administración. Y fue una lástima, porque mujeres como Elena, con su temple, con su simpatía pudieron haber revolucionado las cosas, evitando mucha palabrería y yendo directamente a lo práctico. Ella acabó haciéndonos el estimable servicio de resignarse a que su marido interviniera activamente en las cosas del fútbol.

Julián fue un directivo formidable. Sabía asimilar los problemas y encontrar fórmulas concretas para su solución. Nos prestó excelentes servicios y voy a dejar constancia de algunas de ellas que reflejan perfectamente su dinamismo y su temperamento resolutivo.

Estábamos jugando en la Segunda División, dividida entonces en tres Grupos, que daban dos clasificados para una fase final, de la que salían los dos ascendentes. Habíamos jugado bien la primera fase y en nuestro Grupo habíamos quedado en cabeza con el Celta. Íbamos por lo tanto a la fase final, en la que por los otros Grupos participaban: el Arenas de Guecho, el Gerona, el Murcia y el Jerez. Comenzó la primera vuelta de esta fase con resultados no muy halagadores para nuestro equipo, en el que más que endeblez se acusaba el contagio moral del cansancio que se apoderaba de muchos de nosotros tras tantos años de intentos frustrados a última hora. Estamos por lo tanto a fines de la temporada 1935-36 y es entonces cuando se hace notar más la intervención acertada de Julián Troncoso que con su optimismo trata de reanimarnos a todos. Y lo consigue. Porque en la segunda vuelta de esta fase, el equipo se supera y nuestras esperanzas se despiertan de nuevo. En la última jornada tenemos que jugar en Torrero contra el Gerona, que si bien nos había ganado en su campo, era equipo muy inferior al nuestro. No era aventurado esperar que le ganásemos en Torrero. Con ello tendríamos logrado el ascenso, siempre y cuando en Murcia se diera un resultado normal entre el equipo titular y el Arenas. Y un resultado normal era que el Murcia ganase a los vizcaínos. De no ocurrir así, nuestro ascenso se esfumaba. Había por lo tanto necesidad de vigilar anticipadamente y hasta el último momento lo que pudiera ocurrir en Murcia. Ir Muniesa era demasiado significativo; lo mismo sería de ir yo, pero además yo estaba enfermo con una lesión de vesícula biliar y un agudo ataque de ictericia. No faltaron ofrecimientos en aquellos momentos decisivos. Tuvimos el acierto de utilizar a Troncoso. Y allá fue un par de días antes del encuentro, desconociendo la población y a los elementos futbolísticos del Murcia. Pronto tuvimos sus noticias que nos aseguraban la tranquilidad de saber que el Murcia, que nada se jugaba en aquel último partido, no se prestaría a ninguna combinación que asegurase un resultado determinado, que no fuera el natural del choque deportivo en el terreno de juego. La gestión fue habilidosa y eficaz. El Murcia ganó al Arenas y como el Zaragoza venció rotundamente al Gerona en Torrero, por vez primera saboreamos la satisfacción del ascenso a Primera División. Y con ello se renovaron nuestros ánimos y nos propusimos prepararnos bien para afrontar la nueva situación con las máximas garantías de éxito. Verdaderamente teníamos motivos para sentirnos orgullosos pues al triunfo deportivo añadíamos el éxito económico que nos deparaba la tranquilidad de haber nivelado la situación, cancelando los créditos y liberándonos de toda clase de firmas y compromisos. Aquella satisfacción no duró mucho, pues pronto nos dimos cuenta de que en la junta general a que pensábamos acudir con proyectos concretos se nos esperaba para darnos la batalla. Omito volver sobre tan desagradable tema, del que me he ocupado en otros comentarios. La junta aludida fue bochornosa y aun cuando salimos triunfantes de ella, lo cierto es que nos invadió un hálito de escepticismo del que nos hicieron salir los ánimos de muchos, entre los que interesa señalar a Troncoso que se manifestó en todo momento resuelto, decidido y enérgico. Juntos él y yo, comenzamos, por encargo de la directiva, los preparativos de la temporada siguiente. Considerando necesario contratar los servicios de un buen entrenador, creímos que la máxima garantía de acierto estribaría en lograr el concurso de Ramón Encinas; y tras laboriosas gestiones lo conseguimos, en condiciones verdaderamente excepcionales por lo ventajosas para nosotros. No empezaba mal la cosa, pues el prestigio de Encinas era evidente. Había que reforzar el cuadro de jugadores. Julián, cuando estuvo en Murcia no perdió el tiempo y gestionó el traspaso de dos excelentes jugadores: Bravo y Muñoz. Bravo era el que más tarde daría tono a la delantera del Barcelona. Muñoz era un excelente medio ala que por sus características de juego y por sus condiciones físicas prometía ser pronto una eficaz realidad de gran jugador. Convinimos en que ambos jugadores acompañados del secretario del Murcia viniesen a Zaragoza para ultimar los detalles del importante traspaso.

Pero en esto nos metemos en el mes de julio. Yo salgo para Roncal a fin de dejar allí a mi familia y al regreso marchar al Balneario de Vallfagana de Riu Carp (Tarragona) para hacer una cura de aguas. Al regreso a Zaragoza entre el 10 y el 12 de julio, trato de localizar a Troncoso para hablar de estos asuntos futbolísticos y dejar las cosas organizadas para lo que durara mi ausencia. También Julián estaba solo en Zaragoza, pues había mandado a Burguete, según costumbre, a su esposa y a los chicos. Nos veíamos en el café; el día 13 una noticia sembró el espanto en todos: había sido asesinado Calvo Sotelo. Vino tarde al café Julián y permaneció serio y silencioso. A la salida me cogió aparte y me pidió que le asegurara que suspendía mi viaje a Tarragona. No podía ser más explícito, pero me lo pidió con tal insistencia y con tal seguridad de que algo iba a pasar, que sometía la cuestión al conocimiento de mi hermano y resolvimos un aplazamiento que afortunadamente había de ser definitivo. Dos días más tarde fue Julián más explícito, dentro de nuestra confianza y ya tardamos unos días en vernos por causas que luego tuvieron su explicación.

Se produjo el Alzamiento nacional y el natural desconcierto de los primeros momentos, natural en población como la nuestra, que tanto hacía temer por la dificultad de saberse a ciencia cierta cuál iba a ser su definitiva reacción. Nerviosismo grande en todos hasta que la llegada de un Tercio de Requetés navarros traídos por Jesús Comín, inclinó la balanza en el sentido que muchos deseábamos. Entre tanto, el cuartel de Castillejos se había convertido en el lugar de concentración de la Falange y de él salieron las primeras Banderas que se lanzaron entusiastas a los pueblos más importantes del cinturón estratégico de Zaragoza. Y con las primeras escaramuzas las primeras gloriosas bajas.

Una mañana nos llegó la noticia de que Troncoso había sido herido en un brazo y se hallaba en el Hospital Militar. Fuimos a verlo y allí lo encontramos con un brazo vendado. Afortunadamente cosa de poca importancia, para curar de la cual marchó a Burguete para tranquilizar a los suyos. Por vez primera no hablamos de fútbol y ya tardaríamos mucho en volver a hablar.

Entrado el mes de agosto y con los permisos correspondientes de las autoridades militares me fui a Roncal para tomarme el necesario descanso que había de haber encontrado en Tarragona y que de haber ido habría sido «descanso eterno». Dejo para otra ocasión el relato de mis peripecias anteriores a este viaje y me ciño al asunto de este comentario. De paso por Pamplona, extasiado en la contemplación del maravilloso patriotismo que se respiraba, me hallaba absorto viendo desfilar caravanas interminables de voluntarios, cuando oigo que me llaman desde un balcón. Alzo los ojos y veo un señor apoyado en unas muletas. Era Julián Troncoso. Me invita a subir y me lo encuentro con una pierna escayolada y con dos muletas para ayudarse a poder andar. Lo dejé herido en un brazo y me lo encuentro cojo. ¿Qué ha pasado? Estaba en Burguete con su familia cuando la herida del brazo… Allí, por la proximidad a la frontera eran necesarios los servicios de todos a fin de establecer el elemental servicio de vigilancia más severo por las noches. Julián, en cuanto pudo, tomó parte en dichos servicios y una noche, en una refriega, un tiro en la pierna, el enyesado y las muletas. Y durante muchos meses una acentuada cojera. A las órdenes inmediatas del general Mola y en vísperas del avance sobre Irún, fue designado para hacerse cargo de la Comandancia Militar irunesa y de la Jefatura de Fronteras. La conversación de Pamplona sería la última por mucho tiempo; cerca de un año tardaríamos en volver a vernos.

Pero entre tanto no dejaríamos de estar en comunicación, pues complicaciones futbolísticas lo exigían.

A los dos o tres días de producirse el Alzamiento tuvimos noticia de que en el Hotel «El Sol» había unos viajeros que deseaban vernos. ¿Qué podía ser aquello? No estaban las cosas como para meterse en complicaciones y lo cierto es que no hicimos mucho caso del aviso; hasta que una mañana nos avisó Luis Ferrer que se le habían presentado los jugadores Bravo y Muñoz, acompañados del secretario del Murcia, llegados a Zaragoza en la última combinación ferroviaria. ¿Y ahora qué hacemos con estos señores que en Zaragoza no tienen a quien acudir sino a nosotros, que no nos sirven para nada y que no pueden regresar a su pueblo de origen, pues mientras Zaragoza está en la Zona Nacional, Murcia está en la roja? ¡Vaya conflicto! Sacudirse las moscas no es solución, porque aquellos hombres no tienen dinero para pagar el hotel y necesitan comer. Además les hemos llamado nosotros…. y Julián que no está en Zaragoza. No hay más remedio que pagar el hotel y buscarles hospedaje más económico pues lo que acababa de comenzar no se sabe lo que durará. Y lo que sí se sabe es que aquel viaje tan inoportuno caerá sobre nuestras espaldas. En cuanto Troncoso fija su residencia en Irún como jefe de aquella Comandancia, es enterado de lo que ocurre y naturalmente se resuelve el asunto por el único camino a seguir: imposibilidad de adquirir compromiso alguno dadas las circunstancias y prestación del posible apoyo para resolver la situación personal de los jugadores: Julián se ocupa de mandar a Ceuta a Bravo, que es de allí. Muñoz se quedará en Irún y allí cumplirá su servicio de armas, pues ambos están en edad militar. A Bravo le perderemos para siempre porque cuando vuelva la paz se enrolará en el Barcelona. Muñoz irá al Zaragoza, pero en los tres años pasados en Irún se habrá perdido mucho en orden a la calidad del jugador porque éste, fuera de su casa, en tiempo de guerra y con una gran simpatía personal, hará muchos amigos y le quedaría poco tiempo para cuidarse debidamente. En cuanto al secretario técnico del Murcia ignoro la suerte que corrió, aunque no creo que fuera muy buena. Esto lo sabrán Labarta, Luis Ferrer y Lucas Martínez que fueron su paño de lágrimas.

Julián Troncoso, en la Comandancia de Irún, da muestras de su capacidad organizadora, de su don de gentes y de su dinamismo. Aquello es un auténtico Ministerio por el que pasan los más diversos asuntos y los personajes más variados. Hizo, con tal motivo, amistades de toda clase en las que siempre había un fundamento de gratitud por los innumerables servicios prestados. Pero a la vez que se consolidaba su prestigio de político enérgico y hábil y su hombría de bien, se perfilaban muchas envidias mal disimuladas y muchos recelos de aquella personalidad creciente.

En el mes de mayo de 1937 se hallaba España virtualmente dividida en dos zonas que llegaron a estabilizarse por obra y gracia del refuerzo que los rojos recibieron con las brigadas internacionales y por la directa intervención de Rusia, que prácticamente era quien mandaba en la Zona Roja a cambio de su apoyo material. En nuestra Zona Nacional era evidente que se disfrutaba de una paz absoluta y que fuera de los frentes de combate, en Galicia, en Salamanca, en Valladolid, en León, en Navarra, en Guipúzcoa, en Logroño, en Zaragoza, en Extremadura, en Sevilla, en Málaga, en Huelva, en Granada, etc. se vivía una vida normal y apacible, naturalmente enturbiada por los reflejos de la lucha, pero nunca preocupada por el rumbo del definitivo deslinde de la guerra. Una amplia y organizada retaguardia exigía volver a ocuparse de todos los aspectos de la normalidad, para solaz y esparcimiento de las poblaciones civiles y para la exterior demostración de una normalidad basada en la unificación de ideales, de esfuerzos.

Fue entonces cuando por sugerencias superiores los elementos futbolísticos enclavados en la Zona Nacional resolvieron reunirse en San Sebastián para tratar de reorganizar en la España de Franco lo que había quedado abroquelado en Madrid. Y se celebró una Asamblea en la capital guipuzcoana con representación de todos los clubs federados y liberados. No estuvo, naturalmente, el Comité de la Federación Española, que radicaba en Madrid. No asistió el Barcelona; no estuvo el Madrid, pero allí estaban Parajes y Bernabéu, que eran bien representativos. No asistió el Athletic de Madrid pero allí estaban entre otros Cesáreo Galíndez. No asistió el Español, pero allí estaban los hermanos Santiago, Genaro y José de la Riva. No asistieron los bilbaínos, pero poco tardarían en hacerlo. Acudieron todos los demás y entre ellos quiero consignar al inolvidable Juanito López García que representaba, como es tradicional, al Sevilla. El objeto de la reunión era constituir la Federación Española de la Zona Nacional. Y así se hizo. Felipe Lorente Laventana representó al Zaragoza y tuvo el acierto de destacar la personalidad futbolística de Julián Troncoso y el relieve de su cargo de Comandante Militar de Irún y puesto que se acordaba que fuera San Sebastián el punto de residencia de la nueva organización, propuso el nombre de Julián para la presidencia. Unánimemente se aprobó la sugerencia y así tuvimos el honor de que el Zaragoza viera elevado al supremo cargo futbolístico a uno de los suyos.

Pocos días después trasladaba yo mi residencia a Irún para quedar al frente de un pequeño negocio industrial que montó Felipe Lorente y que era la justificación de nuestra permanencia cerca de Julián, que nos utilizó en infinidad de servicios oficiosos de la gestión ímproba que tenía a su cargo. Naturalmente me convertí en el acto en su enlace cerca de los demás miembros de la Federación para los asuntos del fútbol.

Se reorganizó la Federación Guipuzcoana en cuyos locales tuvo su domicilio la Española. Se reorganizó el Irún; se liberó el campo de Gal, que estaba requisado por la autoridad militar. Infinidad de antiguas personalidades futbolísticas apartadas de toda actividad hacía muchos años aceptaron los cargos directivos para los que eran nombrados. Y en San Sebastián y en Irún se volvió a respirar un ambiente deportivo inusitado. Hubo sugerencias para la celebración de un partido amistoso con Portugal. Y se puso mano a la tarea. Se hizo en Irún una concentración de jugadores designados por Amadeo García Salazar, como seleccionador nacional. Al frente de la concentración se trajo a Irún a Ramón Encinas, que cuidaba de los entrenamientos y allí estaba yo en plena danza para supervisar aquello y cuidar del aspecto material de la concentración. Diariamente daba yo cuenta a Julián de las actividades realizadas y recibía órdenes. Como la nueva y flamante Federación no disponía de medios económicos hubo necesidad de arbitrarlos y para ello y a base de los jugadores concentrados se organizaron varios partidos en diversas poblaciones que servían de entrenamiento y de recaudación de fondos.

Coincidió con todo ello la aparición en la frontera de Juan Antonio Sánchez Ocaña, que era segundo secretario de la Nacional, que había salido de Madrid por la embajada de Polonia y que fue evacuado a Varsovia desde la que se trasladó a Irún. Tan pronto como se repuso del viaje estimé que era necesario presentárselo a Troncoso para que se hiciera cargo de la secretaría de la Nacional, cargo que quería que yo desempeñara, en lo que me opuse por estimar que era lo correcto espera sin precipitarse. Y Sánchez Ocaña tomó posesión de su cargo y comenzó a actuar.

Entre tanto, el equipo vasco, patrocinado por Madrid y Bilbao se hallaba actuando por diversos países y tenía el propósito de trasladarse a Rusia para jugar allí. Aquello había que tratar de impedirlo. De una parte, por interés general; de otra porque muchos familiares de jugadores pedían insistentemente que se les repatriara. Julián nos llamó un día a José Luis Isasi y a mí y nos confió la misión de ir a París, donde estaba el citado equipo y traernos a cuantos jugadores lo desearan. Fuimos a París; allí no estaba el equipo. Llamamos al centro vasco en París diciendo que éramos el Racing parisién y que deseábamos concertar unos partidos. Así pudimos saber que estaban recluidos en un pueblecito cercano a Fontainebleau. Isasi salió disparado en un taxi, mientras yo me quedaba en París a la espera. No debíamos ir los dos por no llamar tanto la atención y por no ocupar mucho sitio en el coche, ya que esperábamos que fueran varios los que aceptaran nuestra invitación a venir. Unas horas de intranquilidad y aparece Isasi con Gorostiza, que viene en mangas de camisa y con alpargatas. El equipo no estaba en el pueblo por haber salido de excursión, a la que no fue Gorostiza por hallarse indispuesto. Al encontrarse con Isasi subió al coche tal y como estaba y se vino a París para hablar. Conocimos la situación de ánimo de los jugadores. Entre ellos y al frente de la expedición había quienes por su significación política no podían regresar a España en aquellos momentos. Los que por no estar comprometidos querían volver a sus casas ya liberadas no se atrevían a hacerlo porque aquello significaría deshacer la expedición futbolística y dejar a unos cuantos abandonados a su suerte. Se explotaba un falso compañerismo que podía ser fatal para todos. Dimos a Gorostiza instrucciones para sus compañeros: los que quisieran venir entrarían en España con nosotros; quienes no estuvieran resueltos a hacerlo en el momento podían pensarlo y venir a Hendaya, mandándome recado a mí a Irún, para que pasara a buscarlos. Nosotros no podíamos permanecer en París porque se había descubierto nuestra estancia y era peligroso para el éxito que buscábamos. Gorostiza recogió su equipaje y volvió en el mismo coche a París. Pudo hablar con algunos de sus compañeros y de momento nadie más que el masajista Birichinaga estaba dispuesto a venir. Quedamos que Isasi quedara en espera de éste y yo con Gorostiza vine en el primer tren para Hendaya. Cuando pasamos el puente internacional Gorostiza, visiblemente emocionado y agradecido, me abrazó fuertemente. Al día siguiente vino Isasi con Birichinaga. Los demás, nada. Dimos cuenta a Julián de nuestra gestión y en el afán de dar una nueva oportunidad a quienes iban forzados en la expedición, se acordó, con arreglo a nuestro informe verbal, repetir el viaje y la gestión pero esta vez acompañados de Gorostiza, para que vieran que se podía entrar y salir en nuestra Zona y que nuestra invitación no era un cebo para cazarlos; de Santiago de la Riva para que su personalidad fuese una garantía; y de René Petit para que tuvieran la certeza de que la gestión era sincera. En París se nos unió el ex jugador Anatol. Tuvimos la suerte de entrar en el tren de Hendaya con Luis Regueiro que iba a Bayona. Se habló con él de nuestro proyecto y se recabó su ayuda. Comprendió nuestro proyecto para ayudarnos ya que al día siguiente pensaba estar en París; pero insistió en el argumento ya conocido. Con los que iban en la expedición se podían jugar partidos y sacar algún dinero para ir viviendo. Alguno vendría a España por su deseo, pero ello equivalía a deshacer el medio de vida y a dejar en malísima situación a los que no podían intentar venir. Regueiro estuvo razonable y muy bien dispuesto. Regueiro hubiera aceptado para él y para su hermano la invitación nuestra; pero… Yo me atrevía a decirle que lo pensaran y que si se les hacía fuerte el tener que entrar por Irún, su pueblo, en nombre del presidente de la Federación les ofrecí la entrada por cualquiera de las otras fronteras viables.

Las gestiones de París no dieron resultado inmediato. René y Anatol fueron actores de una escena violenta con los jugadores vascos que se oponían a la merma del grupo. Se convencieron de que los dispuestos a venir cedían a los requerimientos y lamentaciones de los que habían de quedarse (no porque no quisiéramos traerlos, sino el conocimiento de sus propias culpas) y dieron por terminada la tentativa no sin antes reiterar que si alguno lo pensaba mejor podía dejar aviso a mi nombre en Hendaya. Y volvimos de París sin lograr nada en limpio.

Algunos días más tarde, estando yo en la romería de Guadalupe, en Fuenterrabía, recibí aviso de que en Hendaya estaban algunos jugadores vascos. Inmediatamente pasé el puente y me dispuse a localizarlos. No encontré más que a Roberto Echevarría y a Muguerza. Estaban con otros vascos exiliados en Hendaya. Me dejé ver y me saludaron, pero sin decirme nada más que el saludo. Comprendí que no me habían mandado aviso y que su estancia allí obedecía a otras razones. Pero también creí que su actitud pudiera obedecer a la circunstancia de encontrarlos con amigos exilados. Me hice nuevamente el encontradizo y me paré a hablar con Muguerza. Me dijo que había venido a hablar con sus hermanos, que vivían en Hendaya, y que Roberto le había acompañado para asegurarse de si podía o no pasar a España. Decidí incorporarme al grupo y hablar lealmente. Expuse nuestro punto de vista. Los hermanos de Muguerza expusieron los suyos respecto a su hermano. Y todos coincidimos en que Roberto podía hacer lo que quisiera. Les dejé solos para que deliberaran y les anuncié que hasta momentos antes de las nueve de la noche estaría en la terraza de un café próximo al puente, por si querían venir conmigo. En efecto, aparecieron los dos: Roberto con su maleta, Muguerza sin nada. Venía a acompañar a Roberto y a darme las gracias. Había decidido seguir la suerte de sus hermanos, se quedaba con ellos. Le deseé acierto en la elección y me quedé con Roberto dispuesto a pasar a Irún. Le pregunté qué dinero tenía, a efectos de Aduana y me dijo que los francos que poseía los había cambiado por moneda española. Pedí verlos, pues tuve una sospecha que confirmé; le habían dado billetes españoles de los que no valían. Le hice que fuera a deshacer el engaño. Lo hizo pronto y cambiados en buena ley emprendimos el camino de España. Pocos metros pero horribles para Roberto a quien el miedo no dejaba andar; tuve que cargar con la maleta, que pesaba lo suyo. No he visto un hombre más aterrorizado por los cuentos que le habían contado. En Hendaya pretendió llamar a su mujer por teléfono a Éibar, cosa que, naturalmente, no era posible. Pero le prometí que llamaríamos desde Irún. Yo le animaba con el recuerdo de esa llamada que era ya inminente; pero no había forma de tranquilizarle. También en la Aduana le animaron y le hablaron afectuosamente. Como si no. Fuimos al hotel en donde yo me hospedaba. Nadie le molestó para nada. Habló con su mujer; se quedó más contento. Pero ni probó bocado en la cena, ni pudo dormir de pensar que a la mañana siguiente teníamos que ir a la Comandancia Militar.

Nos recibió Julián; le hizo algunas preguntas y como le viera tan nervioso le lanzó una filípica que le acabó de descomponer, a pesar de que Julián, cambiando el tono, le animó con amistosas palabras. Prometió firmar el salvoconducto para que pudiera ir a Éibar y el certificado de depuración para que nadie le molestara. Y se fue y yo ya no volví a saber nada de él hasta que leí en la Prensa que estaba gravemente enfermo. Parece ser que unas fiebres se apoderaron de él; pero yo sabía que todo era consecuencia del mal trago de su entrada en España por creer que aquí nos comíamos crudos a los que entraban en nuestra Zona. Y así acabó el intento de traída del equipo vasco.

Julián Troncoso entre tanto seguía su labor inconmensurable al frente de la Comandancia; era indiscutiblemente un personaje y su trabajo de indudable beneficio para la Causa. Burgos descansaba en él no sin fundamento. Todavía habría sido más eficaz su labor de haber tenido la suerte de rodearse de mejores colaboradores. Pero tuvo la debilidad de aguantar a su lado muchos enchufados y arribistas que trabajaron pro domo sua y que cuando cambiaron las tornas le volvieron la espalda con muy poca elegancia. La captura del avión que llevaba las joyas de la Virgen de Begoña; el apresamiento de petroleros cargados de gasolina; lo de los submarinos; la liberación de Santander, cuyas gestiones y conclusión conocí horas antes del parte oficial, y tantas y tantas otras cosas jalonan una actuación positiva y eficaz. Y no hablemos de su lealtad y compañerismo. Muchos eran los participantes en la acción de Burdeos relativa al submarino célebre. Julián no tenía por qué comprometerse personalmente; con llevar la dirección del asunto era suficiente. Pero comprendió que había peligro y quiso dar ejemplo llevando parte activa en el mismo. Hubo un muerto en la refriega y aquello le afectó mucho. Como al regresar a Irún, profundamente afectado, se enterara de que había algunos detenidos, entre ellos Manolo Arandain, tuvo el arranque de pasar el puente para gestionar la libertad. Y cayó en el lazo que le hablan tendido y preso quedó de las autoridades francesas en las que tanto confiaba por su amistad y por su simpatía. Pero eran órdenes superiores. Los rojos españoles de París no podían soportar que desde Irún, y merced a una intensa red de espionaje, se torpedearan todos sus proyectos. Se fijaron en Troncoso y pidieron que se le pusiera a buen recaudo. Y preso estuvo en Brest algunos meses; y se le sometió a un espectacular proceso del que pudo salir libre porque ningún cargo concreto le pudo ser achacado.

Cuando regresó a Irún se le hizo un recibimiento popular apoteósico; pero oficialmente se le recibió con el frío protocolario de quienes han aprovechado la ausencia para medrar. Julián hacía tiempo que habla sido sustituido en la Comandancia Militar. Y Elena volvió a quedarse sola con sus chicos, que ya eran muy mayores y seguían siendo iguales. No se quedó tan sola como la otra vez porque aún estaba muy reciente la época de mando y se suponía próxima una libertad cuyas consecuencias se desconocían. Había que nadar y guardar la ropa.

En la Federación de Fútbol se le esperó y como presidente de ella pudo asistir a la final de un Campeonato, que se había jugado por diversos equipos, que se celebró en Barcelona, que dio Campeón al Sevilla y que fue un modelo de organización en la que no tomaron parte ninguno de los innumerables señores que ya habían comenzado a sentir inquietudes por los cargos de la organización futbolística. Por esa apariencia y por el desinterés de los verdaderos promotores de esa organización general han pasado luego muchas de las cosas que han pasado.

Julián ha pedido ir al frente, pero no a un puesto cómodo. Y le mandan a Tremp. Son los coletazos del estertor del Ejército Rojo; son los momentos decisivos en los que es muy difícil obtener éxitos aparatosos. Julián soporta lo que le viene encima y convencido de que los envidiosos de su nombre actúan hasta con descaro, acepta el momentáneo eclipse de su buena estrella y se contenta y mucho con saborear el definitivo triunfo de la Causa Nacional, que ya se vislumbraba y que es cuestión de días.

Y cuando éste llega, se instala en Madrid y considera que ha llegado el momento de consagrarse con presencia a los suyos. Aquellos chicos, Enrique y Carlos son ya unos hombres; hay que pensar en sus carreras y en su orientación. Y Julián, que ha sorteado sin envanecimiento el rodar favorable de su suerte, no va a amilanarse porque haya deserciones en sus anteriores amistades, o porque la envidia quiere cebarse en él o porque la intriga pretende desposeerle de lo que aún tiene. En Madrid se hace cargo de la Nacional de Fútbol y en toda su integridad y buena fe no le permite sospechar que entre bastidores se fragua algo contra él. ¿Quién fue Judas? Allá cada cual con su conciencia. Pero un día apareció una disposición decretando el cese de Julián como presidente y nombrando a otro en su lugar. Quienes movieron aquel tinglado dieron una puñalada por la espalda a la Federación Española haciéndole perder su autonomía, porque ya desde entonces se gobernó por decreto. Y no digo que esto fuera peor o mejor que lo anterior; no digo sino que aquello fue el comienzo de todo lo que después vino. A Julián lo elegimos nosotros y ya no hemos vuelto a elegir a nadie. Y posiblemente habrá sido mejor, pero perdimos ese derecho. Y esto es todo el comentario.

¿Le importó aquello mucho a Julián? Creo sinceramente que no. Le dolería, seguramente. Y más al considerar que de esta manera solapada se correspondía a su desinterés y a su espíritu de servicio. Pero poco conocían a Julián quienes le consideren sensible a la pérdida de las cosas honoríficas hasta el extremo de tomarse un desquite. La vida lo ha baqueteado bien y le ha enseñado mucho. Entre otras cosas le ha enseñado a ser práctico, a ser constante para el trabajo y a mirar por los suyos en la seguridad de que de los demás poco debe esperar.

Se orientó hacia los negocios. Cuando en estos adquirió el dominio y la estabilidad que aconsejaban su recto criterio de no salirse de lo correcto, no vaciló en dejar a un lado su carrera militar, por la que tuvo verdadera vocación. No sé si todavía atenderá una clase de educación física que durante muchos años ha venido dando en un colegio de los P.P. Jesuitas y que ha sido el exponente de su constancia y de sus aficiones, pues ni la hora de la clase, ni su compensación económica compensaban de un esfuerzo diario, que más nos habla de una inclinación natural y de un imponerse una disciplina voluntaria.

Julián ha vivido y vive feliz por su identificación absoluta con Elena y por el afán que a ambos ha guiado de sacar adelante a sus hijos. Y esa felicidad es mayor al observar el fruto de sus desvelos, pues Enrique y Carlos son ejemplares, tanto por su inteligencia, por su amor al estudio y por su espíritu de emulación, cuanto por su entrega total al cariño de sus padres. Ambos han hecho sus carreras brillantísimamente y ambos han logrado por su propio esfuerzo situarse bien y labrarse un porvenir en sus respectivas especialidades. Enrique es abogado; pero además entró por oposición en el Cuerpo Auxiliar de Marina, realizó sus estudios en Marín y no sólo tiene asegurado el día de mañana, sino que dedica todos sus ratos libres en la práctica de la abogacía. Su hermano Carlos es médico. Un experto cirujano, lleno de vocación y de ansias de trabajar. Es por oposición médico del Arma de Aviación y en los Hospitales, en las clínicas y en la atención constante de sus enfermos va labrando su porvenir. Su madre no los ha dejado de la mano un instante y ha sabido moldearlos cristianamente, con espíritu de modestia para con los demás, pero a la vez con ambicionada ilusión de conseguir para sí mismos lo mejor, siempre a base de sus propios merecimientos. Elena que lleva tantos años no separándose de sus hijos, a los que ha estado consagrada por completo, tiene el santo temor de que un día le vuelen en pos del matrimonio; no se opone a que cuando hayan de resolver den con lo más acertado y conveniente.

Y yo tengo el convencimiento de que Elena y Julián serán aún más felices cuando contemplen la felicidad de sus hijos, porque han puesto de su parte para lograrlo cuanto estaba a su alcance y porque lo merecen, en una palabra.

Hace tiempo que he perdido el contacto con Julián y no por mi culpa. Veo a sus hijos por ahí; sigo sin saber con exactitud quién es Enrique y quién es Carlos, como no vayan de uniforme. Les pregunto por sus padres y esto es todo. Pero no importa. Yo he sido un incondicional, un leal amigo de Julián y lo sigo siendo y lo seguiré porque así respondo a mi manera de ser y de sentir y porque estoy para siempre agradecido a las muchas atenciones con que inmerecidamente me ha honrado y a las que no puedo corresponder de otra manera que con mi invariable afecto.

Y ahora, para final, puedo decir que ha sido para mí muy grato el tiempo dedicado a la redacción, un poco deshilvanada de estos recuerdos. Tal vez podía haber dicho otras muchas cosas; desde luego mejor dichas; pero creo haber hecho una síntesis de lo que Julián Troncoso es, en su personalidad, de lo que ha significado para nuestro fútbol y para todos nosotros. Y si he logrado dejar constancia un poco aproximada a la realidad, me consideraré feliz, aunque reconozco que mi intención y mi buen deseo no han corrido parejas con la realidad del acierto. Pero esto sí que sería culpa mía.

José María Gayarre

Madrid, agosto de 1952




Gayarre. Memorias transcritas (II). Memoria sobre José María Muniesa Belenguer

Memoria sobre José María Muniesa Belenguer

En esta tarea que me he impuesto de reflejar mis impresiones relativas a las más destacadas personas que con su intervención directa contribuyeron al encauzamiento y arraigo de nuestro fútbol, me enfrento ahora con el capítulo más difícil. Y la dificultad no radica en justipreciar la incalculable aportación de quien, para mí, es la figura señera de cuanto en Aragón se ha hecho futbolísticamente; de esto me siento con fuerzas para salir airoso, porque me bastará con ser sincero. La dificultad la encuentro, a los quince años de su muerte, en saber contener mis impulsos para enjuiciar una desgracia que aún no he acabado de comprender y que nunca sabré justificar. Sería muy cómodo prescindir de toda alusión a este extremo; pero ello restaría a mi enjuiciamiento la sinceridad debida y convertiría este comentario en una necrología piadosa, poco en consonancia con la justicia debida a este buen amigo. ¡Que Dios me ayude a reflejar en estas emocionadas impresiones retrospectivas mis hondos sentimientos de toda clase!

Muniesa era, poco más o menos de mi edad. Coincidimos en las aulas de la Facultad al comienzo de nuestros estudios. Yo andaba matriculado en Ciencias Químicas y no puede decirse que estudiaba, porque la verdad es que en el estudio ponía poco interés y poca constancia. Él en cambio estudiaba Medicina y la estudiaba con vocación. Nos conocimos, pero nos hablamos muy poco y, desde luego, no hicimos amistad. Pasaron los años y cuando volví a entroncar con Muniesa, fue a través del Gimnasio de Pérez Larraza y por nuestra común amistad con éste, Muniesa era ya un señor médico dedicado a la especialidad de los Análisis Clínicos y establecido con su hermano Augusto en dos pisos de una casa de la plaza del Pueblo. Allí tenían establecido su laboratorio y allí vivían, bajo la vigilancia y atención de una vieja muchacha, su vida de solteros.

Muniesa, entre otras características que irán quedando reflejadas, poseía un dinamismo enorme que precisaba válvulas apropiadas de expansión. Julio Pérez Larraza fue el causante de que Muniesa prestara atención al fútbol a través del ambicioso programa de aquella Asociación Aragonesa de Cultura Física, que vino a encauzar la labor que muchos estábamos realizando desde años atrás y que con la incorporación del grupo de médicos y de amigos que en el gimnasio de D. Felipe o en la tertulia del Casino Mercantil, se reunían a torno a Pérez Larraza, tuvo concreción definitiva porque con seriedad, con energía y hasta con audacia supo imponerse a las banderías existentes, tan difíciles de gobernar. Muniesa no era aficionado al fútbol; estaba convencido de la necesidad de una campaña en pro de la cultura física y precisamente sus conocimientos médicos le inducían a mirar con simpatía cuanto con estas materias se relacionaban; pero estoy por afirmar que sus convencimientos eran más doctrinales que prácticos y que ni él mismo tuvo en ningún momento anterior a la Asociación Aragonesa, idea del papel que había de llegar a desempeñar.

Entró a formar parte de esta entidad un poco a remolque; pero yo comprendí pronto sus condiciones de organizador fecundo y me dediqué con interés a cultivar su amistad, haciéndole partícipe de mis inquietudes, de mis planes y de las dificultades a salvar; se puso pronto de mi lado. Cuanto más le hacía yo confidente de mis proyectos, cuanto más sometía a su consulta las incidencias de la organización de aquella Asociación Aragonesa de Cultura Física, mejor observaba las aptitudes que poseía para ser el motor de propulsión que necesitábamos. Al principio aceptó funciones organizadoras de carácter general, pero no se sintió atraído concretamente por nada relacionado con el fútbol, cosa que todos dejaron en mis manos, con la directa colaboración de Carlos Portolés, de Aizpunza (?) y de Jorge Sánchez.

Paso por alto el detallar la fructífera labor llevada a cabo en poco tiempo por aquella entidad a la que se debe el arraigo de toda la tarea deportiva, luego tan sazonada. De ella salieron muchas realidades prácticas, pero aquí sólo nos interesa dejar constancia de que con el arriendo y acondicionamiento del Campo de la Hípica se le dio al fútbol un impulso enorme; los clubs adquirieron pujanza y lograron vida propia, independizándose pronto de nuestra tutela. Fue aquello un ensayo anticipado de política dirigida, en tiempos en que parecía un sarcasmo hablar de ello; y fue un éxito rotundo el obtenido, porque de allí salió, ya definitivamente consolidada, la Federación Aragonesa de Clubs de Fútbol, de la que yo fui su primer presidente, pero justo será decir que quien logró su reconocimiento en Madrid fue Muniesa.

Lo único que puede echársele en cara a dicha Asociación es su extraordinaria buena fe, que le llevó a desaparecer sin gran pena ni gloria cuando vio en marcha muchos de sus proyectos iniciales; aquella buena fe que ha permitido que ni en su desaparición ni posteriormente haya habido nadie que haya proclamado su reconocimiento a los servicios prestados. Por eso yo aprovecho todas las oportunidades que se me presentan para proclamar los merecimientos de aquella entidad y de los hombres que la integraron; porque gracias a ella ha sido posible llegar a lo actual, en todos los sentidos deportivos. Aquella elegancia en desaparecer calladamente cuando se vio realizado en buena parte su programa fundacional, no ha sido debidamente apreciada; su permanencia habría parecido abusiva, seguramente a los mismos que ahora observan la existencia de un Consejo Nacional de Deportes que vigila y controla todas las actividades deportivas, muchas de las cuales tienen ya una antiquísima mayoría de edad, avalada por un prestigioso historial de reciedumbre en el éxito. Permítasenos la satisfacción íntima de habernos anticipado en treinta años a lo que se presenta como una conquista de los tiempos actuales y de las nuevas generaciones. No hay nada nuevo debajo del sol.

Muniesa fue a los primeros partidos de fútbol en la Hípica. Allí comprobó sobre el terreno, todo el dramatismo de mis luchas y todos los personalismos puestos en danza. Y en lugar de reaccionar evadiéndose, se sintió impulsado en mi ayuda. Y esto le perdió, en el sentido de que le atrajo de tal manera el ambiente que ya no supo salir de él; mejor será decir que ya no quiso salir de él, antes al contrario, contagió a otros y los atrajo a la lucha; y en primera línea estaba al morir; y en primera línea hubiera seguido si la muerte no nos lo lleva.

Fue de los primeros, entre los llegados al fútbol en aquellos momentos, en tomar partido. Su manera de ser no le permitía permanecer, ni en apariencia, en aquel estado de neutralidad en que otros nos colocábamos. Se hizo del Iberia por la amistad de Antonio Sánchez, con mi hermano y conmigo; pero se hizo a cara descubierta y con todo el impulso de su dinamismo y de su vocación dirigente hasta entonces oculta.

Cuando estuvo en sazón la organización de la Federación Aragonesa de Fútbol, tomó a su cargo el gestionar en Madrid la aprobación de la misma y cuando tras laboriosos trabajos lo hubo conseguido, ya se había envenenado de tal suerte que fue de los primeros en estimar que no merecía la pena malgastar energías en una tarea tan amplia y diluida como la de la Asociación y que lo práctico e inmediato era encauzar todos los posibles esfuerzos en incrementar la potencialidad de un club que en su día absorbiera todas las manifestaciones deportivas; vio claramente que el espectáculo del fútbol había de arraigar y que en acelerar el arraigo estribaba la más adecuada política a seguir, aprovechando todas las ventajas que el fútbol ofrecía, incluso con sus personalismos y con sus divergencias, que había que estimular fomentando el afán de emulación y de competencia. Es decir que para Muniesa no eran un peligro las rivalidades, sino que estimó que era conveniente provocarlas y animarlas; no le preocupaba la posible lucha y la conceptuaba necesaria y a ella quería ir seguro de que con la reacción así producida se conseguiría en poco tiempo lo que en tantos años de intentos suavizadores no se había logrado. Yo no niego que aquellas ideas suyas me parecían no sólo audaces sino peligrosas. Mi tendencia a la moderación, a la transigencia, al convencimiento, no había dado, en realidad muchos frutos, pero a mí me parecía la más adecuada; pero, además, me asustaba la lucha abierta. Tuve momentos de vacilación. Pero con Muniesa no valían términos medios; y como por otra parte su simpatía personal atraía y sus argumentos siempre acompañados de la acción, eran convincentes, una de dos, o se estaba con él íntegramente o había que ponerse enfrente. Y yo me puse a su lado sin condiciones por estimar que sus actividades habían de ser provechosas para el fútbol aragonés y por estar convencido de que le adornaban las mejores condiciones para ser el caudillo de una gran masa de aficionados, lleno de ideas nuevas y libre de los prejuicios que consigo llevábamos los que ya habíamos actuado en los años anteriores.

Un año estuve en la presidencia de la Federación por la que tanto había luchado; y durante ese tiempo adquirí el convencimiento de que no me atraía el género de política que allí se pretendía hacer. Y preparé las cosas de forma que fuera posible mi sustitución por Muniesa. Al lograrlo obtuve el mayor éxito de mis cuarenta años de actividad futbolística porque aquello fue el definitivo paso para la incorporación valiosa de Muniesa al fútbol y la iniciación de la época más brillante de nuestras actuaciones.

El Stadium, con Asirón al frente, ya se había emancipado del campo de la Hípica, tomando en arriendo unos terrenos en el Arrabal y acondicionándolos para la práctica del fútbol. Aquello produjo en los del Iberia una mal disimulada impresión. Estábamos celebrando el primer campeonato controlado por la Federación, aún no aprobada oficialmente, y ya se inauguró el terreno del Arrabal con uno de los partidos de aquel campeonato. Por cierto, que la víspera de la inauguración tuvimos que estar hasta muy de noche arrimando todos el hombro para acabar el vallado de alambre de espino y proceder al marcaje del campo. Se bendijo el nuevo campo que tenía una perspectiva muy bonita con la silueta del Pilar por fondo y fue madrina del acto la entonces señorita Paquita Fraile, de la que Asirón decía estar enamorado, aunque, a decir verdad, sin ningún síntoma de correspondencia, porque nunca hizo otra cosa que entregarle en aquel acto un ramo de flores y porque el pobre Fermín Asirón no era más que un soñador sin apariencias de galán de la pantalla. Nunca supimos cómo pudo lograr aquellos terrenos; pero si desde los tiempos de la Gimnástica no había hecho otra cosa que darnos guerra, llevando siempre la contraria, desde que tuvo el campo del Arrabal se puso insoportable. Muniesa no le concedió beligerancia; diagnosticó, al conocerle, que era un enfermo, amargado por su enfermedad, y pronosticó que los quebraderos de cabeza que habían de producirle la fantasía de aquel campo acabarían con él. Y así fue, pues aquella poco meditada aventura estuvo a punto de acabar muy mal a no haber sido porque Emilio Ara y otros amigos suyos se hicieron cargo del club levantándolo a sus expensas e inyectándole la nueva savia que necesitaba para su supervivencia. Asirón fue eliminado y tras una desaparición prolongada tuvimos un día noticia de que había fallecido en Lecumberri (Navarra), víctima de la traidora enfermedad que venía consumiéndole en silencio.

En el campo de la Hípica se realizaba entre tanto una labor concienzuda y eficaz. Aparte las numerosas competiciones organizadas a las que servía de escenario, por ser el campo de todos, se dio allí un partido amistoso con el Español de Barcelona, en cuyas filas actuaba Zamora, que por vez primera pudo ser admirado en Zaragoza, actuando en aquel partido como portero… del Iberia. Y durante las fiestas del Pilar de aquel año se celebraron dos partidos entre el F.C. Barcelona y el Real Madrid, en cuyos equipos actuaron figuras del relieve de Alcántara, Samitier, Piera, Bernabéu, etc. Como colofón de estos partidos, a los que ya acudió un público numeroso, se celebró un banquete en el Casino Mercantil que presidieron las primeras autoridades locales y en el que intervino elocuentemente, en nombre del Barcelona D. Ricardo Cabot, destacada figura del fútbol catalán, que más adelante había de ser factótum del fútbol nacional. Aquellos actos extraordinarios

[Falta el folio 14. Sigue el 15]

aquella dinámica resolución que ponía en todas sus cosas. Infiesta comprendió pronto que lo que se precisaba era dar cauce a los entusiasmos «ibéricos» y facilidades económicas. Y ni corto ni perezoso hizo un día saber que había adquirido unos terrenos en Torrero para hacer el campo que el Iberia necesitaba. Pero Infiesta, desde el primer momento se valió para sus actividades en este sentido de sus ya citados colaboradores y de cuantos amigos tenía a mano. Y entre ellos apareció la figura discreta pero valiosísima de Modesto Sanz. Así se fue pergeñando el gran Iberia. Hubo que emplear incluso dinamita para igualar aquellos misérrimos terrenos que habían sido viñedos escuálidos y olivares famélicos, pero cuando menos lo podíamos pensar aquello estaba explanado y poco tardaría en quedar cercada. Una pequeña tribuna, unos escasos graderíos, unas casetas para jugadores y una gran puerta en la que aparecía pintado un gran escudo del Iberia con sus rayas amarillas y negras. Y un día, cuando aquel ejemplo de eficaz impulso ya nos había unido en apretado haz partidista a muchos dispuestos a todo. Aquel campo era inaugurado con toda solemnidad; y frente al Stadium con su Arrabal alquilado, ya estaba el Iberia con campo propio.

Infiesta hizo mucho, muchísimo, por el fútbol aragonés al ponerse apasionadamente al lado del Iberia; tal vez lo mucho que hizo no fue suficientemente justipreciado por su temperamento pasional y por su manera dictatorial y absorbente de querer resolver las cosas con arreglo a su vehemencia, sin reparar en que su cargo bancario le impedía asumir funciones de directa responsabilidad. Esto lo salvó en gran parte Muniesa, porque se dio cuenta de la importancia de poder contar con una colaboración tan interesante; porque se propuso sacar jugo a aquella pasión y porque desde el primer día se metió en el bolsillo a D. Alejandro.

Ya estaban las cosas en su puesto para que los clubs se valieran por sus propios medios; la Asociación de Cultura Física dio por terminada su misión; corta fue su existencia; pero su labor fue fructífera. Seguramente debió subsistir, pero para ello era indispensable que los hombres que la integrábamos mantuviésemos una posición de neutralidad, en aquellos momentos punto menos que imposible. Pérez Larraza se volvió a su casa y con él algún que otro a quienes no atraía el ambiente de lucha; los demás pasamos decididamente a quedar encuadrados en los puestos de mando del Iberia y desde luego todos sometidos a la jefatura indiscutida de Muniesa. Él organizó las cosas con arreglo a un ambicioso plan y distribuyó la tarea de forma que cada cual quedó encargado de aquellas funciones más en armonía con sus posibilidades de éxito. A mí se me respetó en la presidencia de la Federación en aquel primer año en tanto se pergeñaban las cosas para que Muniesa pasara a ocupar tan importante cargo, que adquirió importancia cuando el cambio fue introducido. De la Federación pasé a ser redactor deportivo de El Noticiero, porque había que tomar posiciones en la endiablada lucha ya iniciada y así convenía al Iberia. Allí estuve aguantando cuanto pude, hasta que con motivo de una Asamblea Regional se me designó para representar al Iberia. Mi intervención en las deliberaciones acumuló sobre mí las iras del bando contrario y como represalia se hizo intervenir a la suprema jerarquía eclesiástica local para que yo cesara en mis funciones periodísticas. Mucho me había esforzado en la tarea y mucho me apenaba dejarla, pero comprendiendo la violenta situación del Director del periódico, que tantas atenciones me dispensaba, pero que no podía oponerse a las presiones de quienes desde las trincheras del Stadium ponían en juego sus condición de personas de derechas, no sólo dejé mi puesto, absolutamente gratuito, sino que me presté a buscar sustituto. Como he dejado constancia de que quienes promovieron mi salida de El Noticiero eran «de derechas», clasificación entonces muy al uso, me interesa no callar que yo tuve siempre esa significación. Fui presidente de la Juventud Maurista; fui uno de los fundadores y presidente de la Acción Ciudadana, creada con motivo de la huelga revolucionaria del año 21; y cuando se inauguró el campo del Iberia, asistí al acto representando a la Diputación Provincial a la que pertenecía por elección popular precisamente como candidato de las derechas.

Al salir de El Noticiero pasé ya definitivamente a la Junta del Iberia. Donde pasé a desempeñar ya para siempre las funciones de encargado de todo lo relativo al fútbol, fichaje de jugadores, composición de equipos, etc.

Entre tanto Muniesa en la presidencia de la Federación, ejercía en plena intensidad una política de carácter general, que compaginaba elegantemente y sin tapujos, con la alta inspiración de cuanto al Iberia concernía e interesaba. Sería prolija la enumeración de sus aciertos, que eran tantos como sus iniciativas. Se amplió considerablemente el número de clubs, no sólo en la capital sino también en los pueblos; se organizó y afianzó el fútbol en Huesca; se celebraron partidos interregionales con Cantabria. Acudió a las Asambleas de la Nacional y en ellas trabajó intensamente por el fútbol en general, con mociones e iniciativas de positivo mérito; tuvimos personalidad en la disputa de «minimalistas» y «maximalistas» que estuvo a punto de provocar un cisma en la organización nacional; participó, con la personalidad propia que le daba su preparación y conocimiento de los asuntos y su característica simpatía en las cuestiones más arduas, como fueron la implantación y reglamentación del profesionalismo; la codificación de disposiciones generales y la reglamentación de partidos y competiciones; la creación de una Secretaría general y las gestiones para que aceptara ese cargo D. Ricardo Cabot. Fue indispensable en las Asambleas y al margen de ellas era requerido por todos como mediados en incidencias. Hizo muchas y muy estimadas amistades que por atención personal le apoyaron siempre en aquellos casos que él propugnaba y defendía para su región o para su Iberia.

De todo se aprovechó para beneficiar al fútbol aragonés. Los Campeonatos Mancomunados; la inclusión del Iberia en la Segunda División; la Copa de España, por Grupos de regiones próximas, en que participan el campeón y subcampeón regionales; el sistema de turno para la finales del Campeonato de España y para los partidos internacionales, sistema que permitió que Zaragoza presenciara en Torrero una final, jugada entre el Unión de Irún y el Arenas de Guecho, y un partido internacional, contra Francia, que fueron otros tantos motivos para demostración de la capacidad organizadora de Muniesa. En resumen, trece años de intensa labor, pletórica de aciertos y reveladora de la gran personalidad de Muniesa.

Entre tanto, aquel campo del Iberia pronto se quedó pequeño para la afición lograda y para las apetencias de Muniesa. Proyectó ampliarlo y para ello consiguió de Infiesta que pusiera a su disposición la adquirida propiedad de los terrenos y que se justipreciara el importe de los desembolsos realizados en las obras. Con ello, se lanzó a la constitución de una sociedad que denominó «Campo de Deportes de Torrero, S.A». Y al poco tiempo, el campo quedaba transformado y ampliado; se construyó el velódromo, se instaló la piscina, se hicieron nuevas casetas para jugadores; se plantaron muchos árboles; se sembró la hierba y se instaló el sistema de riego. El campo no era de un señor: era del club, en cuanto éste estuviera en condiciones económicas de cancelar el dinero desembolsado; en tanto era propiedad de todos los que habían realizado aportaciones económicas y quedaría estipulado el ínfimo arrendamiento con exclusividad para el Iberia. Y fue entonces cuando la Nacional estableció el cuadro de campos neutrales para desempates en las competiciones oficiales y para las semifinales del Campeonato de España. Y cuando aquellos y éstas se presentaron, Muniesa se afanó por conseguir que Torrero fuera el escenario indiscutible. E ideó la fórmula de adquirir el derecho de organización ofreciendo a los clubs contendientes una cantidad garantizada. Y así pudo Zaragoza ser testigo de los grandes acontecimientos que aún no se han olvidado. Aquella jornada en que se celebraron dos semifinales: Madrid – Irún y Barcelona – Arenas, una por la mañana y otra por la tarde, dieron a Zaragoza sensación y prueba de lo que interesaba a todos la gran labor futbolística que veníamos realizando y que con satisfacción de todos nosotros, representaba Muniesa.

Por cierto, que en aquella ocasión Muniesa hubo de ceder al requerimiento que le hicieron en Madrid las supremas autoridades de la Nacional: una de las semifinales había que dársela al Zaragoza (el Real Zaragoza era ya la fusión del Stadium con un club que fundó Irache, que se llamó Zaragoza y que ya había absorbido al Fuenclara. Este club tomó en arrendamiento el campo de la Torre de Bruil y el nuevo Real Zaragoza lo transformó ampliamente por la decidida abnegación del Conde de Sobradiel, de Ara, de Funes, etc). No era cosa de que todo se lo llevara el Iberia. Y el Iberia, que dos domingos más tarde había de tener en su campo la final, con asistencia de un hijo del Rey, se quedó con la semifinal de la mañana, dando el R. Zaragoza la de la tarde. Ya no se volvió dar coyuntura semejante. Poco después desapareció el acuerdo del que puede asegurarse que su verdadero beneficiario fue el Iberia.

Muniesa no se aferró a la presidencia de la Federación; cuando consideró que su misión estaba cumplida y que su dedicación al Iberia lo requería, pasó al club, dejando en el organismo federativo a otros entrañables amigos y leales colaboradores que cargaron con la difícil tarea, cada vez más desagradable por el fragor de la lucha entablada entre el Iberia y el Zaragoza, lucha en la que ya tomaban parte el Patria y el Huesca. Cada cual procuraba atraerse el mayor número posible de clubs a su órbita y así los incidentes eran cada vez más numerosos y los problemas planteados más arduos. Cada víspera de Asamblea Regional era una pintoresca batida en busca de votos que asegurasen una supremacía; hasta que la Nacional acordó que los cargos directivos de las Regionales los desempeñaran automáticamente los clubs con arreglo a su clasificación en los respectivos Campeonatos.

Aun así, la lucha por los puestos federativos era algo épico y desde luego muy desagradable. Recuerdo, entre otras, una Asamblea verdaderamente digna de figurar en las antologías de la política más pintoresca. Se celebró, mejor dicho, se convocó en los salones de Acción Social. Su preparación había sido tan laboriosa como cualquier elección de diputados. El Iberia llevaba algunos años disponiendo de los mandos federativos y la oposición tenía fuertes deseos de que el poder pasara a sus manos. Se recurrió a todo, incluso a la compra de votos. En un análisis imparcial habría que reconocer que ambos bandos beligerantes se habían esforzado por superarse en el empleo de procedimientos coactivos; y habría que reconocer, también, que abundaron los casos de clubs y personas que se aprovecharon de aquel estado de absurda preocupación y de ligereza en los ofrecimientos y en las dádivas, culebreando vergonzosamente para salir beneficiados en aquel río revuelto. El Iberia tenía certeza de poseer la mayoría de votos hasta la víspera de la Asamblea, pero llegado el día de ésta y ante la actitud extraña de algún delegado, adquirió el convencimiento de que perdería la votación al no querer acceder a pretensiones insólitas. Y tuvo que afrontar la sesión convencido de su derrota. Como las Asambleas eran públicas, media hora antes de la señalada el salón estaba abarrotado de «hinchas». Unos enardecidos ante su próxima victoria; otros mal resignados ante su prevista primera derrota.

Muniesa tenía aquel día un luto familiar y no pudo asistir. Fuimos representando al Iberia, Rafael Delatas y yo. No pudimos entrar a nuestros reservados lugares; se produjo tal escándalo a nuestra entrada, con profusión de gritos, golpes entre asistentes y rotura de mobiliario, que todo hacía presagiar una verdadera batalla campal. Ante tal espectáculo, que verdaderamente no podía sorprendernos, concebía la idea de considerarlo como una coacción que impedía nuestra libertad de discusión y teatralmente y en medio de un escándalo monumental anuncié la retirada del Iberia y de los delegados afectos. No tuvieron los del Zaragoza la necesaria serenidad y un poco asustados por el ambiente y otro poco impresionados por nuestra marcha, se avinieron a la suspensión de la Asamblea. Lo que teníamos perdido irremisiblemente acababa de entrar en la posibilidad de no perderse.

Por de pronto habíamos logrado salvar el bache de la ausencia de Muniesa; después… ya veríamos. Y lo que vimos es que Muniesa, al ser enterado de lo ocurrido resolvió poner la cuestión en manos de la Nacional a la que se dio cuenta de lo ocurrido y del ambiente que se respiraba. También el Zaragoza reaccionó y amparándose en su descontada mayoría de votos quiso que la Asamblea se celebrara acudiendo para ello al Gobernador, quien llamó a su despacho al Iberia para conminarle a que asistiera a la nueva sesión que se celebraría a puerta cerrada. Muniesa se opuso, alegando que la convocatoria no podía hacerla el gobernador, sino la Federación Regional, la que había sometido el asunto al estudio y resolución de la Nacional, organismo a cuya jerarquía y disciplina estábamos sometidos. Fue llamada la Regional, pero su Comité, presidido por el Capitán de Artillería D. Sebastián Gallego y del que formaban parte D. Federico Vallés y D. Ángel Pallarás, «iberistas» íntegros, se negaron a actuar mientras no recibiesen órdenes de Madrid. Y poco después la Nacional enviaba a Zaragoza a su Secretario General D. Ricardo Cabot, el cual, tras celebrar diversas entrevistas, procedió a convocar Asamblea a puerta cerrada. De aquella Asamblea presidida por el señor Cabot salió la dimisión voluntaria del Comité directivo en el que había mayoría «iberista» y salió el nuevo Comité formado con un delegado de cada club de primera categoría. La presidencia la ocupó el Conde de Sobradiel, que representaba al Zaragoza; la secretaría la ocupó Muniesa en nombre del Iberia. Se había formado un «gobierno nacional» propio del pastel con que se resolvió aquella embarazosa situación creada por la posibilidad de que el Iberia perdiese una votación. Para nosotros tenía importancia el perderla porque existía el peligro, que ya habíamos soportado, de un Comité adverso como el que presidió en el año 1926 el señor Ruiz Masso, y esto queríamos evitarlo y se evitó poniendo en juego la habilidad de Muniesa fielmente secundada por todos nosotros.

Aquel Comité duró escasamente dos meses, pues la Nacional modificó el Reglamento en el sentido de que las Federaciones Regionales estuvieran constituidas automáticamente por representaciones de los clubs y Muniesa volvió a la presidencia en representación del Iberia, a quien correspondía ese cargo. Un año estuvo Muniesa en la presidencia; por exigencias de sus estudios biológicos tenía que trasladarse a Madrid y para cuando llegara el momento quería dejar bien organizadas las cosas. Así preparó para que lo sustituyera a Rafael Delatas; y con éste en la Federación, y con el Iberia bien organizado en todos sus aspectos, nos abandonó temporalmente, si bien es cierto que desde Madrid siguió paso a paso nuestras actividades bien seguro de que se interpretaban con toda exactitud sus previsiones y sus indicaciones para cada caso que se le sometía a consulta.

Cuando se reintegró a Zaragoza se había casado. Y si su vida estaba mejor organizada y con un volumen creciente de ocupación profesional, por haber logrado puesto en el claustro de profesores de la Facultad de Medicina y por haber montado su laboratorio con arreglo a su intensa actividad de trabajo, no por ello dejó de seguir prestando al Iberia las atenciones y cuidados precisos. Como también los prestaba a la Sociedad Filarmónica, de cuya Junta formaba parte como secretario. Por cierto, que los filarmónicos le solían gastar la broma de que cualquier día esperaban un error y en su virtud temían ver aparecer en el escenario de los conciertos a un equipo de fútbol mientras que a Torrero subía un cuarteto austríaco. Y muy en serio, un día Muniesa realizó parte de la broma, pues logró que la Orquesta Sinfónica de Madrid, dirigida por el maestro Arbós, diera dos conciertos populares en el campo de Torrero, conciertos que fueron dos éxitos y que pusieron de relieve la capacidad organizadora de Muniesa.

El panorama, a su regreso a Zaragoza, no era tan halagador como cabía esperar después de la labor realizada. Lo mejor de nuestras posibilidades se consumía en aquella lucha feroz y despiadada; y no tanto en la superación de esfuerzos y sacrificios cuanto en lo agotadora de los personalismos. La verdad es que empezábamos a estar cansados y, a veces, hastiados. Este mismo cansancio, este agotamiento, se apoderó de muchos de los hombres que habían levantado y sostenido al Real Zaragoza con la agravante de que este club, con mucha menos unidad de criterio y con espíritu más aparente que real, cayó poco a poco en manos de personas irresponsables que tendieron a sostenerse fomentando más y más una política de pasiones rastreras, lo que hacía imposible toda convivencia.

Ya hacía algún tiempo que se había lanzado al espacio la idea de una necesaria política de acercamiento a la que no eran ajenos hombres tan representativos zaragocistas como D. Julio Ariño, y Emilio Ara, cansados de sacrificios estériles, y sobre todo de un género de lucha que no encuadraba con sus principios y con su manera de ser. De sus contactos personales con nosotros habían sacado dos consecuencias: que se podía convivir con nosotros y que sería un gran paso iniciar el estudio de unificar los esfuerzos yendo a la fusión que permitiera la supervivencia de un solo club. Ellos representaban un estado de opinión dentro del R. Zaragoza, poco acorde con lo que cada día se acentuaba más. La rivalidad había sido evidente y necesaria y había dado frutos beneficiosos; pero el encono a que había llegado era contraproducente porque ocasionaba agotamiento y porque comenzaba a alejar a las personas sensatas.

Nosotros acogimos las sugerencias con reserva, pero íntimamente convencidos de que en el fondo palpitaba una evidente realidad que podía poner fin a la lucha y podía salvarnos de una situación que comenzaba a tambalearse por el lado económico. La verdad era que al equipo dirigente nos satisfacía la idea de poder trabajar con hombres correctos y sensatos que tantas pruebas de entusiasmo y de desprendimiento habían dado. Pero nuestra masa de seguidores no era propicia a tal paso.

Como en tantas otras ocasiones, Muniesa tomó el volante en el asunto; lo estudió a conciencia, examinando la situación y aquilatando los pros y los contras de un paso tan transcendental. Sometió sus conclusiones a nuestro consejo y nosotros, siempre identificados con él, le dimos nuestra confianza para que diera los pasos precisos. Hubo desde un principio buenos augurios. El Iberia permanecía unido y acataría lo que sus hombres representativos hiciéramos en defensa del fútbol local. El R. Zaragoza estaba interiormente en descomposición. La solera del club apartada de la gestión dirigente, y en los puestos de mando, encaramados y aferrados, los de menos solvencia.

Cuando todo parecía marchar rumbo al éxito; cuando los hombres más representativos de la tendencia «zaragocista» estaban unánimes en apoyar la fusión; cuando nosotros hacíamos el sacrificio de ir a ella dispuestos, incluso, a no escatimar ni el concurso personal, precisamente lo único que estaba desgastado por el natural cansancio; cuando nuestra situación podía prolongarse con solo que nosotros quisiéramos proseguir comprometiendo nuestra tranquilidad y nuestras modestas posibilidades económicas; cuando teníamos la certeza de que nuestro adversario estaba deshecho, moral y materialmente, y por lo tanto cabía esperar su desaparición de un momento a otro; cuando a pesar de todo, estábamos en la mejor disposición, estimando que valía más llegar a una fusión in extremis que esperar arma al brazo la muerte del enemigo, estuvo a punto de venirse todo abajo por la cerril intransigencia de unos cuantos advenedizos a los puestos de mando del R. Zaragoza, quienes antes que dejar las riendas de su insospechado encumbramiento, preferían la muerte por consunción. Fueron menester campañas de Prensa, fue preciso que los antiguos y verdaderos «tomates» hicieran valer sus derechos a disponer de lo que ellos habían fundado y sostenido. Con todo, nada se habría logrado si Ariño y Ara no hubieran tomado a su cargo el convencernos a nosotros de que saliéramos de nuestras posiciones inhibicionistas al contemplar la maniobra de hacernos aparecer como interesados en la fusión para salvar nuestros créditos moral y material. Nosotros teníamos campo en propiedad; teníamos un equipo disciplinado. De mayor o menor valía, pero que respondía a nuestras posibilidades y estaba firmemente sometido a nuestra autoridad, equipo al que nada debíamos en orden a contratos. El Zaragoza no tenía nada, ni campo, ni jugadores, ni socios, ni moral, ni nada. Durante el torneo Mancomunado de aquella temporada, que jugaba este club con Guipúzcoa – Navarra, desapareció virtualmente como tal club, abrumado por su desastrosa economía que le forzó al incumplimiento de las más elementales obligaciones.

Sólo entonces cedieron en su actitud obstruccionista los aludidos elementos; y sólo entonces pudo hablarse claramente de una fusión que la mayoría de los aficionados pedía a gritos. No fue, con todo, tarea grata y fácil la de llegar a un acuerdo. Cualquier detalle de poca monta se agigantaba por la pasión malsana de quienes ya se veían alejados de unas posiciones que no les correspondían, porque lo primero que había que hacer en la fusión era prescindir de su nefasto concurso. Había un campo, el de Torrero; quedaba en pie un equipo, el del Iberia. Del Zaragoza no quedaba nada. Había una posición federativa, la que el Iberia poseía. Había unos dirigentes que habían demostrado capacidad, entusiasmo y competencia, los del Iberia. Era natural que se contara con ellos. Como era natural e imprescindible que se contara con los «zaragocistas» antiguos, entonces alejados de la dirección del club. Estos tenían que ser los puntos fundamentales de la fusión. Lo demás era aleatorio, pues, aunque nos doliera a los del Iberia era natural, lógico y político que al quedar un Club de primera categoría llevara el nombre de la ciudad; y era también político, lógico y natural que sus colores representativos fueran distintos de los usados por los dos clubs fusionados.

Fueron precisos los buenos servicios de la Federación Regional; pero presidida ésta por Rafael Delatas, que representaba al Iberia, se acordó que fuera D. Pío Hernando, vicepresidente y hombre ecuánime, procedente del Patria, quien actuase como hombre bueno; y bajo su presidencia se convocó una Asamblea conjunta de socios del Iberia y del Zaragoza para establecer las bases de la fusión. Se discutió mucho, se personalizó aún más y lo auténticamente grato para nosotros fue que fuera estimada por unanimidad la condición impuesta por un grupo de «zaragocistas» de que ni Muniesa ni ninguno de los que con él actuábamos se considerara excluido del gobierno del nuevo club.

Por fin se consumó la fusión; el nuevo club se llamó Zaragoza; desaparecieron los viejos colores rojos y gualdinegros; y sobre el campo de Torrero ondeó una bandera blanca con el escudo de la ciudad, símbolo de una paz laboriosa en su gestación, pero fructífera en buenos resultados por el entusiasmo y la buena voluntad que no regatearon unos hombres que la buscaron con afán y la aceptaron de buena fe y a cuyo frente siguió estando Muniesa.

A partir de entonces, y nos estamos refiriendo al año 1932, se inició una nueva etapa de actividades sin cuento. Libres de la preocupación de la rivalidad, pudo hacerse labor más constructiva; y sin prisas, obrando en conciencia, se mejoró el equipo, se modificaron las instalaciones y estando el Club en la Tercera División se llegó en el año 1936 a escalar la División Primera. Con serenidad, con aplomo, se trabajó intensamente. A poco de la fusión pasó a presidente de la Federación el ecuánime y ponderado Antonio Sánchez; excelente amigo de Muniesa y buen discípulo suyo en las disciplinas futbolísticas. Y en cada puesto de mando se colocó a la persona más idónea para la misión. Y la labor dio resultados prácticos y entre ellos el más destacable la desaparición de las luchas personalistas. Hasta que la política invadió el terreno futbolístico.

Numerosos clubs habían engrosado el núcleo de la Federación; nadie nos dimos cuenta de que tras alguno de ellos se ocultaba una finalidad política que suavemente trataba de infiltrarse en el ámbito nacional. También y a la vez aumentó considerablemente el número de socios del Zaragoza. El interés de las competiciones y el deseo de asegurarse ventajosamente la entrada a los partidos hicieron que muchos se aprestaran al pago de una cuota mensual. Cuando acabamos de ascender a Primera División, cuando habíamos cancelado todos los compromisos económicos, liberándonos por vez primera de créditos y de firmas bancarias, cuando el Club se hallaba en una situación privilegiada, estimamos que era el momento de convocar a la Junta General, no sólo para darle cuenta de nuestra gestión, sino para someter a su aprobación los ambiciosos proyectos elaborados para hacer frente al compromiso de estar en la División de Honor. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que se trataba de torpedearnos con miras no muy claras. Elementos socialistas encubiertos entre nuestras filas proyectaban combatirnos para eliminarnos de los puestos de mando; antiguos resentidos «zaragocistas» servirían de fulminante que hiciera estallar la ira contra nosotros; no faltaron antiguos «iberistas» que estimaban, incautamente, llegado el momento de satisfacer su venganza por la fusión. Los tiros iban contra todo y contra todos, pero especialmente contra mí. Tantos años de tener en mis manos lo relativo a jugadores y equipo, campo de Agramante para todas las fobias personalistas, había que purgarlos de alguna manera. Claro que el momento era el menos indicado por cuanto se había logrado el máximo ascenso. Pero ya no se podía aguantar más y por lo visto era preciso aprovechar cualquier coyuntura. Y ninguna tan propicia como aquella Junta general de la que querían aprovecharse los eternos descontentos y de los que querían intentar sacar tajada, los que siempre esperan la oportunidad del río revuelto.

Nos dimos cuenta de la marejada, pero no nos amilanamos. Se solicitó el teatro de mayor cabida y se convocó la Junta general. Muniesa estaba decidido a dar la batalla definitiva. O se salía ampliamente triunfantes o de lo contrario nos íbamos a nuestras casas. Hubo varias reuniones previas de directivos, a las que no dejé de acudir pese a estar convaleciente de un fuerte ataque de vesícula biliar que me tuvo dos meses alejado de toda actividad. En esas reuniones expuso Muniesa los proyectos para afrontar la nueva temporada en Primera División. En esos proyectos se incluían obras de ampliación de Torrero y los planes de refuerzo del equipo. Como consecuencia iba la preparación de un importante empréstito cuya realización estaba encomendada a D. José Disqui, director del Banco Español de Crédito. Propuso Muniesa, y así se acordó, que de una manera terminante no habría en la Junta general más intervención que la suya, en nombre de la Directiva, fueran de la clase que fueran los ataques o las alusiones que se hicieran. Y llegó el momento de la Junta que comenzó a las diez y media de la noche y acabó pasadas las dos de la madrugada. El teatro abarrotado con cerca de tres mil asistentes; el ambiente enrarecido, las discusiones violentas, los escándalos mayúsculos. Estuvo aquello a punto de acabar muy mal y no por la virulencia de los ataques de que fuimos víctimas; ataques fácilmente refutables y en los que campeaba la agresividad más que la justicia, más por culpa de los nervios de nuestros propios partidarios francamente en abrumadora mayoría, quienes en más de una ocasión quisieron acabar a mano airada aquel espectáculo. Muniesa tuvo uno de sus mayores éxitos al plantear las cosas con rabiosa claridad y al responder a las interrupciones y a las preguntas con rapidez, con soltura de palabra, con intencionada ironía y en todo momento con pasmosa serenidad y dominio. Descompuso a los atacantes la rigidez con que se llevó a cabo el acuerdo de que sólo interviniese Muniesa. No faltó quien echó de menos mi presencia en la mesa presidencial y quiso aprovecharse de ello para sacar consecuencias. Preguntó intencionadamente a qué se debía mi ausencia. Y a punto estuvo de romperse la consigna, porque no me pude contener y sacando fuerzas de flaqueza, me levanté desde la última fila de butacas y grité que estaba allí, por orden de mis compañeros y en atención a mi estado de salud. No me dejó seguir Muniesa, quien desde su puesto en el escenario me impuso silencio diciendo que se bastaba y sobraba para contestar a todos según acuerdo de la directiva. Pasé muy mal rato; tan malo como lo pasó nuestro entrañable D. Modesto Sanz que me acompañaba. Y la verdad es que me dolía mucho tener que atemperarme al acuerdo de permanecer callado, pero aún me dolía más el observar que no me hallaba en condiciones físicas de afrontar la batalla, pues mi estado de salud era bien precario. Enfundado en mi gabán, a pesar de la calurosa noche de junio, quise presenciar aquella apoteosis de tantos años de batallar, no pudiendo comprender aquel espectáculo y compensándome únicamente de lo que veía y no podía creer, el arrollador triunfo de Muniesa debatiéndose impasible en aquel encrespado mar de pasiones. Llegó el momento de someter a la aprobación de la Asamblea los proyectos de la directiva en forma de voto de confianza. Los que permanecieran sentados aprobaban; los que se levantasen votaban en contra. Se levantaron algunos, pero al querer recontarlos no quedaba nadie en pie. La paciencia de los entusiastas no permitió votos en contra. Y al abandonar la directiva el escenario una ovación estruendosa fue el premio otorgado a Muniesa por su extraordinaria labor.

No sería sincero ocultar que aquella Junta dejó en nosotros un sedimento de amargura; a no ser por la estimación que nos merecía la incondicional actitud de la mayoría y a no ser también, porque apreciábamos un deber no dejar interrumpida nuestra tarea en momentos tan interesantes, nos hubiéramos ido a nuestras casas. Comenzamos los preparativos de la futura temporada con todo entusiasmo procurando superarnos. Nuestros planes comenzaron a ser llevados a la práctica. En lo que atañía a mi jurisdicción se firmó el contrato con Moncho Encinas para entrenador, y se concertaron los traspasos de Muñoz y Bravo del Murcia. Muniesa por su parte proseguía las gestiones para formalizar el empréstito con nuestras firmas. Todo iba a desarrollarse con arreglo a nuestros madurados proyectos.

En los primeros días del mes de julio salí yo, con mi familia, para Roncal, donde había ésta de pasar el verano. Después de unos días volveríamos mi hermano y yo a Zaragoza, él para quedarse; yo para trasladarme a un balneario catalán, donde había de hacer una cura de aguas para mi vesícula. Cuando ya tenía la maleta preparada para el viaje recibí un aviso de mi excelente amigo Julián Troncoso indicándome la conveniencia de que aplazara el viaje. Había sido asesinado Calvo Sotelo y algo se estaba preparando cuyo alcance era difícil de concretar. Suspendí el viaje cuando estábamos a 13 de julio y el día 16 llegaron las primeras noticias de algo que ocurría en Marruecos; y el día 18 tuvo ya concreción el estallido del Movimiento Nacional.

Los primeros reflejos en Zaragoza fueron desconcertantes. Aquellos desfiles socialistas en los que veíamos uniformados a muchos de nuestros impugnadores en la Junta general nos hicieron ver clara la finalidad perseguida. Pero nos hicieron también comprender un nuevo y tal vez próximo peligro personal. Los hombres que dirigíamos el Zaragoza éramos todos no sólo personas de orden sino hombres de arraigadas convicciones religiosas y definidamente opuestos a aquella política imperante del llamado Frente Popular. Lo que no hicimos nunca fue interpolar en el Zaragoza nuestras convicciones políticas; antes al contrario, fuimos respetuosos con las ideas de los demás, por estimar que el pensamiento no delinque, sino los actos, a lo que nos llevaba el espíritu liberal de nuestra generación, espíritu ya anticuado y que había de sucumbir en aquella Cruzada que se iniciaba; y porque estimábamos que el fútbol era cosa que en nada debían rozar las ideas políticas de sus hombres.

Muniesa no fue nunca hombre de ideas políticas concretas, al menos en orden a los idearios predominantes en España. Recuerdo que asistía conmigo a la tertulia en casa de D, Ricardo Horno solíamos tener D. Juan Moneva, Genaro Para y yo. Cuando murió D. Antonio Maura fuimos los cinco a su entierro a Madrid. No obstante, Muniesa no era maurista. Coincidía con muchos puntos de nuestro programa; simpatizaba con muchas cosas, pero no las compartía. Desde luego no compartía el fervor monárquico de D. Ricardo Horno. Cuando D. Ángel Ossorio quiso intentar un ensayo de Derecha Social al que fuimos muchos por amistad personal más que por convencimiento, Muniesa sin acabar de enrolarse, estuvo muy cerca de nosotros. Ello demuestra que Muniesa no era, ni mucho menos, un demagogo. Desde luego puedo afirmar que era contrario a toda idea de violencia y que su tendencia principal era apreciar el sentido ideológico de las cosas, no atrayéndole nada el encasillamiento concreto. Por su especialidad médica estaba en contacto con los medios llamados intelectuales; y estos influyeron considerablemente en él. Con todo, antes del año 1931 Muniesa era claramente apolítico y lo más concreto que yo le oí fue en una habitación del Gran Hotel de Zaragoza. Había ido a nuestra ciudad D. Ángel Ossorio para pronunciar una conferencia en el Ateneo; aquella conferencia en que se proclamó «monárquico sin rey». Antes de la disertación estábamos con el conferenciante en su habitación unos cuantos amigos íntimos, entre ellos Horno, Pesa, Muniesa, Giménez Garu y yo; naturalmente la conversación versaba sobre el tema de la conferencia y el señor Ossorio por contrastar su opinión con la nuestra, o simplemente por un acto de consideración personal hacia nosotros nos pidió que le diésemos las respectivas opiniones respecto a la actualidad política y al deber de quienes como él sentían una inquietud en relación con sus firmes convicciones monárquicas de siempre; en los demás, de una manera más o menos sincera, estaba haciendo mella la postura de la accidentalidad de la forma de gobierno; Muniesa aconsejó a Ossorio que adoptara una posición republicana. Fue lo más categórico que yo le oí en tantos tiempos de convivencia, en los que, a decir verdad, bien pocas veces tocamos el tema político en nuestras conversaciones. Su confesión republicana no me extrañó dado el ambiente que en aquella época se respiraba especialmente en los sectores “intelectuales” con los que Muniesa tenía una conexión evidente.

Muniesa había mandado a su mujer (creo que ya había nacido su hijo) a pasar el verano en Alcalá de la Selva, en la ruta de Valencia, donde también fue la familia de Antonio Sánchez. Por lo tanto el 16 de julio nos cogió en Zaragoza, a Muniesa, a Antonio Sánchez, a mi hermano y a mí, solos, sin familia y por lo tanto llenos de incertidumbre; nosotros teníamos la familia en Navarra y la preocupación era por lo tanto menor; Muniesa y Sánchez, por todos los medios a su alcance, trataron de trasladarse a Alcalá de la Selva, en la ruta de Valencia. No recuerdo cuándo y cómo nos despedimos, porque yo, enfermo y saliendo muy poco de casa, lo que quise es que Muniesa viniera a mi casa a vivir con mi hermano y conmigo; pero no lo logré, porque encontró oportunidad de ponerse en viaje y ya no le vi ni volvería a verle.

Pasados algunos días y luego de presentarme en Acción Ciudadana, entidad similar a la que yo fundé en el año 1921, para encuadrar allí mis posibles servicios, me fui a Roncal para reunirme con mi madre y hermanos y para reponer mi salud. Lo que en un principio fue un Alzamiento contra la barbarie y la insolvencia encaramadas en el gobierno de la Nación, pasó con los días a convertirse en una cruenta Cruzada contra los enemigos de Dios, de la Patria, sostenidos en sus baluartes de mando por la descarada ayuda extranjera. No era aconsejable para temperamentos como el mío permanecer inactivo; y resolví volver a Zaragoza, aunque dejándome en Roncal a la familia; mi regreso tuvo que ser anticipado porque un día recibí una carta de mi hermano en la que me anunciaba algo desagradable relacionado con Muniesa. Mi llegada a Zaragoza no pudo ser más impresionante. Muniesa había sido detenido y encarcelado; el encarcelamiento llevaba consigo la incomunicación. Las noticias sólo podía darlas con veracidad Antonio Sánchez que fue testigo presencial del episodio de la detención. A su versión me atengo por sincera y verídica.

Alcalá de la Selva, pueblecito de la sierra turolense, era lugar veraniego muy frecuentado por familias valencianas, turolenses y zaragozanas, especialmente pertenecientes a la clase media. En los momentos que nos ocupan, el pueblo estaba, naturalmente, indefenso y las familias veraneantes llenas de temor, de intranquilidad y de preocupaciones. Un día tuvieron noticia de que por la ruta de Valencia se acercaban unos grupos en actitud nada tranquilizadora. Muniesa, juntamente con algunos otros veraneantes, se aprestó a salir al paso de los grupos para conocer sus intenciones. Pudieron disuadirles de su entrada en el poblado, luego de comprobar que eran elementos rojos de aquella comarca. Pero adquirieron la precisa información para saber que no tardarían en pasar por allí contingentes mayores que intentarían establecer cerco a Teruel. A la vista de ello se hicieron los preparativos para evacuar el lugar. Se previno al cura del pueblo para que pusiese a salvo la Sagradas Formas y se le ayudó a poner a buen recaudo la imagen de una Virgen muy venerada en la región, lo mismo que sus joyas y los objetos del culto. Y cuando, dando ejemplo de serenidad, hubo Muniesa organizado la salida de cuantas familias lo quisieron, preparó la salida de la suya y de la de Antonio Sánchez, alquilando unas caballerías y yendo a través del monte en busca de Teruel, para desde allí tomar el tren rumbo a Zaragoza. Jornadas accidentadas y llenas de inquietud, al final de las cuales esperaba la sorpresa más terrible. En el momento de llegar a la estación de Teruel unos policías se presentan a Muniesa y le detienen. La intervención de Antonio Sánchez y la comprensión de aquellos funcionarios gubernativos permitieron que las mujeres no se enteraran de lo que ocurría y con la excusa de conversación con unos amigos se realizó el viaje en departamentos distintos, pero sin que nadie se diera cuenta de la detención, hasta que al llegar a Zaragoza fue necesario decir la verdad, pues mientras la familia se trasladaba a su casa, José María era trasladado a su lugar de detención, de donde ya no había de volver. Cabe comprender lo horrible de aquella despedida, en la que el corazón de aquel hombre fuerte, valeroso y bueno había de experimentar una sacudida tremenda, presagio de peores males, y no por remordimiento de nada, sino por el temor inherente a las circunstancias. Inmediatamente fue trasladado a la cárcel vecina al campo de Torrero. Allí estaba ya su hermano Augusto desde hacía algunos días. Augusto era político militante y actuante. Había sido alcalde de Zaragoza por el partido radical socialista, al que pertenecía. Desconozco sus actividades en relación con lo que estaba pasando. Se decía que había tomado parte en un reparto de armas a las milicias socialistas. Lo pongo en duda porque las citadas milicias desfilaron por las calles de Zaragoza, pero sin armas. De haberlas poseído habría sido sangrienta en nuestra ciudad la iniciación del Alzamiento. Y lo único que pasó es que las tintorerías no dieron a basto a teñir camisas de uniforme. El pecado verdadero de Augusto era su carácter, poco propicio a las amistades y su incomprensible condición de radical socialista, invento híbrido del Frente Popular que permitía aparecer agrupados a los republicanos de nuevo cuño que ni eran radicales ni tenían ribetes marxistas. Pecado mortal de estupidez y de estulticia que agrupó bajo la República a los de carácter avinagrado.

Todos supusimos, tras la tremenda impresión, que lo de José María no pasaría de ser un incidente lamentable, pero transitorio. No obstante, pasados los primeros momentos de estupor, comenzamos a movernos para aclarar las cosas y hacer cuanto fuera posible en beneficio del gran amigo. Pronto caímos en la cuenta de que, por encima de todo argumento fundamentado, había en la detención una notoria influencia de factores personalistas propicios a aprovechar cualquier coyuntura para llevar a cabo un acto de venganza. Esto nos hizo vivir unos días de intenso dramatismo. Ni se nos permitió verle, ni comunicarnos con él, ni pudimos tener idea concreta de los cargos que se le hacían ni de la jurisdicción a que estaba sometido. Lo único que podíamos comprobar es que se anunciaba de un día para otro una sentencia mortal, que no sabíamos quién había de dictar y que no faltaba quien se jactaba de estar propicio a ejecutar. Aquellos han sido los peores días de mi vida. La meditación acerca de la situación de un tan entrañable amigo; la certeza de saberlo libre de toda culpa con que justificar esa situación; pensar en los años de constante servicio a la ciudad, en tantos aspectos y sacar como consecuencia la incapacidad para salvarle o siquiera para aliviarle y consolarle en trance tan amargo, eran motivo más que suficiente para sentirse desolado. Y esa desolación no ha pasado con los años; antes al contrario persiste, porque ha dejado en mi ánimo un sedimento de contrariedad y de escepticismo, que se remueve cada vez que recuerdo la injusticia consumada y consentida y la cobardía que ha impedido y sigue impidiendo la rehabilitación a que Muniesa era acreedor.

Un día me llamó a su despacho oficial D. José Desgui. Era la persona con quien Muniesa preparaba el gran empréstito para el Zaragoza; y era entonces jefe superior de Policía en la Zona Nacional. El motivo de la llamada era hablar de la situación de los hermanos Muniesa y demostrarme su empeño en salvar a José María. Me dijo las cosas con toda crudeza, sin omitir sus esfuerzos por contener a quienes propugnaban medidas radicales y ejemplares en algo más que «personas de alpargata». Me hizo ver lo cruento de la lucha y las víctimas que cada día caían, no en el terreno de la batalla abierta, sino en la solapada venganza que se ensañaba implacable sobre las gentes de significación derechista. Asentí a sus manifestaciones no sin hacerle ver que si en momentos tan difíciles de una verdadera guerra civil, todos los procedimientos de defensa y de eliminación de los posibles culpables o de los presuntos entorpecedores del triunfo, eran admisibles, para nosotros, los que estábamos al lado de Franco, debía haber una ética superior que nos impidiera caer descaradamente en la injusticia de permitir prevalecieran las ruindades de la venganza personal. Le dije que desconocía los motivos y las acusaciones que habían aconsejado la detención; que no me paraba a discernir si Augusto, con sus actividades políticas estaba incurso en responsabilidad alguna; pero que en el caso de José María estaba firmemente convencido de que no podía haber responsabilidad alguna de ninguna clase, porque José María no sabía nada de política activa y lo único que había hecho en trece años había sido, aparte su carrera, dedicarse a las cosas futbolísticas. Que ello le había granjeado algunas enemistades y que no era cosa de abandonarle al peligro de ellas. En último caso había un Tribunal Militar de Responsabilidades Políticas y como ninguno de los dos hermanos y mucho menos José María habían matado a nadie, ni actuado con mano airada contra ninguno de los principios fundamentales defendidos por el Movimiento Nacional, lo lógico sería someterlos a la jurisdicción de dicho Tribunal.

Empleé en la conversación más que razonamientos, emocionadas palabras de súplica. Y comprendí la emoción de Desgui; como comprendí que podía hacer poco y que lo poco que hiciera sería en favor de José María por nuestra coincidencia futbolística. Salí de la entrevista esperanzado en que, ya que no la libertad inmediata, se lograría al menos el sometimiento del asunto al indicado Tribunal Militar, en cuya serena comprensión cabía confiar. Con todo, al abandonar el despacho, mis ojos estaban nublados por las lágrimas y mi corazón latía con extraordinaria intensidad. Fui corriendo a comunicarme con Antonio Sánchez, quien no llegó a participar de mi esperanzador optimismo. Sus noticias, recogidas en las tertulias y en la calle eran intranquilizadoras en extremo.

A la mañana siguiente, el golpe definitivo. En los Montes de Valdespartera habían muerto los dos hermanos, abrazados fuertemente. Ya no había remedio ante la tremenda realidad. Quienes no tuvieron fuerza para evitarla, tuvieron comprensión para nuestra última demanda de hacernos cargo de los cadáveres y enterrarlos decorosamente. Si ellos nos habían dado el ejemplo de su unidad en la muerte, no íbamos nosotros a separarlos en el piadoso acto de darles tierra. Y allí, en aquel quirófano de la Facultad, teatro de sus actividades profesionales, nos reunimos medio centenar de amigos, abatidos por el duro golpe de separación tan trágica, no en son de protesta para nada ni para nadie, sino en demostración de un fervor afectivo. Y desde allí los acompañamos en aquel definitivo viaje hasta el cementerio de Torrero.

¡Pobre Muniesa! Desde su lugar de reposo se divisaba el campo de Torrero que él había creado y en aquella tarde otoñal, sus árboles y sus flores y sus praderas se manifestaban, pero indiferentes a la tragedia y a nuestra amargura. Dios Misericordioso, a quien él no dejó de acudir siempre, pero a quien se entregó fervorosamente en sus últimos momentos le había dado la paz eterna, mientras a nuestras almas les proporcionaba una intranquilidad y un desasosiego grandes, que habían de durar hasta que logremos poner de manifiesto la verdad de lo ocurrido con Muniesa.

Un día, pasados ya muchos desde la muerte de José María, el Tribunal Militar de Responsabilidades Políticas dictó su fallo en la causa seguida a Muniesa con motivo de su detención. El fallo era totalmente absolutorio. Como no podía menos de ser. Pero la justicia de los hombres ecuánimes llegaba tarde; se había anticipado a ella, irreparablemente, la de los hombres torvos y vengativos. Un día, también, conoceremos todos la verdadera Justicia, la de Dios, y entonces Muniesa aparecerá ante todos con la suprema satisfacción de estar por encima de todas las ruindades humanas. Y entonces, como ahora, podremos decir: “¡Bienaventurado él y desgraciados sus verdugos que no escaparán a la Justicia Divina que no admite antelaciones ni coartadas!”

No me ha sido posible poner en estas líneas la galanura literaria que merecían y que no poseo. He puesto, en cambio, sinceridad y emoción. Aun con todo, no reflejan si no en una pequeña parte las virtudes que adornaban a aquel buen amigo y los servicios inconmensurables que prestó al fútbol aragonés, del que fue el verdadero impulsor. Su obra está en pie y si continúa en intensa permanencia es no tanto por el afán y el buen deseo con que siguen atendiéndola los que sucesivamente la gobiernan, cuanto por la reciedumbre de los principios alentadores que Muniesa supo dotarla. A él se le recuerda siempre y en muchos sitios con cariño. Pero las nuevas generaciones apenas si ya le conocen y ello por un principio de cobardía colectiva que nos ha impedido proclamar a voz en grito sus merecimientos y nuestros deberes para con su memoria, como si anduviéramos cohibidos por la forma de su muerte y temerosos de que al dolemos públicamente de ella pudiera esto significar que estábamos en frente de cuanto representan el Movimiento glorioso y su Caudillo Franco. Y esto no debe ser: primero porque desde un principio y desde antes, comulgábamos con los puntos fundamentales que inspiraron el Alzamiento; segundo, porque quien tenía autoridad y solvencia para juzgar, que era el Tribunal Militar de Responsabilidades Políticas examinó el caso Muniesa, sometido a estudio y deliberación; y juzgó que era como nosotros le conceptuábamos y le absolvió plenamente con todos los pronunciamientos favorables. Luego si Muniesa murió como murió, no fue por imperativo de la Justicia, sino por la arbitrariedad de unos hombres que adjudicándose atribuciones que no tenían dieron rienda suelta a sus pasiones, equivocando intencionadamente la venganza personal con el ejercicio de una legalidad que nadie les había confiado. Muniesa fue arrebatado a las manos de la Justicia serena y ecuánime y fue arrebatado injustamente a la vida, por el capricho de una minoría insolvente. No purgó con su muerte errores políticos, que no cometió, ni acción vituperable contra los fundamentales principios de una sociedad cristiana y española, porque ni fue hombre de acción en ese terreno ni sus sentimientos patriotas, sin patrioterismo, cristianos sin beatería y humanos sin doblez, le permitían obrar con alevosía ni ampararse en su posición intelectual y social para fomentar el mal. Purgó, sí, las envidias, las rivalidades, las enemistades personales inherentes a quien lucha a pecho descubierto. Y como Muniesa puso todos los afanes en la lucha futbolística, forzoso será sacar las consecuencias de que los que no pudieron abatirle en ella, se disfrazaron de buenos patriotas para encubrir, con señuelo tan respetable, una vulgar venganza del más detestable tipo.

No tenemos pues de qué estar avergonzados; antes, al contrario, va siendo ya hora de que podamos proclamar bien alto que estamos orgullosos de haber sido sus amigos y de que su memoria no está empañada por ninguna preocupación. Muniesa tuvo la Medalla al Mérito Futbolístico, como era lógico; pero eso no basta, también la poseemos otros, seguramente con menos merecimientos; y no faltan quienes aspiran a ella sin más antecedentes que una mal disimulada vanidad.

Muniesa ha pasado a la posteridad sin que futbolísticamente haya nada que recuerde su labor, como no sea esta misma. Pero cuando hayamos desaparecido los que con él convivimos y trabajamos y fuimos testigos presenciales de lo que significó en el fútbol aragonés ¿quién le recordará? Si acaso algún bien intencionado que piadosamente se calle lo que otros tal vez tengan avidez en recordar: que murió por rojo cuando la guerra civil. Y eso no será cierto ni piadoso. Muniesa no murió por rojo. Lo sabemos todos los que lo conocimos; nos lo ha confirmado la sentencia del Tribunal Militar de Responsabilidades Políticas. Murió porque así lo quisieron unos cuantos que ahora andan como el Judío Errante, huyendo de sus remordimientos y de sus culpas y temerosos del único Juez que no se equivoca; porque aun cuando no son cristianos y precisamente por eso, lo que más les amedrantan es tener un día que rendir cuenta a Dios.

Al cabo de los años, estas cuartillas reflejan el hondo sentimiento de cuantos fuimos amigos y colaboradores de Muniesa. Seguramente que él no nos había tomado en cuenta ni la pobreza de nuestras fuerzas, que no bastaron a aliviarle en su calvario ni pudieron evitar la separación que tanto nos dolió y nos sigue doliendo, ni la posterior aparente tibieza con que encajamos su forzada y trágica marcha. En el huerto de Getsemaní y en los días posteriores también se produjo incertidumbre, vacilación y encogimiento en los discípulos cuando fue prendido el Maestro. ¿Cómo no había de impresionarnos a nosotros, hombres al fin, aquel prendimiento y aquel final, anticipado a la sentencia, cuando nos hallábamos en el desconcertante principio de una contienda civil con todos los desbordamientos inevitables de pasiones y antagonismos?

Pero la tibieza no era falta de conocimiento, sino desconcierto ante una realidad insospechada. Heriremos al partir y se diseminarán las ovejas, dice el Evangelio. Y esto nos ocurrió a nosotros. Muniesa fue un hombre bueno y honrado; un hombre dinámico y batallador, con una inteligencia grande y un don de gentes todavía mayor. De haber tenido vocación política hubiera sido tal vez demoledor en sus campañas y adversario temible. Pero tuvo vocación científica e intelectual; y para su ardor combativo necesitó una válvula de expansión, que fue el fútbol. Y por donde menos podían sospechar quienes le conocían en el otro aspecto, en el futbolístico, realizó una auténtica tarea constructiva cuya concreción aún subsiste y nadie ha mejorado, porque para mejorarla hay que colocarse en el ambiente y en los medios de que dispuso para su realización.

Muniesa fue un hallazgo providencial para nuestro fútbol; fue lo que ahora se llama un «superdotado». Todos los elogios que pudieran ser vertidos en su homenaje serían pálidos ante la realidad.

Recuerdo una anécdota que tengo leída y que viene como anillo al dedo para acabar esta semblanza. Cuéntase que en una ocasión visitaba el emperador Carlos V la habitación donde Tiziano pintaba uno de sus cuadros. Sin duda impresionado por la visita del Emperador el maestro dejó caer al suelo uno de sus pinceles. Carlos V con majestuosa sencillez se apresuró a tomar el pincel y entregárselo al pintor. Uno de los duques que acompañaban al emperador se atrevió a preguntar a éste si no era demasiado honor el que había dispensado al artista, a lo que Carlos V respondió: «Duques como vos puedo yo hacerlos cuando quiera; genios como Tiziano sólo puede hacerlos Dios».

Hombres como los que hemos intervenido en los cuarenta años del fútbol aragonés, con muy buena voluntad, con mucho espíritu de sacrificio y desinterés, hemos sido a montones; inteligencias como la de Muniesa, no hemos conocido otra. Y esto ha sido el mejor regalo que Dios nos otorgó por nuestra constancia y para nuestra satisfacción. Por eso el haberlo perdido es nuestra mayor pesadumbre. ¡Que Dios que nos lo dio y que en sus altos designios permitió que sin él nos quedáramos, le tenga otorgada la suprema paz a que era merecedor por sus cualidades de toda clase, y por el logro de la cual se elevan constantemente nuestras oraciones y son constantes nuestros buenos recuerdos.

(Madrid – marzo de 1952 – Festividad de San José).




Gayarre, Memorias transcritas (I). Memoria sobre Felipe Lorente Laventana

Nuestra «peña» futbolística se mantuvo íntegra a través de los años y de las vicisitudes. El café «Europa», el «Oriental» y «La Perla» fueron los lugares de reunión. En el «Oriental» tuvo sus oficinas y su casino el Iberia. Pero donde más intensamente tuvimos acomodo fue en «La Perla», luego transformada en «Salduba». En el piso principal de «La Perla», en lo que un día fueron sus salas de juego, estaba la Casa de Valencia y allí fue a parar el Iberia con todos sus trastos, para tormento de D. Ramón, que había sido tenor de zarzuela y que desempeñaba funciones de conserje de los valencianos. Cuando D. Juan Domenech y Pepito Villar decidieron transformar los locales en lo que hoy es restaurante y café «Salduba» hubo que levantar anclas; pero nuestra «peña» siguió instalada en el flamante nuevo café. También en él se acomodaron otras «peñas» que no eran precisamente «iberistas». Así la de D. Julio Ariño, que era una «peña» teatral que se nutría a última hora con la asistencia de artistas y gentes de teatro. Por su heterogeneidad, sobre todo desde la salida de los espectáculos de noche hasta entrada la madrugada, pudo ser clasificada como el mentidero auténtico de la ciudad. Los acontecimientos del día, las últimas noticias, conocidas allí con rapidez, eran sabrosamente comentadas. Y así en aquella «peña» los temas políticos, los taurómacos, los teatrales, tenían un rango de especialidad, pues autores, artistas, políticos, periodistas que se encontraban de paso en Zaragoza acudían a ella engrosando su núcleo habitual, con lo que la tertulia llegó a adquirir fisonomía típica. Junto a ellos estábamos nosotros, al principio un poco cohibidos por la exclusividad de nuestros temas, pero pronto interferidos en el ambiente general. Cuando se produjo la fusión del Iberia y del Zaragoza, se rompieron los últimos hielos y ya pudo considerarse que la «peña» de última hora la constituíamos todos; y aún puede afirmarse que de aquella circunstancial y nocturna agrupación salieron las más eficaces fórmulas preparatorias de la aludida fusión.

Felipe Lorente Laventana era uno de los asiduos concurrentes a aquella tertulia de última hora. Tenía de toda la vida su señor padre un negocio comercial de almacén de papelería y material de oficina. Yo lo recuerdo establecido en la calle del Temple, de donde pasó a la de Jaime I esquina a San Jorge. En ese negocio trabajaba Felipe Lorente, quien ya casado y con hijos, trataba de independizarse por saber que al fallecimiento de su padre, aquel negocio, que las circunstancias iban poniendo cada vez más difícil, ni era apto para compartirlo con nadie, ni pasaría a sus manos. Tenía Lorente una cualidad estimabilísima: su cordialidad. Quien por cualquier circunstancia tenía oportunidad de conocerlo podía ya considerarse como amigo suyo.

Yo le conocía de muchos años atrás y no podría decir cuál fue el origen de nuestro conocimiento. Nos saludábamos por la calle y nos hablábamos sin mayor transcendencia en la conversación que la propia de quienes conociéndose se hablan por costumbre, pero sin coincidencia alguna. Lorente no era aficionado al fútbol y en ese camino tardamos mucho en coincidir. Lorente sentía atracción por la política; era republicano radical y específicamente lerrouxista. Era cosa de abolengo familiar. Su tío Manuel Lorente Atienza, hermano de su padre, era figura destacada en el republicanismo local y ocupó diversos cargos de elección popular, antes ya del advenimiento de la república del 31. Cuando ésta llegó Manuel fue diputado a Cortes y gobernador civil de Zaragoza. Como era hombre ponderado, ecuánime y consecuente, realizó labor beneficiosa; pero bastaría señalar que las citadas cualidades para sacar la consecuencia de que fue pronto desbordado por los «nuevos» republicanos y por el sectarismo que hizo proclamar a gritos a los auténticos y pocos republicanos sinceros de toda la vida: «No es esto, no es esto».

Felipe Lorente era también republicano sincero, de los que estimaban fundamentales las virtudes de un género de régimen político. Pero como todos ellos, un equivocado, pues no acertó a comprender hasta el último momento que la República advenida no era para los republicanos, sino para los ambiciosos sometidos a todo género de poderes ocultos y para quienes al servicio de ideas internacionales habían pronto de arrasar toda partícula de convivencia y habían de repudiar a los idealistas y a cuantos se opusieran a sus trágicos designios. Venía Lorente a la tertulia con su correligionario Bauzo, antítesis de Felipe en orden a sociabilidad y simpatía. Pronto hizo buenas migas con nosotros. Metido en asuntos teatrales, se quedó con el arrendamiento del teatro Principal, en cuyo asunto no debió irle muy bien. Políticamente, fue elegido concejal en las elecciones de abril del 31 y fue teniente de alcalde algún tiempo. Por aquella época, de intensa lucha social, mejor dicho de dura pugna entre la UGT y la CNT, que se diputaban la hegemonía sobre las masas obreras, tuve ocasión de intensificar mi relación con Lorente y de llegar al establecimiento de una sincera amistad. Fue a raíz de los problemas planteados a Cementos Zaragoza por la antedicha pugna socializante, pugna tan aguda en disgustos y contrariedades que a más de incontables perjuicios materiales proporcionó a la empresa la prematura muerte de sus presidente del consejo y director gerente tremendamente afectados por los apasionamientos de una lucha en la que se vieron totalmente desasistidos por las autoridades locales. Lorente vino a Cementos y nuestra convivencia me permitió conocerle a fondo. Pude comprobar las zozobras de su espíritu ante el panorama general que se cernía sobre España y día a día me fue dado asistir al naufragio de unos ideales sustentados sinceramente durante tantos años y difuminados ante el deplorable espectáculo de la barbarie desatada. Cuando estalló el Alzamiento Nacional, no quedaba ya en Lorente, como en tantos desilusionados españoles, más que el afán de que pronto viniera algo, lo que fuera, que barriera aquel malhadado Frente Popular, prisionero de sus propios errores y desbordado en su propio sectarismo por las fuerzas incontrolables que él mismo había fomentado para su sostenimiento.

Entre tanto, Felipe, incondicional amigo mío, intensificó su relación futbolística con todos nosotros; nos ayudó en cuanto pudo y cuando llegaron momentos de cansancio y de vacilación la voz sincera de Lorente se dejó oír y para dar ejemplo y ánimos a todos no tuvo inconveniente en cargar con la presidencia del Zaragoza, en la que estaba cuando el equipo ascendió a la Primera División en la temporada 1935-36. De su paso por la directiva del club quedó como fundamental, aparte de la materialidad del ascenso y de la nivelación de la situación económica, su incansable labor por aunarnos y mantenernos en tensión a quienes ya comenzábamos a dar señales de disentimientos producidos por el agotamiento inherente a muchos años de incesante batallar. Seguramente y como inmerecida compensación a sus buenos deseos puestos en práctica, le cupo la mala suerte de que su mandato presidencial acabara teniendo que presidir la horrible Junta general del Iris Park, que acabó también con casi todos nosotros; pocos días después se producía el Alzamiento nacional y el paréntesis abierto, glorioso en su finalidad, ya no pudimos cerrarlo futbolísticamente muchos de los que asistimos a su iniciación, por muy diversas causas. Con todo, aún prosiguió Lorente su tarea de buena voluntad y de servicio al fútbol aragonés. En el año 1937 los clubs existentes en Zona Nacional dominada por Franco, acordaron reunirse en San Sebastián para dar señales de vida y recabar la auténtica representación del fútbol español, ya que la Federación Española permanecía en Madrid y en manos de los rojos. Lorente fue a San Sebastián representando al Zaragoza y a la Federación Regional. Abogó con todos por la reorganización del organismo nacional y defendió la candidatura de Julián Troncoso, a la sazón Comandante Militar de Irún y Jefe de Fronteras, para la presidencia del Comité directivo. Troncoso pertenecía a la Junta del Zaragoza y el fútbol aragonés tuvo la satisfacción de ver encumbrado al primer puesto de la organización nacional a uno de los suyos. De aquel Comité de San Sebastián formaron parte hombres tan representativos como los hermanos De la Riva y Juanito López García. Y con eso sí que se acabó el fútbol para Felipe Lorente.

Incorporado a él, como queda dicho, más que por afición por adhesión personal a quienes llevábamos las riendas directivas, cumplió con exactitud los fundamentos de su incorporación, pues sirvió a todos con lealtad, con entusiasmo y prestó beneméritos servicios también al fútbol local, pues no hay que olvidar los difíciles momentos por los que atravesábamos, en todos los órdenes, cuando Lorente ofrendó su incondicionalidad y sus buenos deseos.

Pero Felipe Lorente, hombre trabajador y siempre bien intencionado, tiene sobre sí la mala suerte de que se malogren en flor todas las cosas en las que pone su fe y sus mejores intenciones. Preparado desde chico en el negocio de su padre y dominador de él al cabo de los años tuvo precisión de abandonarlo por disensiones familiares inherentes al fallecimiento de su padre. Orienta su vida por otros derroteros. Se queda con el arriendo del Teatro Principal y pierde dinero. Logra en Cementos Zaragoza una misión comercial de importancia y cuando puede comenzar a recoger los frutos de su trabajo, se proclama el Alzamiento nacional, viene la Guerra de Liberación y todo se va al traste. Ha sido republicano de toda la vida; ve llegar la república, contempla con amargura las orientaciones de la misma, completamente dispares con lo que él ha defendido siempre y en cinco años calamitosos la ve desaparecer ahogada en sus mismos errores y barrida en descomunal batalla por la reacción de los auténticos españoles entre los que él se encuentra. Su dinamismo no descansa y pronto surge en él la iniciativa de montar un negocio en Irún, modesto en sus orígenes que domina perfectamente y que puede llegar a ser un asunto interesante. Y cuando ya lo tiene en marcha surgen los apetitos y el afán de muchos por significarse, enmascarando de patriotismo lo que no son sino iniciativas mercantilistas y le intervienen sus instalaciones y su negocio en aras de un monopolio que sirve para enriquecer a unos pocos y para dar colocación a otros muchos…

Pero Lorente no descansa y con el argumento de aquel modesto negocio presta a la Comandancia Militar de Irún servicios inapreciables. Lorente tiene buenos amigos personales en Francia y en un continuo pasar y traspasar la frontera logra organizar una información eficiente que tanto el Cuartel General como el V Cuerpo de Ejército estiman y aprovechan. Aquello no rinde a Lorente utilidad alguna, pero él ha sido toda la vida desinteresado y se complace en ser útil, no sólo a la Causa, sino también a cuantos a él acuden en demanda de auxilio para localizar a un familiar desaparecido, para reincorporarse a la España de Franco y para cuantos innumerables casos se dan en circunstancias como aquellas para hacer un favor.

No se le va de la cabeza el recuerdo de un episodio harto amargo, en el que se ha puesto de relieve esa mala suerte que le acompaña. Cuando se produjo el Alzamiento tenía a su familia en Alcalá de la Selva. Tras los primeros días de desconcierto y de incomunicación, logra trasladarse a Teruel para intentar recoger a los suyos. Desde Teruel inicia gestiones para comunicar con Alcalá de la Selva. Con su familia están en el mismo pueblo Antonio Sánchez y José María Muniesa con sus familias. Ello le hace estar un poco confiado, pero a la vez le produce una gran preocupación tremenda. Él sabe que Augusto Muniesa ha sido detenido y sabe también que se busca a José María; le intranquiliza la suerte de los suyos, pero le intranquiliza todavía más lo que pueda ocurrirle al amigo, a quien querría prevenir. ¿Cómo hacerlo? En la vacilación natural se precipitan las cosas. Los veraneantes de Alcalá han evacuado el pueblo ante la inminente entrada de los rojos procedentes del penal de San Miguel de los Reyes. Las familias de Lorente, Muniesa y Sánchez con José María y Antonio han alquilado una caballería y han salido monte a través. Penosa marcha, pero al fin la liberación. Y al encontrarse, lo irremediable. Muniesa es detenido y Felipe, con el dolor de no haber podido avisarle con tiempo para evitarlo. Lo demás sería ya por mucho tiempo un motivo de triste amargura para Felipe Lorente, que nada pudo hacer por aquel amigo a quien tan de verdad apreciaba.

Lorente concibió nuevas empresas y se trasladó a Madrid. Buenos horizontes, magníficas perspectivas; pero cuando el fruto parece sazonar, el derrumbamiento. Y vuelve a empezar con mayores bríos; pero nuevo retorno a una interminable calle de la Amargura, cuyo tránsito parece ser el sino de este hombre sinceramente bueno, que no ha hecho más que servir a todo el mundo y que nunca acaba de encontrar quien le sirva a él, como si no lo mereciera o como si una mala suerte le acompañara con tenacidad.

La única compensación que puede tener a tantos afanes frustrados es el sentirse asistido de los suyos, que estoicamente han encajado los infortunios, alentándole a proseguir sin desmayos, en el intento de salir adelante. Unos hijos inteligentes, trabajadores y optimistas que han sabido encarrilar brillantemente sus actividades y sus vidas, son el auténtico remordimiento por creer que no ha podido hacer por ellos cuanto él habría deseado.

Yo siempre espero con ansiedad saber que un día Felipe Lorente ha logrado cuajar en realidad una de sus innúmeras buenas iniciativas, y además de esperarlo, lo deseo vivamente, pues Lorente lo merece, por buen amigo y buena persona. Algún día quedará vencida su mala estrella y logrará la compensación de un vivir tranquilo, libre de preocupaciones de toda clase. Mientras esto llega, quede aquí constancia del reconocimiento y la gratitud que merecen los buenos servicios que colectiva y personalmente nos ha prestado la buena amistad de Felipe Lorente.

Madrid, junio de 1952.




El duelo Berkessy-Balmanya en el Real Zaragoza de los años cincuenta

Desde hace unos meses, estoy trabajando junto con otro miembro del CIHEFE, Luis Javier Bravo Mayor, en la elaboración de un libro dedicado a los 83 años de historia del Real Zaragoza, con especial hincapié en los 62 entrenadores que se han sentado alguna vez en los banquillos del viejo estadio de Torrero o en el actual estadio municipal de La Romareda.

Como es lógico, para buscar información al respecto, hay que acudir a las fuentes principales a las que recurre cualquier investigador, los periódicos de la época.  Esta búsqueda casi siempre resulta tediosa, pero de vez en cuando encuentras cosas interesantes para tu trabajo que compensan con creces las horas de tedio.  Es el caso que os voy a comentar ahora y para lo cual os pongo en antecedentes.

En la temporada 1951-1952 el Real Zaragoza acababa de ascender a Primera División.  El héroe de aquel ascenso fue Juanito Ruiz, que como entrenador no tenía mucha experiencia pero era un hombre de la casa, todo un mito del zaragocismo tras jugar durante diez temporadas en el conjunto maño y acumular 240 partidos y 64 goles con la elástica blanquilla.

En  el regreso a Primera, el equipo había debutado con buen pie tras la victoria por 0-1 en el campo de otro recién ascendido, el Atlético Tetuán.  Sin embargo, las tres siguientes jornadas fueron un auténtico desastre y el Real Zaragoza encadenó otras tantas derrotas en las que encajó la friolera de 21 goles.  El RCD Español ganó por 5-6 en Torrero, la visita a San Mamés se saldaba con un contundente 10-1 a favor del Athletic y, finalmente, la visita del Atlético de Madrid, que ganó por 0-5, supuso la puntilla definitiva para Juanito Ruiz que fue cesado por la directiva zaragocista.

Se contrató para el cargo de entrenador al húngaro Elemer Berkessy, que en las 26 jornadas que restaban de campeonato, logró salvar al equipo del descenso, finalizando la Liga en una honrosa duodécima posición.

Pero la mayor gesta de Berkessy como entrenador del Real Zaragoza, se produjo una vez finalizada la Liga, concretamente en la Copa del Generalísimo.  El sorteo deparó un duro rival, el Athletic Club de Bilbao, que se acababa de proclamar subcampeón de una Liga que terminó ganando el F.C. Barcelona.  En el partido de ida, disputado en San Mamés el jueves 17 de abril de 1952, el conjunto de Berkessy nada pudo hacer ante el conjunto vasco que acabó ganando por un contundente 3-0, con goles de Tini, Piru Gainza y Gárate.

La gran machada se produjo en el partido de vuelta disputado en Torrero tres días más tarde, el 20 de abril de 1952.  Pitarch, Noguera, de nuevo Pitarch y Belló II, anotaron los cuatro goles del Zaragoza que dejaban fuera de “su” torneo a los leones.  La afición maña estalló en júbilo y solo el enfrentamiento entre el técnico Berkessy y Rosendo Hernández puso un borrón que prácticamente pasó inadvertido para el público.

Berkessy besa a Belló tras la gran remontada en el partido de Copa frente al Athletic

Berkessy besa a Belló tras la gran remontada en el partido de Copa frente al Athletic

Esta es la ficha del partido:

REAL ZARAGOZA C.D. 4: Higinio; Jugo, Riera, Calo; Ezquerda, Atienza; Pitarch, Belló II, Rosendo Hernández, Noguera y Davi. Entrenador: Elemer Berkessy.

ATHLETIC CLUB BILBAO 0: Lezama; Canito, Areta, Garay, Manolín, Nando, Iriondo, Arteche, Venancio, Tini y Gaínza. Entrenador: José Iraragorri.

Goles: 1-0 Noguera 17’ / 2-0 Pitarch 23’ / 3-0 Pitarch 29’ / 4-0 Belló II 66’.

De nada sirvió esta histórica remontada ya que el Zaragoza fue eliminado en Cuartos de final por el Valencia.

Esa machada en la Copa frente al Athletic, le sirvió a Berkessy para firmar por otra temporada (la 1952-53) con 220.000 pesetas de ficha, 8.000 de sueldo y triples primas.  Berkessy, cuando fue licenciado, a pesar de ser la primera vuelta de la Liga y no haber ganado con él ni un solo partido, exigió que le garantizasen y le pagasen hasta la última peseta.  Dos directivos del Zaragoza tuvieron que firmarle personalmente unas letras que negoció el húngaro inmediatamente.

Se habían disputado las siete primeras jornadas de Liga y el Real Zaragoza no había conseguido ni un solo punto. Estos fueron los resultados:

Jor-1

14/09/1952

Torrero Real Zaragoza C.D.

0

Real Valladolid

4

Jor-2

21/09/1952

San Mamés Athlétic C. Bilbao

3

Real Zaragoza C.D.

0

Jor-3

28/09/1952

Torrero Real Zaragoza C.D.

1

R.C.D. Coruña

2

Jor-4

05/10/1952

Buenavista Real Oviedo

3

Real Zaragoza C.D.

2

Jor-5

12/10/1952

Torrero Real Zaragoza C.D.

0

C.D. Málaga

2

Jor-6

19/10/1952

Metropolitano Atlético de Madrid

4

Real Zaragoza C.D.

1

Jor-7

26/10/1952

Torrero Real Zaragoza C.D.

1

F.C. Barcelona

5

Tras la última derrota en Torrero frente al F.C. Barcelona por 1-5, la semana fue movida en Zaragoza. El equipo había perdido los siete primeros partidos de Liga, cuatro de ellos en su estadio de Torrero y tan solo llevaba 5 goles a favor y 26 en contra. Según se indica en una noticia del diario Marca del 29 de octubre de 1952, dimitieron tanto el Presidente, señor Abril, como el entrenador Berkessy: “BERKESSY Y ABRIL DIMITEN. En cuanto al Real Zaragoza, Berkessy ha presentado su dimisión como entrenador, que le fue admitida por la Junta Directiva.  También el doctor Abril mantiene con carácter irrevocable su dimisión y ha sido sustituido accidentalmente por el primer vicepresidente, don Emilio Ara Bescós.  La directiva del club realiza gestiones cerca de Pasarín para que acepte el cargo de entrenador. Mientras tanto, se ha hecho cargo del equipo como preparador accidental, el capitán Garay”.

Durante las dos siguientes jornadas, el capitán Victor Garay y el secretario técnico José Luis Conde se hicieron cargo del equipo mientras en el club se intentaba la contratación de un nuevo entrenador.  El elegido, finalmente, fue el gerundense Domingo Balmanya, y de esta manera lo reflejaba en su portada el semanario aragonés Zaragoza Deportiva en su edición del lunes 17 de noviembre de 1952:

BerkessyBalmanya02Sin embargo, la tarea que tenía por delante Balmanya no iba a resultar fácil y, como era de prever, el equipo acabó la temporada en la última posición de la tabla con tan solo 17 puntos.  El Real Zaragoza volvía a Segunda División.

A pesar del descenso, Domingo Balmanya continuó dirigiendo al Real Zaragoza en la temporada 1953-54 en Segunda División.  Se ganó en el primer partido de Torrero a la Gimnástica de Torrelavega por 3-1 y en la jornada siguiente llegó la primera derrota por 1-0 frente al Caudal de Mieres. Dos victorias consecutivas y con espectaculares marcadores (8-1 al Ferrol y 3-5 frente al Escoriaza), parecían enderezar algo el rumbo del equipo, que finalizaba la quinta jornada en la cuarta posición de la tabla.  Sin embargo, en la jornada 10, y tras una derrota por 0-1 en Torrero frente al Real Avilés, Domingo Balmanya presentó su dimisión al presidente Cesáreo Alierta, sin poder cumplir su promesa de devolver al Real Zaragoza a la Primera División

Tras la dimisión de Domingo Balmanya, se inició una guerra dialéctica entre éste y el anterior preparador del Real Zaragoza, Emilio Berkessy, en lo que la prensa denominó “Duelo Berkessy-Balmanya”.  Ese era el titular del semanario Zaragoza Deportiva en su edición del lunes 4 de enero de 1954:

BerkessyBalmanya03BerkessyBalmanya04Balmanya atacaba a su antecesor Berkessy en el semanario barcelonés “Dicen”, una vez consumada la dimisión del técnico gerundense como entrenador del Real Zaragoza.  Estas fueron, íntegramente, las declaraciones de Balmanya:

“Conocíamos la gran ilusión con que Balmanya inició sus trabajos la pasada temporada en el Zaragoza, y conocíamos también la excelente acogida que su plan de trabajo mereció de la Directiva y elementos oficiales del futbol zaragozano.  Por ello nos sorprendió su dimisión, y es por todo lo antes dicho que estamos ahora charlando con Domingo en plan de reportaje:

–          ¿Cuál era el plan que expusiste tú la pasada temporada al Zaragoza?

–          Trabajar a fondo y no sólo para reorganizar el futbol del Zaragoza, sino también de Zaragoza.

–          ¿Tuviste éxito inicial?

–          Sí.  Mi plan fue aceptado por la directiva, no sólo con plena convicción de su necesidad, sino también con intenso cariño.

–          Explícalo a grandes rasgos.

–          Crear filiales cuyos entrenadores trabajasen en un plan de preparación conjuntamente conmigo. Dar a conocer el futbol juvenil, completamente desconocido hasta que yo lo implanté.

–          ¿Se empezó a trabajar rápidamente?

–          Tan pronto como vimos que era imposible salvarnos del descenso, iniciamos nuestros trabajos con vistas a esta temporada.

–          ¿Resultados?

–          Hoy cuenta el Zaragoza con el “Amistad”, de Tercera División, y el “Celta”, de Primera Regional, como Clubs filiales, y tiene además dos equipos juveniles en marcha.

–          ¿Entraba el ascenso en tus cálculos?

–          Mi plan era de trabajo formativo, que es lo que precisa el futbol aragonés hoy.  Sobre el ascenso, creo que dije poco más o menos que haríamos todo lo posible por ascender, pero que las posibilidades eran mínimas esta temporada.

–          ¿Por qué tu plan, que fue bien iniciado, no ha podido ser seguido?

–          Porque hay una cierta impaciencia en la afición, que no permite al futbol aragonés alcanzar la solera necesaria.

–          Pero la impaciencia del aficionado, si no normal, es humana, ¿no te precipitaste tú un poco al dimitir?

–          Quizás sí, pero confieso que me sacaron pañuelos una vez y creí deber mío dimitir, sin perjudicar económicamente a la Directiva ni a nadie.

–          ¿Estás en buenas relaciones con la Directiva?

–          Buenísimas. Estos días estoy recibiendo sus felicitaciones por las fiestas y me confiesan que no se saben hacer todavía a la idea de ir al Club y no encontrarme a mí.

–          ¿Sufriste campañas de prensa?

–          Algún sector de Prensa es bastante culpable de lo que ocurre con el futbol zaragozano.  Para que te des cuenta, te diré que han llegado a afirmar que las escuelas de preparadores han sido nefastas para el futbol español, que el futbol sigue siendo improvisación y personalidad…. Y otras lindezas que iban dirigidas contra mi labor táctica y técnica dentro del equipo.

–          ¿Hay disensiones dentro de la afición?

–          Hay una lucha entre elementos ajenos a la actual organización del Club, y entre los que más significan en este sentido desmoralizador es el ex ex entrenador Berkessy.

–          ¿Berkessy?

–          Vive en Zaragoza y su mayor ilusión era y es volver a ocupar el cargo que tuvo que dejar de un modo ruidoso.

–          Recuerdo bien como llegó a tus manos el Zaragoza.

–          Completamente deshecho, a pesar de contar con buenas figuras.  A mi modo de ver, todas las desdichas arrancan de la actuación de Berkessy como entrenador, durante la cual el equipo no logró puntuar en los nueve primeros partidos de Liga.

–          Berkessy fue alumno tuyo en la Escuela Nacional de Preparadores ¿no?

–          Quizás a razón de su asistencia al cursillo haya mejorado unos conocimientos básicos en futbol que creo desconocía totalmente.

–          ¿Vio mal tu nombramiento como entrenador del Zaragoza?

–          Lamento tener que decir que el comportamiento de Berkessy en Zaragoza no ha sido ni elegante ni leal como debiera, máxime teniendo en cuenta que era un hombre que en la tierra aragonesa se le habían dado las máximas facilidades para organizar futbolísticamente su vida en España.  Yo, particularmente, he tenido un enemigo abierto en él.

–          ¿No eres partidario del entrenador extranjero en España?

–          Si es bueno, ¡cómo no!

–          ¿Son buenos todos los que actúan en la actualidad?

–          No tengo nada que oponer.

–          ¿Cuál es el mejor?

–          Scopelli, sin duda alguna.

–          ¿Bueno técnica y tácticamente?

–          Buenísimo en los dos aspectos y un caballero en su trato personal.  Yo poseo recortes de prensa chilenos en los que Scopelli dedica los mayores elogios a las escuelas españolas de preparadores.  Es un detalle que no todos prodigan cuando están fuera de España.

–          Para terminar. ¿Algún recuerdo agradable de tu estancia en Aragón?

–          Los amigos que he dejado en la Directiva, verdaderos caballeros que yo sé cómo y cuánto luchan por un Club pobre al que sostienen gracias a sus grandes dotes de ordenación económica, y también comprobar que se sigue el plan de trabajo que yo tracé, que un día dará sus frutos.

–          Unos frutos que tu no vas a recoger, Balmanya.”

El mismo semanario deportivo zaragozano, publica a continuación la carta que dirigió el húngaro Elemer Berkessy al director de Zaragoza Deportiva, y que este medio publicó también íntegra en la misma edición del lunes 4 de enero de 1954.  En dicha carta se defiende de las acusaciones realizadas por el recién cesado entrenador del Zaragoza Domingo Balmanya.  La carta, que lleva el título “AQUÍ BERKESSY”, dice textualmente lo siguiente:

BerkessyBalmanya05“Sr. D. Eduardo Fuembuena.

Mí distinguido amigo: Perdone usted que me dirija a ese simpático semanario que dirige para hacer llegar a los aficionados zaragozanos la expresión del disgusto que me ha producido leer, otra vez, injustas acusaciones que se hacen en contra mía, y que por ser tan repetidas no puedo dejar sin contestar.  Muchas otras he dejado pasar, pero temo que se entienda como cobardía, o como comodona conformidad por mi parte, mi silencio, y creo que en ninguna otra tribuna como en ZARAGOZA DEPORTIVA, tan leído y tan apreciado por los aficionados zaragozanos, había de hallar mejor resonancia mi disgusto. Muy agradecido por ello, pidiéndole perdón, comenzaré mi alegato.

En el último número del semanario barcelonés “Dicen”, del 24 de diciembre, el Sr. Balmanya hace unas declaraciones en contra mía, manifestando que yo he sido un enemigo abierto para él, y por ello que yo he preparado su fracaso.  No quiero discutir, sino contestar documentalmente.  No hay que olvidar que el Sr. Balmanya había ya achacado su fracaso a “cierto sector de la Prensa”; al público más tarde, y a los jugadores.  Ahora, agotados ya todos los argumentos, ha encontrado otro culpable.  Ese he sido yo.  Para salvar su piel no ha vacilado en informar falsamente a los periodistas catalanes, ignorantes de cuanto había ocurrido en Torrero.

Vamos a dejar hablar a la realidad. Balmanya cogió al Zaragoza el 12 de noviembre de 1952, según él mismo dice, con un material magnífico, el mismo que yo tuve “con todas las facilidades que se me dieron”.  Tenía que jugar todavía veintiún partidos y ha tranquilizado al público diciendo que en quince días tendría equipo.  El primer partido, contra la Real Sociedad, después de un primer tiempo en que se ganaba por 3-1, empataron a 3 y casi se perdió. El segundo partido, contra Vigo, y después de haber asegurado al público que haría una formación “betón” casi imposible de atravesar, se perdió por 6-1.  Luego ha cambiado de táctica y declara que el material con que cuenta es flojo.  Y por ello ha fichado a Unanue, Bolta y al chileno internacional Díaz Zambrano, para reforzar su cuadro.

En seguida vinieron las experiencias ridículas.  Pitarch quedó arrinconado porque pensó luminosamente que Pío, Calo y Roig eran mejores extremos que el pequeño Pitarch, que conmigo llegó a ser uno de los mejores extremos de España, y especialmente el domingo pasado demostró sus magníficas cualidades y sus facultades excepcionales, con lo que ha contestado bien claramente a la equivocación de Balmanya.

Con Atienza ocurrió algo parecido.  Después de haber descubierto que era un magnífico interior, puesto que ocupó hasta fin de temporada, ocurrió la sorpresa de que en la Segunda Liga ya no valía para nada, ni tenía puesto en ninguna de las líneas del equipo.

¿Por qué no le daba ocasión a Riera para que en veintiún partidos demostrara sus facultades, sabiendo que era el jugador más caro del club? Por lo menos hubiera procurado un buen traspaso para este jugador, con lo que el Club se hubiera podido aliviar de su fichaje?  ¿Por qué no dio oportunidad a Higinio cuando Pita había recibido verdaderas goleadas en Vigo, en Barcelona, en Sevilla, donde después de un empate a dos, un error posicional hizo que terminara el partido 5-2?  En este partido, mientras Samu marcó a Arza, se conservó el empate a dos; cuando Gonzalvo marcó a Arza en el segundo tiempo, llegó la derrota.

Pero lo interesante de este encuentro fue que el 12 de abril de 1953 declaraba en el “Correo de Andalucía”: El Zaragoza está mal situado por falta de preparación física al comenzar la Liga.  Y hacía cinco meses que yo había dejado el Zaragoza…. En ese tiempo yo había conseguido que el sencillo Avilés, al que recogí en séptimo lugar, tuviera la seguridad de jugar la Liguilla.  Balmanya seguía echándome la culpa del escaso rendimiento de un equipo que hacía cinco meses que él entrenaba.  ¿Cómo podía ser enemigo abierto de Balmanya, hallándome a 700 kilómetros de distancia de Zaragoza?

Cuando llegó a Zaragoza, un periodista le preguntó: ¿Conoce el material del Zaragoza? Y contestó: Le he visto jugar contra el Barcelona y no comprendo cómo han podido perder después del magnífico primer tiempo con empate a un goal.  Había olvidado rápidamente que el mismo día su equipo, el Gerona, había perdido 8-0 contra el Escoriaza, equipo del que se hallaba a un punto de distancia, mientras el Zaragoza era el colista y el Barcelona estaba en la cabeza de la Liga.

Cuando yo llegué a Zaragoza, en 3 de octubre de 1951, tenía todavía que jugar veinticinco partidos sin conocer no sólo a los jugadores del Zaragoza, ni siquiera a los equipos adversarios.  Así empecé mi trabajo, dejando abiertas de par en par las puertas del campo para que los aficionados pudieran ver mi trabajo.  Ninguna vez culpé a mi antiguo entrenador, Juanito Ruiz, de la situación del Zaragoza.  No hice tampoco ninguna promesa a los aficionados…. Pero terminamos la primera vuelta en el octavo lugar de la clasificación, sin estrellas, por lo menos sin aquéllos jugadores, cualquiera que fuera su nombre, que no querían hacer sus deberes; ni siquiera el aspecto afectivo de la nacionalidad, como ocurrió con Hrotko, que también dejó de jugar.

Salvamos al Zaragoza con jugadores grises, buscando el puesto donde daban más rendimiento, como Daví y Belló, de interiores; Ezquerda, volante; el joven Atienza, y con el resucitado Jugo, con los que alcanzamos el bonito final de temporada eliminando al Atlético de Bilbao en la Copa y permaneciendo en Primera División.

En cambio, en la actuación de Balmanya después de las victorias sobre el Español, Atlético de Madrid y del Bilbao, cuando se esperaba la reacción del Zaragoza y su juego ofensivo, jugándose la última carta, sorprende ver de nuevo formaciones defensivas.

Balmanya ha manifestado muchas veces su aversión hacia los extranjeros, pero podía recordar que durante el Movimiento Nacional, Balmanya estuvo jugando y ganando muchos francos en Francia, esperando hasta que pudo volver a España.  Por ello, parece poco humano que manifiestamente haga declaraciones contra los extranjeros, sobre todo si son refugiados.  Porque, además, falta saber si no estaría dispuesto a aceptar algún buen contrato fuera de España.

Vamos a comparar nuestras personalidades deportivas respectivas.  Balmanya fue entrenador del Tarragona, donde fue llamado como jugador por Nogués, y a quien en gratitud, con una pequeña labor, desplazó de su cargo de entrenador para coger el equipo.  Luego fue a Gerona, que era el equipo de su ciudad natal ¿Qué otros equipos ha preparado? ¿Dónde más ha sido entrenador?

Yo empecé, en 1938, en Hungría mi labor trabajando cinco años en primera Liga, luego dos años como entrenador oficial de la Federación húngara, cuatro años en Italia en Primera y Segunda división, más tarde en Zaragoza y en el Avilés.  En total, quince años de entrenador.

Siempre he sido respetuoso con las leyes del país en que he vivido y las disposiciones federativas de aquéllos países… y, por ello, solicité los títulos regional y nacional españoles, en tanto salvaba al Zaragoza del descenso con la práctica que poseía.

Acudí al cursillo de Barcelona con una carta de la Federación Nacional firmada por el señor Ramírez, en la que se decía que me presentaba para “revalidar mis títulos”, y con mis cuarenta y ocho años, quince años de experiencia de entrenador y tres títulos en mi poder, ocupé mi sitio en la Escuela junto con los principiantes, para demostrar así mi absoluta conformidad con las disposiciones de la Federación Nacional, sin contar para nada mis méritos.

Reconozco que, efectivamente, allí aprendí mucho, cada país tiene sus sistemas; pero fíjese nuevamente, señor Balmanya: en Hungría el primer curso nacional se inauguró en 1938, y mi título lo obtuve en 1940, y en España el primer cursillo oficial se inauguró en 1949-50.  No quiero discutir la valía del fútbol húngaro, bien claro lo demuestra su rendimiento, con veintiocho victorias, y con el brillante resultado reciente sobre Inglaterra en Wembley, ni quiero decir tampoco nada de mis méritos señalando que en ese equipo que venció a Inglaterra, cuatro jugadores: Lorant, defensa central; Zakarias, Bozsik, volantes, e Hidegkuti, delantero centro, fueron descubiertos y en sus primeros tiempos preparados por mí.  Ni quiero tampoco recordarle que de ese mismo equipo internacional formé parte dieciocho veces.

Documentalmente puedo demostrar en cualquier momento la veracidad de estas manifestaciones, como puede testimoniar Kubala mismo, que sabe bien de mi actuación en Hungría.

Finalmente, y para terminar, quiero destacar que en todas partes la misión de los entrenadores es trabajar con sus jugadores, sudando todo lo que sea preciso para lograr una perfecta compenetración y un perfecto dominio por parte de cada jugador, que sólo trabajando arduamente se logra.  Sentado en el banquillo no se puede lograr un perfecto trabajo.  Nadie podrá acusarme de haber dado un paso para lograr el fracaso de Balmanya, él solo lo ha preparado.

Confieso que después de él hubiera cogido muy a gusto el Zaragoza, para demostrar que con el mismo material, colocando a cada jugador en su puesto, pudiera llegar a dar la máxima satisfacción para los aficionados y para el Club, por ejemplo bajando a Belló a la línea delantera, contando con Ezquerda como volante, como una iniciación de solución.

Moralmente estoy rehabilitado, desde el momento en que, según pudieron ver la mayor parte de los aficionados recordando mi labor, esperaban mi regreso al Zaragoza.

Ya veremos cuándo en la vida de Balmanya puede darse el caso de que la afición zaragozana desee su regreso….

Y nada más, señor director; únicamente quiero expresar el sentimiento que me produce que la conducta de un antiguo compañero mío, jugador como yo del Barcelona, y un colega, preparador como yo, y entrenador como yo, y entrenador como yo, me haya obligado a hacer estas declaraciones; pero todos deben comprender que no se puede soportar tan continuado, tenaz e injusto ataque sin que por una vez por los menos pueda defenderme.

Mi gratitud para las columnas acogedoras de ZARAGOZA DEPORTIVA, para usted, señor director, y para los aficionados zaragozanos, a quienes aprendí a apreciar en Torrero.

                                                                                                          EMILIO BERKESSY

Como podemos comprobar, tras la lectura de las declaraciones de ambos entrenadores, un auténtico culebrón de los años cincuenta,  a la altura de los grandes debates dialécticos entre José Mourinho y Pep Guardiola en tiempos mucho más recientes.

Esto es tan solo un adelanto de lo que podréis encontrar, en su debido momento, en el libro que estamos elaborando entre Javier Bravo y un servidor.  Tal vez en otro número de Cuadernos de Fútbol os adelantemos algún otro culebrón.  Mientras tanto seguiremos investigando.




Biblioteca Martialay: La siesta de un árbitro inglés mientras suenan los himnos

PartidoZaragoza01

Zaragoza se vistió de fiesta para recibir su primer partido internacional. Tan de fiesta que a los franceses, en el viejo Torrero, se les encasquetaron ocho goles.

Fiesta completa.

Pero no empezó con cuerpo de jota, no. Tras los JJOO de Ámsterdam, tan catastróficos, dimitió el seleccionador Berraondo. Le sustituyó, en solitario, José María Mateos, que, “en trío”, ya había ejercido el cargo. Pero ahora, como los buenos toreros, estaba solo en el ruedo. Y fue el primero –que conste- que pensaba que la Selección tenía que ser el “España F,C.” Y funcionar como un equipo de club. Bajo la camiseta roja no quería “colorines”, uno de aquí, otro de allí…

Zamora, por supuesto. La defensa del Madrid: Quesada y Urquizu. Los medios alas del Madrid, Prats y José María Peña, con el eje españolista Solé. La parte derecha de la delantera del Madrid, con Lazcano, Triana y Gaspar Rubio, y la izquierda del Español, con Padrón y Bosch. Con dos equipos: Madrid y Español de Barcelona esperaba aglutinar un conjunto casi acoplado de entrada. Pero…

Se lesionó Urquizu. Tin Bosch, en el partido Español – Arenas de Guecho, fue a por el árbitro con torvas ideas agresivas y la Federación le suspendió por tres meses. Solé también caía lesionado. Padrón, comunicó que no podía ir porque estaba muy “malito” debido a que en el cuartel le habían puesto la inyección antitífica y se mareaba al intentar ponerse de pie. Triana pasaba un bache de forma que era un socavón. Y Zamora, en el entrenamiento que se hizo ya en Zaragoza, se retiró echándose mano a la muñeca y dando los gritos teatrales de dolor que solía lanzar Zamora en tales circunstancias.

Los maliciosos periodistas titularon: “Conspiración españolista. Todos los blanquiazules fuera de combate. O se levanta el castigo a Bosch o no jugará ninguno”

No era verdad. Zamora se puso en manos del masajista del Iberia de Zaragoza, Esteban Plattko, hermano del “oso rubio” de Alberti y del Barcelona, que lo dejó como nuevo en unas horas.

Pero el embolado se había trasladado al área del Seleccionador. E hizo un verdadero “puzzle” a base de encaje de bolillos. El ala izquierda españolista la cambió por la donostiarra: Paco Bienzobas y Yurrita.  Prescindió de Triana pero metió a Goiburu que había pasado mucho tiempo jugando con Lazcano en el Osasuna, lo que garantizaba su entendimiento. Y ya que el centro de gravedad había pasado del azul y blanco españolista al de la Real Sociedad, metió en el centro de la medular al donostiarra Marculeta. También echó mano de esos colores para suplir a Urquizu llamando a Quincoces, del Deportivo Alavés.

El “España F.C.” sin colorines, se cambiaba de bicolor en pentacolor.  Pero con una cierta coherencia en su previsible entendimiento en hombres que se conocían.

Resuelta la papeleta del equipo quedo por consignar la pincelada de pintoresquismo.

Corrió a cargo del árbitro inglés designado por la FIFA. No se sabe si por devoción a la Virgen del Pilar – que Rimet era un creyente fervoroso- o por echar un ojo al colegiado, el presidente de la FIFA presidía el encuentro franco hispano.

El árbitro se llamaba, nada menos, que Albert James Prince Cox, nacido en Portside el 8 de agosto de 1890. Era capitán retirado de la RAF, con brillante hoja de servicios en lo que entonces de llamaba “la Gran Guerra”, sin saber la que estaba por llegar… Venía de arbitrar en Viena un Austria – Italia que había sido una batalla campal. Los italianos salieron, antes que lo dijera el Duce Mussolini, a “vincere o morire”. Con razón. Porque los austriacos  se negaron a poner la bandera italiana en el mástil del estadio junto a la bandera local. Y la banda de música en vez de interpretar el himno italiano tocó una marcha fúnebre. ¡Oh, los felices, románticos, locos y pacíficos años veinte…!

Total, que el capitán Prince Cox llegaba a Zaragoza con todas las cautelas ante un enfrentamiento entre dos países de tradicionales malas relaciones excelentes.

Y cuando empezaron a sonar los himnos de los países contendientes, se declaró neutral. Y mientras los jugadores se ponían más o menos firmes, él optó por tumbarse en el césped. Quizá pensó que si había otra marcha fúnebre convenía adoptar la postura adecuada: yacente.

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Alguien interpretó la actitud del colegiado como un enfado porque entre los himnos previstos no figuraba el del Reino Unido. Pero no deja de ser chocante que un militar, aunque en situación de retirado, cometiera tal desafuero de cortesía y respeto a algo tan sagrado para un hombre de la milicia como unos himnos nacionales.

Para completar la información de aquella tarde del 14 de abril de 1929 en Torrero, hay que dar las alineaciones de los contendientes:

ESPAÑA (roja /azul): Zamora (cap.): Quesada, Quincoces; Prats, Marculeta, Peña; Lazcano, Goiburu, Gaspar Rubio, Paco Bienzobas, Yurrita.

FRANCIA (azul/blanco): Henric; Vallet, Bertrand; Dauphin, Banide, Villaplane; Dutheil, Lieb, Nicolas (cap), Veinante, Galley.

Goles: 1-0 Bienzobas (7’); 2-0 Rubio (35’); 3-0 Rubio (57’); 4-0 Bienzobas (pen, 65’); 5-0 Goiburu (62’); 6-0 Rubio (77’); 7-0 Goiburu (80’); 8-0 Rubio (84’); 8-1 Veinante (87’). Quesada falló un penalti.

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Dos añadidos. Uno: El capitán francés era Paul Nicolás (Red Star) y no Jean Nicolas (Rouen); la confusión viene del hecho de que el centro de la delantera de Francia lo ocuparon sucesivamente los dos Nicolas, el segundo fue el componente de la “delantera ametralladora” de los “bleus” en los años 30. Dos: quede para mejor ocasión el contar por qué Veinante le encajó ese golito al “divino” Zamora.