Las otras víctimas de la Guerra Civil (4)

No todas las víctimas de la Guerra Civil tuvieron nombre y apellido. Hubo entre ellas, también, sociedades mercantiles lastradas económicamente hasta su desaparición virtual o efectiva, por las multas monstruosas que a sus propietarios les fueren impuestas, como simpatizantes o sustentadores de alguna facción adscrita al bando perdedor. Fue el caso de la naviera Sota-Aznar, por ejemplo. Los De la Sota, con distintas consejerías en los bancos de Bilbao y Vizcaya, o compañías aseguradoras y metalúrgicas, dueños de un valioso patrimonio inmobiliario, habían actuado desde los lejanos tiempos del nacionalismo vizcaitarra como sostén económico del Partido Nacionalista Vasco, amén de tutelar desde hacía años al Athletic Club. Durante la Guerra Civil no sólo continuaron ejerciendo las mismas funciones, sino que su apoyo a cuanto representara el gobierno del Lehendakari Aguirre nada tuvo de ocultación prudente o disimulo. Así las cosas, apenas se hubo inclinado la balanza hacia el lado “nacional”, verían cernirse sobre ellos el galope de los cuatro jinetes apocalípticos. Como pago a la multimillonaria multa impuesta, les fueron confiscadas distintas propiedades inmobiliarias. Entre ellas, los palacios bilbaínos de la Plaza Elíptica -convertido en Gobierno Civil hasta la reinstauración democrática- e Ibaigane -actual sede del Athletic Club, luego de haber servido para distintos usos, sufrir saqueos y eludir milagrosamente la piqueta especulativa-, o una manzana de viviendas nobles en el ensanche de la Gran Vía, hoy patrimonio histórico. Pero además, los De la Sota vieron como su naviera acababa en manos de la familia Aznar, hasta entonces socios de segundo rango, para quienes desde el nuevo régimen todo fueron lisonjas, en pago a su adhesión sincera e inquebrantable. Los De la Sota, por pura rebeldía, acabaron constituyendo otra naviera de pequeña dimensión, matriculada fuera de España, en cuyos mástiles ondeaba la ikurriña tan pronto sus buques se hacían a mar abierto, y donde el idioma a bordo siempre fue el euskera.

Otros, en cambio, resolvieron su porvenir apoyando la sublevación desde los días previos, o sumándose a ella cuando la oportunidad o el cálculo meticuloso así se lo aconsejaron. Si el marqués de Luca de Tena o Juan March pusieron algo más que un granito de arena para impulsar la asonada, tampoco el ingeniero Goicoechea anduvo escaso de reflejos. Cambiase de bando con o sin los planos del cinturón de hierro bilbaíno, según distintas tesis sostuvieron, resulta innegable que su aproximación al régimen concluiría en financiación para el proyecto de tren articulado ligero, el “Talgo”, sueño devenido en realidad merced al dinero de los Oriol.

Y puesto que la depuración alcanzó a empresas, empresarios, gente del deporte o el artisteo, u hombres y mujeres de a pie, tampoco podían quedar al margen los clubes de fútbol. Máxime cuando resonando aún el eco de los últimos disparos, prohombres del nuevo estado ya advertían sobre cambios radicales. Así, el coronel Troncoso, nuevo mandamás del fútbol, en entrevista publicada por “ABC” el 24 de mayo de 1939, afirmaba que ya podían ir olvidándose clubes y futbolistas de ser esas entidades empeñadas en funcionar con independencia, y hasta con anarquía; que en adelante debían convertirse en sumisos mecanismos deportivos del Estado. Resumiendo, palo para incumplidores en el pasado, e intolerancia absoluta ante cualquier amago de futuros incumplimientos.

Durante los últimos años, toda la historiografía del F. C. Barcelona pone especial énfasis en contemplar a la entidad “culé” como gran víctima del franquismo más intransigente. Todo ello sustentado en proclamas desde la prensa y posteriores actuaciones, harto explícitas.

El 4 de abril de 1939, el semanario deportivo “Marca” cerraba un extenso artículo con clarísimo aviso a navegantes: “Al Barcelona F. C. como entidad deportiva, nuestra admiración. Como incubador de ideas alejadas de la manera de ser y de sentir de todo buen español, el desprecio y la justicia de Franco”. El mismo medio, días antes (29-III-1939), al repasar la parálisis futbolística en una Cataluña recién tomada por los “nacionales”, se hacía eco de la salida hacia Barcelona de algunos federativos, con la ardua misión de investigar a cuantos directivos, de nuevo cuño o recuperables del pretérito, estuviesen capacitados para tomar las riendas de la nueva Federación Regional y los distintos clubes. Las tres últimas frases de aquel suelto tampoco auguraban nada bueno: “Del Barcelona nada se sabe. Aunque no tendría nada de extraño que se cambiaran los colores de su camiseta, y que su escudo cambiara también. Predomina el criterio de que en vez de Barcelona se denomine, resucitando un viejo rótulo, el España”. Por otra parte, la ficha policial de esa entidad, sin añadir nada nuevo, daba pie a más sobresaltos al incidir en sus repetidos alardes catalanistas.

Martín Vantolrá, expedicionario del Barça en la gira americana, se quedó en México, ennoviado con la sobrina del presidente Lázaro Cárdenas y rubricando un contrato funcionarial de instructor deportivo.

Martín Vantolrá, expedicionario del Barça en la gira americana, se quedó en México, ennoviado con la sobrina del presidente Lázaro Cárdenas y rubricando un contrato funcionarial de instructor deportivo.

Pero siendo cierto todo esto, así como que el club azulgrana hubiese pechado con sanciones durante la dictadura de Primo por desacato al himno nacional, o estuviese presente en actos políticos catalanistas con banderas de sus colores, no es menos verdad que salió muy bien librado, si tenemos en cuenta ciertos hechos, dignos de análisis.

Su gira americana, por ejemplo, en plena contienda civil. O la espantada de no pocos componentes, unos afincándose en México -Vantolrá, Munlloch, Gual, Pedrol, Iborra o Fernando García-, país que no reconocía el nuevo estado franquista, y otros -Balmanyá, Escolá, Zabalo, Juan Rafá, Cabanes y Raich- recetándose un periodo de meditación, lejos de trincheras, balas y obuses, mientras seguían jugando al fútbol con el Sète, Troyes, Metz, Alés o Racing Club de París. Sin pasar por alto, desde luego, la adscripción política de su presidente José Suñol, diputado de Esquerra Republicana y víctima de la contienda, en la sierra de Guadarrama. El F. C. Barcelona, como bien es sabido, no perdió sus colores ni fue obligado a competir bajo el nombre de España. Y si las modificaciones en su escudo apenas pasaron de lo testimonial, su traslación de Foot-ball Club a Club de Fútbol obedeció a las mismas razones que convirtieron a los Racing, Sporting, o Athletic, en Reales o Atléticos: una muy pintoresca intención de erradicar barbarismos, aun a costa de engendrar vocablos tan disparatados como “jeriñac”, para el coñac, al producirse mayoritariamente en Jerez de la Frontera las marcas autárquicas.

En todo caso, el F. C. Barcelona no fue peor tratado que otras muchas entidades. ¿Qué decir, si no, de aquellas claramente asociadas a la República, hasta el punto de ostentar su nombre o lucir camisetas tricolores?. Y otro tanto de los que pudiéramos considerar clubes de inspiración obrerista. A unos y otros se les negaría el derecho a continuar compitiendo, o se les puso tantas trabas como a los palmesanos Athletic y Baleares, que para sobrevivir acabarían fusionándose. Tampoco el Levante lo tuvo fácil. Tanto sus directivos como los propios futbolistas estuvieron bastante mal mirados, ante el peso de su reciente pasado y representar a “la pequeña Rusia”, como se conocía al área del cabanyal valenciano. Si sentirse aplastados por la bota militar fue asistir a la depuración de numerosos directivos, o apelar al socio Jaime Sabaté Quexal, excombatiente en el bando victorioso, para obtener del gobierno civil un plácet a la reanudación de actividades, su humillación no fue mayor a las vividas por el Athletic Club, Arenas de Guecho, Real Unión de Irún, Deportivo Alavés, Real Sociedad de San Sebastián, Stadium Avilesino, Oviedo, Sporting de Gijón, Valencia, Don Benito, Badajoz, Tolosa o Eiriña.

Otros detalles, además, empañan un tanto ese ferviente catalanismo “culé”. O por lo menos el de sus futbolistas durante la guerra. Sirva como referencia la comparación entre el número de soldados republicanos azulgrana, y los de otras entidades de su entorno más próximo. Real Club Deportivo Español y Gerona C. F. aportaron 18. Trece el Centro de Deportes Sabadell. Once el C. F. Badalona y sólo 8 el Club Deportivo Granollers, en tanto otras entidades más modestas, como Mataró, San Cugat o Pueblo Nuevo, veían partir hacia el frente luciendo pañuelo rojo y gorra miliciana, a la práctica totalidad de sus plantillas. El F. C. Barcelona si bien tuvo a 11 de los suyos abrazando la causa republicana, lo cierto es que pronto dejarían fusiles y bayonetas por mor de aquella gira, arreglándoselas luego para que el océano, o los Pirineos, los separasen del peligro. Cada cual, entonces, actuó conforme mejor supo o pudo, sopesando ideales, credos y arrojos, pero sin desoír nunca al más elemental de los sentidos: el de supervivencia. Y a ese respecto los clubes tampoco anduvieron a la zaga, conscientes de que su indefinición, o el simple error proclamando afectos, pudiera complicar muy seriamente su devenir. Sirvan como muestra un par de ejemplos.

Ya en agosto de 1936, con la isla mayor del archipiélago balear decantada hacia el bando “nacional”, el Gobernador Militar de Palma daba a conocer a través de la prensa local un escrito remitido desde el Club Deportivo Mallorca: “En los momentos de altísima emoción patriótica que vivimos, por la generosa entrega del Ejército de Salvación que ha de redimir España de los enemigos que la quieren hundir, nos es muy grato en nombre de este club, la mayoría de cuyos componentes están alistándose en las distintas organizaciones y milicias que luchan para aquel fin, testimoniar a V. E. la más ferviente adhesión y entusiasmo por la noble causa. ¡Viva España!”.

Por su parte el presidente del Español barcelonés, Genaro de la Riva, manifestaba en una epístola de mediana extensión a Javier Mendoza, presidente de la Federación Catalana: “Muchos años hace que, en evitación de que el Real Club Deportivo Español pudiera llegar a ser dirigido por gentes antiespañolas, me hice cargo de la presidencia”. El Club Deportivo Español que, recordémoslo, por mor de las muy puntuales circunstancias vividas en la ciudad condal, había aportado 18 futbolistas al ejército republicano. No obstante, la propia ficha policial del club “periquito” difícilmente hubiese podido ser más explícita respecto a la ideología imperante entre los blanquiazules: “Ha sido el único club de Cataluña que se ha significado como verdaderamente españolista”.

La Real Sociedad Alfonso XIII, antecesora del Real Club Deportivo Mallorca y dicho sea como curiosidad, había acreditado idéntica diligencia cuando, viniendo mal dadas para la monarquía (14-IV-1931), hizo que su conserje pasease por las calles y plazas más concurridas de Palma con un pizarrón, donde se informaba que el Alfonso XIII pasaba a denominarse C. D. Mallorca.

Entre el Mallorca y el Español, muchas otras entidades, sin exclusión de casi todas las importantes, fueron sumándose al coro, incluyendo, en algún caso, gestos como el del bilbaíno Athletic Club, desde donde pusieron a disposición del gobierno franquista en Burgos la totalidad de sus trofeos, para que la plata, una vez fundida, contribuyese modestamente a los incontables gastos de campaña. El gobierno burgalés remitiría una amable respuesta al club rojiblanco, agradeciendo su implicación, aun declinando de facto esa oferta. Es probable que de dicha correspondencia hoy no quede rastro en Ibaigane.

Los futbolistas, en todo caso, continuaron siendo víctimas propiciatorias tras el conflicto, por dos razones fundamentales: la ejemplaridad pretendida en aquellos castigos, ante la notoriedad de los encausados, y el terrible efecto que doce o dieciséis meses de suspensión suponían para cualquier carrera deportiva, forzosamente breve. Casi todos los clubes, en cambio, con sanciones o sin ellas, seguirían teniendo abiertas las puertas del futuro, al ser las suyas andaduras de largo aliento.

Francisco Iriondo jugó en Francia la temporada 1935-36 y durante parte de la Guerra Civil estuvo en España. Tan pronto fue historia la ocupación alemana en el país galo retornó a su fútbol, enrolándose en el Séte.

Francisco Iriondo jugó en Francia la temporada 1935-36 y durante parte de la Guerra Civil estuvo en España. Tan pronto fue historia la ocupación alemana en el país galo retornó a su fútbol, enrolándose en el Séte.

Ya han asomado en otros capítulos las sanciones aplicadas a cuantos con edad para ser movilizados, preferirían esquivar riesgos enrolándose en el fútbol francés. Pero si no todos pecharon con ellas, los hubo, incluso, que por ofrecer biografías tan enmarañadas como en apariencia incongruentes, ni siquiera verían sus nombres en las listas de desafectos. Y en todo caso, la vara de medir a los refugiados en Francia fue mucho menos rígida que la empleada con quienes, tras el naufragio deportivo del Euskadi, tuvieron que apañárselas por México, Argentina o Uruguay.

El atacante guipuzcoano Francisco Iriondo Orozco, y el gran defensa Ramón Zabalo Zubiaurre, constituyeron casos difícilmente definibles. El primero, luego de disputar la temporada 1931-32 con la Cultural de Durango y competir con el Arenas de Guecho los dos ejercicios siguientes, en 1ª División, fichó por el Español barcelonés, hasta que en julio de 1935, después de haber anotado 14 goles en 19 partidos de Liga, aceptase una suculenta oferta del Séte, traducida, al cambio, en 10.000 ptas. La suya, en apariencia cuando menos, no habría sido una deserción política o inspirada por la prudencia. Máxime si consideramos que durante la Guerra Civil estuvo disputando algunos partidos con el Deportivo Alavés. Este hecho, apuntalado en los avales que el propio club vitoriano le extendiese, bastó para despejar cualquier sospecha. Nadie le puso trabas para seguir jugando en Mendizorroza la temporada 39-40, ni para lucir los colores del Levante desde el 40 hasta el 42. O aún menos para extenderle un pasaporte cuando éstos se suministraban con cuentagotas, puesto que a sus 32 años (temporada 44-45) volvería a dejarse caer por el Séte, en una Francia recién liberada, con Hitler cercado, colaboracionistas entre barrotes y no pocas mujeres bien cubiertas con pañuelos para esconder sus cráneos rapados al cero. Iriondo fallecería en San Sebastián, el 14 de enero de 1983.

Zabalo, uno de los mejores defensas europeos en su tiempo y protagonista de las más sabrosas polémicas, aún hoy sigue ofreciendo una biografía por demás poliédrica.

A causa de su nacimiento coyuntural en Inglaterra (South Shields, 10-VI-1910), cuando el F. C. Barcelona decidió incorporarlo desde el Fortpiense, no poseía nacionalidad española, circunstancia que le impedía jugar con ficha profesional. Pactó entonces con la directiva azulgrana su nacionalización, a cambio de alguna cantidad económica y la promesa de que cuando fuese llamado a filas cumpliría el servicio militar como soldado de cuota, corriendo ésta(*) a cargo de su nuevo club. No nacionalizarse implicaba para él la libranza del servicio militar, algo que ansiaba, aún a costa de ser declarado prófugo por el gobierno británico. Dicho de otro modo, el interés “culé” resolvía sus dos preocupaciones: ni “mili”, ni expediente rubricado en Londres. Todo eso ocurría a lo largo del ejercicio 1928-29.

Pero en enero de 1932, ante la evidencia de que ni le incrementaban el sueldo, conforme a lo prometido -cobraba 600 ptas. al mes tras la  rebaja general a la plantilla, lo que para él se tradujo en merma de 20 duros-, y entendiendo discriminatorias las 1.000 ptas. mensuales liquidadas por los brasileños Dos Santos y Jaguaré, utilizados únicamente en choques amistosos, se declaró en rebeldía, amenazando con una de estas dos soluciones: o plantarse un año sin competir, o solicitar de nuevo a la nacionalidad británica, puesto que aún le quedaba el recurso de abrazarla por voluntad propia, tras cumplir los 21 años. Su órdago halló una inmediata respuesta de la directiva azulgrana: Si no estaba dispuesto a actuar civilizadamente, tampoco existían razones para solventar sus reticencias con el servicio militar obligatorio. Así las cosas, acabaría ingresando brevemente en el Regimiento Badajoz, ayudado durante esa rápida “mili” por el Barcelona, a cuya disciplina se reincorporó tras 5 meses de rebeldía. Los dimes y diretes, sin embargo, no habían hecho sino empezar, puesto que al estallar el conflicto civil pidió de tapadillo, y obtuvo, la nacionalidad inglesa (30-VII-1936), que en su opinión le ofrecía más garantías de inmunidad. Según trascendió más tarde, se lo habría comunicado al F. C. Barcelona donde seguía sin renovar, emplazándoles a tomar las medidas legales de cara a su futuro deportivo, lo que en la práctica significaba amortizar una plaza en el cupo de extranjeros. Para entonces, aclarémoslo, ya había defendido internacionalmente a España en 11 ocasiones.

La Guerra Civil lo condujo a Francia, no clandestinamente, sino con todos los sellos reglamentarios en un pasaporte británico. Y como inglés, naturalmente, tuvo que tramitar su ficha la Federación gala, habilitante para competir con el Racing de París. Sus veleidades quedarían al descubierto mientras defendía la camiseta parisina, cuando su nombre figuró entre los posibles integrantes de una selección europea conformada para medirse a Inglaterra en un partido amistoso. Los periodistas hicieron muy bien sus deberes y saltó el escándalo: ¿Cómo iba a jugar contra Inglaterra un súbdito inglés?. Porque Zabalo podía haber sido internacional con España, pero en ese momento era no menos británico que Horatio Nelson, almirante en la batalla de Trafalgar, o el propio Winston Churchill.

Tras su periplo francés, la temporada 1942-43 se convirtió en entrenador de la U. D. Melilla, entonces militante en categoría Regional. Y con ese mismo equipo todavía disputó 2 partidos amistosos la pretemporada 1943-44, antes de regresar al Barcelona para asomar en un partido liguero correspondiente al ejercicio 44-45. A lo largo de varios lustros no faltaron informadores tejiendo fábulas respecto a su reingreso en nuestro fútbol, bien es verdad que cuando sus días de corto ya olían a historia. “Como inglés -dijeron-, nuestra Federación debería haberlo vetado, pues entonces no se admitía la incorporación de extranjeros. Enorme desconocimiento y poquísima memoria, toda vez que el portillo federativo siguió abierto de par en par a los foráneos, con las limitaciones de dos por club vigentes hasta 1936, sin duda porque nadie reparó en ello y nuestras entidades balompédicas estaban para pocos dispendios. ¿Acaso no vino el mexicano Borbolla cuando Santiago Bernabéu advirtiera que nada ni nadie podía entorpecer su fichaje?

Hoy, además, sabemos que Ramón Zabalo, inglesito de pega cuando su país se hallaba enredado en una guerra por demás cruenta, se inscribió como nacido en la localidad barcelonesa de Fort Pio y todo el mundo hizo la vista gorda, probablemente porque tanto nuestro país como toda Europa tenían problemas mucho más acuciantes.

Ya alejado del balón y su mundo, el defensa de las idas y vueltas, guiños, reguiños y veleidades oportunistas, regentó una fábrica de lejías y productos químicos, falleciendo en Viladecans, Barcelona, el 3 de enero de 1967, a los 56 años, víctima de un síncope cardiovascular.

Más confusos aún se antojan los pasos del defensa José Arana Gorostidi, empezando por su misma fecha de nacimiento, puesto que mientras vistió de cortó estuvo ofreciendo como oficiales el 24 de noviembre de 1913, y el 27 de abril de 1912. Al igual que Iriondo, pasó por el Deportivo Alavés (31-32 a 33-34), desde donde saltaría al F. C. Barcelona (34-35) y Club Atlético Osasuna (35-36), en condición de cedido por los catalanes. Consta que durante la guerra, en lo que debería haber sido campeonato 1937-38, jugó con el Recuperación de Levante, equipo adscrito a un cuerpo militar del bando “nacional” empleado en trabajos de reconstrucción, entre cuyos miembros espigaría luego abundantemente el Valencia C. F. Pero la vida militar no debió convencerle, porque durante ese mismo ejercicio 37-38 aparece enrolado en el Girondins de Burdeos, desde donde pasó al Rubaix mediado el campeonato siguiente, y al Excelsior, ya en 1939-40. Si con uniforme o sin él dio la espantada, como parecen sugerir sus movimientos a uno y otro lado de la cordillera pirenaica, supo salir muy bien librado, pues durante la temporada 1941-42 disputaría 2 partidos ligueros con un Atlético Aviación que renovaba el título obtenido doce meses antes. Después, nuevos saltos al Club Deportivo Málaga, Algeciras y Atlético Tetuán, para colgar las botas con 35 ó 36 primaveras a cuestas.

Mancisidor y Urtizberea posan con el trofeo de campeones (de 2ª División) conquistado por un Girondins muy españolizado.

Mancisidor y Urtizberea posan con el trofeo de campeones (de 2ª División) conquistado por un Girondins muy españolizado.

O contó con muy buenos padrinos, según parece apuntar su paso por el equipo de los aviadores, o tal vez prestase algún “servicio” al bando vencedor, que hasta hoy nadie ha sido capaz de alumbrar. Sobre lo que no cabe ninguna duda es que su carácter no le ayudó a cuajar como el extraordinario defensa que en realidad era. Formidable atleta y gran jugador de pelota a mano, unía a su prodigiosa velocidad un aire altanero, displicente en exceso, que le llevaba a actuar con una insultante seguridad en sí mismo. Cuando tuvo que marcar a Guillermo Gorostiza, por ejemplo, considerado el extremo más rápido en su tiempo, se permitió el lujo de dejarle escapar varias veces, a posta, para darle alcance luego y cortar la jugada. Estos alardes, si bien solían ser coreados desde la grada, no gustaron ni en el vestuario “culé” ni en los despachos del club azulgrana, propiciando a la postre su salida. Y eso que aquel terceto defensivo -Nogués; Arana, Zabalo- podía haberse convertido en todo un clásico.

Alguien escribió un día, y otros copiaron, que el Girondins de Benito Díaz, Urtizberea, Mancisidor, Torredeflot, Artigas y Paco Mateo, se proclamó campeón de Francia. No es cierto. Nuestros vecinos disputaban entonces dos Ligas distintas e inconexas. Y además el Girondins, equipo menor, competía en 2ª División. Si acaso pudiéramos considerarlo virtual campeón de 2ª, puesto que los bordeleses reforzados con sangre española se impusieron al Sport Club Fives, de la otra zona, el 25 de mayo de 1941, en un choque no reglado. Es verdad, en cambio, que un Girondins ya sin Artigas, Urtizberea y Torredeflot, disputó la final de Copa correspondiente a 1943.

El extremo Domingo Torredeflot Solé (Barcelona 29-VI-1905), suele quedar en el tintero al repasar los avatares de quienes un día vieron a Benito Díaz acercarse a las alambradas de los campos de refugiados franceses, para llevárselos a Burdeos. Y probablemente tenga que ver en ello que a este lado de los Pirineos ya se le diera por amortizado. Abrelatas del Sans, antes de oficializarse el Campeonato de Liga, lo inauguró con el Valencia, en 2ª División. Logrado el ascenso a 1ª en 1931, siguió rindiendo a satisfacción hasta el verano de 1935, aunque eso sí, salpicando sus buenas actuaciones con soberanos escándalos fuera del campo y prácticas de pugilismo sobre el césped, al responder sin miramientos a cuantos le entraban con dureza. Y es que pese a ejecutar siempre el mismo regate -finta de zurda y escapada por la derecha- aquella potencia y velocidad tan suya, traducida en el apodo de “Chevrolet”, le bastaba para irse casi siempre. Cuando sustituía la camiseta y el pantalón corto por ropas de calle, podría decirse que su vida, aun no entrando en detalles, era bastante agitada. Sabía sacar provecho a su rostro no muy agraciado, aunque simpático, circunstancia que con alguna regularidad acababa enredándole en trifulcas muy sonadas. Una de ellas, resuelta a porrazo limpio en cierto bar de dudosa nota, al que acudió acompañado por el canario Castro, se zanjó con multa gubernamental, la expulsión inmediata del insular y el compromiso valencianista de ponerlo a la venta con carácter inmediato.

Pero la directiva “ché” no encontró a nadie dispuesto a pujar. Le faltaban meses para cumplir la treintena y seguía escapándose por su banda. Cualquiera que lo mirase de cerca acababa viendo al poderoso “Chevrolet” de antaño. ¿Acaso el eco de sus correrías mundanas le habría puesto etiqueta de caso perdido?. Tal vez. Aunque, sobre todo, aquellos directivos  eligieron mal el momento de ponerlo en su escaparate, puesto que nuestro fútbol, e incluso el país, no vivía su mejores tiempos. Por un lado las tardías secuelas del crac económico estadounidense, traducido en desplome bursátil, catarata de quiebras bancarias, cierre crediticio e imparable caída de la demanda, y por otro la inestabilidad política local, el desabastecimiento alimentario, fruto del órdago latifundista a la República ante su anunciada ley de reforma agraria, y un nuevo pistolerismo rampante, dejaban poco resquicio al despilfarro deportivo. Finalmente sólo el Barcelona demostraría algún interés. Un club, por cierto, que meses antes había aligerado cuentas mediante la rebaja de fichas o prescindiendo de sus elementos más caros. Torredeflot, en suma, vistió de azulgrana durante el último ejercicio prebélico, sin descollar penas.

Su cruce fronterizo durante la guerra y militancia en el Girondins, debería haberle llevado a las listas de depuración. Pero todo indica que nadie pensó en él al redactarlas y sus 34 años lo consignaron en el cajón de venerables retirados. Falleció sin estrenar la setentena, el 27 de enero de 1974.

Si tampoco figuró en ellas Salvador Artigas (Talavera de la Reina, Toledo, 20-VII-1914), fue sólo porque ni se planteó el retorno, consciente de que los vencedores le tendrían preparada una buena ración de pan duro, rejas, o trabajos forzados. No sólo había combatido con los republicanos sino que él mismo, tan parco en palabras, aseguró más de una vez haber sido el último aviador de la República; algo imposible si compitió con el Girondins la temporada 1938-39, cuando la aviación gubernamental aún continuaba surcando cielos.

Salvador Artigas. Casi toda su carrera de futbolista desarrollada en Francia y entrenador a este lado de los Pirineos, con alguna escapadita a Burdeos, para dirigir a “su” Girondins.

Salvador Artigas. Casi toda su carrera de futbolista desarrollada en Francia y entrenador a este lado de los Pirineos, con alguna escapadita a Burdeos, para dirigir a “su” Girondins.

Se había dado a conocer como futbolista en el Gracia barcelonés (temporada 33-34), desde donde pasó al Levante, entonces en 2ª División. No era, en puridad, jugador profesional, puesto que compaginaba sus estudios de Farmacia en Valencia con la actividad deportiva, cuando en 1935 el Madrid, a quien la República dejó sin corona, se planteara su fichaje muy seriamente. Fue sometido, de hecho, a las preceptivas revisiones médicas, descubriéndosele entonces una lesión que los facultativos consideraron de mal arreglo. Obviamente erraron en su apreciación, cerrándole, de paso, las puertas del club blanco. Luego, durante la Guerra Civil, participó en los encuentros de la Liga Mediterránea cuando su compromiso militar se lo permitía. Hasta que viéndolo todo perdido y sin ánimo para aguantar purgas emprendiese, como muchos, la senda del exilio a Francia, para ser rescatado por Benito Díaz, personaje al que nunca se agradeció suficientemente la ayuda a tantos compatriotas desesperados.

El Girondins constituyó para él no un flotador de corcho en pleno naufragio, sino primera escala en el balompié galo, donde acabaría cuajando una carrera envidiable, tanto en Le Mans como en el Stade Rennais a partir de 1944. Ya iniciado el ejercicio 49-50, con 133 presencias en la máxima categoría sólo en Rennes, y 8 goles cantados, una vez más mediante los buenos oficios de Benito Díaz, aceptó fichar por la Real Sociedad de San Sebastián, transcurridos 11 años desde su fuga y 3 larguitos desde la promulgación de un decreto garantizando el retorno sin represalias a cuantos no tuviesen pendiente algún crimen. O sea, cuando ya otros se habían acogido a dicha formulación legal, sin pechar con grandes sobresaltos. Tres temporadas con la camiseta blanquiazul justificaron que aún con 37 veranos a cuestas, estaba para prolongar su estancia. Pero lejos de renovar contrato volvería a Rennes, para competir durante tres campañas más, las dos últimas en 2ª División, hasta colgar las botas con 40 años e iniciar una nueva etapa como entrenador duro, exigente y espartano. Su posterior andadura en los banquillos lo llevaría hasta la Real Sociedad, Girondins, Barcelona, Sevilla, Valencia y At Bilbao, donde sería apodado “Monje de Hierro” por su extrema austeridad. Vivía en las propias instalaciones de Lezama, aislado, entregado en cuerpo y alma a una especie de sacerdocio futbolístico, cual asceta del medioevo. Llegó incluso a formar un breve triunvirato con Miguel Muñoz y Luis Molowny al frente de nuestra selección nacional, falleciendo octogenario en su retiro de Benidorm, el 6 de setiembre de 1997, víctima de un ataque cardiaco.

El precoz delantero irundarra Santiago Urtizberea Oñativia, también se tomó con tranquilidad lo de rehacer maletas en Francia. Su precocidad, por cierto, tendría por corolario una longevidad no menos digna de elogio. Con 15 años ya asomaba a las alineaciones del Real Unión de Irún, la temporada 1924-25, y allí siguió compitiendo hasta que en 1932, con 23 años recién cumplidos, se incorporase al Donostia, denominación republicana de la Real Sociedad, desandando el camino hasta Irún en 1934, ya con la histórica entidad descendida a 2ª División. Tanta vecindad fronteriza se tradujo para él, tras la pronta caída de Guipúzcoa, en fácil cruce del Urumea y petición de acogida en el Girondins y el Bordeaux, los dos clubes bordeleses de la época. Aunque fue en el Girondins donde su apellido iba a convertirse en clásico desde 1939 hasta 1948, próximo ya a su trigésimo noveno cumpleaños. “El Tanque” apodo por el que se le conociese en Irún, dada su acometividad, tampoco figuró nunca en las listas de sujetos a represalias. Volvió a España ya retirado y falleció  en su Irún natal, con los fríos del 17 de enero de 1985.

José Luis Molinuevo regresó a Bilbao desde Francia tras promulgarse el decreto que facilitaba el retorno a cuantos exiliados  estuviesen  libres de delitos relacionados con la Guerra Civil.

José Luis Molinuevo regresó a Bilbao desde Francia tras promulgarse el decreto que facilitaba el retorno a cuantos exiliados estuviesen libres de delitos relacionados con la Guerra Civil.

Jaime Mancisidor, también irunés y compañero suyo tanto en el Real Unión como en el Girondins -aquí desde 1937 hasta 1943-, sí apareció en una de las primeras relaciones, para ser tachado de inmediato, sin duda al no atisbarse en él deseos de rápido retorno. Según anticipasen numerosos medios, iba a ingresar en el Real Madrid la temporada 1942-43, cuando parecía haberse evaporado esa fiebre fiscalizadora tan viva sólo treinta meses antes, y sin promulgarse aún el decreto favorecedor de no pocos retornos. Pero a última hora las cosas se torcieron, quizás, como entre líneas sugiriese un periódico donostiarra, al no tener muy claro el futbolista cómo pudiera tomar su vuelta al país parte de la afición blanca. Cualesquiera que fuesen sus motivos para seguir un año más en Burdeos, corría 1943 cuando suscribió contrato con la Real Sociedad, donde continuaría el ejercicio 44-45, tras sustanciarse el descenso donostiarra a 2ª. A partir de ahí tres años más en su Real Unión, para colgar las botas con 38 años.

Todo induce a pensar que la terquedad de los hechos -hambruna, enfermedades, desabastecimiento energético, estraperlo, miseria en amplias capas de la población, salarios insuficientes y volatilización de sueños imperialistas o germanófilos- llevaba a la realidad nacional por vericuetos un tanto alejados del discurso hueco y las soflamas triunfalistas.

José Luis Molinuevo, en cambio (Bilbao 22-I-1917), portero cuya incorporación al Athletic Club allanase el camino de salida a Ispizua, se mostró mucho más prudente a la hora de planificar su vuelta. Si cuando llegó al club rojiblanco desde el Cantabria Sport, con 19 años, creyó conquistar la cima del mundo, la Guerra Civil, primero, y luego la II conflagración mundial que viviría desde Francia, se encargaron de trocar el sueño en pesadilla. Huido a territorio galo, compitió con el Perpignan, Montpellier y Racing Club de París -en éste de 1944 a 1947- hasta que el decreto amnistiando a los prófugos sin delitos y un sondeo entre próximos al Athletic, para entonces ya Atlético, respecto a su posible reincorporación, le hiciese deshojar la margarita. Su tierra le tiraba, claro, pero la vida en París, aun en el París resultante de la ocupación nazi, se antojaba más llevadera que en una España rescatada de la inanición por el trigo, la carne y las patatas que enviase Juan Domingo Perón desde la Pampa argentina. En el Racing parisino, además, no era un cualquiera. Titular habitual, se había proclamado campeón la campaña 45-46 y gozaba de muy buenas críticas. Finalmente regresaría a su barrio de Deusto, del que se despidiera al entrar en “El Bocho” los “nacionales”, sin escatimar loas hacia el futbol galo: “No es tan competitivo como el español, por más que allí haya grandes jugadores, futbolistas que podrían destacar en 1ª División sin dificultad. El público también apoya, aunque no acuda a los estadios tan masivamente como en nuestro país. Y eso que en Francia las entradas se venden a mitad de precio que aquí”.

Tenía 30 años y los rojiblancos de San Mamés contaban con Lezama para defender su marco, guardameta capaz de lo mejor, junto a cantadas inconcebibles. Razones que a la postre harían del recuperado un suplente de garantías. Nadie, empero, arrojó lodo sobre él o su conducta durante el ya lejano 1937, ni desde el ámbito federativo ni sirviéndose de la prensa. Siguió cumpliendo hasta 1950, instante en que los técnicos bilbaínos vieron en Carmelo Cedrún, aquel chico del Amorebieta, valiente y con carácter, un firme candidato al triunfo. Luego, siguiendo sendas tan socorridas, se hizo entrenador con paso por los banquillos del Basconia, Club Deportivo Orense, en dos etapas distintas, Real Gijón, Pontevedra y Ensidesa. Afincado en Gijón, el portero a quien la guerra y el exilio despojaron de la titularidad en San Mamés al reanudarse nuestras competiciones, falleció octogenario, la Navidad de 2002.

Luis Valle, internacional a quien la guerra convirtió en ilustre desconocido para gran parte de la afición, puesto que habría de desarrollar casi toda su carrera en Francia.

Luis Valle, internacional a quien la guerra convirtió en ilustre desconocido para gran parte de la afición, puesto que habría de desarrollar casi toda su carrera en Francia.

No hubiesen podido regresar a nuestro país, ni aun deseándolo, los hermanos Luis y Joaquín Valle Benítez, hijos de un diputado del Frente Popular por Las Palmas de Gran Canaria.

Luis, excelente medio, había sido internacional ante Yugoslavia, en Belgrado, el 30 de abril de 1933, arañando un valioso empate. Y su trayectoria contemplaba distintos pasos por el Atlético Puerto de la Luz, Victoria de Las Palmas, Castilla y Real Madrid a partir de 1932, o Madrid a secas. Estudiante de Medicina, aguantó en la capital republicana el estallido bélico, junto a su padre, para acabar huyendo a Francia con su hermano Joaquín, meritorio futbolista en el Madrid amateur. Afincado en la Costa Azul, compitió con el Olympique de Niza a partir de 1937, hasta cerrar el ejercicio 45-46, al tiempo que ejercía como entrenador desde 1942 hasta 1948. Nada menos que 165 partidos de Liga y 18 de Copa, amén de numerosos amistosos, resumen su historial junto al Paseo de los Ingleses y al arrullo de la suave brisa mediterránea. Posteriormente, concluida la carrera de Medicina en Francia y convalidado su título, abrió consulta en Las Palmas, fue médico de la Unión Deportiva e incluso entrenador de los amarillos, logrando ascenderlos a 1ª en 1951. La guerra que le impidiese figurar entre los ídolos nacionales en los 40 no lograría, en cambio, cerrarle el paso a la historia del Estadio Insular. Su nombre aún era venerado por la afición canaria cuando el 13 de setiembre de 1974, a los 67 años, se despidiera de la vida en su tierra grancanaria.

Joaquín (18-IV-1916), ariete de tronío y aún hoy máximo goleador en la historia del Olympique de Niza, merced a sus 372 dianas en 395 partidos, también pudo haber puesto boca abajo nuestros campos de juego si su vida no hubiese estado tan en peligro a este lado de los Pirineos. Tenía 20 años largos al debutar con el equipo galo y 32 cuando por fin hizo el viaje de vuelta, en 1948, para ingresar en el Real Club Deportivo Español de Barcelona, ya mermado y en baja forma. Si la afición “perica” contaba con sus virtudes de bombardero, por fuerza hubo de sentirse decepcionada, ya que tan sólo se alineó en un partido de Liga, sin apenas brillo.

Pedro Areso estaba libre de delitos, regresó tras el decreto “conciliador” y le hicieron la vida imposible. Acabaría desarrollando una amplia andadura en los banquillos de Argentina y Chile.

Pedro Areso estaba libre de delitos, regresó tras el decreto “conciliador” y le hicieron la vida imposible. Acabaría desarrollando una amplia andadura en los banquillos de Argentina y Chile.

Pero más, mucho más le costó desandar el camino al galdacanés  José Mandalúniz Ealo (19-III-1910), ariete con buen juego aéreo y primo del “Chato” Iraragorri, que hasta el 18 de julio del 36 había lucido los colores de la Sociedad Deportiva Amorebieta, Elexalde, Athletic Club, Arenas de Guecho, Madrid y Español de Barcelona. Nacionalista vasco sin tapujos, intervino en la organización de algún partido durante el periodo bélico, con fines recaudatorios, y estaba casado con una activista muy significada del P.N.V., hasta el punto de ejercer como oradora en diversos actos del partido. Cuando las brigadas navarras reforzadas por italianos y tropas moras tumbaban definitivamente el cinturón bilbaíno, puso pies en polvorosa, consciente de que su vida en la nueva España franquista valdría bien poco. Ya había sido detenido en 1932 por el gobierno de la República y su expediente continuaba abierto en alguna comisaría, esperando que alguien lo rescatase. De manera que cruzó las Landas para enrolarse en el Bordeaux, desde donde rápidamente pasó al Rouen y luego al Stade Français, fichado por Helenio Herrera, Lorient, y otra vez Rouen, con 40 años, la temporada 1950-51 ya como jugador-entrenador. No obstante, parte del ejercicio 49-50 se le vio dirigir al Baracaldo, en 2ª división, corriendo el resto de la campaña fabril a cargo del antiguo internacional Travieso.

En 1953 viajó a Venezuela, para entrenar al Vasco de Caracas, llevando consigo a un puñado de futbolistas vascos, como Maguregui, Quico Pérez, Valentín Martín, Echave, Astaburuaga, Aso, Antonio Garáizar y Domingo Berecíbar. También jugaba en ese mismo equipo el chileno Prieto, que después de fichar por el Español la temporada siguiente, iba a ver cómo surgían serios problemas federativos con su documentación. Todos los españoles del Vasco, concluidos sus contratos, llegaron a la sede españolista con una carta de recomendación firmada por el propio Mandalúniz. Felpudo que, la verdad, tampoco les sirvió de mucho, pues tras las oportunas pruebas sólo ficharía Quico Pérez. Quien sí acabó encontrando un hueco en la sede blanquiazul fue el propio José Mandalúniz, como ayudante del primer técnico. Y no parece encontrase especiales obstáculos para ello, todavía en un país autárquico, doctrinario, y con la vista muy pegada, aún, al reciente pasado.

Se da la curiosidad de que aquella campaña 1952-53 también estaba entrenando en Venezuela, al Loyola, el antiguo defensa Pedro Areso, quien a su vez contaba entre sus pupilos con los españoles Sorraráin, Larrabeiti, Arguiñano y Castivia. Y que incluso otro de nuestros jugadores, el delantero Alfonso, competía en el Español de la capital venezolana.

El propio Areso fue otro de quienes creyeron a pies juntillas en el decreto garantista para cuantos, sin fechorías pendientes, retornasen del exilio. Y sufrió una profunda decepción. Claro que él no llegaba de Francia, sino desde el otro lado del océano, después de haber recorrido Europa, México, Argentina, Chile y Cuba con el Euskadi, equipo pregonero de la causa republicana desde el que, además, salieron loas bolcheviques por boca de su relaciones públicas, Manuel de la Sota, en el periódico “Izvestia” (18 de agosto de 1937), como broche a su andadura por la URSS: “No podemos despedirnos con un simple apretón de manos, os enviamos un abrazo a todos vosotros, nuestros queridos hermanos y camaradas. ¡Viva Stalin, genio de la Humanidad!”.

Este resbalón, unido a las críticas que recibiesen sus componentes durante 1938, 39, y aún 1940, dejó abiertas numerosas heridas, como en seguida veremos.

Hubo además, ataques furibundos: “Los judíos errantes vascos tendrán que echar mano del pico y la pala si quieren comer”. O : ”No tardará en llegar el día en que se conozcan pormenores de las andanzas y manejos de estos malos españoles, y se saquen a la luz pública los nombres de los inspiradores y actores de lo que ha terminado en drama para quienes soñaron con triunfo, gloria y prebendas por tan señalado servicio a los marxistas”. Otra frase atribuida a Queipo de Llano caía en la más pura ofensa personal: “Estos vasquitos han jugado un partido. Pues muy bien, ¡cómo se habrán puesto de hierba!”. E incluso un medio tildó a los expedicionarios como “materia fusilable”. Tanta visceralidad ni siquiera menguaría cuando, una vez disuelto el equipo propagandístico, sus integrantes tuvieron que buscar nuevas salidas profesionales. Así se expresaron nuestros medios ante la lluvia de noticias sobre su incorporación al San Lorenzo de Almagro, Peñarol, España o Asturias, ambos de México. Rienzi, desde el vespertino “Madrid” (26-V-1939), abrió fuego:

“Leemos que el español Lángara, que salió de España formando parte del llamado equipo vasco y que actualmente se encontraba en México, ha sido traspasado al Club San Lorenzo de Almagro por la bonita suma de 20.000 pesos. La noticia tiene mucho de “duende”.

En primer lugar, es de suponer que ese traspaso ha sido pagado a los trashumantes directivos del citado equipo vasco, que declarados en rebeldía por la Federación Española, de la que exclusivamente dependen, no tienen autoridad ninguna para contratar o traspasar; pero, aunque la tuvieran, la otra parte contratante es un club afiliado a la Asociación o Federación Argentina, que está dentro de la FIFA; por consiguiente, la Asociación Argentina no puede aprobar ese contrato ni autorizar la alineación de Lángara hasta tanto no tenga la autorización de la Española, también sujeta a lo estatuido en traspasos internacionales, a un mismo reglamento que la FIFA regula.

Ricardo Zamora ejercía de entrenador y periodista cuando se mostró tan duro contra su antiguo compañero en la selección nacional Isidro Lángara, y por extensión con los componentes del Euskadi. Debería haberse mostrado más prudente, cuando él mismo se enroló en el Niza durante la Guerra Civil, después de temer por su vida.

Ricardo Zamora ejercía de entrenador y periodista cuando se mostró tan duro contra su antiguo compañero en la selección nacional Isidro Lángara, y por extensión con los componentes del Euskadi. Debería haberse mostrado más prudente, cuando él mismo se enroló en el Niza durante la Guerra Civil, después de temer por su vida.

¿Cómo ha podido entonces hacerse ese traspaso?. El club San Lorenzo de Almagro, si ha abonado ya esa cantidad, ha sido víctima de una vulgar estafa, ya que es de suponer que la Española recurrirá a la FIFA y ésta transmitirá a la Argentina la prohibición de alinear a Lángara. Recordemos cómo el Athletic de Madrid no pudo alinear al defensa argentino Cuello, porque ya tenía contrato, precisamente porque la Argentina se lo prohibió.

Sí, declarados en rebeldía los equipiers del cuadro vasco, no tienen personalidad para contratarse. Y sin estar declarados en rebeldía tampoco. De todos modos están sujetos a los mandatos deportivos de la Española”.

Ricardo Zamora, desde su tribuna en el diario “Ya” y empleando como pretexto el retorno de Jules Rimet, entonces presidente de la FIFA, de una escapadita a América, incidía en la misma cuestión, apuntando en su exigencia de responsabilidades hacia los dirigentes del Euskadi: Manuel de la Sota, Melchor Alegría y sobre todo Pedro Vallana, su máximo responsable, en quien concentraba el máximo encono:

“¿Para cuándo espera la Federación Española retirar de sus anales aquel recuerdo por el cual concedió la medalla al mérito futbolístico a Vallana, después de ser el causante, aunque involuntario, de la eliminación de España en la Olimpiada de París, y más tarde el organizador de la propaganda roja por el mundo con lo que él llamó equipo de Euzkadi? (sic)”.

Corrían tiempos donde todos los españoles, y especialmente sus medios de difusión, debían alardear de patriotismo. Así se explica que casi nadie pasara sobre el asunto sin esgrimir el hacha de guerra. El 28 de mayo era ABC quien recogía un suelto titulado “Los fugitivos y la Federación Nacional de Fútbol”, cuyo arranque ya tenía algo de incendiario:

“La federación Española no necesita ahora de estimulantes para proceder con la energía que cada caso requiera, pero, no obstante, la guerra está demasiado próxima todavía para que se pueda hacer burla de los muchachos que por su patriotismo, por cumplir sencillamente con su deber, sufrieron las penalidades de una dura campaña”.

Desde Oviedo, claro, se esparcían los peores improperios, puesto que Lángara, la figura más controvertida, “era suyo”. Particularmente agresivos resultaron los redactores de “Región”, cabecera que además daba cuenta de una frase atribuida al militar Troncoso, presidente de la FEF, dirigida a los fugitivos vascos:

“En el porvenir ni me importan, ni tendrán trato distinto a los restantes españoles, que por diversas causas se marcharon al extranjero. Y por supuesto, y para siempre, han concluido para el fútbol español, vuelvan pronto o se les olvide el camino de la Patria, a la que si regresan será después de entenderse con la ley”.

Empíricamente, toda esta bilis se sustentaba en el ordenamiento estatutario de los jugadores de fútbol, tras ser admitida su profesionalización en 1926. Entonces Federación, futbolistas y clubes pactaron, por exigencia de los últimos, un derecho que permitía a las entidades conservar cuantos jugadores considerasen imprescindibles, aun vencidos sus contratos, mediante incrementos salariales tan raquíticos como tipificados. Dicho de otro modo, los jugadores del Euskadi pertenecían al Madrid, Barcelona, Betis, Athletic, Oviedo, Arenas de Guecho, Baracaldo… Y su ingreso en cualquier otro club debería contar con la aquiescencia del “propietario”, siendo éste único y exclusivo destinatario de cualquier dinero en concepto de traspaso.

Hoy sabemos que ni Pedro Vallana, ni nadie, cobraron un solo peso por las inexistentes transacciones. El Euskadi se disolvió, mediante reparto equitativo de cuanto había en sus arcas, lo que supuso 10.000 ptas. para cada jugador, por año y medio largo dando tumbos. Todos, futbolistas y responsables de la “selección” vasca, actuaron como si al liquidar la aventura, los Blasco, Urquiaga, Aedo, Areso, Pablito, Iraragorri, Zubieta, Lángara, Larrínaga, Pedro y Luis Regueiro, Cilaurren, Emilín y compañía, hubiesen quedado en libertad. Lo que no era cierto. Puesto que sus derechos federativos seguían perteneciendo a clubes españoles, la FIFA debería haber dejado sin efecto esos falsos traspasos, a requerimiento de la FEF. Pero se antoja obvio que en el seno de FIFA y UEFA estaban mucho más preocupados por la situación de una Europa en llamas, sometida al paso de la oca hitleriano, que el cacareo de unos pocos clubes o la suerte de varios jóvenes a quienes desde su propio suelo virtualmente se tildaba de apátridas.

Pedro Areso, internacional en 3 ocasiones, con debut el 24 de enero de 1935 ante Francia y despedida frente a Alemania, el 12 de mayo de 1935, desde luego no era Lángara, circunstancia que le eximió de vituperios. Pero como componente del grupo, se le había tomado la matrícula.

Natural de Villafranca de Oria, Guipúzcoa (15-III-1909), llegó al Murcia mientras cumplía la “mili”, después de haber pasado por el equipo de su pueblo y el Tolosa. Allí, como “pimentonero”, compuso con Andonegui un dúo defensivo de lujo, hasta el punto de convertirse en obsesión bética para la campaña 1932-33. Su familia no terminaba de ver con buenos ojos que el fútbol lo llevase tan lejos de casa y, consecuentes, sólo encontraban dobleces en la oferta verdiblanca. Luego de arduas negociaciones, salpicadas de incrementos económicos, su salto hasta Sevilla pudo llevarse a efecto, ya iniciado el campeonato. Y vaya si mereció la pena tanto tira y afloja, porque junto al Guadalquivir y la Torre del Oro compuso con Urquiaga y Aedo un terceto defensivo mítico, cimiento del hasta hoy único título liguero bético (1934-35). La campaña siguiente, convertido en estrella, acompañaba a su hasta entonces entrenador, Patrik O´Connell, al F. C. Barcelona.

Tenía 27 años cuando la Guerra Civil puso su mundo del revés, no sólo llevando el fragor de disparos y explosiones hasta las huertas de Ordizia, sino frenándole en seco. Primero fue a Orduña, con el Batallón Amaiur, como escribiente en la secretaría de Joseba Rezola. A continuación San Mamés, para jugar gratis, junto a Paco Bienzobas, Oceja, Bata, Unamuno, Arqueta, Isaac Oceja, Eguía y hasta Ignacio Aguirrezabala “Chirri II”, que desde el sur francés, donde se había refugiado, regresaba a Bilbao en cuanto se lo solicitaban. Esos partidos, con fines recaudatorios para Acción Nacionalista Vasca, solían contar con la inestimable ayuda de Mandalúniz, como reclutador, por más que fuese Ignacio García, consejero de Asistencia Social en el gobierno de José Antonio Aguirre, quien moviese los hilos entre bastidores. Y por fin el vuelo desde Sondica hasta Biarritz, con el Euskadi, los tumbos por Europa, las apreturas, el eco de las muy aceradas críticas provenientes del bando “nacional”, la incertidumbre por los familiares que habían quedado atrás, el desembarco en América… Y allí más obstáculos. La prohibición de competir contra cualquier club argentino, para empezar. Acto seguido, cuando velando por su futuro ya entrenaba con la plantilla del River Plate, aquel telegrama del gobierno vasco desde su cómodo exilio en París, conminándole a reingresar en el Euskadi. El silencio de sus hasta entonces compañeros, tras solicitarles dinero para el pasaje. El cansancio de River ante sus dudas, traducido en carpetazo a la oferta que le girase. La luz, con el repentino interés del Racing bonaerense…

Desde Argentina fue a Venezuela, como jugador-entrenador del Vasco caraqueño. Y la vuelta atrás, no para reincorporarse al Barcelona, titular de sus derechos federativos, sino al Santander, con cesión incluida al Deportivo Tanagra mientras recuperaba el tono, y luego de que los “culés” declinasen hacer hueco a quien ya sumaba 36 primaveras larguitas. En Santander, también, volvería a ejercer como entrenador, desde donde fue requerido para dirigir a la Gimnástica Burgalesa, justo durante el último ejercicio que iba a competir con ese nombre (1947-48). Vistos los resultados, un tremendo error, pues ni en sus peores sueños imaginaba podrían complicarle tanto la existencia.

Aquella ciudad, con gran presencia de los militares en su vida social e instituciones, era un tanto peculiar. Más cerrada que otras. Más apegada a la luenga sombra del 18 de julio y el parte victorioso de 1939. Un día el general Yagüe lo citó en su despacho para ponerle a caldo por su ideología nacionalista, señalándole la puerta de salida; no la del despacho, sino la del club. En realidad llovía sobre mojado porque, apenas hubo puesto un pie en Madrid, cuando con ayuda de Cesáreo Galíndez y Juan Touzón fuese sometido a prueba por el Atlético Aviación en Albacete, dos mandos del cuerpo aéreo “sugirieron” debía ser vetado. Otra aproximación posterior al Gijón concluyó de igual modo. El magnánimo decreto le permitía venir a España con pasaporte emitido en la embajada argentina, pero aparentemente sólo para recibir desplantes y hacerle sentirse extranjero. Claro que ese pasaporte, al menos, le sirvió para cruzar la frontera portuguesa y enrolarse como entrenador del Atlético Portugal y Vitoria Setúbal, aunque dirigiendo a éste sería descalificado por la Federación lusa, luego de un intento de soborno a jugadores adversarios.

A partir de ahí más viajes. Desde el puerto de Belem, rumbo a América para hacerse cargo del Unión Española (Chile), Club Loyola de Caracas (Venezuela), C. D. La Serena (Chile), Rangers (Chile), Español de Barcelona como ayudante de Scopelli, Lanús, Nueva Chicago, Talleres y Platense, los cuatro últimos de Argentina. Y otra vez a Chile, donde gozaba de buen cartel merced al título obtenido con el C. D. La Serena en 1961, ahora contratado por Unión Española y Rangers de Talca.

Hacia el ecuador de los 70 decidió fijar su definitiva residencia en Buenos Aires. Tenía 3 hijos, dos varones y una mujer, fruto de su matrimonio con Maitena Amundaráin, argentina de padre guipuzcoano y madre bilbaína, a quien conociese en el Centro Vasco bonaerense. Y todavía un par de nuevos y breves viaje a España, a otro país ya, en 1985, para realizar el saque de honor en los prolegómenos del partido con que el Real Betis conmemoraba los 50 años de su título liguero. Aedo, antiguo compañero de zaga en la entidad verdiblanca y de fatigas con el Euskadi, sonreía junto a él, enredadas sus pupilas al agridulce vaho de tantos recuerdos. Igualmente en San Mamés recibiría un homenaje más, conmemorando el cincuentenario de aquella gira europea y americana con el Euskadi.

Otros tres componentes de ese quipo improvisado volvieron a intervenir en nuestras competiciones. Iraragorri e Isidro Lángara a partir de 1946, amparados en el ya comentado decreto, ambos con 34 años. Y Ángel Zubieta casi siete campeonatos después. Los dos primeros reincorporándose a sus equipos de preguerra (Athletic, devenido en Atlético, y Oviedo), en el caso de Iraragorri para disputar tres temporadas, y sólo dos por cuanto respecta a Lángara. Ninguno de ellos parece encontrasen alguna muestra de hostilidad. Zubieta, en cambio, acabó vistiendo la camiseta del Deportivo de La Coruña.

Zubieta jovencísimo, en el Athletic Club. Regresó a nuestro fútbol 16 años después, para lucir el escudo del Deportivo de La Coruña. Fue en Argentina donde disfrutaron de su gran fútbol.

Zubieta jovencísimo, en el Athletic Club. Regresó a nuestro fútbol 16 años después, para lucir el escudo del Deportivo de La Coruña. Fue en Argentina donde disfrutaron de su gran fútbol.

Los tres habían dado suficientes muestras de ansiar el reencuentro, epistolares o sirviéndose de interviús. Pero a la hora de la verdad Lángara e Iraragorri se mostraron prudentes en lo económico, mientras Zubieta se subía a la parra. El dinero fue lo único que impidió al gran medio centro reforzar a los bilbaínos cuando aún estaba en plenitud.

Consta que poco después de su brillante gira española con el San Lorenzo, justo cuando desde la ONU se recomendaba a las naciones asociadas un cierre de embajadas en Madrid, y luego de que cuanto viera u oyese por nuestra geografía disipase sus muy legítimos temores, mantuvo contactos con la entidad bilbaína. Pero se descolgó con una exigencia de 125.000 ptas., auténtico dineral en plena escasez, indefendible ante quienes ni robando cupones o falsificando cartillas de racionamiento lograban aplacar el hambre atrasada. Aceptárselo equivalía a reconocer lo que de ningún modo se pretendía: que el jugador militaba legítimamente en San Lorenzo de Almagro. Lo acreditó la propia entidad rojiblanca, argumentando que sus devengos serían el resultante de comprobar qué contrato poseía al término del campeonato 1935-36, calcular cuánto se habían incrementado desde entonces las fichas, como media, y sumar dicha cantidad a los emolumentos de 1936. Iraragorri, obsesionado por el regreso junto a su madre, hacia la que siempre sintió auténtica veneración, fue mucho menos ambicioso, tasando su reingreso en 22.000 ptas., primas y sueldos mensuales aparte, cifra que alguna fuente eleva hasta las 25.000. Y eso ya era ponerse a tiro.

De cualquier modo, fuesen 22 ó 25.000 las pesetas del “Chato”, representaban una bonita cantidad, puesto que muchas, pero muchas familias españolas, encaraban entonces cada mes con menos de 1000.

Ángel Zubieta, al menos, pudo reencontrarse con el Athletic convertido ya en entrenador, la campaña 1962-63.

Este repaso a los nómadas de 1937, 38 y 39, quedaría incompleto sin una mención a quienes en plena infancia o bordeando la adolescencia, ateridos de frío y entre lágrimas de incredulidad, llegaron un día a Francia, solos o acompañados, para aferrarse a la vida entre alambradas y una lengua desconocida. Futuros menestrales, huelguistas en mayo del 68, empresarios, propietarios de tumbas sin cruz ni lápida, aclamados escritores como Jorge Semprún y Michel del Castillo, o futbolistas como José Arribas -“repatriado” por la Real Sociedad, siendo ya entrenador de postín al otro lado de los Pirineos-, Feliciano Aylagás, Santiago Bravo, Diego y Floreal Cuenca -campeón de Copa el primero-, Manuel Esteban o “Doro” Delgado. Y por supuesto, aunque sólo fuere como contrapunto a tanto revés, sin un esbozo a cuatro ejemplos tan diversos como lo son el heroísmo, la terquedad, y cierta forma camaleónica de acomodarse al mundo.

El defensa durangués Luis Zavala (4-V-1912), ejemplifica como pocos el papel de héroe, no en los terrenos de juego, sino combatiendo. Había pasado por el Amorebieta, la Cultural de Durango y el Athletic Club, cuando la guerra le sorprendió en La Rioja, zona “nacional”. Enrolado en el ejército de Franco, rompió el cerco en la batalla de Villarreal y proporcionó suministros, concediéndosele la Medalla Militar Individual, segunda condecoración de guerra más importante, superada sólo por la Cruz Laureada de San Fernando. Aquel partido “internacional” que disputara una “selección” española de emergencia ante Portugal (28-XI-1937), en Vigo, sirvió además para homenajear su gesta, a Jacinto Quincoces, combatiente en Belchite, “Tomasín” Arnanz, herido en dos ocasiones, y Julián Vergara, ariete ese día, que también había recibido su ración de plomo. Para los portugueses el encuentro quedó como el de una invalidada primera victoria ante sus vecinos. La UEFA, lógicamente, no podía tomar en serio aquel choque disputado en tan precarias condiciones.

A partir de 1939 Zabala continuó en el Athletic, hasta fichar por el Barcelona, a cambio de 1.200 ptas. mensuales (1944), cantidad que daba para vivir opíparamente. Luego aún jugaría con el Lérida, el Melilla y el Agramuntés, en éste pese a sumar 37 años.

No menos heroico, aunque sin homenajes ni condecoraciones, y tampoco durante la Guerra Civil, sino a lo largo de la II Mundial, fue el empeño del futbolista oscense Juan Astier. Si algo le había enseñado nuestra conflagración fue a distinguir entre el bien y el mal. Y entendiendo que cuanto tenía lugar fuera de su horizonte más inmediato constituía una aberración, apenas comenzó a funcionar la denominada “Red de Canfranc” (año 1940), formó parte de la misma.

Siendo vital para los aliados recuperar a sus pilotos abatidos, evitando mediante la repatriación que pudiesen caer en manos de las S.S. o de colaboracionistas franceses, se tejió una tupida organización de resistentes al otro lado de los Pirineos, y voluntarios españoles por los valles de Huesca. La misión de éstos últimos consistía en pasar aviadores a través del túnel de Canfranc, cobijarlos, ofrecerles papeles falsos, alimento y transporte en pesqueros, desde los que una vez en alta mar eran transbordados a submarinos ingleses. Aquellos pilotos podían, de ese modo, seguir combatiendo a la Luftwaffe.

Junto a la hoy abandonada estación ferroviaria de Canfranc se movió igualmente otra red, centrada en el trasvase de documentos, mensajes e informaciones vitales, espionaje, en suma, una de cuyas ramas también intervino activamente en la evacuación de judíos. Juan Astier parece sólo colaboró con la primera, sabiendo muy bien que si lo descubrían, el régimen resultante de la victoria franquista acabaría convirtiéndole en huésped de nuestros presidios. Franco, teóricamente neutral pero sometido a las presiones de Hitler, para quien España debía mostrarse más activa en el conflicto europeo, no hubiese tenido otro remedio que ofrecer cabezas de turco, conforme hizo, de hecho. El silencio, la más absoluta discreción, era, pues, imprescindible.

Y bien que cumplió Astier, callando ante su familia, ocultando su pasado incluso tras la liberación de Francia, el deceso de Francisco Franco, la reinstauración democrática y el fallido golpe de estado de Tejero y Armada. Su nieto sólo comenzó a intuir algo, viendo a varios franceses para él desconocidos en el funeral del abuelo. Hombres mayores todos, tal vez quintos del antiguo futbolista y, aunque entonces no lo supiera, conmilitones antinazis, con los labios igualmente sellados. Sus posteriores investigaciones en bibliotecas galas, archivos, la documentación desclasificada del Foreing Office, y hasta en desvanes de la comarca, le permitieron descubrir en su abuelo a un ser desconocido, tan altruista como comprometido. Hizo lo que entendió debía hacer, sin presumir jamás ni sentirse especial. Sin esperar la más mínima muestra de agradecimiento.

Bartolomé Salas conoció el frente con 19 años y resultó herido en cinco ocasiones. Cualquier otro hubiese olvidado sus veleidades deportivas, pero él incluso compitió por situar al Constancia de Inca en 1ª División.

Bartolomé Salas conoció el frente con 19 años y resultó herido en cinco ocasiones. Cualquier otro hubiese olvidado sus veleidades deportivas, pero él incluso compitió por situar al Constancia de Inca en 1ª División.

De terquedad supina en su empeño por seguir compitiendo, hizo gala, sobre todo, el mallorquín Bartolomé Salas Ribot (30-XI-1919), juvenil aún cuando tuvo que tomar el fusil. Intervino en la Batalla del Ebro, fue herido nada menos que cinco veces y, corajudo como pocos, le quedaron arrestos para enrolarse en el Malacitano la primera temporada de posguerra, Constancia de Inca -donde fichó a cambio de una gabardina y 10 ptas. cada día de entrenamiento-, llegando a competir por el ascenso a 1ª División, Hércules de Alicante (1942-46), donde por fin pudo degustar de la máxima categoría en su última campaña, Celta de Vigo (46-50) igualmente en 1ª, Real Murcia (50-52), Mallorca (52-57), Alcoyano (57-58), Porreras y Soledad. Como si quisiera recuperar el tiempo perdido durante los tres años de guerra, se mantuvo activo hasta estrenar la cuarentena.

Entre los permeables al devenir de los acontecimientos, cabría citar al pamplonés Severino Goiburu (8-XI-1906), de la Real Sociedad Gimnástica Española, Racing de Madrid, Osasuna (1925-29), Barcelona (29-34), Valencia (34-41), Levante (41-42 y Murcia (42-43). De ideología carlista, estaba en Valencia el 18 de julio, y allí continuó jugando el Campeonato Regional Valenciano y la Liga Mediterránea. Cuando empezó a sentirse incómodo por el ambiente político que observaba junto al Turia fue a Barcelona, desde donde continuaría a Francia, para regresar a España por Irún, incorporándose a territorio “nacional” el 15 de febrero de 1938, ya avanzadita la contienda. Ello no le impediría hacer gala de una adhesión inquebrantable, puesto que, impenitente apostador, aprovechaba cualquier tertulia donde saliese a relucir la cuestión bélico-política para porfiar: “¡Diez a uno a que gana Franco!”.

Goiburu tenía motivos para mostrarse prudente. Su hermano Estanislao, futbolista amateur que olvidó pronto sus veleidades, había caído vistiendo uniforme republicano. Severino probablemente comprendiese que la vida era más valiosa que todas las ideologías juntas, cuando  éstas conducen al derramamiento de sangre. Su actitud se tradujo en no ser visto como sujeto a depurar, ni siquiera durante los días de máxima incertidumbre. Internacional en 12 ocasiones, tras despedirse del pantalón corto hizo algún pinito como entrenador del Murcia -donde una suma de lesiones le obligó a jugar ocasionalmente-, Alicante C. F. y Atlético Montemar, antes del retorno a Pamplona para dedicarse a la pelota vasca. Falleció en su tierra, el 30 de julio de 1982.

Los hay capaces de conseguir que el vencedor siempre esté de su parte. Todo un ejercicio de pragmatismo puesto que, al fin y al cabo, los camaleones no escogen la coloración del fondo donde habitan.

Otros, sin esperar que el instinto los mimetice, se limitan a lucir galas de camaleón, conscientes de que no todo se resuelve en un juego de cara y cruz.

Al fin y al cabo toda moneda lanzada al aire puede caer de canto

_________________

(*) .- La cuota era una cantidad que el llamado a filas podía abonar para que otro ocupase su lugar en el ejército, quedando el pagador, de facto, eximido de todo servicio. Nada había de artero en esta fórmula, amparada legalmente.

NOTA: Agradeceremos vivamente cualquier corrección, ampliación o comentario sobre el listado de bajas inserto en el primer artículo de esta serie, que contribuya a enriquecerlo. Pueden establecer contacto dirigiéndose a:

cihefe@cihefe.es

Nuestro reconocimiento anticipado.




Las otras víctimas de la Guerra Civil (3)

Aunque la mayoría de los futbolistas, o deportistas en general, cubriesen con un manto solidario a cuantos compañeros situó la guerra en trances difíciles, también hubo excepciones. Y una de ellas tuvo por nombre Antonio Vilarrodona Iglesias, personaje desaprensivo, oportunista y ruin, con quien los hermanos Tena tuvieron la mala suerte de cruzar caminos.

Si los hermanos Baquero, de la Real Sociedad y F. C. Barcelona, fueron tres pero ninguno de ellos llevó nunca el ordinal “III”, puesto que el fundador de la dinastía había colgado sus botas cuando el más joven comenzó a asomar en las alineaciones, algo semejante ocurrió a los Tena. Naturales de Cabanes (Castellón), pero forjados en Cataluña, Juan, el mayor (9-III-1899) compitió en el Español barcelonés, antes de incorporarse al Sabadell, elenco que además le serviría para estrenarse como entrenador. Francisco, el segundo (21-IX-1901), hizo el mismo viaje, aunque al revés: primero Sabadell y luego Español, hasta 1931. Comoquiera que coincidiese con Juan en la entidad españolista, sería conocido por Tena II. El pequeño José (16-VII-1904), a medida que pasaba el tiempo y con Juan ya retirado, se convirtió igualmente en “II”, dándose por entendido que Francisco era el “I”.

Cuando estalló la Guerra Civil y Juan Tena Guimerá era entrenador del equipo vallesano, tuvo la fatalidad de ser detenido y encarcelado, como su hermano Francisco. Una vez en prisión, náufragos de su incertidumbre, ambos tropezarían con un viejo conocido del pasado: el portero Antonio Vilarrodona Iglesias (Barcelona 1-II-1904), suplente en el Español desde 1922 hasta el 24 y con más presencia en el Universitary (24-25), Zaragoza -no el actual, sino su predecesor, conocido junto al Ebro como “tomate”, por el color rojo de sus camisetas-, Sabadell y Huesca, hasta que unos gravísimos incidentes concluyeran con la suspensión federativa oscense y retirada del torneo, circunstancia que él aprovechó para volver hasta la Plaza del Pilar, como flamante fichaje zaragocista. Al menos eso creían los directivos maños; que constituiría un buen refuerzo con vistas a la primera edición liguera, para cuyo debut el equipo acababa de ser encuadrado en 2ªB.

No obstante, del dicho al hecho suele mediar un buen trecho, y éste podía resultar insalvable si Antonio Vilarrodona andaba de por medio. La cuestión es que al inscribirlo en la Federación, advirtieron que el guardameta acababa de comprometerse también con el Iberia, la otra entidad de Zaragoza, y como tal directísima competidora. Huelga indicar que había cobrado los correspondientes anticipos de ambos clubes, a sabiendas de que sólo podría jugar con uno de ellos y acariciando, quizás, el sueño de alentar una puja para él muy favorecedora. Sus planes, empero, no habrían de cumplirse. Ambas directivas, en un gesto no tan infrecuente durante los primeros años de profesionalismo, desterrado pronto en aras de la rivalidad peor entendida, se pusieron de acuerdo para que el timador se alinease con el Zaragoza, éste aceptase la primera oferta de traspaso, y las dos entidades repartiesen lo obtenido al 50%.

Mientras estuvo defendiendo el marco “tomatero”, tanto sus mandatarios como la masa de seguidores redescubrieron lo bien sabido, y se abochornaron ante lo que preferían no creer, pese a ser vox populi por los mentideros: Que era realmente bueno si ningún adversario le calentaba el bolsillo, y que vendía partidos, dejándose anotar goles inverosímiles. Cuando por fin surgió un comprador, Vilarrodona hizo su maleta, tomó un taxi a la estación escoltado por varios directivos, y éstos sólo se atrevieron a suspirar, aliviados, viendo al tren llevárselo lejos. El Zaragoza salió ganando, porque acertaría a cubrir su baja con Juan José Nogués, hombre disciplinado, honesto y cabal, además de formidable cancerbero, conforme acredita su trayectoria posterior: Patria Aragón (1929-30), Barcelona (1930-1942) y Granollers.

Tras el 18 de julio de 1936, Vilarrodona se convirtió en miliciano. Pero no de a pie, sino gallito del Servicio de Información Militar (SIM), casi un cuerpo de policía político, islote dentro del poder republicano, que llegó a disponer de autonomía operativa, cárceles propias, un nada desdeñable presupuesto económico y hasta tribunales específicos. Emplazamiento ideal para quien ya antes se había movido por la existencia sin sujetarse a muchas reglas.

Ficha federativa de Antonio Vilarrodona con el Español barcelonés.

Ficha federativa de Antonio Vilarrodona con el Español barcelonés.

Así lo vieron cierto día Juan y Francisco Tena, moviéndose por la prisión como por su casa, impartiendo órdenes a un grupito de milicianos que, lista de internos en mano, conducían medio a rastras hasta una camioneta a cuentos fueron citando. Y ambos, fatalmente, oyeron su nombre entre los reclamados.

 “El paseo”, pensaron. Porque aquello era sin duda eso: el viaje del que nadie regresaba jamás. Apretados en la caja del camioncillo, los Tena vieron cómo el vehículo abandonaba la arteria principal, se internaba por traqueteantes rutas secundarias y concluía hollando caminos polvorientos. A su lado, unos rezaban en voz baja, en tanto a otros se les contraía el rostro con una mezcla de miedo y odio. Por fin la marcha se detuvo, los hicieron bajar y ponerse en fila, ante un pelotón de fusilamiento. Vilarrodona seguía dando órdenes: “Preparaos; apuntad… ¡fuego!”. Francisco y Juan Tena, enlazadas fuertemente sus manos a manera de despedida, esperaban la lluvia de plomo, preguntándose si llegarían a percibir el fragor de las detonaciones. Y no, no fue eso lo que llenó sus oídos, sino un estruendo de carcajadas. ¿Cómo era posible?. ¿Acaso estaban siendo víctimas de un cruel simulacro?. El propio Vilarrodona, compañero del mayor durante su etapa “periquita”, les sacó de dudas: “¡Hala, arriba otra vez, que hoy no es vuestro día!. Pero no cantéis victoria, que volveremos a por vosotros cuando nos dé la gana”.

Durante el viaje de vuelta, algunos temblaban. Otros no habían podido evitar que el orín empapase las perneras de sus pantalones. Nadie hablaba, para gozo de los milicianos, por demás inspirados: “¡Qué peste, coño!. ¿Pues no os habéis cagao?”. Minutos después la camioneta se paró ante una venta. Aquellos hombres eufóricos querían remojar en vino su hazaña y ello dio pie a que los Tena, al relajarse la vigilancia y cambiando un gesto apenas perceptible, saltasen a tierra, emprendiendo una carrera en zigzag para eludir las balas. Fue el sprint más angustioso entre los muchos que jalonaron sus andaduras deportivas. Separados en seguida, con la obvia intención de dificultar el trabajo a sus perseguidores, corrieron campo a través, sorteando obstáculos, cayendo y levantándose, sintiendo en sus rostros el azote del monte bajo, hasta notar los pulmones en las amígdalas.

Tena, víctima de un fusilamiento simulado, a cargo de otro compañero de actividad deportiva, e incluso de equipo.

Tena, víctima de un fusilamiento simulado, a cargo de otro compañero de actividad deportiva, e incluso de equipo.

Por la cárcel se extendió el rumor de que los dos habían muerto. Pura obviedad, si se echaban cuentas respecto a los de ida y vuelta. “El Mundo Deportivo” y “ABC”, ascendiendo a noticia la rumorología, recogieron en sus páginas que Tena I, a quien describían como entrenador del Sabadell, ya era historia. Pero aquellas notas sembraron dudas sobre la identidad del finado, puesto que uno y otro habían ostentado ese ordinal vistiendo de corto. El club vallesano entendió que el difunto era su entrenador, y prueba de ello es que buscase en Sebastián Vigueras Ibáñez, exfutbolista del Club Deportivo Europa, un sustituto válido. Entre tanto cada uno de los hermanos daba por muerto al otro, bien tras su captura o tiroteado ladera abajo. La suerte quiso que un mes más tarde pudieran abrazarse los tres, al coincidir en el ejército franquista.

Los rastros de Antonio Vilarrodona parecen volatilizarse a partir de 1939. Imposible saber si cayó en combate, o si pudo cruzar la frontera francesa antes de que se cerrara. Su nombre tampoco aparece en las listas de capturados cuyo repaso fue posible, incompletas muchas veces, si no salpicadas de erratas. En todo caso habrá pasado a la pequeña historia del fútbol, y a la anécdota de la Guerra Civil, como el desalmado que jugó a su antojo con el destino de aquellos a quienes, durante algún tiempo, tuvo por compañeros. No sólo parece vendió partidos. La vida ajena tampoco se antoja valiese para el en demasía.

Por fortuna, Vilarrodona constituyó excepción, junto al asturiano Abelardo Carracedo, que ya asomó en otro capítulo, o José Padrón Martín (Las Palmas de Gran Canaria 5-V-1906), si diésemos por bueno el testimonio de Helenio Herrera, con quien coincidió en el fútbol galo.

Aunque su nombre diga bien poco a los aficionados más jóvenes, Padrón fue campeón de Copa en 1929 y cinco veces internacional, además de primer canario en lucir la camiseta de nuestra selección. Con 19 años pasó desde el Victoria de Las Palmas al Español de Barcelona, donde habría de jugar entre 1925 y 1930. Su posterior andadura por el Sevilla (1930-33), Barcelona (33-34), otra vez Español (34-35), Alés, de Francia (35-36), o los también franceses Cannes (36-37), Sochaux (37-38), Charleville (38-39, ya en 2ª División), Red Star (40-41), Stade Reims (41-43), Clermont Ferrand (43-44) y Stade Français (45-46), nos ofrece un relato de artista díscolo e incómodo por sus constantes reivindicaciones económicas, rara vez fundadas, como dejó constancia en Barcelona y Sevilla.

Anarquista más bien tibio en los días previos a nuestra Guerra Civil, se radicalizó en territorio galo, mientras competía con el Stade Reims. Colaborador de la Resistencia durante los años de ocupación nazi, tras contactar con el Partido Comunista a través del POUM acabó integrándose en el apoyo a la guerrilla. Corría 1943 cuando se unió a la mítica “Nueve”, es decir la 9ª Compañía de la 2ª Brigada de la Francia Libre, compuesta por republicanos españoles, a las órdenes de Leclerc. Dicho grupo participó activamente en las batallas del Norte de África, el Desembarco de Normandía y los durísimos combates de Vieux-Bourg y Baja Normandía, donde además recibió un ataque de fuego amigo, procedente de aviones estadounidenses. Según algunas versiones, con la Nueve habría entrado en París, el 24 de agosto de 1944, pero su biografía parece bastante enredada, probablemente a conciencia, y no cabe dar por cierto cuanto él recrease acerca de sí mismo. Otras voces, en cambio, afean su actuación durante aquella época turbulenta, convirtiéndolo poco menos que en estraperlista. De ello se hizo eco la falsa autobiografía del “Mago” Helenio Herrera, titulada “Yo, H H”, escrita en realidad por Gonzalo Suárez, quien durante años sería adoptado virtualmente como hijo por el técnico argentino, ante la relación sentimental que lo uniera con la madre del hoy reputado director de cine. Y no parece que don H. H. guardase buen recuerdo de él, a tenor de estos párrafos: “Se dedicaba, además, al mercado negro. Yo le compré latas de sardinas en alguna ocasión. (…) En aquellos tiempos de privaciones, muchos hicieron fortuna estraperleando a costa del hambre y la miseria de los demás. No todos acabaron mal; Padrón sí”.

Benito Díaz, caricaturizado por Cronos. Resolvió no pocos problemas a varios futbolistas españoles refugiados en Francia, incorporándolos al Girondins de Burdeos.

Benito Díaz, caricaturizado por Cronos. Resolvió no pocos problemas a varios futbolistas españoles refugiados en Francia, incorporándolos al Girondins de Burdeos.

Sin embargo no consta cayera sobre este partisano durante la ocupación alemana, el peso de la Justicia. Todo lo más, el de las cajas de fruta con que ganaba el pan en un puesto del mercado parisino Les Halles, allá por 1957. Sí puede asegurarse, al menos, que colgó las botas con 41 años, y su fallecimiento, el 3 de diciembre de 1966, en el Hospital Pieté de Salpêtrière.

Excepciones aparte, está por demás documentado que los futbolistas, en tanto les resultó posible, tejieron una improvisada red de apoyo a sus compañeros, sobre todo lejos de casa. Domingo Balmanya, hombre expansivo y bon vivant, tras regresar vía París de la gira “culé” por América, se quedó en Francia, jugando en el Sétte junto a Raich y Zabalo. Nunca tuvo reparos al explicar que Raich les facilitó el ingreso en el club que contribuirían a hacer campeón, y que cuando les tocó medirse al Olympique de Niza, donde estaban los hermanos canarios Joaquín y Luis Valle Benítez, Zamora y Samitier, éste último le pidió no aguara la fiesta, porque si no marcaban goles tendrían que despedirse de la renovación contractual. Venció el Niza 3-0, les renovaron y Samitier, agradecido, invitó al terceto español de Sétte a una cena. Parece, además, que los hermanos Valle sirvieron de enlace a Zamora y Samitier para su incorporación al Niza.

El entrenador donostiarra Benito Díaz, ya en la posguerra seleccionador nacional a quien sus futbolistas llamaban cariñosamente “Tío Benito”, incorporó al Girondins bordelés a Salvador Artigas, José Arana, Jaime Mancisidor, Santiago Urtizberea, Domingo Torredeflot y el andaluz Paco Mateo. A algunos, sacándolos del campo de refugiados donde averiguó se hallaban. El propio Benito Díaz descubrió al barcelonista Mario Cabanes jugando en el Metz con falsa identidad gala, y calló.

Ángel Mur Navarro, atleta de fondo y campo a través, cinco veces campeón de España en 3.000 metros obstáculos y masajista del Barça en aquella gira americana, se hizo durante la misma con el cariño del elenco, siendo posteriormente correspondido cuando, concluida la guerra, tuvo problemas en Francia, desde donde pretendía embarcar hacia México. Militante de un sindicato izquierdista, en su día supo se avecinaba la incautación del F. C. Barcelona y puesto a optar entre sus devociones política y deportiva, ganó la segunda. Su aviso sirvió para que los incautadores sólo encontrasen telarañas. Raich, Escolá y Balmanya, los tres del Sétte, al tanto sobre sus dificultades, le enviaron ropa y dinero para que pudiese regresar a la zona “nacional”. Tal y como le pintaba allende los Pirineos, el retorno tampoco se le antojaba una mala alternativa. Cruzó a España por Pont Vandrés y en Figueras, cuando lo conducían a la plaza de toros convertida en campo de prisioneros provisional, se lo encontró el capitán Colomé, un gerundense también atleta, contra quien había competido. Y fue ese hombre quien sacándolo de la fila, le rellenó un salvoconducto.

También el Barcelona, con la reanudación liguera, supo agradecerle tan trascendental aviso convirtiéndolo en masajista hasta que, avanzados los 70, legara esa función a su propio hijo Ángel Mur Ferrer, hasta hacía bien poco futbolista en el Rosas, Barcelona Aficionado, Condal, Real Gijón y San Andrés de Barcelona. Ambos, además, serían masajistas de cabecera en la selección nacional.

Otros, como el irunés Eguizábal, Echezarreta o González, compitieron en el Deportive Espagnol, cuyo simple nombre ya aclara mucho. Y alguno más, bien porque estuviesen más desconectados, o porque siendo futbolistas muy neófitos ni ellos mismos se vieran todavía como tales, saldrían adelante según Dios les dio a entender.

Antonio Pérez Balda (Nules, Castellón, 15-X-1919), fue uno de ellos. Llamado a filas en 1938, siendo casi un crío, le tocó luchar en la batalla del Ebro, primero, y en la del Segre después. Ante la evidencia de que el ejército republicano se desmoronaba, cruzó la frontera de noche y fue hecho prisionero en Portbou, circunstancia que se tradujo en seis meses de permanencia en los campos de concentración franceses instalados en Saint Cyprien  y Agde. Tragón impenitente, como acreditaría después, durante sus años bajo el marco del Castellón, Atlético de Madrid y de Aviación, o Valencia C. F., las raquíticas e indigeribles raciones le traían de cabeza. A tal punto llegaba su hambre y sed que, conforme confesase a Julián García Candau, siendo huésped del primer campo, pegado al mar, bebía agua salada, aun consciente de sufrir tremendas diarreas. En Agde, donde los barracones eran de madera, tenían tanto frío que para combatirlo concluyeron quemándolos casi todos, tronco a tronco. Una triple alambrada los separaba de las cocinas y allí solían pasar las horas, viendo comer a los oficiales y esperando les lanzasen algún resto, como quien arroja mendrugos a los perros. Su suerte, no obstante, cambió al descubrir la homosexualidad del cocinero. A partir de entonces se hacía invitar a la cocina si no había oficiales a la vista, y mientras recibía un plato rebosante se dejaba manosear. La cosa no duró mucho. Alguien debió advertir esos manejos y del amigable cocinero nunca más se supo.

También durante su estancia en Agde sacó partido a sus condiciones de portero. Puesto que jugaban al fútbol por mantenerse activos, los mandos organizaron un choque contra el equipo del pueblo. Para que la victoria gala tuviese algún mérito, los seleccionados recibieron buena alimentación durante los días previos. Allí había buenos jugadores, capaces de derrotar a cualquiera. Palomeras, por ejemplo, más adelante en el Badalona. Y sobre todo Paco Mateo, un delantero centro soberbio que la guerra impidió ver en España, donde sin duda hubiese llegado a estrella, como lo fue en territorio galo, ya libre. Por cuanto a él respecta, estuvo bien. Tanto que le dijeron iba a venir Samitier para llevárselo, cosa que no ocurriría.

Antonio Pérez, todavía portero del C. D. Castellón en 1942, cuando ya había pasado toda el hambre imaginable en el campo de concentración galo.

Antonio Pérez, todavía portero del C. D. Castellón en 1942, cuando ya había pasado toda el hambre imaginable en el campo de concentración galo.

Sus penalidades concluyeron cuando pudo recibir los correspondientes avales e hizo el viaje hasta Nules, sin pechar con castigos o sanciones disciplinarias, pues las deserciones republicanas se habían convertido casi en virtud teologal. Un año compaginando el trabajo de fundidor con sus palomitas bajo el marco del Nules, le bastaron para ingresar en el Castellón, con 2.000 ptas. de ficha y 400 de sueldo mensual; lo que su padre sacaba sudando ocho horas diarias en la fundición. Cuatro años en 1ª con el club de la Plana lo convirtieron en cotizado cancerbero, con fama de invulnerable. A tal punto llegaron las cosas que en abril del 42, cuando tocó visitar Barcelona para enfrentarse a un equipo azulgrana seriamente amenazado de descenso a 2ª, tuvo lugar una reunión de directivos “culés” y albinegros, cuyo resultado fue la sorpresiva alineación de Nebot, veterano meta suplente, sin que mediara lesión del titular. El Barça necesitaba la victoria y ésta se produjo, desde luego, por 3-1. Ese mismo año, en noviembre, después de una actuación formidable en Riazor, fue paseado a hombros por sus compañeros, con todo el estadio aclamándole. Y ya en Madrid recibió 100.000 ptas. anuales del Atlético, más sueldos y primas. Auténtico dineral en 1945, cuando los funcionarios de justicia podían darse por satisfechos con 495 mensuales. Del Madrid pasaría al Valencia, para alternar titularidades y suplencias, por culpa de las cantadas que comenzó a esparcir.

Su fama de comilón le acompañó siempre. Consta que en Madrid recibía vales diarios para dos menús completos, incluido el postre -imperaban las cartillas de racionamiento-, y no solía dejar ni una miga sobre el mantel. Hambre atrasada, quizás. O el recuerdo de aquellos campos de concentración. Porque ciertas carencias se adhieren al alma humana como una caries dolorosa.

Muchos de los fugados a Francia se enfrentaron después a una temporada de cautiverio, a descalificaciones personales y meses, cuando no años, sin licencia para corretear sobre el césped. Quienes más se habían significado políticamente tiempo atrás, comprobaron que desde sus propias aficiones se les negaba el pan y la sal. Fue ese, entre otros, el caso de Andrés Lerín Bayona (Jaurrieta, Navarra, 7-XII-1913) portero también, que popularizase unos llamativos jerséis a cuadros en el Zaragoza de preguerra.

Precoz como pocos, con 15 años ya competía en el Escoriaza. A los 16 fichó por el Español de Zaragoza y sin cumplir los 18 llamaba la atención del primer equipo maño, desde donde lo cedieron al club de sus inicios para seguir su evolución. Próximo a cumplir los 19 ya era asiduo bajo el marco “maño” y parecía tener toda una vida deportiva por delante, que sólo la guerra se encargó de amargar.

En Zaragoza, además, estuvo a punto de verse reconvertido en medio centro, cuando al técnico portugués Felipe Dos Santos no se le ocurrió mejor idea que incrustar su gigantesca estatura para la época (1,85) en un eje defensivo que pretendía infranqueable. Por suerte aquel hombre no pensaba a piñón fijo y acabaría desistiendo, luego de varias pruebas infructuosas. Conocido por “El Brozas” en un vestuario donde casi todos tenían apodo, fue puntal firme en el Zaragoza del ascenso a 1ª División, rebautizado para la historia como el de “Los Alifantes”, luego de que la prensa recogiese la frustración de un espectador catalán, cuando los ataques de su equipo se estrellaban ante la envergadura del trío defensivo zaragozano: “Nada, que no hay manera. ¡Si parecen alifantes!”. Pero en Zaragoza, también, se supo lo de sus viscerales alardes republicanos, desde la rama radical socialista que por entonces imperaba. “Si nos desplazábamos en autobús, al cruzar por los pueblos, grandes o pequeños, pues lo mismo le daba, él sacaba el puño por la ventanilla, vociferando sus vivas a la república socialista -recordaba hace tiempo uno de sus compañeros-. Iba con su carácter, directo, llano, echado para adelante, aunque no fuesen días para significarse en exceso. Luego le hicieron pagar las consecuencias”.

Andrés Lerín, ya veterano, después de superar los sinsabores de una Guerra Civil y el ajuste de cuentas por parte de su propia afición.

Andrés Lerín, ya veterano, después de superar los sinsabores de una Guerra Civil y el ajuste de cuentas por parte de su propia afición.

Concluida la campaña 1935-36, el club le dio permiso, junto a Olivares, para reforzar al Club Atlético Osasuna en un torneo a disputar en Mallorca. De vuelta, visitó a su hermano, en Fuenterrabía, justo el 16 de julio de 1936. Cuando a los dos días tuvo noticias del pronunciamiento militar, decidió quedarse donde estaba, a escasos metros del límite fronterizo, en tanto veía evolucionar los acontecimientos. Sólo ante la evidencia de que el conflicto se alargaba, viajó a Perpignan, cuyo club sólo disponía de una sección de rugby. Ayudó a configurar otra de fútbol y haciendo las veces de jugador y entrenador acabaría logrando el campeonato en la modesta división desde donde arrancaran. Pero como aquella liga resultase corta, tuvo tiempo de regresar a Barcelona y alinearse con el Badalona en varios choques extraoficiales de 1937. Luego volvió a pasar a Francia,  enrolándose otra vez en el Perpignan, hasta que los alemanes, dueños del territorio galo y aliados de Franco, comenzasen a llenar con judíos, gitanos y españoles, los campos de concentración construidos de inicio para cobijar a nuestros republicanos en desbandada. Al  término de la Guerra Civil estaba recluido en Saint Cyprien, recinto por el que también pasase Antonio Pérez. En suma, casi dos años vividos entre alambradas.

Nada más regresar a España fue reclamado por el juzgado de Reus y posteriormente encarcelado unos días en la población tarraconense. Pero sus dificultades no habían hecho sino empezar. Considerado “rojo” y traidor a “La Cruzada”, desde La Federación Española recibiría una descalificación de 6 años, reducida luego a 12 meses, como en otros muchos casos, lo que para él se tradujo en inactividad durante la temporada 1941-42. Lo peor es que el público “maño” le había impuesto una sanción más dura, no perdonándole su pasado. Y al arrancar la campaña 42-43 se hizo evidente no podía seguir allí. “Hasta los niños me llamaban rojo por la calle”, recordaría muchos años después con amargura. Solicitó la baja y fue a Gijón, buscándose la vida, pese a que dicho club recibiera 30 anónimos matasellados en la ciudad del Pilar, desaconsejando su fichaje por motivos políticos. Tratando de no cerrarse aquella puerta, acordó jugar altruistamente hasta convencer con su rendimiento, que fue magnífico, al mantener imbatido su marco en El Molinón durante 14 partidos consecutivos.

Se da la circunstancia de que habiendo lesionado en choque fortuito al pimentonero Alfonso durante la temporada 1943-44 (al atacante tuvieron que amputarle una pierna), los murcianos no sólo evitaron reprocharle el lance, sino que teniendo en cuenta su deportiva actitud, extensiva al club asturiano, andado el tiempo pudo recalar en La Condomina. Y cuando las aguas turbias de posguerra fueron calmándose, nadie le impidió regresar al Zaragoza, entonces hundido en 3ª División, para colaborar activamente en el ascenso a 2ª, momento de colgar las botas, con 36 años.

Puesto que Zaragoza era su ciudad y los “blanquillos” su club, allí siguió, con esa cabezonería sana atribuible a los baturros, por mucho que él lo fuese solamente adoptivo. Entrenó al filial zaragocista, a los juveniles, y fue ayudante de Juanito Ruiz, Berkessy, Eguíluz, Balmanya, Paco Bru, Mundo, Juanito Ochoa, Urquiri y Jacinto Quincoces, en la primera plantilla aragonesa, donde también ejercería como entrenador de porteros, masajista, delegado de campo, jefe de personal y hasta conserje. Se jubiló en el Zaragoza durante 1978, después de haber asumido puntualmente la dirección del primer equipo en un momento difícil, el 8 de mayo de 1967, tras la destitución de Daucik, donde los de la Pilarica se enfrentaban al Europa en choque de desempate copero, que a la postre significó el acta de defunción de los añorados “5 Magníficos”. De algo debía servirle el título de entrenador nacional obtenido en 1952, junto a Miguel Muñoz y José Gonzalvo, entre otros. También dirigió al Ejea la temporada 72-73, en 3ª División, y al juvenil del CD Helios, la edición 81-82.

El socialista irreductible y terco, el hombre que se hizo perdonar por su gente y tatuó en su alma el escudo “mañico”, el que no pudo ser internacional, pese a figurar en una convocatoria de Amadeo García Salazar, falleció en Zaragoza el 19 de noviembre de 1998. Tanto él, como antiguos críticos deportivos aragoneses, no dejaron de preguntarse hasta dónde pudo haber llegado sin el lastre de tantos meses en cautividad, la purga, y el frenazo en seco que dejara sin aliento a toda una generación.

Algún investigador, como Julián García Candau, excluye entre quienes purgaron su pasado en campos de concentración, al atacante barcelonés Mario Cabanes Sabat (6-I-1914). Y sí fue uno de sus huéspedes. Cierto que su falsa documentación francesa le libró de aquellos campos de internamiento. Pero pensar que a su vuelta pudiera tenerlo fácil, es edulcorar mucho, pero que mucho, la realidad. Cuando apenas se hubo firmado el último parte bélico cruzó de nuevo la frontera, para encontrarse con una estancia en el centro de “clasificación” irunés. Y que nadie se engañe; los campos de “clasificación” españoles, eufemismo que apenas enmascaraba la realidad de unos recintos donde prisioneros todavía dudosos se hacinaban, a la espera de averiguar el tipo de responsabilidad en que pudieran haber incurrido, diferían de los demás, por cuanto a inhumanidad respecta, tan sólo en el número de vergazos que cabalmente cabía esperar.

Cabanes había competido con el Barça durante los ejercicios 1933-34 y 34-35, antes de integrarse en el Matz como falso súbdito galo. Tras comprobar que su nombre no figuraba entre los republicanos más buscados, desde el campo irunés fue enviado al de Miranda de Ebro, donde apenas permaneció unas semanas. Y a lo largo de 1939, puesto que aún estaba en edad militar, sería enviado a un regimiento de Algeciras, circunstancia que aprovechó para asomar por el club local, desde donde dio el salto a la Balompédica Linense. Tenaz y habilidoso, continuó moviendo hilos hasta conseguir su traslado a una unidad asturiana. Allí sus virtudes con el balón en los pies, también por no variar, acabaron situándolo en la plantilla del Oviedo (temporada 1940-41).

Se antoja probable que al haber actuado en Francia suplantando otra identidad, y sin delaciones de por medio, saliese mejor librado que otros del proceso depurador. Estudiante de Medicina, concluyó licenciándose, pese al paréntesis bélico. Y hasta siguió conectado al deporte como galeno del Club Deportivo Español y la Federación Española de Tenis. De hecho tenía encomendada la salud de José Luis Arilla, Juan Gisbert, Juan Manuel Couder y los dos Manolos -Santana y Orantes- cuando los nuestros disputaron las dos finales de Copa Davis ante Australia (1965 y 67), y muchos españoles madrugaron de lo lindo para vivir en directo, a través de la pequeña pantalla, lo que entonces se tuvo por magno acontecimiento. Lo sería, en efecto, aun cosechando derrotas, pues por primera vez TVE efectuó aquellas retransmisiones vía satélite.

Al buen estilete ovetense Antón Sánchez Valdés, cuya estampa se hizo inconfundible con aquella boina bien calada, para evitar las heridas que solía producir el correaje de los balones al rematarlos de cabeza, también podríamos considerarlo víctima, siquiera un tanto colateral. Víctima del desconocimiento sobre su biografía, y la gratuidad con que la prensa suele derramar juicios. Como compaginaba su titularidad en el once astur con un trabajo en el Ferrocarril Vasco, junto a Emilín, sus fichas siempre resultaron por demás cicateras. Cuando comenzaron a vestir la camiseta azul los primeros extranjeros, tamaña injusticia casi revistió galas de burla. El argentino Sará, por ejemplo, pactó una ficha de 200.000 ptas., cuando él salía tan sólo por 10.000 al año, primas aparte. Su mejor contrato en Oviedo se redujo a 15 billetes de a mil, según confirmó en las distintas entrevistas que con el correr de los años, hallándose ya retirado, siguieron haciéndole. “Y cuando ya no valía para el Oviedo, acercándome a los 37 abriles con que me retiré, El Círculo Popular me dio 40.000, con 1.500 de sueldo mensual. En el Oviedo, por cierto, las mensualidades eran de 500, y eso que estábamos en 1ª División”.

Antón, con su inseparable boina. Héroe en el frente y cobarde para parte de la prensa, ante aquellos defensas con dientes de sierra en sus botas.

Antón, con su inseparable boina. Héroe en el frente y cobarde para parte de la prensa, ante aquellos defensas con dientes de sierra en sus botas.

A lo largo y ancho de los 40, aclarémoslo, fue indiscutible en la vanguardia oviedista.

Pero eso no lo convertiría en víctima, sino las críticas que tantas veces hubo de escuchar y leer, acerca de su teórica prudencia ante el adversario, por no decir miedo. Y mal, muy mal podía ser miedoso quien como soldado “nacional” tuvo una citación heroica  combatiendo en el área de Pando. Allí, sin pensárselo dos veces, recuperó el cuerpo de un compañero abatido en tierra de nadie, que resultó ser hijo del coronel Recas. Por desgracia de nada serviría su gesto, pues el muchacho pereció apenas alcanzada la trinchera, si es que no había expirado antes.

Antón, además, tuvo que ver cómo durante el conflicto perdía a su hermano Francisco, “Paquito” en las alineaciones, pues fue futbolista, igualmente, con ficha de la territorial asturiana. Si existen las muertes estúpidas, aquella lo fue. El balazo que lo llevó a la tumba salió accidentalmente del fusil de un guardia, entre gaitas, pasodobles, banderitas y ponche, durante el transcurso de una romería patriótica.

Otros futbolistas también perdieron hermanos. Guillermo Gorostiza, sin ir más lejos. O Juan Ramón, duro defensa del Valencia. El de este último, Julián Ramón Santiago, medio del Arenas guechotarra, cayó combatiendo, encuadrado en un cuerpo de gudaris.

A Esteban Cifuentes Surroca (Barcelona, 1914), exjugador del Samboiá, Barcelona, Español y Sabadell, la muerte le sorprendió en un espartano vestuario francés. Había escapado de la Guerra Civil, enrolándose en el Estrasburgo y Nimes. El 30 de octubre de 1938, enfrentándose sobre el césped al Arrás, sufrió una repentina crisis cardiaca. Aunque fue inmediatamente atendido en la caseta, llegó sin vida al hospital. Paradójicamente no lo mató el disparate sangriento que dejase atrás; la guadaña le esperaba allí donde creyó encontrarse a salvo.

El victimario de nuestra Guerra Civil no se reduce a quienes perdieron sus vidas combatiendo u asesinados, o a los que no pudieron disfrutar de su pasión tras la paz, porque heridas, amputaciones o confinamientos en campamentos, cárceles o batallones de trabajo, se lo impidiesen. También fueron víctimas los “niños de la guerra”, aquellos infantes que un día tomaron el barco hacia Francia, Inglaterra, Bélgica o la Unión Soviética, como números sin voz ni voto en una más que discutible evacuación. Algunos volverían cuando Europa entera ardía en otra guerra, o recién apagados sus rescoldos. Otros no. Hubo, incluso, quienes remataron lejos de España y sus familias el pespunte de futbolistas que llevaban dentro, hasta cuajar carreras envidiables. Todos tuvieron que hacerse hombres y mujeres antes de tiempo, curtidos en esa dolorosa sensación de soledad y desarraigo. Porque las consecuencias de la sinrazón acaban afectando siempre, desde que el mundo es mundo, a las segundas generaciones. Sirvan como muestra y a manera de ilustración global, los avatares de un galleguito llamado José Mª Martín Rodríguez, que el 18 de julio del 36 aún no había cumplido 10 años.

“Cheché”, como era conocido familiarmente, o Martín, según figuró en las alineaciones, se quedó sin padre cuando a Joaquín Martín Rodríguez, hombre de profundas convicciones izquierdistas, profesor de la Escuela de Comercio y secretario general del Concejo, lo fusilaron 13 días después de la asonada, los propios militares sublevados. Toda la familia, de hecho, había mamado lo que entonces se denominaba “espíritu liberal y progresista”, pues su abuelo, el médico Rodríguez, fue indiscutido sembrador del credo republicano por la provincia coruñesa. Sin el cabeza de familia y estigmatizados en un ambiente de clara adhesión “nacional”, la miseria, o emigrar a donde nadie les conociera, se antojaban únicas alternativas en aquella casa. Y por más que el orgullo materno se trocase en reticencias, los más allegados terminaron conminándola a partir.

Fue Martín el primero en cruzar la frontera portuguesa, portando un cuadro del pintor Soutomaior, buen amigo del difunto. Con lo que obtuvo al venderlo sufragó parte de los pasajes transoceánicos, en tanto llegaban sus hermanas, a excepción de la tercera que, casada con un médico ferrolano, decidió permanecer en Galicia. Joaquín, el otro hermano varón, tuvo menos suerte. Puesto que se hallaba cumpliendo la mili al producirse la asonada, se encontró de pronto en las trincheras, defendiendo la causa de quienes habían asesinado a su padre. Finalmente parte de la familia lograría embarcar hacia Argentina, componiéndoselas en Buenos Aires como Dios les dio a entender. Una hermana escribía artículos para la revista “Argentina Austral” y el propio “Cheché”, dibujante de las portadas, contribuía al magro sustento familiar sacando partido a su facilidad con los lápices, como caricaturista de café. Todo ello sin renunciar al sueño de convertirse en futbolista, que experimentaría un enorme impulso al merecer la atención del Banfield, encuadrado en 2ª División.

José Mª Martín según el pincel de Vadillo, aquí en rápido apunte del natural.

José Mª Martín según el pincel de Vadillo, aquí en rápido apunte del natural.

El nombre de Martín comenzó a hacerse un hueco en la agenda de correveidiles y cazatalentos deportivos, equilibrando, con ello, la economía familiar. Una oferta del Vasco caraqueño sirvió de antesala a su salto a Europa, contratado por el Angers galo, mediante 700.000 francos anuales. Corría el año 1948 y a sus 22 años, el chicuelo que saliera de La Coruña casi con lo puesto, sentía más cerca la tierra que un día le resultase tan hostil. Los buenos oficios de Bugallal, un periodista que trabajaba para el Deportivo, acortaron distancias en seguida. Y ya blanquiazul, dos temporadas (48-49 y 49-50) le bastaron para saltar al F. C. Barcelona de Ramallets, Kubala, Basora, César, Segarra y compañía. Internacional en 2 ocasiones (una con la absoluta y otra con la entonces denominada “B”), campeón de Liga en 2 oportunidades, 3 en la Copa y una respectivamente en la Copa Latina y Eva Duarte, pasó también por el At Madrid y Valencia C. F., antes de vivir una segunda juventud en México, donde se mantuvo activo hasta 1965, con 39 años, en el Morelia. Hombre de ida y vuelta, aún habría de cruzar el charco para entrenar al Club Deportivo Badajoz, Real Murcia en dos etapas distintas, Deportivo de la Coruña, Real Zaragoza, Valladolid y Tarrasa.

Siempre consciente de la redención que el fútbol le brindara, refractario al fundamentalismo y las verdades absolutas, se mostró agradecido al balón y sus gentes, sin que ello implicase una renuncia al arte pictórico, su otra debilidad. Ante el caballete y pincel en mano, descargaba tensiones, se evadía del absorbente universo balompédico y rememoraba otro tiempo de pantalón bombacho y amplia incertidumbre, viéndose regatear por los comercios de Oporto, lienzo de Bugallal bajo el brazo, consciente de que el compromiso hacia los suyos debía sobreponerse a la pena por el padre perdido. Porque “Cheché” Martín fue de aquellos que hubieron de hacerse hombres, sin ser siquiera adolescentes.

Hoy, cuando el temor al compromiso tiene algo de santo y seña generacional, cuando quienes debieran ser jabalíes balan como ovejas, eternizando, quizás, el sueño de una Arcadia utópica hasta para la propia utopía, el arrojo de cuantos supieron plantar cara a la adversidad, se antoja, más que nunca, lección doctoral para la vida. Miraron de frente a la muerte, improvisaron otra existencia, sin apenas capacidad de elección, y salieron de los campos de concentración, de internamiento, o trabajos forzados, del funeral de los amigos, de las cárceles o el destierro, con mácula, sin duda, pero cargados de aliento.

El cuadro quedaría incompleto sin aproximarnos al día a día en los campos de internamiento franceses y los penales españoles, por donde pasaron Ispizua, Lerín, Oscar, Florenza, Benjamín, Castaños, Abdón, Sirio, Pérez, Marcial Arbiza y tantos otros. Museo de los horrores en una época de carencias, donde no cabía invocar ni piedad ni derechos.

Francia se vio sorprendida por el aluvión de españoles que huían a su territorio durante y después de nuestra Guerra Civil, y ello se tradujo en una deficiente e improvisada acogida. Hasta 550.000 personas llegaron a pasar por sus improvisadas alambradas, mientras duraron las hostilidades, según datos de la propia administración gala. Medio millón de almas “alojadas” a toda prisa, a la intemperie inicialmente, en tiendas de campaña, al cabo, o barracones en casos contados. Cercos de alambradas sin agua potable ni ropa de abrigo, al azote del viento, donde la comida constituía un lujo y cualquier enfermedad común podía conducir a la tumba.

El decreto gubernamental auspiciado por Deladier (12-XI-1938) no sólo calificaba a las víctimas de aquella avalancha como “extranjeros indeseables”, sino que proponía su expulsión. Algo después, la caída de Cataluña agravaba el problema con otra incontenible riada humana dispuesta a cruzar los Pirineos. Ante la fuerza de los hechos, el 21 de enero de 1939 se instalaba por decreto el campo de internamiento de Rieucros, próximo a Mende. El 25 de febrero de 1939, cuando Francia reconoció al gobierno franquista y tuvo lugar el primer intercambio de embajadores, un censo galo cerraba la cifra de refugiados españoles en 440.000, equivalente a un costo diario de 750.000 francos para la administración gala. Pero antes, desde hacía casi dos años, muchos españoles habían pasado por distintos centros de internamiento, a cual más precario. El de Grus, en Aquitania, de donde Benito Díaz sacó a algunos futbolistas para vestirlos con la camiseta del Girondins. Los de Saint Cyprien, Agde, Argelès, Vernet de Ariège… Distintos nombres para una realidad muy negra.

Se ha dicho con razón, que aquellos desdichados pasaron de refugiados a internos, y de internos a prisioneros en un brevísimo intervalo. En Saint Cyprien muchos internos se lo jugaron todo en sucesivos intentos de evasión, porque como afirmara un superviviente “allí la gente moría de hambre”. Otros permanecieron 9 años en Argelès, hasta encontrar avalistas, fundamentalmente en México. Y es que cuando el primer gobierno de Franco fue requerido por las autoridades nazis de la Francia ocupada respecto al futuro de los republicanos que allí campaban, la respuesta no pudo ser más categórica: “Quienes huyeron de España dejaron de ser españoles a todos los efectos. Dispongan de ellos como mejor consideren”.

No fue mejor la suerte de los internos en nuestros “Campos de Clasificación”, “Batallones de Trabajadores” o centros de internamiento.

La creación de esos campos quedó formulada el 5 de julio de 1937, mediante orden de la Secretaría de Guerra del Gobierno de Burgos. Y ya desde el principio se pensó en utilizar a los prisioneros como mano de obra barata, virtualmente gratuita, pues se darían condiciones de esclavitud. El 1 de enero de 1939, sólo tres meses antes del parte triunfal fechado en Burgos, el censo de trabajadores forzosos distribuidos en batallones y unidades especiales o grupos destinados a fábricas, minas y talleres, arrojaba el siguiente saldo: 119 batallones, con 87.589 presos, a las órdenes de 43 jefes, 62 capitanes, 182 tenientes, 456 alféreces, 26 capellanes, 33 médicos, 23 brigadas, 1.437 cabos y 9.114 soldados. Gracias a un informe sobre “Personal de los Batallones de Trabajadores” fechado el 15 de enero de 1939, cabe hacerse una idea acerca de sus condiciones de vida, pues el número de enfermos alcanzaba la cifra de 3.300, amén de otros 1.450 hospitalizados, 450 declarados inútiles, 750 sin calzado y 650 arrestados. Otra memoria sobre el estado de cada campo, redactada algo antes, aconsejaba el cierre de varios, ante su calamitosa realidad: “Cedeira, con 304 reclusos; pésimo, debe desaparecer inmediatamente. Santoña, con 3.510 reclusos en un módulo y 1.613 en otro; hay que suprimir los dos existentes en este lugar por la contaminación de sus aguas. Medina de Rioseco, 980 reclusos; debe desaparecer. Estella; suprimirlo cuanto antes. Plasencia; en la plaza de toros, que desaparezca inmediatamente”.

Marcial Arbiza Arruti. Durante varios meses salía del campo de concentración de Miranda de Ebro, para enfundarse la camiseta blanquiazul del Deportivo Alavés. Al terminar los partidos regresaba a su encierro.

Marcial Arbiza Arruti. Durante varios meses salía del campo de concentración de Miranda de Ebro, para enfundarse la camiseta blanquiazul del Deportivo Alavés. Al terminar los partidos regresaba a su encierro.

La victoria franquista no acabó, ni muchísimo menos, con este tipo de instalaciones, pues el régimen había descubierto las ventajas de una mano de obra esclava en la ingente labor reconstructora. Ello queda de manifiesto en el informe que con fecha del 2l de julio de 1944 (Archivo General Militar de Ávila, caja 20.904), o sea con Franco instalado en el poder desde hacía 5 años, preconizaba la creación de nuevos campos, barajándose los nombres de Arévalo (Ávila), Uclés y el Pinar de Jabaga (ambos en Cuenca), o Larrasa (Soria, a 7 Kilómetros de Burgo de Osma). Pero eso sí, para entonces preocupaban las condiciones higiénicas de cualquier nueva instalación, ante el temor nunca oculto a la extensión de epidemias desde aquellos focos y el consiguiente daño a la población civil. Sobre este particular, el campo de Miranda de Ebro constituía punto y aparte.

Destinado de inicio a albergar a extranjeros -no sólo Brigadistas Internacionales, sino cuantos súbditos foráneos se hallaran en nuestro suelo al estallar la guerra, y en tanto se aclaraba su posible peligrosidad- tardaría poco en acoger a todo tipo de “enemigos”. Si en 1938 tenía censados a 2.810 internos y aprobaba la inspección con un escueto “Bien”, una memoria de diciembre de 1943 señalaba la existencia de un solo caño para 3.000 hombres, con lavadero anejo, sin que funcionasen las duchas y no hubiese agua en las letrinas. Dicha memoria era previa a la inspección efectuada por los agregados militares sitos entonces en España, y 51 representantes diplomáticos, con supervisión de la Cruz Roja. El régimen no tuvo más remedio que aceptar esa visita, luego de las protestas giradas desde distintas cancillerías, exigiendo la libertad de sus súbditos apresados. La citada memoria constataba  que “la enfermería está un poco abandonada, con un solo oculista”, que “la disciplina es perfecta” y en las letrinas solían formarse “verdaderas masas de excrementos”, amén de que la piscina “no puede usarse, porque los problemas de abastecimiento de agua son muy grandes”. Así las cosas, para la llegada de los agregados militares y diplomáticos se hizo un apaño y limpieza, con el propósito de disimular la auténtica realidad. Logro no alcanzado en plenitud, a tenor de un cruce de cartas posterior (16 y 29 de mayo de 1945) entre el ministro de Asuntos Exteriores, José Félix de Lequerica, y del Ejército, Carlos Asensio, donde este último remitía “documentación necesaria para que por nuestros representantes diplomáticos se pueda desvirtuar la campaña tendenciosa sobre el Campo de Concentración de Miranda de Ebro”.

En cada campo, además, se dispuso la organización de un Servicio de Confidencias e Información, de chivatos y delatores, para entendernos, cuya confidencialidad y secreto quedaba garantizada hasta el extremo de que ni soldados, ni guardias civiles y oficiales, y menos aún los propios chivatos, conocían a otros confidentes. Tan solo el jefe de batallón disponía de sus identidades. Y ello implicaba, para desgracia de los informadores, el mismo trato que a los demás reclusos, sin rebaja de servicios o más pitanza. Buscando evitar deslices, esos informadores eran designados mediante una letra del alfabeto, por orden correlativo a partir de su fecha de nombramiento. En los informes al Estado Mayor, como resulta obvio, la identificación del delator se llevaba a cabo por la correspondiente letra. Resumiendo, a la desgracia de una condena a trabajos forzados había que unir la prudente y lógica desconfianza de cada interno en cualquier compañero.

Las defunciones por pulmonía resultaban habituales. Pasaban tanta hambre que cuando eran conducidos a pavimentar carreteras o apuntalar trochas, procuraban tenderse junto a los patatales con cada orden de descanso, para extraer algún tubérculo frenéticamente y esconderlo entre sus ropas, como un tesoro. Todo ello pese a la elaboración de teóricas dietas o ranchos semanales, como el siguiente, del Penal del Dueso (Cantabria): Garbanzos en la comida; para cenar lentejas y judías alternativamente. Todos los días 90 gramos de carne, 400 de pan y 100 de leche. La realidad, empero, fue otra. Corrían tiempos de necesidad y estraperlo, donde podían amasarse fortunas adelgazando unas dietas ya de por sí espartanas, y destinando el “sobrante” a un mercado negro con larguísimos tentáculos. A los prisioneros de San Pedro de Cardeña, por ejemplo, además de recetárseles hambre y palos, se les obligaba a cantar el Cara al Sol e ir a misa, dormían en el suelo, apiñados, y padecían vejaciones de toda índole.

Este panorama debería ser visto desde una perspectiva más amplia, pegado a la realidad del momento. Si en tiempos de abundancia y bienestar no faltan políticos ni ayudantes de verdugo dispuestos al medraje social y financiero, abrazados a la corrupción o la estafa impune, cuando sólo cabe administrar miseria también sobran desaprensivos capaces de engordar con el hambre y el luto de los desgraciados. Las checas, las cárceles republicanas en tiempos bélicos, los buques prisión o los penales improvisados durante la guerra y ya concluida ésta, repugnarían hoy a los estómagos más familiarizados con la inmundicia.

 

NOTA: Agradeceremos vivamente cualquier corrección, ampliación o comentario sobre el listado de bajas inserto en el primer artículo de esta serie, que contribuya a enriquecerlo. Pueden establecer contacto dirigiéndose a:

cihefe@cihefe.es

Nuestro reconocimiento anticipado.

 




Las otras víctimas de la Guerra Civil (2)

Fueron bastantes los futbolistas españoles que dejaron nuestro suelo a partir del 18 de julio de 1936. Algunos, los componentes del F. C. Barcelona en gira por América, o los enrolados en el Euskadi -equipo propagandístico-deportivo auspiciado por el gobierno vasco del Lehendakari Aguirre-, en grupo. Pero la mayoría de manera individual, atravesando de noche el Bidasoa o la frontera francesa por Cataluña, enrolados en buques, como fogoneros, o pagándose el billete a Marsella, cuando no en pesqueros de bajura. Cualquier cosa antes que batirse en los frentes, pensaron, sabedores de que su habilidad con el balón ni mucho menos iba a dejarles desamparados. Otros, quizás viendo cernirse lo que luego sobrevino, o porque la vida ofrece zigzags inesperados, les habían precedido a raíz de la Revolución de Octubre. Entre estos últimos, los iruneses Altuna, Eguizábal y Anatol -éste, en realidad, francés de pasaporte-, Armengol -rebautizado en tierras galas como Armaingau-, Jaime Domenjo, Echeandía, el osasunista Echezarreta, Ferré, el murcianista García, González, del ya extinto Logroñés, Iriondo, guipuzcoano del Español barcelonés, Padrón, del Barcelona, Rocasolano… La lista de cuantos huyeron del plomo, las bombas, o los “paseos” en retaguardia, no sólo resulta más amplia, sino que sigue aún hoy a la espera de cerrarse definitivamente.

Como mínimo, a este segundo apartado pertenecen el arenero Aguirre -hermano del Lehendakari vasco-, José Arana, Salvador Artigas, Cabanes, Caparrós, Cifuentes, Andrés Lerín, José Mandalúniz, Jaime Mancisidor, Paco Mateo, José Luis Molinuevo, Luis Regueiro, Pepe Samitier, Sanz, Benito Tobía, Santiago Urtizberea, los hermanos Joaquín y Luis Valle, el gran Ricardo Zamora… y quienes se reengancharon una vez concluida la gira culé por las américas: Domingo Balmanya, José Escolá o Ramón Zabalo. Queda incluso por dilucidar hasta qué punto deberíamos considerar españoles a quienes bajo tal nacionalidad estaban completamente asimilados a la vida y el fútbol galo, y desde luego hicieron poco por cruzar los Pirineos después de 1939, aun hallándose invadido por los alemanes su país semiadoptivo: Marcelino Lisiero, Antonio Lozes o René Rebibo. Todos ellos, como no dejaba de resultar lógico en medio de la barbarie que por nuestros pagos se vivió, serían considerados traidores desde la óptica vencedora.

Su suerte, su mala suerte, mejor, comenzó a dictarse a partir del 11 de febrero de 1938, cuando el general Moscardó Ituarte se convirtió en primer presidente franquista del Comité Olímpico Español, o lo que es igual, máximo responsable de nuestro deporte. Para dar más fuerza a la presidencia del C.O.E. se decidió apuntalarla con representantes de ministerios, organismos oficiales y federaciones. Así, por el Ministerio de Defensa se alineaban junto a Moscardó el capitán Enrique Gastesi, y el comandante Luis Navarro; por las Organizaciones Juveniles el capitán Marcos Daza, y en representación de distintas Federaciones los comandantes Joaquín Agulla (atletismo) y Fernández Trapiello (gimnasia), el teniente Fabián Vicente Del Valle (boxeo), los coroneles Alberto Caso (esgrima) y Jesús Varela (equitación), o el teniente coronel De Linos Sagi (tiro). Las únicas actividades cuya responsabilidad directa no recayó en militares fueron el ciclismo, asignado al entonces periodista Narciso Masferrer, y el tenis, otorgado a José Garriga-Nogués, marqués de Cabanes. Convendría aclarar, de cualquier modo, que la práctica totalidad de esos militares eran, además, gente del deporte.

El mítico Ricardo Zamora Martínez, de acreditada ideología derechista, tampoco quedó libre de sospechas. Un par de declaraciones contradictorias, muy tibias desde la óptica victoriosa, unidas a su fuga a Francia, después de temer con sobradas razones por su vida, aconsejaron su depuración, por más que esta finalmente fuere tan sólo simbólica.

El mítico Ricardo Zamora Martínez, de acreditada ideología derechista, tampoco quedó libre de sospechas. Un par de declaraciones contradictorias, muy tibias desde la óptica victoriosa, unidas a su fuga a Francia, después de temer con sobradas razones por su vida, aconsejaron su depuración, por más que esta finalmente fuere tan sólo simbólica.

El fútbol recayó en el también militar Troncoso Sagredo, y una de sus primeras decisiones consistió en cesar con carácter inmediato al secretario de la Federación republicana, por haberla mantenido activa y representar internacionalmente a esa parte de España durante varios meses de conflicto. Con respecto a los miembros del C.O.E., su primer acuerdo consistió en “depurar a todas las entidades, directivos, personal y deportistas participantes en pruebas y concursos”. Más claro aún, el 13 de febrero de 1939, todavía sin concluir la guerra, el Gobierno de Burgos promulgaba la Ley de Responsabilidades Políticas, tamiz finísimo destinado a cribar cualquier síntoma de desafección, u omisiones al deber patriótico. Para los boxeadores, ciclistas, deportistas en general, o por cuanto más nos ocupa desde estas líneas, para los futbolistas que hubiesen decidido resolver situaciones personales compitiendo allende nuestras fronteras, una auténtica espada de Damocles, puesto que la citada ley en su desarrollo posterior recogía (apartado “N”) como objetivo a escarmentar: “los que encontrándose en el extranjero y en tanto no ingresaron en la zona liberada, hubiesen dejado de prestar concurso alguno al Movimiento Nacional”. En esa línea, una circular de la nueva F.E.F. exigía a los jugadores, para proveerse de su licencia, avales de personas afectas al “Glorioso Movimiento Nacional”. Y añadía, como complemento a lo anterior, una declaración jurada, advirtiendo que “si en ella se falsearan los hechos, el jugador será sancionado como mínimo con la descalificación por una temporada”.

Ni siquiera un mito como Ricardo Zamora Martínez, colaborador habitual del muy católico diario “Ya” -haciendo gala de notable pluma, además- y censor agrio de su amigo Samitier cuando éste le imitase desde otra cabecera izquierdista, quedó fuera de sospecha. Como mínimo en abril de 1940, la Comisión depuradora se interesaba por saber si “el entrenador D. Ricardo Zamora (del Atlético Aviación) cumple rigurosamente la sanción impuesta”. Punto sobre el que volvería a incidir los días 7 y 17 de mayo.

Y si Zamora, prisionero en el Madrid republicano, cuya vida pendió de un hilo hasta que lograse zarpar hacia Marsella, vía Valencia y merced al apoyo de la embajada Argentina, era personaje dudoso a raíz de algunas declaraciones donde parecía poner una vela a Dios y otra al diablo, poco bueno podían esperar jugadores más anónimos, o con bien documentada conducta republicana. En su caso, quienes clamaban dureza lo veían incurso en el apartado “N” del Artículo 4ª correspondiente a la Ley de Responsabilidades Políticas, promulgada el 9 de febrero de 1939: “Haber salido de la zona roja después del Movimiento y permanecido en el extranjero más de dos meses, retrasando indebidamente su entrada en el territorio nacional, salvo que concurriese alguna de las causas de justificación expresadas en el apartado anterior”.

Era obvio que los más intransigentes pretendían servirse de su notoriedad para sentar un precedente insalvable. Si no se tenían contemplaciones con el “Divino”, con alguien capaz de movilizar a tirios y troyanos en su defensa, cuando fuere detenido a raíz del alzamiento, si ni aquel por quien se abogó ante el mismísimo Jules Rimet, presidente de la FIFA, recibía especiales contemplaciones, todo el país entendería que nadie iba a eludir el peso de las nuevas leyes.

Y la verdad es que se lo pusieron difícil. Llegó a ingresar, incluso, en la cárcel de Porlier, aunque por breves días (mayo de 1940). Pero su incapacitación para dirigir al Atlético Aviación, como incipiente entrenador, resultó más larga: desde finales de mayo hasta el 4 de diciembre de 1940, periodo en que sería sustituido al frente del cuadro “colchonero” por Ramón Lafuente.

El aviso a navegantes estaba cursado y la caza de brujas no había hecho sino tomar cuerpo definitivo, puesto que desde hacía unos meses la prensa más visceral o la más combativa, se empeñaba en señalar con su dedo a cuantos no pudieran justificar una lealtad inquebrantable al naciente régimen. Basta repasar algunas “entrevistas” a jugadores activos para dejar constancia de que determinados reporteros ejercían como auténticos inquisidores. La “Gaceta del Norte”, por ejemplo, el 28-IX-1937, convertía poco menos que en un tercer grado su interviú a Enrique Soladrero, medio del Oviedo que acababa de dejarse caer por Arrigorriaga:

“- Se ha dicho -le interrogamos-, que estaba usted en Asturias, actuando de “rojo”.

– ¿Yo en Asturias? -nos contesta-. No he estado allí desde antes del verano del año pasado, en que vine con permiso a mi pueblo. Ni de rojo ni de nada.

– De modo que…

– Me hicieron ir a Santander. Llegué a Laredo y en cuanto pude cogí una embarcación y con otros cuantos nos escapamos a Francia.

– ¿Cuando llegaron las tropas nacionales?

– No, mucho antes.

– En Francia, ¿qué es lo que ha hecho?

– Me he entretenido jugando al fútbol. Y no salía del todo mal. Me daban 2.500 francos al mes. Pero he preferido volver a España.

– ¿Y no estuvo usted con los jugadores vascos? (referencia a la expedición del Euskadi, que desde suelo galo emprendió una gira por Checoslovaquia, la URSS, Escandinavia y América).

– También los directores de éstos han querido llevarme a la excursión de Méjico. Les contesté que fueran ellos, si querían, que yo me volvía a España. Y así lo he hecho. Ni he querido la tentadora oferta francesa ni el ofrecimiento del viaje a Méjico.

– Aquí estoy -termina diciéndonos el simpático futbolista-, alistado ya en el ejército y dispuesto a cooperar en cuanto puedan ser útiles mis servicios, a los triunfos futbolísticos de España”.

La interviú se cerraba alabando las decisiones del deportista, “simpático” sólo tras dejar bien sentada su integración en el ejército de Franco:

“Muy interesante la llegada de este jugador, que ha demostrado que tiene sentido práctico, con buena dosis de sentido común”.

El vizcaíno Soladrero, tuvo que justificar ante la prensa cada uno de sus pasos, tras la caída de Bilbao. A finales de 1937 no valían medias tintas y muchos se empeñaban en tomar la matrícula a los demás, cara a futuros ajustes de cuentas.

El vizcaíno Soladrero, tuvo que justificar ante la prensa cada uno de sus pasos, tras la caída de Bilbao. A finales de 1937 no valían medias tintas y muchos se empeñaban en tomar la matrícula a los demás, cara a futuros ajustes de cuentas.

Los máximos rectores de nuestro deporte tenían, pues, abundante información a la hora de aplicar castigos.

La sanción señalada desde el C.O.E. para cuantos hubiesen huido al extranjero a partir del 18 de julio, o nada hiciesen por volver aun hallándose fuera con anterioridad, así como obviamente para los señalados por su “hostilidad” o “manifiesta desafección”, poco tenía de testimonial. Seis años de suspensión federativa; el equivalente a una retirada forzosa, salvo milagroso prodigio de puesta a punto física y longevidad atlética. Un exceso de tal calibre que incluso los mentores de tamaño castigo acabarían rebajándolo, unas veces mediante contemplación de circunstancias atenuantes, otras ante la catarata de recursos, y las más con medidas de gracia o amnistías parciales.

Puesto que un listado de sancionados en primera instancia resultaría excesivamente prolijo, contentémonos con la revisión de causas fechadas el 29 de noviembre y 20 de diciembre de 1939:

Un año de suspensión federativa para:

Miguel Gual Ausina, Juan Navés Janer, Esteban Pedrol Albareda y Ricardo Zamora Martínez.

Año y medio a:

José Cardús Aguilar, José Escolá Segalés, José Raich Garriga y Antonio Sangüesa Serrano

Dos años a:

José Argemí Rocabert, Domingo Balmanya Parera, José Bardina Ballera, Sebastián Bayo Bernard, Emilio Blázquez Fuentes, Luis Buyé Oliver, José Climent Pelegrí, Antonio Conde Aja, Miguel Gallego López, Remigio Laborda Deza, Onofre Lerma Rodilla, Fermín Mancisidor Lara, Quintín Martínez Martínez, José Pagés Pascual, Martín Pica Ramírez, Juan Rafá Mas, Blas Rebull Sanchis y Basilio Rodríguez Domínguez.

Dos años y medio a:

Juan Aguirre Gera, Emilio Blázquez Fuentes, Manuel López Carafí y Carlos Quesada Corbán.

Cuatro años a:

Ramón Llorens Pujadas.

Se mantenían los seis años de castigo por estimarse agravantes a:

Jesús Cruz Sanz, Baltasar Nicolás Marqués, Vicente Simón Piqueras, Carlos Vila Pérez y Julián Zamorano Cañavate.

En la reunión del 20 de diciembre se rehabilitaba, además, a algunos de los sancionados apenas un mes antes: Juan Alfonso Baixaulí, José Altuna Echegoyen, Juan Clement Gilabert, Luis Comas Genís, Manuel Davó Latorre, Gonzalo Larrosa Martín, Celestino Lasa Arregui, Enrique Martínez Alcón, José Martínez Bau, Alberto Martorell Olset, Juan Medrano, José Mosquera Mena, Francisco Oyanguren Artola, Ángel Sornichero Hernández, Julián Tell Pérez y Antonio Zulaica Basurco. Todos ellos pudieron respirar tranquilos, por fin, como lo habían hecho 22 días antes Antonio Andrés Castillo, Ángel Conesa Huesca, Adelaido Gómez Moreno, José Morales Berruguete y Pablo Buey Portillo, al ser capaces de demostrar que su integración voluntaria en el ejército republicano tenía como única meta evitar ser conducidos al frente.

Entre los atenuantes observados para reducir sanciones había un poco de todo. Desde haberse presentado ante las autoridades españolas en México (caso de Miguel Gual y Esteban Pedrol), a los antecedentes derechistas de José Raich, y la persecución sufrida por sus padres en zona republicana, pasando por el doble juego de Antonio Sangüesa (jefe de centuria falangista, clandestino, en la franja de control republicano), sin obviar las crípticas razones aducidas en la causa de Ricardo Zamora –“por estimarse logrado plenamente el efecto moral perseguido”– que tan sólo ponen en evidencia la fuerza en los despachos del Atlético Aviación, club al que lideraría desde el banquillo en la consecución de los dos primeros títulos posbélicos de Liga. Benito Pérez Jáuregui, libre de sanción en principio, es de suponer que no tuviese mucho cuerpo para celebraciones, porque se le advertía sobre la posibilidad de una posterior imputación, si los federativos lograban despejar los indicios que lo señalaban como posible “oficial rojo”.

Sorprende que a José Raich no se le aplicase una eximente completa, sino tan sólo recorte de la inicial sanción federativa a 18 meses, cuando pocos estaban en condiciones de lucir mejores credenciales. Hombre de Acción Católica y perteneciente a una familia de Molins de Rey con acrisolada ideología derechista, si bien pasó a Francia y jugó en el Sète junto a Escolá y Balmanya -proclamándose campeones la temporada 1938-39- todo induce a pensar lo hizo ante la certeza de que su vida apenas valía nada en Cataluña.

Raich, Rosalench y Calvet. El primero probablemente hubiese perdido la vida de permanecer en Cataluña, dados sus antecedentes religiosos e ideología conservadora. Pese a ello, en 1939 pechó con una sanción a todas luces injusta.

Raich, Rosalench y Calvet. El primero probablemente hubiese perdido la vida de permanecer en Cataluña, dados sus antecedentes religiosos e ideología conservadora. Pese a ello, en 1939 pechó con una sanción a todas luces injusta.

Con todo, los represaliados deportivamente no deberían ser vistos como grandes víctimas de la intransigencia posbélica. Hubo damnificados mayores. Futbolistas cuya implicación en la contienda les supuso confinamiento en campos de prisioneros, años de cárcel y hasta un buen periodo de trabajos forzados. Y una vez más, periodistas afines al Movimiento dispararon sobre ellos sus plumas, cargadas de tinta muy negra.

Los porteros ovetenses Oscar y Benjamín fueron señalados bien pronto como “figuras destacadas del régimen soviético”. Si de Oscar se dijo era “uno de los oficiales más expertos”, y “personajillo con mayor influencia entre la chusma, dada su popularidad”, a Benjamín Sánchez se le achacó ser “confidente en la checa de Sama” y “pasar de minero a guardameta del Oviedo con más de 500 ptas. de sueldo, aprovechando su ascendiente sobre la chusma de Langreo para realizar sus persecuciones”. Otro señalado fue Eduardo Morilla Ponga, interior derecho y ariete del Sporting de Gijón y Celta de Vigo durante los años 20, hasta que en 1929 embarcase en el transatlántico “Madrid” rumbo a Buenos Aires. Para las linotipias del bando “nacional” habría alcanzado el grado de comandante republicano cuando, en teoría, con aquella travesía oceánica buscaba en Argentina, como tantos gallegos y asturianos, prosperar emigrando. Su rastro se pierde desde 1935 hasta el año 44, al menos ante quien esto escribe. Lo que sí consta es que en 1944 entrenaba al Puebla mexicano y falleció en esa ciudad, víctima de una enfermedad hepática, el 6 de junio de 1961.

Por no apartarnos de Asturias, el catalán Florenza, también portero del Oviedo, pasó unos meses prisionero en el campo de Labrit (Navarra), sin que en su caso, al menos, la prensa se cebara especialmente. Más ácida fue, en cambio, con Sirio, su excompañero en el vestuario ovetense, encarcelado varios meses. Y con el duro ala derecho Abdón Amadeo García Martínez (Avilés, Asturias, 3-III-1906), hombre que supo sobreponerse muy bien a su reiterada mala suerte.

Jugador del Stadium Avilesino (1925-26) y Oviedo desde 1926 hasta 1930, en setiembre de 1929 un incendio destruyó su casa por completo, quedando la familia, compuesta por 11 hermanos, en la más dramática miseria. Su sueldo de futbolista, consistente en 58 ptas. semanales más un complemento mensual de 250, equivalente a lo que hasta entonces percibiese en la Compañía de Tranvías de Avilés, apenas daba para ir viviendo. Y por ello las aficiones ovetense y avilesina no quisieron abandonarlo, dando el do de pecho en un partido homenaje del que saldrían 5.000 ptas. limpias. Cuando poco después fichó por el Sporting, el revuelo fue de órdago. ¿Así agradecía tanta muestra de empatía?, se preguntaba la afición ovetense, que al mismo tiempo asistía, expectante, a una suma de acusaciones cruzadas entre directivos azulones y el propio futbolista. Para zanjar problemas y en tanto se resolvían las denuncias cursadas a la Federación desde ambas partes, Sporting y Oviedo acordaban traspasarlo al Valencia y repartirse equitativamente el beneficio. Pero Abdón no debía ser tan desagradecido, después de todo, puesto que el comité federativo sentenció a su favor, declarándole libre de fichar por el club que más le conviniese. Y al Oviedo, además, lo condenaba a una multa de 1.500 ptas., luego rebajadas a 750 tras el correspondiente recurso, con suspensión de 3 meses a los firmantes de un escrito de protesta remitido tanto a la prensa local como a la propia Federación.

El jugador, mientras tanto, compuso una buena línea en el Valencia con Antonio Conde, también de ideología izquierdista, y Enrique Molina, muy de derechas, entendiéndose los tres perfectamente sobre el césped, en el vestuario y de paisano. Ya más disminuido físicamente, pasó al At Madrid la campaña 1935-36, alineándose tan sólo en 2 partidos ligueros. Con 33 años a cuestas es muy probable que no pensara seguir compitiendo tras la Guerra Civil, aunque esa oportunidad ni siquiera llegó a brindársele. Teniente de campaña en el ejército republicano, ascendido a capitán por méritos en el frente, fue hecho prisionero y como todos los militares vencidos pasó por la cárcel mientras algún periódico decidía darlo por muerto. Una vez libre rehízo bien su vida, sin perder del todo el contacto con la pelota, puesto que durante el decenio del 40 estuvo entrenando al club Santiago. Ya en el despunte de los años 60 era asiduo tertuliano en una peña, con gente muy alejada ideológicamente de las tesis que tiempo atrás defendiera pistola en mano y fusil al hombro. Figuraban, entre otros, José Mª Cosío, Juan de Diego, Nivardo Pina, Pasarín, José Samitier, o Luis Olaso, este último hermano de una víctima “nacional”. Él sí supo convertir la reconciliación en hecho demostrable, cuando cincuenta y cinco años después distintas miradas que ni vivieron el drama, ni tal vez se hayan aproximado mucho al mirador de la reciente Historia, continúan viendo sangre en heridas viejas, no por ello menos dolorosas.

Sin abandonar la cornisa cantábrica podemos encontrar más casos de represaliados con dureza. Y el de Ispizua, en particular, ejemplifica hasta dónde llegaba la intransigencia posbélica.

José Luis Ispizua Guezuraga (Bilbao 1-X-1908) antes de ser suplente de Gregorio Blasco en el Athletic Club había jugado en el Irrintzi Andi, de Sendeja, Begoña y Acero de Olaveaga, desde donde fue captado por la entidad rojiblanca el verano de 1926, con 100 ptas. de sueldo mensual. Pese a vivir ensombrecido por el suplente de Ricardo Zamora en la selección española, tuvo ocasión de mostrar sobriedad, regularidad y solvencia, muy a menudo en campo ajeno, cuando a Blasco le arrojaban de todo desde detrás de la portería y optaba por hacerse el lesionado, puesto que los guardametas era los únicos jugadores sustituibles, mediando razones de fuerza mayor. Se decía, y no sin motivo, que casi todos los porteros caían lesionados tras encajar el cuarto gol. Pero con Blasco de por medio están acreditadas otras espantadas donde el bien fundado temor al público tuvo mucho que ver. Así ocurrió cierta tarde en Sabadell, ante un “respetable” tan hostil como para apedrearle. E Ispizua, entonces, disciplinado, se quitaba la boina, plegaba esa gabardina muy usada que al menos le servía para combatir el frío de los banquillos y, ¡hala!, a dar la cara.

José Luis Ispizua, por una vez sin boina, porque iba a ser alineado como titular. Su nacionalismo más que confeso le condujo a cuatro penales y cerró a cal y canto las puertas de Athletic y Osasuna.

José Luis Ispizua, por una vez sin boina, porque iba a ser alineado como titular. Su nacionalismo más que confeso le condujo a cuatro penales y cerró a cal y canto las puertas de Athletic y Osasuna.

Durante las primeras ocho ediciones del Campeonato Nacional de Liga defendió el marco rojiblanco en 41 partidos, no quedando inédito en ninguna. Era lo que hoy llamamos alternativa de máxima confianza, y así supieron considerarlo en San Mamés, hasta el punto de extendérsele contrato especificando su  rol de “suplente de Blasco”. Cuatro veces campeón de Liga (campañas 29-30, 30-31, 33-34 y 35-36) y otras cuatro de Copa (1930, 31, 32 y 33) había debutado con el Athletic el 18 de noviembre de 1928,  venciendo al Deportivo Alavés por 4-2 en San Mamés. Iba a cumplir 28 años cuando al concluir la temporada 1935-36 los técnicos del Athletic Club decidieron incorporar a Molinuevo, portero jovencito en quien creían ver un relevo natural para Gregorio Blasco. E Ispizua, entonces, solicitó la baja a su junta directiva, aferrándose a la cláusula que lo convertía en primer suplente por contrato. “Si ahora traéis a uno nuevo, sólo os queda dejarme marchar. Porque, ¿en qué vais a convertirme? -argumentó-. ¿En suplente del suplente?”. La directiva bilbaína se avino y, ya es casualidad, el 18 de julio de 1936 los diarios bilbaínos daban noticia de que los rojiblancos Ispizua y Urbano acababan de fichar por el pamplonés Club Atlético Osasuna. Como explicación anexa, justificaban que los navarros, logrado su compromiso con el guardameta, daban carpetazo al interés que hasta entonces mostrasen por el beasainarra Francisco Elzo, casi inédito durante sus cuatro años en la Real Sociedad, pero con otros cuatro rindiendo a satisfacción como arquero del Murcia.

Ferviente nacionalista vasco, durante la contienda se alistó en el ejército gudari, corriendo tras la caída de Bilbao la triste suerte de tantos otros: apresamiento, apertura de expediente y reclusión, tratándose de un “rojo separatista con participación en acciones bélicas”. Resumiendo, casi cuatro años en ruta desde el penal cántabro de El Dueso a los de El Puerto de Santa María, Sevilla y Dos Hermanas. En 1941, ya en libertad y con 33 años a cuestas, debilitado física y anímicamente, regresó a Bilbao dispuesto a reingresar en su Athletic, convertido para entonces en Atlético. “Me dieron con la puerta en las narices -confesó a menudo, sin esconder la decepción-. Dijeron que había dejado de pertenecer a la entidad cuando en 1936 solicité la baja. Yo aduje que nada de eso tenía valor, puesto que la Federación había dejado sin efecto cualquier traspaso efectuado durante el verano del 36; que las cosas, en suma, seguían como quedaron al término de la campaña 1935-36. Y entonces se enrocaron en que no me había presentado para la temporada 1939-40, primera de la reanudación. ¿Cómo iba a hacerlo si estaba preso? Además tampoco ellos, o quienes entonces estuvieran al mando del club, se interesaron por mi suerte. Total, nada de nada”.

Sus gestiones con Osasuna aun sirvieron de menos. Aquel compromiso cerrado el 17 de julio de 1936, carecía de validez federativa. Era como si no hubiese existido nunca. Treinta y tres años, recién salido de prisión y con muy pocas posibilidades de encontrar un trabajo ajeno al fútbol, porque en todas partes exigían certificado de penales y el suyo era para no enseñar. “Me vi sin nada, justo cuando más lo necesitaba para reintegrarme a la vida civil. Tanteé por donde pude, hallando a veces algo de comprensión, pero casi siempre ninguna gana de significarse. Recurrí a todos mis contactos deportivos y sólo me tendieron la mano en Valladolid. Toda la vida jugando en Vizcaya y era lejos de ella donde estaban dispuestos a concederme una oportunidad”.

Lo cierto es que ésta tenía mucho que ver con Vizcaya, pues fue su avalista el guechotarra Antonio Barrios Seoane, interior de mucho fuelle reconvertido en medio, y finalmente en defensa, que después de jugar dos temporadas en 1ª División con el Arenas, en 1934 se había ido al Valladolid (entonces en 2ª) y allí seguía, como peso pesado del vestuario y capitán, mientras velaba armas para convertirse en el reconocido entrenador que más adelante iba a ser.

Tanto para el Atlético de Bilbao en la inmediata posguerra, como para Osasuna, su presencia hubiese constituido un problema ni mucho menos desdeñable. En el caso rojiblanco, por el inocultable pasado nacionalista adherido no sólo a la familia De la Sota, sino a varios dirigentes del más inmediato pretérito. Algo que los nuevos rectores de la entidad estaban determinados a borrar cuanto antes. Por lo tocante a Osasuna, siendo Pamplona una de las primeras plazas en sumarse al pronunciamiento militar, y su Plaza del Castillo banderín de enganche para tantos brigadistas requetés, resultaba mucho más que arriesgado dar encaje a un enemigo juzgado y condenado; a quien durante el cerco de la capital vizcaína combatió a muerte contra las brigadas navarras.

José Luis Ispizua permaneció cuatro ejercicios bajo el marco vallisoletano, los tres primeros en nuestro fútbol de plata y el último en 3ª, dejando sello de buen portero. Barrios, por cierto, su valedor, ejerció durante la última como jugador y técnico, encadenando ascensos de 3ª a 1ª en solo dos temporadas, cuando aquel a quien tanto ayudó, teóricamente retirado a los 37 años, se había vuelto a vestir de corto para matar el gusanillo con la Sociedad Deportiva Deusto. El suplente habitual de Blasco, pupilo de Mr. Pentland, compañero de Chirri II, Bata, Iraragorri, Bergareche, Roberto, Lafuente, Unamuno, Mandalúniz, Castellanos, “Pichi” Garizurieta, Gorostiza, Cilaurren, Muguerza o Juanito Urquizu, todos ellos nombres de leyenda, falleció en Bilbao el 11 de diciembre de 1996, sabiendo muy bien lo cara que puede salir una derrota en campos por los que trotan otro tipo de botas y, si algo rueda, desde luego nunca será un balón.

Compañero de Ispizua en el Athletic, y para desgracia de ambos en los presidios de El Dueso y Sevilla, Miguel Castaños Bergareche, futbolísticamente sólo Castaños, también penó lo suyo.

Natural de Bilbao (13-II-1906) tuvo que hacer méritos en el Sendeja, Elcano y Acero de Olaveaga, todos ellos modestos clubes bilbaínos hasta que, considerado el mejor medio derecho ofensivo de Vizcaya, recalase en el Athletic durante el verano de 1926, con 175 ptas. de sueldo mensual y primas de 100 y 50 por victoria y empate en partidos oficiales, y la mitad si se trataba de choques amistosos. Las 3.000 ptas. de ficha (entonces ese dinero se obtenía sólo al ingresar, sin repetir devengos con cada renovación contractual) le sirvieron para cubrir el importe de su exención al servicio militar, lo que desde luego no era poco.

Castaños (arriba) y Suárez (abajo), juntos en el Athletic Club de 1928. El primero preso en dos penales luego de que lo capturasen cuando proyectaba salir hacia el exilio. Al segundo lo asesinaron en Alicante, donde ejercía como entrenador del Hércules.

Castaños (arriba) y Suárez (abajo), juntos en el Athletic Club de 1928. El primero preso en dos penales luego de que lo capturasen cuando proyectaba salir hacia el exilio. Al segundo lo asesinaron en Alicante, donde ejercía como entrenador del Hércules.

Sin ser precisamente un exquisito, su forma briosa de concebir el fútbol conectó en seguida con un graderío como el de San Mamés, devoto del estilo directo y corajudo, trasplantado desde Inglaterra por los sucesivos técnicos que fueron llegando a la villa. Pero puesto que aquel fútbol todavía no daba para vivir, completaba ingresos como instalador de contadores de luz a domicilio, para Unión Eléctrica Vizcaína. “A menudo me reconocían en las casas -evocó ya mayor, embebido en esa dulce tristeza de la nostalgia-. ¡Pero si es el del Athletic! Y me invitaban a un vaso de vino o una copita de anís, que yo, agradecido, casi siempre me veía obligado a rechazar, porque de otro modo no sé cómo hubieran funcionado los siguientes contadores”. Aquel Bilbao era pequeñito y gran parte de sus vecinos se conocían, si no personalmente, a través de referencias directas. Y es que a él, en San Mamés, tampoco solían verle muy a menudo.

Desde que debutase el 20 de febrero de 1927 tan sólo disputó 4 partidos de Liga y, eso sí, bastantes amistosos y varios encuentros correspondientes al Campeonato Regional. En total 21 oficiales sobre una cifra absoluta de 101. Por eso, sin duda, porque la pretensión de cualquier futbolista pasa por disputar muchos partidos oficiales, abandonó la disciplina rojiblanca con 25 años, en 1931. Al estallar la Guerra Civil, cumplidos los 30 inviernos, tomó un arma para defender sus principios desde el lado republicano. Vio caer Bilbao, supo de la salida de José Antonio Aguirre con su gobierno, y él, como tantos otros, inició un repliegue hacia Cantabria que tampoco lograría detener el avance de italianos, brigadistas navarros y tropas moras. Confiaba tomar un buque hacia el exilio cuando lo detuvieron en Santoña. Después la historia tan repetida: confinamiento, juicio rápido, condena y periplo de presidio en presidio.

Libre al fin durante los más duros años de posguerra, logró colocarse en un taller de carpintería próximo a Bilbao, en la cuesta de Castrejana, donde al cabo del tiempo llegaría a encargado. Endurecido quizás por las privaciones y la insalubridad de su cautiverio, vivió largamente. Al cumplir 100 años, en febrero de 2006, el Athletic le tributó un cálido homenaje en su sede de Ibaigane. Justo premio a quien se proclamara campeón de Liga y Copa los ejercicios 1929-30 y 30-31. Menudito, muy abrigado y con la emoción rebosándole los párpados, las fotos de ese día sirvieron al menos para que muchos rojiblancos de corazón se acercasen a una época de la que, siendo generosos, conocían poquísimo. Falleció en Usánsolo, Vizcaya, el miércoles 24 de mayo de 2006, poco después de ver cómo su Athletic eludía el descenso in extremis, tras una campaña catastrófica.

La lista de jugadores con paso más o menos largo por la cárcel, tras deglutir el agror de su derrota, sería amplia.

Aunque Diego Forcén Cabito (Madrid, 3-II-1916) formaba parte de la plantilla “colchonera” durante el Campeonato 1935-36, su juventud, unida a múltiples complicaciones clasificatorias, determinó que el entrenador prefiriese contar con los veteranos. Y “Nico”, tal y como fue conocido para el fútbol, quedó inédito. Combatiente republicano, la represión posterior le impidió competir en 1939-40. Puesto que para el siguiente torneo sí pudo conseguir el imprescindible pláceme, por más que estuviese picando piedra en la carretera que conducía al entonces más que embrionario Valle de los Caídos, el nuevo Atlético con alas en su escudo lo cedió sucesivamente al Salamanca e Imperio de Madrid. Cuando los técnicos consideraron había recuperado el tono imprescindible para lucir en 1ª División, lo recuperaron. Trece partidos de Liga distribuidos entre las campañas 1943-44 y 44-45, constituyeron todo su legado entre los mejores. Quienes lo vieron durante sus tiempos de meritorio y en la posguerra coincidían mayoritariamente: la conflagración bélica y sus posteriores consecuencias habían añadido kilos de plomo a sus botas. Otro nuevo intento en la Gimnástica de Torrelavega (temporada 44-45) no hizo sino dar la razón a quienes afirmaban se había perdido un jugador nacido para poner en pie al público de los estadios.

El portero asturiano Gerardo López Sasá había guardado el marco del Stadium Avilesino desde 1928 hasta 1936, con un paréntesis la temporada 30-31 en el Nacional de Madrid. También la guerra llegó para él en malísimo momento, cuando acababa de disputar dos temporadas consecutivas en 2ª División y se permitía soñar con vuelos más altos. Derrotado y prisionero, lo condujeron a una unidad militar disciplinaria, eufemismo que ocultaba la realidad de los campos de trabajo. De allí salía para jugar con el Palencia, como el propio Marcial Arbiza hiciese desde el campo de concentración de Miranda de Ebro, en su caso para liderar al Deportivo Alavés. Y aún le quedaron ánimos para volver a su antiguo equipo, bajo su nueva denominación de Avilés, en 1942-43.

También parece pasó por el mismo campo de trabajo palentino José “Pitus” Prat Repollés, extremo del Español de Barcelona cuyo nombre es historia de nuestro fútbol, como autor del primer gol en el Campeonato de Liga. Al menos eso asegura la tradición oral castellana, pese a que hasta hoy no haya podido encontrarse documentación que lo sitúe como preso-trabajador. Nacido en la ciudad condal (26-IV-1911), había sido jugador inteligente, rápido y con gol, así como internacional en 4 ocasiones, contra Portugal, Francia, Yugoslavia y Bulgaria, choque este que aún representa el récord anotador de nuestra selección, con un apabullante 13-0.

Durante la guerra, al igual que casi toda la plantilla “periquita”, estuvo integrado en el ejército republicano, con nada menos que 19 meses de combates en el frente de Aragón. Siempre siguiendo la tradición oral palentina, habría participado en el levantamiento del viejo campo de La Balastera, justo sobre unas eras donde se almacenó basalto para pavimentar. Pese a que la primera campaña posbélica le recibió con 28 años, edad magnífica para ofrecer el máximo rendimiento, la inactividad, los malos ratos y una pobre alimentación prolongada, venenosa para cualquier deportista, le hicieron parecer una sombra de sí mismo. Algo que aún habría de acentuarse la campaña 40-41, con 5 únicos partidos luciendo el escudo del Real Madrid. Tras probar suerte como entrenador modesto expiró en su ciudad natal el 15 de marzo de 1988 cuando, a decir verdad, pocos eran conscientes de que enterraban a un personaje histórico, merced al gol que encajase en la meta del irunés Emery, el 10 de febrero de 1929.

La Ley de responsabilidades Políticas y de Depuración de Funcionarios Públicos puso a muchos españoles en la calle, de un día para otro, obligándoles a improvisar otra vida. Para algunos representó la miseria. Otros, más afortunados, lograrían salir adelante. Un buen puñado de futbolistas pasaron, también, de ídolos a apestados.

La Ley de responsabilidades Políticas y de Depuración de Funcionarios Públicos puso a muchos españoles en la calle, de un día para otro, obligándoles a improvisar otra vida. Para algunos representó la miseria. Otros, más afortunados, lograrían salir adelante. Un buen puñado de futbolistas pasaron, también, de ídolos a apestados.

Los padecimientos de Rafael Vidal Castillo, portero del Unión Sporting madrileño, Real Madrid, Levante, Ferroviaria, Mallorca y Granada, sí resultan irrefutables. Nacido en la capital española el 24 de octubre de 1907, permaneció en la plantilla “merengue” como suplente de Martínez, Cabo, Nebot y Ricardo Zamora, durante los primeros cinco ejercicios ligueros, hasta contabilizar 28 presencias en un campeonato compuesto sólo por 10 clubes. Los tres siguientes, es decir los comprendidos hasta el estallido de la Guerra Civil, los vivió en el Levante valenciano. Un refuerzo de lujo, no en vano atesoraba dos títulos de Liga. Pero la barbaridad bélica hizo bastante más que cortarle una carrera ya próxima a su final. Acusado de varios cargos graves durante la contienda y sabedor de que sobre él pesaba una orden de búsqueda y captura, tuvo que esconderse, cambiando varias veces de refugio. Al miedo que pudiéramos considerar consecuencia lógica del panorama bélico, se unía, en su caso, la certeza de que una detención con desenlace en juicio sumarísimo carente de garantías, marca del momento, equivaldría a pechar con la pena capital. El posterior desarrollo de los acontecimientos, la presentación de avales y cierta inconsistencia en los cargos formulados, le permitió volver a sentirse vivo.

Con 32 años, pudo seguir conectado al fútbol entre la Ferroviaria y el Mallorca cuando el balón volvió a rodar, en 1939, despidiéndose en el Granada al concluir la siguiente temporada. Mal momento para buscar trabajo en un país deshecho, pródigo en hambre y desabastecimiento general, con dinero depreciado, sueldos que no daban para imprescindibles adquisiciones en el mercado negro, y la amenazante sombra de una nueva guerra frenada sólo por los Pirineos y la indecisión de Adolf Hitler. Lo más sensato, debió pensar, sería reengancharse como entrenador.

Dirigía al Santiago compostelano la temporada 1945-46 cuando tuvo que ser ingresado durante el mes de abril, al parecer víctima de una peritonitis, a resultas de cuya operación quedaría cojo. Durante su internamiento hospitalario y al hallarse sin medios económicos, la Peña Royalti, del Levante, contribuyó a la recaudación de fondos que paliasen su grave situación familiar. Posteriormente se hizo cargo del ya extinto Club Deportivo Badajoz, las temporadas 1949-50, 50-51 y 51-52, todas ellas en 3ª División. En 1958 el antiguo guardameta ejercía como portero de finca urbana, mientras su esposa completaba ingresos como asistenta. Falleció en Valencia el 2 abril de 1959, con 51 años.

No parece se aclarasen del todo las razones que acabarían alejando de los grandes estadios a Malbo, hombre con quien el Madrid contaba para la campaña 1939-40. Había combatido contra Franco en el ejército republicano, al igual que los también “merengues” Luis Martín, Bonet, Sauto, Espinosa y Simón Lecue. Los avales, unidos al buen hacer del presidente madridista para la reanudación liguera, general victorioso, nada menos, solventaron la situación de Souto, Lecue y Bonet, sin excesivas complicaciones, y dando el do de pecho, a última hora, también la del guipuzcoano Luis Martín Sabater. Pero con Malbo no hubo manera, y hoy seguimos sin saber hasta dónde podría haber llegado. Los dirigentes blancos, de cualquier modo, siguieron considerándolo uno de los suyos. Y como tal tuvo a su cargo muchos años la cantera “merengue”.

García de la Puerta en 1933. Díscolo, displicente, desordenado y genial, con biografía digna de película. Pudiendo ser grande en el fútbol prebélico, quedaría en anécdota.

García de la Puerta en 1933. Díscolo, displicente, desordenado y genial, con biografía digna de película. Pudiendo ser grande en el fútbol prebélico, quedaría en anécdota.

Si la guerra cambió el nombre deportivo a Marcial Arbiza, convirtiéndolo en Arruti -su segundo apellido- para evitar se le relacionase con el interno del campo de concentración mirandés, también hizo lo propio con el medio madrileño Antonio Echevert Castro, que tanto en el Nacional como en el Recreativo de Huelva había sido “Tito”. A partir de 1939,  durante su prolongada estancia en el Murcia y a lo largo de sus dos años en el Mallorca, sería conocido por Castro. Se asentó, por cierto, en la capital murciana, donde se le conocía por Antonio Castro hasta expirar el 8 de octubre de 1983.

Malos tiempos, aquellos, cuando alguien con memoria viva y ganas de venganza podía entenebrecer cualquier futuro, a partir del pasado inmediato. Porque la suerte, entonces, podía cambiar de golpe por culpa de una foto, o el clásico recordatorio de una primera comunión. García de la Puerta y el Ariete internacional Isidro Lángara se vieron, de pronto, en tan terrible tesitura.

El barcelonés Mariano García de la Puerta (31-IV-1907), futbolista fino, hasta el punto de ser apodado “Maravilla”, fue una especie de Cagancho, o Curro Romero, por actualizar la comparación, bendecido durante sus tardes gloriosas y exasperante si le tocaba dar la de arena. Gitano de raza, pinturero sobre el césped y con una vida privada lastimosa, lindante en la delincuencia, a veces llegaba al campo acompañado de una banda de raterillos sobre cuyos hurtos y pequeños robos devengaba la correspondiente comisión, cual nuevo señor Monipodio. Si el empleado de turno, cumpliendo con su obligación les denegaba la entrada, él solía mostrarse gallito: “Pues usted verá. Si ellos no pasan yo tampoco. Y si yo no paso, no juego”. Los porteros, por lo general, no se apeaban de su negativa a la primera. Y entonces aún apretaba más: “Mire que como se pierda el partido, yo diré que usted se empeñó en no dejarme pasar. E imagino que eso va a hacer muy poca gracia a los mandamases”. Su banda de pilluelos acababa colándose casi siempre.

En 1927, con 20 años justos, formaba en el Murcia y allí estuvo hasta el ejercicio 29-30, militando en 2ª B y 2ª División. Ya jugador del Real Madrid, no lució mucho, en gran medida por sus hábitos de cigarra golfa y cantora, indisciplinada, amiga de cerrar garitos y dejarse ver entre compañías poco recomendables. Cuando la entidad “merengue” estaba a punto de ponerlo en la calle, harta de sus andanzas, el entrenador Emilio Sempere, que lo había tenido a sus órdenes en Murcia y dirigía entonces al Betis, se empeñó en llevarlo a la ciudad hispalense. Creía, rebosante de buena fe, que iba a ser capaz de encarrilarlo. Y el caso es que 7.000 ptas. de traspaso, otras 3.000 para el futbolista en concepto de ficha, con 700 mensuales más, a manera de salario, lo pusieron en el tren, rumbo a la vera del Guadalquivir.

Durante la temporada 1931-32, con los verdiblancos en 2ª, alternó exhibiciones espléndidas con petardazos espectaculares, cuando no con espantadas vergonzosas. La del 15 de enero del 32, sobre todo, fue de órdago. Ocupaba el Betis la segunda plaza clasificatoria y tocaba rendir visita al Oviedo, vía Madrid. No se sabe si nuestro hombre pidió permiso para saludar a parientes y conocidos en la capital de España, o si se tomó la licencia por su cuenta y riesgo, pero el caso es que perdió el tren de enlace, ante el enojo de Sempere, que aseguró a cuantos quisieron oírle no iba a contar con él ni aún en el improbable caso de finalmente apareciese. García de la Puerta llegó a Oviedo minutos antes del pitido inicial, Emilio Sempere se desdijo y con ello su crédito entre la directiva y sus pupilos tuvo un primer amago de volatilización. Los andaluces perdieron por 1-0 y el indisciplinado estuvo catastrófico. Dos domingos después remataba la faena negándose a partir hacia La Coruña, pretextando que un jugador de su categoría no estaba para viajes en autobús. La prensa local pidió entonces para él, casi unánimemente, la expulsión del club. “Ficha libre -recogería “ABC”- y a ver si hay quien se lo lleve. ¡Que aviado va!”.

Tras festejar el ascenso bético, en los prolegómenos del ejercicio 1932-33 se declaró en rebeldía. Su posterior comportamiento, unido a la llegada de refuerzos -Adolfo, Timimi, Lecue, Soladrero, Capillas o Sanz, por ejemplo-, sólo le permitieron disputar 2 partidos del Campeonato Mancomunado y 4 de Copa, saliendo a una media de gol por encuentro. Casi paralelamente, los rojiblancos de Madrid se interesaron por su contratación, siempre y cuando les permitiesen verlo en un partido de prueba, que el Betis no quiso aceptar, sin duda ante el convencimiento de que el propio jugador aguase a posta su salida de Sevilla. Pero una nueva y vergonzosa actuación en partido contra Nacional de Madrid, valedero para el Campeonato Mancomunado Castilla-Sur (12-X-1932), con  agresión al colegiado y salida entre miembros de la fuerza pública, le supuso una suspensión de 6 meses. Hartos de él, los béticos decidieron rescindirle el contrato a primeros de noviembre de 1932, entendiendo que arrastraba en su vida loca a otros jugadores. Por si acaso, no obstante, el Betis pretendía reservar su derecho de retención, ante la posibilidad de obtener algunas pesetas traspasándolo. Pero una vez más, esa flor que parecía acompañar siempre a tamaña calamidad, lograría que el club replegase velas.

Concluida la suspensión federativa, García de la Puerta volvió a ser alineado frente al Barcelona el 16 de abril de 1932, en partido de Copa. Y buen administrador de sus recursos, se erigió en figura, liderando una victoria espléndida. Puro espejismo, pues lo suyo carecía de arreglo. La campaña 1933-34, después de disputar 6 partidos del Mancomunado, huyó a Madrid, junto con Rocasolano II, fichó por el Nacional y luego de temporada y media retornó al Murcia desde donde, una vez más, volvería a Madrid sin permiso, coleccionando otra declaración en rebeldía. La última temporada de posguerra lo vio vestir de “pimentonero” en 13 partidos de 2ª División, para festejar 4 goles.

Algún cronista de antaño tuvo el cuajo de situarlo en México durante la Guerra Civil, pergeñando una fantasiosa fábula carente de fundamento, para que las piezas encajasen. Se habría ido gracias a los contactos de su amigo Gaspar Rubio, grandísimo futbolista no menos dado que él a las espantadas. Pero puesto que su nombre no asomaba en las competiciones aztecas comprendidas entre 1936 y 1939, se asumió estuvo actuando con una falsa identidad mexicana. Tal circunstancia, además, justificaba que su nombre no figurase en las listas de “depurados”. Perfecto guion para película, sin la menor base, porque García de la Puerta ni cruzó el atlántico ni salió de Madrid durante la contienda.

Consta, y así se dijo en un capítulo anterior, que se enroló como miliciano en el “Batallón Deportivo” auspiciado por la Federación de Fútbol, no tanto porque en verdad profesase el credo socialista o una inequívoca vocación igualitaria, sino porque resultaba cómodo seguir la corriente en una ciudad movilizada contra el pronunciamiento militar. Y que como miliciano portó el ataúd de la primera baja en ese batallón, el futbolista Alcántara, ayudado por Simón Lecue y Emilín Alonso.

Luego no es que la tierra se lo tragase en el Madrid convulso, aunque casi. Porque una noche dos milicianos le exigieron identificarse, viéndolo enredarse en  trifulcas. Al extraer la documentación de su cartera apareció el recordatorio de la primera comunión y un rosario, puesto que su apego a la vida golfa tampoco le privaba de cierta beatería con tintes supersticiosos. Detenido, pasó al menos por 2 checas, coincidiendo en una de ellas con el árbitro y posterior periodista Melcón. Cuando los “nacionales” entraron finalmente en la capital, el hecho de pasar varios meses por aquellas checas le otorgó, si no aureola heroica, al menos consideraciones de cautivo, víctima, en suma, de “las hordas rojas”, por emplear terminología de esa época. Nadie vio en él a un sospechoso y pudo continuar jugando en la Ferroviaria y Mallorca, ambos a lo largo del ejercicio 39-40. Otro gallo hubiese cantado si cualquiera se hubiese hecho con una imagen del día en que, muy serio, portaba el féretro de Alcántara, rodeado de puños cerrados.

La flor que tantas veces le sacó de apuros acabaría marchitándose. Convertido durante los duros años de hambruna en bohemio oportunista, si no en vagabundo, se dejaba car por los pelados campos de categoría regional, donde rara vez renunciaba a contar sus batallitas. Luego cualquier pista se desdibujó por completo, hasta que unos antiguos alumnos del colegio El Buen Consejo que los padres agustinos tenían Madrid, lo identificaron como el betunero de su infancia. Aquellos frailes lo había rescatado del completo desamparo y él se pagaba la caridad lustrando los zapatos del alumnado.

Otra foto, en cambio, estuvo a punto de costarle la vida a Isidro Lángara, ariete cuyos 17 goles en 12 partidos le permiten seguir ostentando la mejor media anotadora entre todos nuestros internacionales absolutos.

Aparecía fusil en mano, con uniforme de soldado y oteando la capital ovetense desde una posición elevada, en plena Revolución de Octubre. Puesto que era una instantánea con indudable interés deportivo, fue acogida en las páginas del semanario “As” que antes de la Guerra Civil editase Luis Montiel. Al ser Montiel hombre de ideología republicana, los vencedores le impidieron devolver “As” a los kioscos en 1939, y sólo su hijo Vicente logaría reeditar la cabecera, convertida en diario, transcurridos 28 años. Una imagen, aquella de Lángara, que bien pudiera haberse tragado el tiempo, y sin embargo alguien conservó vivamente en sus retinas.

Ya en plena Guerra Civil, saldría a relucir. Para muchos, el admirado ariete pasó de pronto a convertirse en opresor del pueblo, en un vendido a la oligarquía y tipo con quien se debía ajustar cuentas. Fue encerrado en el buque prisión “Cabo Quilates”, surto en la ría bilbaína, mientras resolvían qué hacer con él. Triste suerte por una foto de la que no cabía desprender ningún delito.

Lángara nunca quiso hablar sobre esa etapa de su vida, al menos fuera del ámbito más íntimo, acometido por el dolor y las humillaciones que le dedicasen sus carceleros, asturianos del Frente Popular. Pero según ciertos compañeros de exilio en Argentina y México, vio muy cerca la muerte, por más que su actuación durante la revuelta de octubre fuese idéntica a la de tantos soldados, cumpliendo el servicio militar. Suerte que tuviese buenos amigos, porque ellos, al movilizarse y dar la cara, le ahorraron un mal trance. El catalán Florenza, portero en el equipo asturiano, fue uno de los primeros en arrancarse, mediante escrito remitido desde Cataluña a los medios. De él nadie dudaba. No sólo vivía en zona republicana, sino que aceptaba alinearse desinteresadamente en cuantos partidos pro distintas causas gubernamentales era requerido. Su alegato, lógicamente, tuvo un gran peso. Poco después, el socialista asturiano Belarmino Tomás conseguiría trasladarlo a la cárcel de Larrínaga, donde el Partido Nacionalista Vasco ejercía un control más directo. La conformación del Euskadi, equipo propagandístico del P.N.V. compuesto mayoritariamente por internacionales españoles, vino a ser para él lo que un tablón al náufrago más desesperado. De la cárcel fue conducido a la casa del árbitro Iturralde y desde allí a un avión, rumbo a París, donde aguardaba el Racing parisino, primer rival del combinado vasco.

Esta foto de Isidro Lángara, tomada durante la Revolución de Octubre, a punto estuvo de costarle la vida en 1937. Sólo la decidida intervención de varios amigos le libró de ser linchado, como otros muchos compañeros de cautiverio, en los buques prisión surtos en la ría bilbaína.

Esta foto de Isidro Lángara, tomada durante la Revolución de Octubre, a punto estuvo de costarle la vida en 1937. Sólo la decidida intervención de varios amigos le libró de ser linchado, como otros muchos compañeros de cautiverio, en los buques prisión surtos en la ría bilbaína.

No ha de extrañar, por lo tanto, que cuando la Federación franquista enviase sus emisarios hasta Barbizon -punto donde el Euskadi se hallaba concentrado-, garantizando una total ausencia de represalias a cuantos emprendiesen el viaje de retorno a España, votase por seguir de gira, aun resultando ésta muy, pero que muy incierta. Demasiados compañeros de infortunio en el “Cabo Quilates” habían sido asesinados impunemente, como represalia a los bombardeos franquistas. Buena razón para huir de nuevos riesgos, en tanto las cosas se aclaraban.

A Francisco Florenza, en cambio (11-V-1912), su compañero del alma en Oviedo, buen guardameta y peluquero de señoras, aquella oportunísima defensa de Isidro Lángara no le ayudó mucho tras la derrota republicana. El ariete guipuzcoano al fin y al cabo era “un mal español”, alguien que “rechazó la mano tendida desde una España más grande y libre”, y “prefirió resolver su vida embarcándose en la aventura sin sentido de un puñado de separatistas rojos”, epítetos, todos ellos, dirigidos desde la prensa o supuestamente por boca de autoridades deportivas, a unos hombres para entonces abandonados a su suerte. Además había intervenido en partidos sin otro objeto que recaudar fondos para la República. ¿No fue de los que con el puño en alto dio la vuelta al campo, mientras el público arrojaba donativos sobre un manta, días después de que los nacionales hundiesen el buque “Konsomol”?. Se defendió asegurando que no tenía intención de integrarse en el ejército republicano, que de hecho lo cogieron cuando iba a escapar y que con mucha desgana se vio en el frente de Aragón, después de que le incautasen su peluquería femenina. El tribunal no se dio por convencido. Pesaba como prueba acusatoria su captura por los “nacionales” cuando se dirigía a la frontera francesa.

Fotomontaje del Oviedo correspondiente a 1935-36. Oscar (Nº1), Florenza (1B), Sirio (4), Casuco (7) y Lángara (9), sufrieron las consecuencias de aquella guerra. Oscar y Sirio en forma de severas represalias. Casuco con la pérdida de su vida. Florenza trotando por tres campos de prisioneros, cuya estancia hicieron breve sus buenas condiciones bajo el marco. Y Lángara con grave riesgo de muerte en el “Cabo Quilates”, embarque en la gira del Euskadi y largo exilio, cuando nadie hizo nada para permitirle entrenar en nuestro suelo, como tantas veces manifestó desearía, si federativamente se lo facilitasen.

Fotomontaje del Oviedo correspondiente a 1935-36. Oscar (Nº1), Florenza (1B), Sirio (4), Casuco (7) y Lángara (9), sufrieron las consecuencias de aquella guerra. Oscar y Sirio en forma de severas represalias. Casuco con la pérdida de su vida. Florenza trotando por tres campos de prisioneros, cuya estancia hicieron breve sus buenas condiciones bajo el marco. Y Lángara con grave riesgo de muerte en el “Cabo Quilates”, embarque en la gira del Euskadi y largo exilio, cuando nadie hizo nada para permitirle entrenar en nuestro suelo, como tantas veces manifestó desearía, si federativamente se lo facilitasen.

Enviado a los campos de concentración de Zaragoza y Miranda de Ebro, acabó en el de Labrit, próximo a Pamplona, al hallarse atestados los dos primeros. Allí les sugirieron la conveniencia de asistir a misa y comulgar, pues este tipo de actitudes eran muy tenidas en cuenta. Pero tanto él, como otros muchos, por simple rebeldía, quizás, no dieron su brazo a torcer. Tratando de no perder la forma, se ejercitaba a diario, y un día cierto oficial le dijo que le gustaban los deportistas porque eran gente sana. Sin pensárselo respondió que entonces podía hacer algo por él, enchufándole, cosa que sin duda hizo, porque a poco estaba en la intendencia del campo. Poco después un periodista estuvo dando vueltas por el recinto, charlando con unos y otros, interesándose por la identidad de los confinados. Se publicó en la prensa navarra que estaba allí, y entre que el jugador de Osasuna Julián Vergara era sargento en el campo, y la jefatura del mismo recaía en el oficial Panizo, osasunista de pro, acabó enrolado en el club pamplonés. Todavía era huésped del campo de prisioneros cuando defendió el portal navarro en San Sebastián y Zaragoza.

El fútbol y la amistad que trabase con Severino Goiburu (Osasuna, Barcelona, Valencia, Levante y Murcia) le redimieron. Aunque solo permaneciese en la plantilla de Osasuna el ejercicio 1939-40, tuvo de sobra para ennoviar con una navarra, casarse con ella, retornar a Oviedo (temporadas 40-41 y 41-42) y retirarse en la Cultural Leonesa, obteniendo 15.000 ptas. de ficha, la misma cantidad que lo cobrado en su mejor contrato con el Oviedo. Cifra nada desdeñable, puesto que Osasuna le había pagado menos y bastó para comprar a tocateja un chalé en la capital. Su buena cabeza y maña inversora hicieron de él un próspero hombre de negocios con alto sentido de la amistad.

Quien tiene un amigo posee un tesoro, reza el refrán. En tiempos tan dramáticos como el comprendido entre 1936 y 1939, a esos amigos, además, podía debérseles el mayor patrimonio del ser humano: la vida.

Palabras mayores.

Como el sagrado concepto de la verdadera amistad.

 

NOTA: Agradeceremos vivamente cualquier corrección, ampliación o comentario sobre el listado de bajas inserto en el primer artículo de esta serie, que contribuya a enriquecerlo. Pueden establecer contacto dirigiéndose a:

cihefe@cihefe.es

Nuestro reconocimiento anticipado.

 




Las otras víctimas de la Guerra Civil (1)

La Guerra Civil española dejó otras víctimas de muy diversa índole entre las gentes del fútbol, hoy en su mayor parte olvidadas. Y no, no es cuestión de incluir a tantas carreras deportivas frenadas en seco por tres años de mala alimentación, miedo, incertidumbre, o incluso la desaparición de no pocos clubes donde podrían haber hecho méritos, pese a que, en puridad, la propia guerra y sus consecuencias les impidieron llegar hasta donde debían. Nos referimos a víctimas mucho más directas. A heridos, represaliados, estigmatizados por el conflicto, desarraigados, e incluso carcomidos por un dolor que iba a impedirles vivir, no ya en plenitud, sino sintiéndose realmente vivos.

Para no pocos historiadores, aquella barbaridad mayúscula tuvo su prólogo, a manera de ensayo general, en la sublevación de octubre de 1934. Catorce días de huelga, encontronazos sangrientos entre trabajadores y fuerza pública, asaltos a minas, fincas, industrias e ingenios agrícolas, cuya meta, en palabras del líder socialista Francisco Largo caballero, se concretaba en “la anulación de los privilegios capitalistas, y antes que ninguno el derecho a explotar a los trabajadores, por más que ello implique asaltar el poder político”. En Extremadura, Andalucía, Madrid, Aragón y el latifundismo manchego, la fuerte represión gubernamental agotó pronto a los huelguistas. En Valencia, por el contrario, obreros portuarios protagonizarían serios enfrentamientos con las fuerzas del orden, mientras en la vecina Alcudia de Carlet se proclamaba el comunismo libertario. Torrelavega y Reinosa, eje industrial cántabro, sólo volvieron a la normalidad luego de que el ejército aplastase a los trabajadores reinosinos, cuando ya el conato de rebelión se apagaba de Norte a Sur. En la cuenca minera castellano-leonesa bien poco pudo hacer la guardia civil, especialmente en Barruelo de Santullán, donde llegaron a ocupar su cuartel y fue preciso desalojarlo mediante el empleo de artillería. El País Vasco, Cataluña y Asturias, en orden inverso, endurecieron hasta el extremo lo que pudo haber acabado con una completa vuelta a la tortilla económica y política. Los socialistas vascos, empeñados en poner del revés la minería e industria de la margen izquierda del Nervión, así como convertir en bastión las plazas de Eibar, Elgoibar y Ermua, no se arredraron cuando el Partido Nacionalista y su brazo sindical, Solidaridad de Obreros Vascos -la “Soli”-, ante la imposibilidad de conjugar su adscripción católica con el radicalismo furibundo de Largo Caballero, les volvían la espalda. Para que ambas facciones rompieran definitivamente amarras pesó muchísimo el asesinato en Mondragón de Marcelino Oreja Elósegui, tradicionalista con pedigrí, además de diputado por Vizcaya.

El comunismo prendió pronto entre los obreros de la cuenca asturiana, en tanto el anarquismo se apoderaba ideológicamente del proletariado catalán. El acercamiento de la CNT a los sindicatos mineros sentó las bases de una fuerte resistencia astur, durante la Revolución de Octubre.

El comunismo prendió pronto entre los obreros de la cuenca asturiana, en tanto el anarquismo se apoderaba ideológicamente del proletariado catalán. El acercamiento de la CNT a los sindicatos mineros sentó las bases de una fuerte resistencia astur, durante la Revolución de Octubre.

Más conocida resulta la actuación de la Generalidad catalana, presidida por Lluis Companys, de Esquerra Republicana, que durante la madrugada del día 7 se decidió a proclamar el “Estado Catalán dentro de una República Federal Catalana”, lo que si no era un golpe a la República desde dentro de la misma, se le parecía mucho. La promulgación al día siguiente del estado de guerra, y una contundente intervención del ejército, bajo el mando del general Domingo Batet, concluirían aguando el sueño de esa “República Federal, libre y magnífica”, mediante la detención del Companys, la cobarde huida a Francia de Josep Dencás Puigdellors, ferviente independentista, y la suspensión de esa autonomía, sustituida por un Consell de la Generalitat donde no faltaban representantes del Partido Republicano Radical y la Liga Regionalista.

Pero si hubo un territorio resistente, sangriento, e imbuido del más acusado espíritu revolucionario, ese fue Asturias, probablemente porque allí el sindicato CNT se mostraba más permeable a establecer alianzas con otras fuerzas obreras relativamente afines. Y puesto que mineros y obreros metalúrgicos poseían armas y dinamita, apenas se hubo atacado distintos puestos de la Guardia Civil, ayuntamientos e iglesias, proclamaron en Oviedo la “República Socialista Asturiana”. Tres días bastaron para que toda la provincia cayese en poder de los mineros, incluidas las fábricas de armamento de La Vega y Trubia. Con un “Ejército Rojo Asturiano” compuesto por cerca de 30.000 hombres, en medio de actos de pillaje reprochables a ambas partes, el general Eduardo López Ochoa, al frente de tropas gubernamentales, y el coronel Juan Yagüe con sus legionarios, ambos apoyados por la aviación, ahogaron la revuelta. La ciudad de Oviedo quedó medio asolada. Su Universidad, con un valiosísimo fondo bibliográfico, el teatro Campoamor y varios edificios civiles, fueron presa del fuego. La Cámara Santa de la Catedral sería dinamitada, desapareciendo varias reliquias irremplazables. Y lo que es peor, muchos hombres perdieron la vida entre tan dramática confusión.

Isidro Lángara y Quico Florenza, futbolistas del Oviedo, hubieron de empuñar fusiles y vestir de caqui. Galé, caído durante la Guerra Civil, se aprestó a defender el ayuntamiento de Avilés. Varios futbolistas más, según narrase Julián García Candau, disputaron algún partidillo en plena calle, tras acarrear cascotes y barrer el asfalto con escobas de brezo. El “colchonero” Pololo, en cambio, no lograría sobrevivir a la revolución.

Miguel Durán Terry (5-III-1901) se había convertido en “Pololo” apenas comenzó a golpear el balón. Asturiano de Lugones, aterrizó en el Athletic de Madrid en 1918, cuando sus estudios le llevaron hasta la villa y corte. Internacional absoluto en dos ocasiones, a punto estuvo de disfrutar como futbolista activo del Campeonato Nacional de Liga, puesto que se mantuvo en las alineaciones hasta 1927, o lo que es igual, a falta de dos ejercicios para estrenar el torneo de todos contra todos. Era Ingeniero de Minas en “La Industrial Asturiana”, de Moreda, y la suerte le dio su espalda durante el fatídico octubre del 34, sin que los pormenores resulten claros a día de hoy, pues existen hasta cuatro versiones acerca del óbito.

La primera nos lo sitúa en un coche, acompañado por su padre político, su esposa e hijos, cuando varios milicianos de UGT lo hicieron parar en un control de carretera. Reconocido por uno de ellos como el ingeniero de su empresa, otro, más bragado, le puso la pistola en la cabeza y apretó el gatillo sin titubeos. La segunda, heroica y revestida en tintes literarios, fija su muerte en plena defensa de la fábrica de armas donde se habría refugiado. La tercera, mayoritariamente sacralizada por la tradición oral, nos lo dibuja tratando de salir de la mina, a todo gas, en un camión con plataforma. Los obreros habrían logrado cerrarle el paso con otro camión y, sin permitirle salir de la cabina, lo tirotearon. En cualquier caso, y aunque ninguna de estas opciones permita conocer la fecha exacta de su asesinato, coinciden básicamente en que el exfutbolista “Pololo” murió por el simple hecho haberse convertido en el ingeniero Durán.

Más visos de verosimilitud ofrece, por la cantidad de datos aportados, el testimonio de Javier Barroso, quien fuera compañero suyo en el At Madrid. Habría permanecido en su domicilio de Lugones toda la semana comprendida entre los días 6 y 12 de octubre. Sólo cuando circuló el rumor de que tropas gubernamentales iban a avanzar sobre el pueblo, y temiendo que su residencia pudiera convertirse en primera línea de combate, decidió ir a Oviedo. Hasta entonces los revolucionarios le habrían respetado, no sólo por su popularidad como futbolista, sino a causa de la campechanía que siempre exhibió. Sobrecargando el coche con su progenitor, esposa e hijos, así como con una cuñada y los hijos de ésta, se hicieron a la carretera. Habrían recorrido la mitad del trecho cuando los pararon, recibiendo un disparo en la boca. Pese a la abundante hemorragia logró proseguir el viaje hasta alcanzar, quince minutos más tarde, un cuartel de la Guardia Civil. El antiguo jugador cayó muerto apenas hubieron recibido refugio y su padre, herido igualmente, pereció el 30 de octubre, al no recuperarse del balazo.

Para enmarañar más el suceso, una variante de lo narrado por Barroso, puesta en boca de Urzaiz, asegura que el 21 de octubre de 1934 hizo subir a su esposa y cuatro hijos pequeños a la plataforma de un camión, pretendiendo alcanzar el cuartel situado a escasos 5 kilómetros. Lanzado a toda velocidad, recibió una granizada de balas desde ambos lados del asfalto. Aunque una le habría atravesado el rostro con orificio de entrada y salida, continuó en su desesperada huida hasta alcanzar la puerta de aquel modesto refugio. Sólo cuando trataron de hacerlo descender se hizo evidente que estaba muerto, aferrado al volante.

La fatídica realidad posiblemente corresponda a una mezcla de estos dos últimos relatos.

El medio valenciano Enrique Molina Soler (4-V-1904) tampoco pareció durante la Guerra Civil, por más que la suya cabría considerarla una muerte diferida, con origen y cénit en tamaña barbaridad.

Enrique Molina, futbolista de fuerza, a quien la Guerra Civil aplastó anímica y moralmente.

Enrique Molina, futbolista de fuerza, a quien la Guerra Civil aplastó anímica y moralmente.

Nacido en el seno de una acomodada y muy religiosa familia de huertanos, en la Ruzafa, Disputó con la Unión Levantina las temporadas 1920-21 y 21-22, para incorporarse al Gimnástico de Valencia las campañas correspondientes a 1922-23 y 23-24. Durante el verano de 1924 llegó al Valencia, retirándose en 1933, sin cumplir aún la treintena. Había debutado en nuestra máxima categoría cuando los “chés” lograron el ascenso, en 1931-32, y apenas pudo vérsele sobre el césped en el siguiente ejercicio, lastrado por una lesión de rodilla y el tremendo impacto que le causara el fallecimiento de su esposa, un año después de contraer nupcias. Atleta pletórico, de los que entonces escaseaban, tan entusiasta en el juego atacante como eficaz robando balones, solía ser aplaudido a rabiar por públicos ajenos, más degustadores del fútbol directo y racial. Hasta no hace mucho aún había en Vitoria quien recordaba, fuere como testigo presencial o por haberlo escuchado muchas veces, que una tarde todo el graderío de Mendizorroza, puesto en pie, lo despidió con aplausos interminables. Enérgico cuando la ocasión lo requería y con un punto visceral, otra vez, en Zaragoza, atacado desde la banda a paraguazos, arrebató el suyo a un espectador y replicó del mismo modo. Pero no era un habitual buscapleitos, conforme puso de manifiesto al introducir su propio coche en el campo y rescatar del tumulto a un árbitro en apuros. Internacional “B” contra Portugal, cuando mermaron sus condiciones físicas no puso obstáculos ante el ofrecimiento de una rebaja salarial tanteada desde su directiva. Los ahorros del fútbol, poco después, le alcanzaron para poner en marcha una pequeña actividad industrial.

Era falangista antes de 1936, y si el destino supo ser cruel arrebatándole prematuramente a su pareja, la Guerra Civil aún emponzoñó más la antigua herida. Tres de sus hermanos, sacerdotes, fueron fusilados por milicianos presuntamente comunistas. Aquello le amargó por completo. Durante los últimos meses de combate, y sobre todo tras concluir el conflicto, parece formó parte de un grupo parapolicial obsesionado por perseguir “rojos”. Algunas voces incluso lo acusaron de bastante más; de haber lavado la sangre de sus hermanos con más sangre en retaguardia. Pese a todo, o no pudieron probarse las acusaciones que sobre él se formularon, o a los vencedores les pareció más conveniente lanzar balones fuera. Para entonces era una sombra de sí mismo, marcado por el odio hacia cuanto oliese a socialismo bolchevique. Alguien dispuesto a combatir sin descanso a quienes tanta hiel vertieron sobre su familia. El combatiente idóneo, en suma, para la campaña de Hitler contra Stalin y su régimen.

En junio de 1941, luego de distintas maniobras de aproximación y distanciamiento entre Francisco Franco y el Tercer Reich, durante las que se llegó a discutir la incorporación de España al Eje, a cambio de la toma de Gibraltar con ayuda de la Luftwaffe, y la entrega de territorios norteafricanos arrebatados a Francia, el gobierno franquista, no queriendo perder su cacareada neutralidad, acordó enviar un cuerpo de voluntarios para que combatiese al comunismo junto al ejército germano: la División Azul. Dicho cuerpo, compuesto por 47.000 hombres al mando del general Agustín Muñoz Grandes, y 146 mujeres de la Sección Femenina como enfermeras, a las órdenes directas de Mercedes Milá Nolla, partió entre vítores y euforia triunfalista. Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores y cuñado de Franco, hombre fuerte en Falange y con simpatías no ocultas hacia cuanto Adolf Hitler representaba, pronunció desde un balcón de la Calle Alcalá, a manera de pistoletazo de salida, una arenga que iba a pasar a la historia con el título de “¡Rusia es culpable!” (24-VI-1941), incluyendo andanadas de muy grueso calibre: “El exterminio de Rusia es exigencia de la Historia y del porvenir de Europa”.

Entre aquellos voluntarios había un poco de todo; no sólo jóvenes falangistas empeñados en protagonizar la letra de sus propios himnos, cubriendo de azul español su pecho y ondeando al viento banderas con yugo y flechas, sobre un fondo de montañas nevadas. Se alistaron, también, menores de edad, pese a que lo tuvieran expresamente prohibido, tan empachados de discursos patrióticos como convencidos de una victoria rápida junto al ejército que hasta entonces había aplastado cuanto pisara. Y gente con padres o hermanos en las cárceles, ansiando borrar toda sombra de desafección, sabedores de que su valor ante el “demonio comunista” equivaldría si no a la puesta en libertad de los familiares, a una mayor laxitud en el régimen penitenciario, o hasta, puestos en lo mejor, a la revisión de sus causas. Por supuesto tampoco faltaron aventureros sin nada que perder, después de que nuestra sangría se lo hubiese arrebatado casi todo. Luis García Berlanga, gloria del cine, estuvo entre quienes se enrolaron en el proyecto, conforme muchas veces dijo, para obtener la conmutación de la pena capital con que condenasen a su padre, político republicano. Luis Cijes, otro hombre de la pantalla, además de cauterizar el republicanismo paterno necesitaba remitir dinero a su madre, que había quedado en situación muy precaria. Enrique Molina, en cambio, necesitaba volcar en un enemigo concreto aquel odio intenso que le ahogaba. Y lo hizo inscribiéndose como soldado raso, no en el banderín de enganche valenciano, puesto que allí ya se había superado el cupo, sino acudiendo al de Barcelona.

La despedida de la División Azul resultó apoteósica. Varios cientos de voluntarios se reengancharon tras la primera repatriación, entre ellos Enrique Molina. Otros, cuando el cuerpo fue disuelto, se enrolaron en un ejército alemán que empezaba a deglutir el agror de la derrota.

La despedida de la División Azul resultó apoteósica. Varios cientos de voluntarios se reengancharon tras la primera repatriación, entre ellos Enrique Molina. Otros, cuando el cuerpo fue disuelto, se enrolaron en un ejército alemán que empezaba a deglutir el agror de la derrota.

A los componentes de la División Azul les costó ser tomados en cuenta por los militares germanos de alto rango. Les parecían indisciplinados, bebedores hasta el exceso, gritones, pendencieros, incluso, y muy dados a confraternizar con el enemigo, sobre todo si éste era femenino. Demasiado desorden para sus mentes prusianas. Pero no dejaban de reconocer que en combate se transformaban. Resistían el hambre y el frío como pocos, además de lucir un valor suicida que hacía de ellos piezas imprescindibles para perforar cualquier línea. Agustín Muñoz Grandes, el general que los mandaba, llegó a ser condecorado personalmente por Hitler y, según distintos testimonios, el “führer” lo hubiese preferido al timón de España antes que a Franco, por quien nunca manifestó la menor simpatía.

Cuando en 1942 repatriaron a la primera expedición, Molina decidió reengancharse. Un año después, cesado Serrano Suñer y con Francisco Gómez-Jordana heredando la cartera de Asuntos Exteriores, la División Azul se había convertido en un problema. La maquinaria bélica alemana ya no se mostraba imbatible. Los aliados, por el contrario, parecían determinados a inclinar definitivamente la balanza en su favor. ¿Qué trato podían dispensar a España, o más bien al régimen, habiendo trampeado la tan cacareada neutralidad con un apoyo al eje ni remotamente clandestino? Así las cosas, el 12 de octubre de 1943 los divisionarios volvían a casa. Aunque no todos, porque en torno a 2.000 rechazarían el retorno, integrándose desde entonces en el ejército hitleriano.

Más de 15.000 bajas entre muertos heridos y mutilados: terrible balance de la División Azul. Solo dos futbolistas de relieve se enrolaron ella y si Ramón Herrera "El Sabio" pudo contarlo, Enrique Molina nunca volvería a ver el ardiente sol de Valencia.

Más de 15.000 bajas entre muertos heridos y mutilados: terrible balance de la División Azul. Solo dos futbolistas de relieve se enrolaron ella y si Ramón Herrera «El Sabio» pudo contarlo, Enrique Molina nunca volvería a ver el ardiente sol de Valencia.

Molina, el hombre aplaudido en los estadios norteños, tal vez hubiera estado entre quienes no deseaban volver. Imposible saberlo, ya que tres meses antes, el 15 de julio de 1943, cuando transportaba en una moto con sidecar a su comandante y a un capitán, fue alcanzado por un obús y la metralla le destrozó el cráneo. Yacía ya en el cementerio de Mestelevo.

Las bajas divisionarias no resultaron pequeñas: 4.954 muertos en combate. Heridos, 8.700. Mutilados, 2.137. Prisioneros de los rusos, 372 como mínimo, de los que pocos sobrevivieron a la extrema dureza de los gulags.

Para un número no desdeñable de españoles, la Guerra Civil se diría no iba a terminar nunca. Sólo así se explican tantos alardes recogidos por el acervo popular, donde ante la más mínima discrepancia o dificultad, el gallito con pelo engominado y bigote recto clamaba: “¿Para esto gané yo una guerra? ¿Para esto?”. De igual modo, hasta muy avanzados los años 50 aquellos diarios hablados de Radio Nacional, emitidos obligatoriamente cada mediodía y noche a través de todas las cadenas radiofónicas, empezaban con un solemne y marcial “¡Sin novedad en la paz española!”. No es extraño que sus oyentes los rebautizasen como “El Parte”, pues recordaban mucho a los partes bélicos de 1936, 37, 38 y los primeros meses de 1939.

Sin apartarnos del fútbol, varios de sus practicantes perdieron durante la contienda toda posibilidad de seguir jugando. Fueron, por no extendernos en la cita, los casos de Arocha II, Tomasín, Manolín, y Ojembarrena.

Arsenio Arocha Guillén (Grandilla, Tenerife, 22-VIII-1912) hermano del internacional y caído en primera línea Ángel Arocha, pese a ser un medio con depurada técnica y muy aceptables condiciones, sería visto como “hermano de” en el Tenerife,  Real Madrid y Betis Balompié. Con el club “merengue” se había proclamado campeón de Copa en 1934, por más que no llegase a disputar ningún partido de dicha competición. Sí lo hizo, en cambio, durante dos jornadas del torneo liguero. En el potente Betis de 1934-35, ni siquiera llegó a vestirse de corto oficialmente. El estallido de la conflagración civil se produjo cuando aún no había cumplido los 24 años, edad que con certeza le hubiese garantizado un futuro en los irregulares terrenos posbélicos, ante la retirada de los más veteranos, la huida de varios hacia México, Argentina o Francia, y la escasa consistencia de quienes, habiendo jugado hasta entonces sólo con alpargatas, hallaron su oportunidad con la reanudación de competiciones. Pero una herida en combate se tradujo en mutilación y retirada de los estadios. Empleado de banca, ejerció como entrenador en la Unión Deportiva Las Palmas, además de ojear posibles perlas canarias para el Real Madrid y el Atlético. Suya fue, entre otras, la recomendación de Luis Molowny a los técnicos madridistas. Falleció en Guadarrama, el 15 de octubre de 1990.

Tomás Arnanz, “Tomasín” durante sus primeros años de corto. Herido en un pie, tras la Guerra Civil se convirtió en entrenador.

Tomás Arnanz, “Tomasín” durante sus primeros años de corto. Herido en un pie, tras la Guerra Civil se convirtió en entrenador.

Tomás Arnanz Arribas (Villanueva de las Carretas, Burgos, 29-XII-1910) el hombre que como “Tomasín” asomase frecuentemente a las alineaciones del Iberia zaragozano y Zaragoza, entre 1931 y 1936, sufrió durante la contienda una herida en un pie que a la postre resultaría incapacitante. Se había hecho futbolista junto a la Pilarica y sus compañeros de vestuario, más que por el nombre de pila o el diminutivo lo conocían por “Zamarras”. A lo largo de la campaña 1940-41, siendo entrenador del club “mañico” y ante la carencia de efectivos, tuvo que vestirse de corto alguna vez, con carácter por demás puntual. Muy querido junto al Ebro, se le tributó un homenaje el 8 de junio de 1952, cuando ya era entrenador de cierto prestigio. Como tal pasó por los banquillos del Real Zaragoza, Club Atlético Osasuna, o Real Santander. Y probablemente aún le esperaban muchas singladuras más, que sólo un fallecimiento temprano evitó, puesto que las campanas tañeron por él en Pamplona y Zaragoza durante la temporada 1956-57.

El interior izquierdo baracaldés Manuel Fernández Tabernero, hermano de Marcelino, defensa del Baracaldo, At Bilbao o Mallorca, y para el futbol “Manolín”, saltó durante la campaña 1934-35 del Betis al Español de Barcelona, cuajando como “periquito”, con 34 partidos y 6 goles distribuidos durante los dos ejercicios prebélicos. Parecía tenerlo todo para afincarse muchos años en nuestra máxima categoría. Pero combatiendo en el lado republicano quedaría mutilado, tras amputársele una pierna, y no pudo, claro, seguir compitiendo. Falleció el 14 de diciembre de 1961, con 47 años, siendo enterrado en Cataluña, donde decidiera asentarse.

Su caso tuvo mucha similitud con el del portero canario Francisco Ceballos, fichado por el F. C. Barcelona en 1936, a quien el estallido bélico impidió estrenarse bajo el marco azulgrana, incluso en algún choque amistoso. Movilizado en el ejército de Franco, resultó herido en el frente Norte y hubo de amputársele una pierna. Como tantos otros “caballeros mutilados”, complementó su exigua pensión vitalicia con los réditos de vender lotería en Telde.

También combatió con los republicanos el medio bilbaíno Félix Ojembarrena Alcalde (2-XII-1913). Había jugado en el Padura de Arrigorriaga, Lagun Artea, de Bilbao, y Mirandilla gaditano, en este último la temporada 1935-36. El Mirandilla, tras la contienda, habría de transformarse en el actual Cádiz C. F. Sólo tenía 22 años cuando estalló la guerra y con ella hubo de despedirse del césped, puesto que una herida de bala recibida en 1939 lo dejó muy mermado.

El palentino Meji, por el contrario, ofreció toda una lección de pundonor. Desde 1933 hasta 1936 estuvo actuando en el Palencia. Soldado durante la guerra, no sólo resultó herido, sino que hubieron de amputarle varios dedos. Obviamente, con tal déficit no hubiera podido hacer mucho bajo los palos y se le dio por retirado. Pero el fútbol le apasionaba hasta el extremo de cambiar de puesto. Y convertido en medio volvería a competir con su Palencia y en el SEU de dicha capital.

También fue futbolista, pese a todo, el defensa Alfredo Royo Villar, conocido en las alineaciones por su primer apellido.

Segundo de cuatro hermanos, pasó su infancia en el bilbaíno barrio de Begoña.  El amor por la pelota, fuese de trapo o reglamento, lo llevaba en los genes, puesto que Máximo, su padre, había pertenecido a la disciplina del Athletic y a ella acabó regresando, como técnico. Lo natural, por lo tanto, es que se integrara en el Club Deportivo Solocoeche, de los barrios altos bilbaínos, donde por cierto compartiría sueños con el goleador José Luis Duque. Convocado para la selección vizcaína juvenil, su teórica progresión sufrió un frenazo el 18 de julio, no sólo ante la suspensión de actividades, sino porque la guerra le afectó de lleno, tanto en lo puramente personal como en el ámbito familiar. Con su padre en prisión y la madre y hermanos refugiados en Inglaterra, él fue a casa de unos tíos, en la vecina localidad minera de San Salvador del Valle, hoy Trapagarán. Cuando el pueblo fue bombardeado durante el verano de 1937, la metralla le afectó muy seriamente una pierna. Estaban a punto de amputársela en el hospital cuando la oportunísima intervención de un médico amigo de su progenitor se tradujo en traslado a Francia, donde con más tiempo y mejores medios otros galenos lograrían salvársela. Eso sí, entre posoperatorio y rehabilitación transcurrieron para él dos años en Chateau Thierry, núcleo próximo a París, desde donde regresó a Vizcaya en condiciones de retomar la actividad balompédica.

Los públicos de Erandio y Guecho lo vieron progresar, a medida que iba adquiriendo tono. Luego, en 1948, su amigo y compañero en el modesto Solocoeche José Luis Duque, entonces en la Gimnástica de Torrelavega, lo recomendó a su directiva. Tres buenas temporadas entre 3ª y 2ª División, traducidas en 86 partidos ligueros, lo condujeron al Atlético Almería por espacio de tres nuevas campañas. Parte de la afición torrelaveguense no entendió aquel cambio, puesto que deportivamente constituía un claro paso atrás. Olvidaban, o preferían no entender, que trotando por esos campos resecos iba a ganar mucho más dinero que haciéndolo sobre el mullido césped del Malecón. A comienzos de 1954, cumplida la treintena, regresó a Torrelavega para despedirse con la camiseta blanquiazul, como aficionado.

Al retirarse montó un bar en la industriosa localidad, que según recogieron  Raúl Gómez Samperio y José Manuel Holgado, autores de un excelente libro sobre la Gimnástica, era el único donde el cliente jamás tenía razón. Casado con una cántabra y perfectamente integrado en la villa que lo adoptase, el futbolista a quien ni siquiera una bomba pudo parar, falleció relativamente joven, el 26 de enero de 1975.

Tampoco tienen desperdicio las biografías de los hermanos Balaguer, ambos mucho más conocidos como entrenadores que por su etapa vistiendo de corto. Dos ejercicios de coraje, superación, y capacidad para reinventarse, dignos de figurar en las tan socorridas y superventas publicaciones de autoayuda, auténtica plaga entre crisis y crisis.

José Balaguer Mirasol nació en El Grao, Valencia, y allí se fue haciendo hombre entre patadas al balón, mientras iban calando en él ese espíritu reivindicativo tan de consumo en El Cabanyal, y los sueños de mayor justicia social. Afirmada su ideología republicana, apenas hubo estallado la Guerra Civil fue de los primeros en alistarse como brigadista, para reforzar, junto con su hermano Ramón, el frente de Teruel. Antonio, otro hermano, los seguiría poco más tarde, nada más concluir unos cursillos para oficiales. Enumerar sus peripecias durante casi tres años de vida entre trincheras iba a exigir demasiado espacio. Baste, por lo tanto, indicar que se salvó del fusilamiento varias veces, que la pena capital le sería conmutada por otra de 30 años en reclusión, reducidos luego a 12 que tampoco cumpliría, puesto que fue liberado en octubre de 1943. A lo largo de esos cuatro años y medio pasó por las cárceles de Burgos y Torrero, en Zaragoza.

Su hermano Antonio, capitán republicano por méritos de guerra, había caído en julio de 1937, al asaltar una trinchera en el término turolense de Arroyofrío. Sin embargo durante algún tiempo los servicios de inteligencia nacionales contemplaron con escepticismo la noticia, temiendo fuese pura estratagema para evadir responsabilidades, toda vez que sus acciones bélicas le habían puesto en el punto de mira franquista. Y aunque obviamente la luenga sombra de aquel hermano le favoreció muy poco, una vez en libertad accedería al título de entrenador que otorgaban las distintas Territoriales, pasando, además, por los banquillos del Olímpico de Játiva, Onteniente, Oliva, Sueca, Lorca e Ibiza. Sin embargo nunca pudo optar al título de técnico nacional, conforme hubiera sido su deseo, puesto que por razones políticas, al decir de la familia y según se recogió en una magna obra coral sobre la historia de la Unión Deportiva Levante, se le impidió acceder a los cursos impartidos en Burgos y Madrid. Esta cuestión, de cualquier modo, chirría en parte, puesto que con el correr de los años el régimen fue dulcificándose y otros muchos deportistas, intelectuales, artistas o menestrales de variado espectro, acabaron siendo tolerados, siquiera fuese como mal menor.

La muerte que tanto le había rondado pudo atraparlo, por fin, cuando sumaba 75 años.

Ramón Balaguer, en el banquillo donostiarra de Atocha, el año 1947, junto a un directivo del Alcoyano y el masajista. Los alicantinos se impusieron por 1-2.

Ramón Balaguer, en el banquillo donostiarra de Atocha, el año 1947, junto a un directivo del Alcoyano y el masajista. Los alicantinos se impusieron por 1-2.

Su hermano Ramón (El Grao-Valencia, 28-IV-1911), actuó como atacante las temporadas 1928-29 y 29-30 en el Cabañal, y en Levante desde 1930 hasta 1934, así como parte de la campaña 1939-40, luego de una retirada temporal por las razones que en seguida veremos. Pero sin ser un mal jugador, ni  muchísimo menos, iba a quedar para la historia como uno de los grandes entrenadores de los años 40, 50 y primeros 60, en el pasado siglo. Su biografía, aun extractada, contiene todos los matices del mejor guión cinematográfico. Empezando, claro está, por el hecho de que una mezcla de estupidez y fatalidad le truncase el porvenir futbolístico.

Parece que cuando el Valencia estaba interesado en contratarlo, su amigo Gaspar Rubio, entonces en el At Madrid, le aconsejó no pasar  a la entidad “ché” ante los problemas que ello le acarrearía, siendo como era hombre nacido y hecho en los poblados marítimos, incuestionable territorio levantinista. A cambio le propuso acudir a Madrid, para ser sometido a prueba por los “colchoneros”. Y como las arcas “granotas” estaban siempre vacías, sus directivos vieron en aquel viaje y el posible traspaso un buen reconstituyente económico a tan sempiterna anemia. La prueba consistió en un partido ante el Mogreb, del Marruecos español, en los prolegómenos del ejercicio 1932-33. Aunque los madrileños vencieron por 4-1, durante el transcurso del choque resultó lesionado en la rodilla, viéndose afectado el menisco y los ligamentos internos, con la habitual consecuencia de un aparatoso derrame sinovial. Levante, At Madrid y futbolista, pactaron entonces una nueva prueba cuando la lesión remitiera, algo que parecía no iba a ocurrir nunca. Buscando acelerar el proceso curativo, un médico le cedió su lámpara de calor para aplicársela en la región lastimada. Y un hecho tan nimio acabaría marcándole para toda la vida.

Porque el caso es que mientras el Levante empezaba a intuir alguna maniobra “colchonera” destinada a conseguir un traspaso gratuito, amparándose en la lesión, el joven Ramón Balaguer cometió una terrible imprudencia.

Guapo a rabiar y aunque no destacase en estatura, las mujeres se volvían por la calle, a su paso, al tiempo de preguntarse si no sería un galán cinematográfico. Estaba acostumbrado a despertar muestras de admiración, pero una cosa era hacerlo en Valencia y otra muy distinta por la Gran Vía madrileña, entre rascacielos, hoteles selectos, damas encopetadas y ocupantes de vehículos tan largos como pulidísimos. Envanecido, quizás, y ante la idea de que un tono bronceado podría hacerle parecer más atractivo, quiso dar un nuevo uso a la lámpara, aplicándosela sobre el torso. Aquel calor, en cambio, acabaría produciéndole una lesión pulmonar seria. Y mientras tanto el Levante, harto de tanta espera, decidía dar por terminada la excursión, haciéndole regresar.

Pese al problema pulmonar, Ramón estuvo rindiendo a satisfacción las temporadas 1932-33 y 33-34, hasta que los repetidos esfuerzos degenerasen en cavernas y, tras la correspondientes exploraciones y análisis, ingresara durante año y medio en el sanatorio de Portaceli, quedando muy en entredicho su brillante porvenir. Consciente de su terrible imprudencia, no se atrevió siquiera a confesar su mala idea con la lámpara. Manifestó, en cambio, haber sufrido un accidente en Madrid, cuando paseaba en coche con Gaspar Rubio, a resultas del cual se habría perforado un pulmón. Sólo al cumplir 65 años, llegado el momento de recapitular vivencias, se sinceró ante su familia, tal y como recogieron los autores de la ya comentada obra histórica sobre el club levantino.

La U. D. Levante que ascendió a 1ª en 1962-63, con Ramón Balaguer ya aquejado de serios achaques pulmonares, junto a Rodri, portero titular y primero por la izquierda, el resto son: Céspedes, Pedreño, Calpe, Camarasa, Castelló, Quique y Sansón; abajo Vall, Currucale, Wanderley, Domínguez y Serafín.

La U. D. Levante que ascendió a 1ª en 1962-63, con Ramón Balaguer ya aquejado de serios achaques pulmonares, junto a Rodri, portero titular y primero por la izquierda, el resto son: Céspedes, Pedreño, Calpe, Camarasa, Castelló, Quique y Sansón; abajo Vall, Currucale, Wanderley, Domínguez y Serafín.

Como tantos otros criados en los poblados marítimos, entonces designados familiarmente como “la Pequeña Rusia”, le faltó tiempo para sumarse a una columna de milicianos anarquistas tan pronto llegara el eco de la sublevación militar al otro lado del estrecho. Pero estuvo muy poco tiempo en las trincheras de Teruel, puesto que apenas dos semanas después se resentía de sus problemas pulmonares. Devuelto a Valencia, volvió a poner rumbo al sanatorio de Portaceli, donde estuvo desde octubre del 36 hasta  finales de 1938. Allí perdió definitivamente un pulmón, cuando aplicándole una técnica innovadora y en evitación de males mayores, le secaron el más afectado. Puesto que ni siquiera pudo entrar en combate, mal cabía achacársele delitos de sangre. Pero la actividad desplegada por sus hermanos Antonio y José, caído el primero en julio de 1937, con galones de capitán, y condenado a muerte el segundo, le pasaron factura en forma de varias denuncias.

Durante cierto tiempo permaneció encarcelado en San Miguel de los Reyes, antiguo monasterio reconvertido en prisión, donde la humedad, unida al frío y las privaciones, hicieron temer lo peor a su familia, que además había quedado virtualmente en la indigencia, con su casa severamente bombardeada. Puesto que algo debían hacer, solicitaron ayuda a un directivo del Levante, aún a sabiendas de que el club y cuantos con él se relacionaban eran mal vistos entre los ganadores, por su adscripción obrera y republicana. Pero hubo suerte, en medio de tanta desdicha. El juez a quien visitó Luis Foix, directivo “granota”, había sido comandante del ejército republicano hasta que mediada la contienda pasase al bando nacional. Además, juez, directivo y exfutbolista se conocían, y ello contribuyó a su puesta en libertad, luego de examinarse el expediente. Ramón Balaguer incluso volvería a calzarse las botas, hasta que poco después el propio juez le llamó para comunicarle su intención de hacer carrera, viajando a Madrid. Desconociendo el talante de su sustituto, y ante la muy probable eventualidad de nuevas denuncias, lo prudente era poner tierra de por medio. Y sin pensárselo mucho partió hacia Alcoy.

Cuando la 1ª División parecía reservada a los de siempre, un equipo de pueblo como el Alcoyano, admirablemente dirigido por Balaguer, ganó el corazón de los aficionados, durante los 40, por su entrega, honestidad deportiva y una moral a prueba de bombas. De izda. a dcha. Gil, Quiles, Quisco, Cano, Bolinches, Costa; abajo Botana, Mendi, Villar, Rubio y Pérez.

Cuando la 1ª División parecía reservada a los de siempre, un equipo de pueblo como el Alcoyano, admirablemente dirigido por Balaguer, ganó el corazón de los aficionados, durante los 40, por su entrega, honestidad deportiva y una moral a prueba de bombas. De izda. a dcha. Gil, Quiles, Quisco, Cano, Bolinches, Costa; abajo Botana, Mendi, Villar, Rubio y Pérez.

Finalizada la temporada 1940-41, el mandatario alcoyanista Ángel Pérez, padre del más adelante futbolista internacional y presidente de la FEF José Luis Pérez Payá, le ofreció convertirse en entrenador de la entidad. Ocupó, pues, el banquillo alcoyano la campaña 1941-42, ascendiéndolo a 2ª División; 1942-43 y 43-44, manteniéndolo en la categoría, y ascendiendo a 1ª la campaña 1944-45. Aunque descendiese en 1945-46, pudo recuperar un sitio entre la elite en 1946-47, y aún permanecería en esa industriosa población la temporada 47-48. Quizás entendiendo que allí estaba ya muy visto, o porque como asegurasen ciertos medios resultara imposible el acuerdo económico, ingresó en el Elche, entonces en 3ª División, con más ficha que la ofrecida por el Alcoyano, pese a que este club jugase en 1ª. De inmediato ascendió a 2ª con el Elche y volvería a 3ª al año siguiente. A lo largo del ejercicio 1950-51 dirigió al Levante, sumido en grave crisis institucional y económica, salvándolo del descenso en la promoción de permanencia. Regresaría al Alcoyano las temporadas 1951-52, 52-53 y 53-54, y en 1954-55 ascendió a 2ª al Alicante, lo que representaba para la entidad el debut en dicha categoría. La campaña 1958-59 la vio en el banquillo del Eldense, y en el del Orihuela el campeonato 59-60, preámbulo de un nuevo ascenso deportivo con el Elche, la campaña 1961-62. Aún le esperaba una proeza idéntica en la Unión Deportiva Levante, situando por primera vez al equipo en la máxima categoría (ejercicio 1962-63), formando tándem con Quique. Conviene aclarar que a lo largo de la misma estuvo ejerciendo más como manager que de entrenador, pues su vieja afección pulmonar volvía a darle guerra y ni soportaba bien los esfuerzos físicos, ni tanto viaje en tren o autobús por las precarias infraestructuras de una España todavía asomando al desarrollo. Ante tal circunstancia, su posterior contacto con el mundo del balón quedó circunscrito a las labores de secretario técnico, en cuya calidad gestionaría los traspasos de Panchulo, Blayet, Sergio, Loren o Ferrer Díaz al Valencia C. F., balón de oxígeno mediante el cual pudieron solventar los “granotas” abundantes problemas financieros, declinando los años 60.

Falleció el 13 de agosto de 1993, sin que nadie hubiese igualado sus logros al frente del Alcoyano y la U. D. Levante.

Sin alejarnos del litoral Mediterráneo, merecen alguna atención Antonio Conde Aja y Francisco Montañés, dos “víctimas” citadas como tales con alguna frecuencia, que en realidad no lo fueron tanto.

Antonio Conde (Puerto de Sagunto, Valencia, 4-XII-1912) ingresó durante el verano de 1930 en el club de la capital del Turia, acompañando a Manuel, su hermano mayor, un delantero centro escaso de técnica, pero con cabezazo demoledor, que iba a quedar casi inédito, aquejado de una hernia. Antonio, el más joven, sería conocido indistintamente durante su etapa “ché” por Tonico, o Conde II, y a diferencia del ariete cuajó como futbolista de verdad.

Conde. Víctima sí, aunque no de las más sufridas, pese a que siempre se las dio de gran damnificado. Tanto el fútbol como la vida, supieron corresponder a su esfuerzo y capacidad de trabajo. Mirándolo bien, tampoco le faltaban razones para considerarse afortunado.

Conde. Víctima sí, aunque no de las más sufridas, pese a que siempre se las dio de gran damnificado. Tanto el fútbol como la vida, supieron corresponder a su esfuerzo y capacidad de trabajo. Mirándolo bien, tampoco le faltaban razones para considerarse afortunado.

Interior primero, y medio izquierdo después, bravo, con brío y cierta propensión a repartir leña, lucía un zurdazo fácil y potente que si bien no acababa traduciéndose en goles, servía a sus compañeros para rematar a la red los apurados rechaces. Formado como su hermano en el Sporting Club, primitiva denominación del Acero de Sagunto, celebró el primer ascenso valenciano a la máxima categoría, como cierre del campeonato que le sirviese de presentación. Y ya entre los grandes dejó muy bien sentado que su sitio estaba allí. Cuando estalló la Guerra Civil lucía una estadística de 72 partidos en 1ª, con 6 goles marcados. No estaba mal, considerando que cada ejercicio oscilaba entre los 18 y los 22 enfrentamientos. Llegado el momento en que los vencedores quisieron echar cuentas, se encontró con varias denuncias que lo acusaban de haber ejercido como “comisario político”, de incautar un piso y hasta, según determinadas insinuaciones en papel prensa, de “chequista”. Lo cierto es que si ninguna de ellas prosperó lo bastante como para derivar en condenas, pasó algún tiempo en la cárcel de San Miguel de los Reyes mientras se dilucidaba su posible implicación. “Yo era hombre de izquierdas, como mi compañero de línea el asturiano Abdón”, confesó sin ambages al periodista levantino Julián García Candau, a quien también contó que en realidad se le achacaban posibles responsabilidades de otro Conde, jugador del Gimnástico de Valencia, omitiendo que ese futbolista no era sino su propio hermano Manuel. El nombre de Antonio, o “Tonico”, figuró de cualquier modo en las primeras listas de suspensiones deportivas, junto al de otros represaliados. Pero como todos ellos recurrieran las sanciones inicialmente impuestas, en un 90 % de los casos se verían sustancialmente recortadas. Por cuanto a nuestro protagonista respecta, lo irrefutable es que la primera temporada de posguerra ya aparece en el Hércules de Alicante, compitiendo en la máxima categoría.

Cuando llevaba unos meses en el club alicantino, volvieron a encarcelarlo ante la interposición de nuevos cargos. Convencido de que el comandante Jiménez, presidente del Valencia C. F., a quien había hecho algún favor durante los días de administración republicana, estaba en deuda, le pidió ayuda, obteniendo tan sólo la callada por respuesta. Libre de cargos civiles, aunque sentenciado a dos años de suspensión deportiva, una de las frecuentes amnistías que entonces solían acompañar a la conmemoración de batallas victoriosas, le permitió seguir jugando a partir de la temporada 1941-42. Puesto que la condena incluía pena de destierro y éste no fuese objeto de la amnistía, hubo de dejar Alicante, para poner rumbo a Granada, con cuyo elenco estuvo compitiendo hasta la finalización del ejercicio 43-44. Y todavía, cumplidos los 35 años, encontraría arrestos para rendir en el sevillano Betis Balompié otra temporada más, bien es cierto que en 2ª División. Su condición de víctima, por lo tanto, habría que ponerla un tanto en entredicho, pese a que ya mayor pareciese haberle tomado gusto a lucir dicha condición.

Siendo jugador del Betis y por encargo de la directiva sevillana, gestionó el pretendido e infructuoso trueque del atacante verdiblanco Montalvo, por el portero Casafont, propiedad del Granada. Una pésima operación, de haber cristalizado, puesto que mientras Casafont habría de permanecer 3 temporadas consecutivas cedido en el Ceuta, Montalvo ingresaba en el Real Madrid después de pasar por el Mallorca, y a punto estuvo de convertirse en internacional durante su etapa “merengue”.

Volviendo a Conde, luego de colgar las botas en junio del 45, regresó a Granada, afincándose definitivamente al amparo de La Alhambra. Estuvo ejerciendo distintas funciones dentro de ese club, al que entrenó, incluso, la temporada 1946-47 -hasta el 11 de abril- en 2ª División, y llegando a formar parte de alguna junta directiva más adelante. Falleció el 26 de abril de 1984, a los 75 años.

Al castellonense Francisco Montañés Montó (1909) deberíamos considerarlo, por el contrario, una “víctima civil”. Interior en el Cervantes, Castellón reserva, y en el primer equipo de la Plana desde 1925 hasta 1932, cuando el Valencia superó las 300 ptas. mensuales de sueldo que había estado cobrando hasta entonces como jugador casado, cambió de colores. También tenía un hermano mayor (Tomás) jugando en el Castellón, y para distinguirlos mejor que con la clásica nomenclatura de “I” y “II”, el pequeño sería más conocido por “Farreta” mientras ambos coincidieron. Jugador de nervio, veía el gol con suma facilidad, como acreditan sus datos en la Plana: 99 dianas en 150 partidos oficiales.

Su carácter rebelde, propenso a la indisciplina, le hizo pechar con alguna sanción que ya entonces, inmerso en un profesionalismo casi marrón por su escasa cuantía, comportaba tijeretazos a la cartera. Muy molesto y ansiando forzar su salida, denunció al club ante la Federación Valenciana por impago de una pequeña cantidad, que si bien le sería satisfecha de inmediato, contribuyó a radicalizar aún más sus exigencias de traspaso. Tras anunciar que de ningún modo pensaba renovar el contrato, la directiva castellonense cursó la correspondiente nota al órgano federativo, solicitando se le aplicase cuanto contemplaban las ordenanzas para quienes no acatasen el derecho de retención que asistía a los clubes: dos años lejos de los estadios, sin poder lucir de corto. Aunque parece que el Español de Barcelona estaba detrás de sus desplantes, tras el aviso cursado por la Federación, indicando no iba a temblarles el pulso, Montañés sólo pudo replegar velas. Aparentemente, al menos, porque su rendimiento bajó tanto que durante el verano de 1932 alguien debió pensar en la conveniencia de sacar algunas pesetas mientras aún hubiese compradores.

Con el Valencia, recién ascendido a 1ª, tuvo un arranque magnífico. Al visitar Castellón, todo el graderío del Sequiol le obsequió con una monumental pitada, de la que logró vengarse en el partido de vuelta, marcando 3 goles a sus antiguos compañeros. Dos temporadas después fichaba por el Murcia, y a lo largo del mismo ejercicio (1934-35) se enrolaba en el Levante, como paso previo a disputar la última temporada prebélica con el Gimnástico de Valencia.

Activo militante izquierdista, durante la Guerra Civil disputó algunos partidos con el equipo del Cuerpo de Vigilancia Antifascista. Luego, tras la victoria de los sublevados, pasó unos meses recluido, llegando a recoger los periódicos su muerte en la cárcel valenciana de Porta Coeli. Dos periodistas e historiadores escrupulosos, como el muy añorado Félix Martialay, o Julián García Candau -el último en sendos libros editados a principios de los 90 y el año 2007- se hicieron eco de esas notas, dándolas por buenas, cuando probablemente sólo estaban cargadas de mala intención. Paco Montañés, o “Farreta”, si se prefiere, aún siguió jugando algunos encuentros con el Castellón Amateur la temporada 1939-40. Afincado en la capital valenciana y trabajando con su hermano Tomás en un negocio de transportes, enfermó del cáncer que lo llevaría a la sepultura el 3 de febrero de 1958, sin haber cumplido la cincuentena.

Fue tan sólo una víctima de la linotipia, por más que distintas reseñas continúen a día de hoy arrebatándole anticipadamente esa vida que, por desgracia, tampoco tuvo ocasión de disfrutar en demasía.

Otros, como se irá viendo, sí fueron víctimas reales y muy de veras de nuestra Guerra Civil.

 

NOTA: Agradeceremos vivamente cualquier corrección, ampliación o comentario sobre el listado de bajas inserto en el primer artículo de esta serie, que contribuya a enriquecerlo. Pueden establecer contacto dirigiéndose a:

cihefe@cihefe.es

Nuestro reconocimiento anticipado.