“El asesino de las quinielas”

La historia de las quinielas está cuajada de hechos insólitos, anécdotas jugosas y personajes entrañables. Aquel carnicero cántabro, por ejemplo, primer augur en rebasar con sus pronósticos el millón de ptas. (temporada 1951-52), que al ser interrogado sobre el uso que pensaba dar a semejante fortunón, respondió a los reporteros: “Montar aquí, en Santander, la mejor carnicería de España”. O el peón meridional, padre de familia numerosa, a quien distintos problemas de salud habían puesto al borde del desahucio. Desesperado y como quien lanza una moneda al aire, invirtió en el 1-X-2 cuanto llevaba en los bolsillos, por más que nada supiese de fútbol. Y de pronto, toda su desesperación acabaría transformándose en unos centenares de miles. También, por supuesto, el niño que sisando céntimo a céntimo de distintos recados y uniéndolos a su exigua propina semanal, juntó lo bastante para cubrir un boleto de dos apuestas. Desde que el domingo por la tarde se supiese poseedor de catorce aciertos, pasó dos noches atroces, sin pegar ojo. En su casa el juego estaba proscrito. Nunca había visto a sus padres entretener el ocio con una partida de tute, brisca o dominó. Lo tenían, además, perfectamente aleccionado al respecto: “Quien juega pierde siempre; y muchos, además de perder, acaban a la intemperie, con su vida hecha unos zorros”. Convencido de que le castigarían en cuanto confesase, pensó seriamente en deshacerse del boleto. Pero lo había firmado. Le buscarían, claro, porque la radio acababa de anunciar se preveían pocos, muy pocos acertantes. Y cuando se presentaran en casa quienquiera que hubiese de venir, policías o señores muy serios con traje, corbata y carteras de cuero, al castigo por desobediente se unirían reproches de toda índole. Callar su culpa era, en el fondo, un modo de mentir. Confesó con un nudo en la garganta. Tuvo que hacerlo hasta tres veces, porque o no le entendían, o no acababan de creérselo. Y cuando mostró el boleto, en vez de coscorrones, admoniciones y malas caras, todo fueron abrazos, besos, y hasta promesas sobre el balón de reglamento con el que llevaba dando la murga desde hacía tiempo. No era para menos. Acababa de pintar un brillante arco iris sobre el porvenir familiar.

Boleto quinielístico de 1946.

Boleto quinielístico de 1946.

La suerte, empero, sabe reír también con socarronería de madrastra, enredando de cuando en cuando alguna burla cruel. Lo hizo con el joven pastor castellano acertante de otro pleno. Siempre había querido olvidarse de las ovejas y ver el mundo desde una moto. Algo que por fin iba a lograr, conforme anunció a los redactores que se dieron más prisa en visitarle. Luego, en la Caja de Ahorros, le hicieron ver que el premio daba para mucho más que una moto. Allí mismo, junto a la puerta, había un “Coupé” aparcado y estuvieron echándole un vistazo. “Ya te has curtido bastante a la intemperie, hombre -le dijeron-. Y los hacen descapotables. ¿Qué quieres disfrutar de la brisa? Pues quitas el toldo. ¿Qué se pone a llover o te molesta el aire? Con darle a un botón, otra vez bajo techo”. Le hicieron números y apenas tuvo que pensárselo, puesto que el modelo pretendidamente deportivo de “Seat” dejaba poco menos que en nada a la “Vespa” más bonita. Meses después, los teletipos escupían la noticia. Un joven agraciado con las quinielas escaso tiempo atrás, había fallecido al volante de su automóvil justo cuando circulaba por la carretera que tantas veces contemplase desde el vecino teso, cayado en mano, bajo el solazo estival o embutido en su manta inverniza.

Tampoco Gabino Moral Sanz arregló definitivamente su vida con los 30.207.744 ptas., récord quinielístico que en Febrero de 1968 se antojó insuperable. Su rostro tímido, aparte de ser recogido por toda la prensa estatal, se hizo un hueco en la televisión, aún sin color, merced a una oportunista campaña publicitaria de “Philips”. “Tenga, padre, para San José -recitaba el mozo sin ninguna gracia, mientras hacía entrega de un envoltorio con lacito-. Una Philips Shave”. Se dijo que el “spot” le había supuesto lo que dos años y medio de salario a un peón del agro. Su nombre de pila, además, sirvió para que desde entonces los “gordos” del 1-X-2 fuesen bautizados como “Gabinazos”. Hasta abril, por lo menos, saltó a los medios día sí y día también. Puesto que asegurase no haber presenciado nunca un partido de fútbol en vivo, recibió invitaciones de varios clubes para hacerlo desde sus palcos. Incluso se aseguró que el alcalde de Benidorm le había invitado a una semana de estancia gratuita. Y aunque no fuese especialmente atractivo, muchas jóvenes españolas empezaron a encontrarle guapo… Al cabo, su antigua timidez fue dando paso a la boba osadía de tantos nuevos ricos. Dejó de ser noticia, por más que muy bien podría haberlo sido, puesto que tras invertir parte del premio en la mecanización del agro familiar, llegó el dispendio. La inflación desbocada durante el decenio de los 70, unida a distintas noches de juerga y despilfarro, recortaron hasta lo inverosímil aquellos 30 millones, equivalentes a 289 anualidades con el salario medio español. Ese bombazo millonario fue para él, después de todo, un simple espejismo.

Otro tipo de juego malabar fue el protagonizado por un recluso con iniciales L.L.M., que desde su celda rellenó en noviembre de 1964 un boleto sencillo, obteniendo, si no una cifra millonaria, al menos caudal suficiente para encarar el futuro con optimismo, cuando dejase atrás las rejas.

Pero, más, mucho más contumaz en el esfuerzo de complicarse la vida, iba a ser algún lustro después cierto minero asturiano favorecido no con uno, sino con dos guiños de la diosa Fortuna. La prensa se ocupó de él, sobre todo y con  razón, a raíz del segundo pleno. Porque mientras lo remojaba en alcohol, de garito en garito, tropezó con el policía cuya intervención resultara decisiva en el cierre del Club que montase con la primera lluvia millonaria. Rencoroso, sin mediar palabra arremetió contra el funcionario, hecho una furia. Puñetazos, patadas, cabezazos… No había modo de reducirlo. Cuando llegaron los compañeros del agredido, con asistencia médica, fue conducido al calabozo y al día siguiente puesto a disposición judicial. Nadie parecía haberle dicho que a la suerte se la ha de mimar, como a una amante. Y que tampoco está de más mostrarle agradecimiento.

Las quinielas son un baúl donde cabe encontrar de todo. Incluso una historia con la que Andreu Martín, Carlos Pérez Merinero, Juan Madrid o Francisco González Ledesma, hubiesen podido tejer formidables novelas negras. Los medios impresos convirtieron al desalmado Julio López Guixot en “El asesino de las quinielas”, olvidando, quizás, que en el crimen participó un cómplice imprescindible.

Puesto que nuestros escritores pasaron de largo ante hechos tan truculentos, sigamos desde aquí su loca carrera ribeteada de hambre, ambición, estafa y golfería cutre, muy comentada entre 1954 y 1958.

Julio López Guixot había nacido en Murcia, de padres desconocidos. Nadie, ni él mismo, supo nunca la fecha de su alumbramiento, puesto que lo abandonaron en un portal. Entregado a la Beneficencia, se le impuso el nombre de Julio Meseguer Linares, cambiado más adelante, tras ser acogido por Teresa, mujer de la que sólo se separaría para correr su desastrosa aventura. Según parece, jamás llegó a superar el abandono paterno. Estaba convencido de que la sociedad le debía algo, que el mundo era ruin y por eso, a la postre, los senderos convencionales resultan inútiles. Áspero de carácter, prepotente y engreído, lejos de labrarse un porvenir a base de sacrificio y tesón, como tantos de su misma época, tomó gusto a los atajos, a la vida más o menos muelle y al efecto que solía producir su buena presencia física.

En setiembre de 1943 ingresó voluntario en el Ejército del Aire, no respondiendo a una teórica vocación, sino porque algo había que hacer en tiempos de tanta hambre y, sobre todo, porque el uniforme de aquel Cuerpo le gustaba de veras. En su mundo feliz, lleno de pájaros cantores, tenía idealizado al ejército y la camaradería cuartelera. Gravísima equivocación, pues a la primera dificultad reaccionó como solía, saltándose jerarquías y echando un órdago. No llevaba ni dos semanas acuartelado cuando le abrieron expediente como autor de una carta incitadora a la rebelión militar. Con la guerra incivil recién terminada y Europa todavía en llamas, se vivía una fiebre enfermiza por descubrir rojos, masones y espías emboscados tras cada sombra. En semejantes condiciones, si de algo podían pecar las sentencias era de mano dura. Y la suya, al igual que otras muchas, buscó la ejemplaridad. Diez años de condena y la correspondiente mancha en su expediente.

Al ser puesto en libertad, alguien le dijo, o él quiso entender, que había sido expulsado del ejército, y por ende exento de “mili”. Se instaló en Elche, trabando amistad con José Segarra Pastor, joven empleado de banca, y Asunción, la hermana de éste, cuya amistad tardaría poco en trocarse historia sentimental. El antiguo hospiciano parecía tener prisa por recuperar el tiempo perdido. Necesitaba destacar, abrirse camino, dejar a todos boquiabiertos por su inteligencia, verborrea y oportunismo. Doblar el lomo se le daba realmente mal. Lo suyo eran las ideas, las grandes quimeras. Acertar quinielas, por ejemplo. Amasar una fortunita rellenándolas, gracias al método que aseguraba haber descubierto para hacerse de oro. Debió ser tanto el entusiasmo desplegado en torno a los Segarra, que de allí salió una minúscula peña quinielera. Ayudaba, y no poco, contar con un entendido en cuestiones bancarias, a la hora de buscar capital. José Segarra debió efectuar gestiones entre la clientela de su oficina, embaucando al menos a un capitalista. Otras sumas las obtuvieron de créditos a interés casi usurario. No importaba. El método de Julio López Guixot pretendía obtener 13 aciertos con machacona regularidad. Tan pronto despegaran, nadie iba a ser capaz de pararlos.

Ni que decir tiene que la peña constituyó un fracaso. Harto de perder dinero, el capitalista se esfumó, dejándolos con una suma de créditos a los que no había modo de responder. La familia Segarra tuvo que hipotecar su casa y tirar hasta del último ahorro. Estaban arruinados. A su manera, Julio prometió ayudarles, perfeccionando el método hasta cubrirlos de oro. Pero no contaba con que esa desgracia suya, congénita, le reservaba otra indeseable sorpresa.

Sin saber muy bien cómo, se encontró esposado entre dos guardias civiles, con orden de conducirlo hasta un batallón disciplinario en África. Porque como la condena de 10 años no le liberaba del servicio militar, desapareciendo se había convertido en prófugo. Y a su huida, claro, había que sumar los antecedentes de sedicioso.

En África tuvo tiempo para dar vueltas al método quinielístico. Repasado de arriba abajo, corregido no una vez, sino cien, ya no podía fallar, se dijo convencidísimo. Libre y licenciado por fin, en diciembre de 1952 regresó a Elche, donde Asunción, su novia, seguía esperándole con la sumisa fidelidad de las enamoradas de posguerra. A sus 30 años, Julio López estaba asqueado de todo cuanto no fuese él mismo. En su obsesión por mostrarse juvenil, pasaba horas en los gimnasios practicando boxeo y artes marciales, saltando a la comba, endureciéndose en las espalderas y subiendo la cuerda a pulso, en perfecta posición de escuadra. Había llegado a la conclusión de que llenando cada semana un mínimo de 200 boletos, ninguna concatenación de caprichos podía dejarle sin al menos una columna de 13 aciertos. Invirtió tiempo y labia en su labor de captación, restregó a conciencia cada ambición dormida, presumió, aparentó, mintió… Y consiguió nuevos socios, obteniendo algún premio de segundo rango. Su techo, con todo, no sobrepasó las 64.000 ptas.

Publicidad de los años 50, sobre uno de los abundantes métodos para acertar quinielas.

Publicidad de los años 50, sobre uno de los abundantes métodos para acertar quinielas.

Envanecido, se dijo que para obtener cantidades mayores necesitaba incrementar la inversión. Algunos socios, aquellos cuya avaricia rompía el saco, le acompañaron en el sueño hasta desembocar en la decepción. Julio López volvía a estar endeudado, rabioso y harto de todo. Había llegado a ese límite del que sólo se sale entre aplausos o con los pies por delante. Y él no era de los que acaban oxidándose, pudriéndose en vía muerta, rumiando la amargura.

Prevaliéndose de la admiración que seguía despertando en el empleado de banca José Segarra Pastor, su futuro cuñado, le planteó la posibilidad de robar en la entidad donde prestaba servicios. Luego de los naturales recelos, entre ambos fueron perfilando el plan. Tampoco hacía falta presentarse ante el cajero, pistola en mano y embozados, como el cine de gánsteres. Bastaba con asaltar a cualquiera de los habilitados para el transporte de capitales entre Alicante y Elche. Y tratándose de eso, Segarra contaba con la víctima perfecta.

Respondía al nombre de Vicente Valero Maciá. Amigos desde la infancia, José y Vicente Valero se habían apadrinado mutuamente en sus respectivas bodas. ¿Cómo iban a sospechar uno de otro? Además, a Vicente las mujeres le volvían loco. Puesto que por ahí tal vez hallaran la forma de tenderle una trampa, Julio López aplicó toda su ciencia en la elaboración del proyecto. El atraco también debía responder a un método, a un plan perfecto y audaz.

Al cabo de un tiempo estaban listos para asesinar a Valero, pues ya habían llegado a la conclusión de que aquel hombre no podía ofrecer testimonio. Alquilaron una casita de veraneo en la colonia Vistahermosa de la Cruz, próxima a Alicante, “para una familia de Albacete”, según arguyeron, dejando 500 ptas. como señal. José Segarra, precavido, fue deslizando en la sucursal bancaria que acababan de detectarle una enfermedad, a consecuencia de la cual debería efectuar viajes hasta Alicante, pues el médico más cualificado pasaba consulta en la capital. Paralelamente comentó a su compadre Vicente Valero que cierta antigua “amiga”, turista ella y con moral más bien disoluta, le había escrito anticipándole su intención de acercarse por la playa, con otra compañera. Llegó a enseñarle la carta que él mismo tuvo la precaución de escribir desfigurando trazos, donde se le invitaba a acudir con cualquier amigo, para que su compañera no acabara aburriéndose como una ostra. Valero picó el anzuelo sin remedio.

El viernes 30 de julio de 1954, Segarra escuchó que a su amigo Valero lo enviaban hacia Alicante, donde debía recoger dinero. Al rato solicitó permiso para salir, pretextando que el médico le había citado urgentemente. Desde unos días antes todo estaba listo. Julio López había hecho venir desde Logroño a cierto conocido sin escrúpulos, para que le ayudase si algo salía mal. Ambos, riojano y quinielista con método, partieron hacia Alicante en moto, mientras Segarra tomaba el mismo autobús que Valero y celebraba tan feliz coincidencia. “El destino se empeña en que hagamos felices a esas chicas” -le dijo-; porque no sé tú, pero como me llamo José que hoy paso a verlas”. Segarra explicó también que debía acercarse a la consulta de un médico, y por eso quedaron citados para las once en el portal del galeno.

Ya en la consulta, el empleado de banca advirtió le daban número para después de las 11. Así que bajó al portal, recogió a Valero y partió con él, en taxi, rumbo a la urbanización.

La puerta del chalecito estaba abierta. José Segarra entró primero, seguido por Valero. Avanzaron por el pasillo e iban a entrar en una habitación cuando Julio, situado justo en la de enfrente, les salió por la espalda. Aunque López Guixot debía estar nerviosísimo, pues no en vano llevaba una hora aguardándolos, ni en sueños pudo haber imaginado tantas facilidades. Un primer golpe en la nuca con un yunque de zapatero, dejó aturdido al incauto. Sin permitirle reaccionar repitió la agresión, esta vez en la frente. Una, dos veces más. Hasta hundirle el cráneo. Segarra, el amigo del alma, se apoderó de su cartera. “¡Maldita sea!”, debió renegar; “¡todo esto por 40.000 pesetas!”. Vicente Valero era zorrete viejo, un veterano en el transporte de caudales, y por eso jamás llevaba todo el dinero en el mismo sitio. Sus asesinos, en cambio, novatos al fin y al cabo, no se tomaron la molestia de registrar sus ropas. De habérseles ocurrido, su botín habría alcanzado el cuarto de millón.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando Segarra regresaba al taxi, que había dejado esperando, y se hacía conducir hasta la consulta médica. Aquella cita representaba su coartada, la garantía de impunidad en el supuesto de que la policía llegara a recelar de su escapada. Atrás quedaron Valero, herido mortalmente, y su asesino, incapaz de rematarle y por lo tanto obligado a presenciar la agonía. Salió López  para comprar alguna manta y un saco grande con los que envolver el cadáver, pero estaba tan tenso que al cerrar la puerta rompió la llave. Tragándose el miedo tuvo que pedir un duplicado a la administradora. Cuando creía tenerlo todo controlado, se sintió desfallecer por el pánico. El cuerpo se había movido de sitio. ¿Es que ese hombre no iba a morir nunca? Medio a tirones logró desnudarlo, envolverlo en la manta e introducirlo en el saco. Por supuesto no reparó en los bultos de los bolsillos. O no en todos. Segarra le había ordenado hiciese desaparecer el cadáver, enterrarlo donde nadie lo pudiese encontrar jamás. Pero una cosa era sentirse estafado por la humanidad, tejer planes o ambicionar millones, y otra manosear la muerte, percibir su acritud y creerse descubierto con cada crujido o susurro del viento. Entró y salió varias veces, quién sabe si dándose tiempo para recuperar el ánimo. Y en una de esas idas y venidas perdió la llave.

Una publicación mítica como “El Caso”, contempló al criminal de las quinielas con la misma lupa que a estranguladores, amantes sangrientos, envenenadoras o golfos sin remedio, como Jarabo.

Una publicación mítica como “El Caso”, contempló al criminal de las quinielas con la misma lupa que a estranguladores, amantes sangrientos, envenenadoras o golfos sin remedio, como Jarabo.

No podía solicitar otro duplicado. Así que optó por mentir a Segarra, asegurándole haberse deshecho de la víctima.

Cuesta pensar en alguien tan imprudente e insustancial, capaz de vivir cuatro meses en apariencia despreocupado, hasta el punto de casarse, sabiendo que el cadáver permanecía en la casita de Vistahermosa.

Ocurrió cuanto debía pasar. La administradora de aquella colonia, al percibir el hedor proveniente de un inmueble que nadie había ocupado, contactó con la Guardia Civil. Los restos encontrados permitieron obtener una huella dactilar, así como una punta de pañuelo medio chamuscada, que acabarían poniéndoles sobre la pista del transportista desaparecido con todo el dinero. Segarra se vio obligado a declarar. Sí, era cierto, se había encontrado con su amigo en el autobús. Pero apenas cruzaron unas palabras. ¿Qué cómo no dijo nada al enterarse de su desaparición? Bueno, hubiera podido aportar bien poco y por otra parte no quería meterse en líos. A medida que se producían más descubrimientos, la moral del oficinista se resquebrajaba. Cuando irrumpió en escena el conductor del taxi, la negación perdió cualquier sentido. Delató a Julio López, claro está. Dijo que suyo había sido el plan, que él se limitó a cooperar, que nunca tuvo consciencia del triste fin reservado a Valero. El dinero lo querían para su inversión en quinielas, porque  habían dado con un método capaz de hacerlos millonarios.

Extendida orden de búsqueda y  captura sobre el cuñado, costó mucho tomarle el rastro. Nadie parecía saber por dónde estaba disfrutando de su luna de miel. Las publicaciones sensacionalistas, mientras tanto, hacían su agosto. Unas denominaron aquel asunto como “El crimen de Vistahermosa”. Otras como “El crimen de las quinielas”. Y es que éstas ocasionaron la ruina de Julio López. Primero porque no le tocaban y, cuando por fin le sonrió la suerte, porque representaron su perdición. Los investigadores supieron que había acertado un pronóstico premiado con 127.000 ptas. El mayor logro en su carrera. Y puesto que ese premio sólo podía cobrarse en Murcia o Cartagena, se mantuvieron expectantes.

Fue en Murcia donde lo capturaron, cuando puso un pie en la delegación de apuestas. Llevaba del brazo a su esposa, en la inopia, ajena a la fechoría. López Guixot, el buscavidas, el especialista en tomar atajos, el asesino de las quinielas, no se tomó su detención a la tremenda. Por el contrario, dijo experimentar cierto alivio, al vivir angustiado desde que su mano asesinara en Vistahermosa. Lo confesó todo detalladamente. ¿Quién iba a decirle a él, después de ocho años persiguiendo la fortuna con el 1-X-2, que su perdición llegara unida precisamente a un gran premio?

El juicio levantó mucha expectación. Incluso un periódico considerado “serio”, como “ABC”, le otorgó amplia cobertura. Ya entonces los pasos de la justicia eran parsimoniosos, como de anciano decrépito, y por ello no se reunió el tribunal hasta mediado mayo de 1957. Por muy distintas razones, fue un proceso extraño. Primero, la vista tuvo lugar no en el Palacio de Justicia alicantino, todavía sin reconstruir desde que el 31 de julio de 1943 media Plaza del Ayuntamiento saltara por los aires al estallar una armería próxima. Segundo, porque al solicitarse penas de muerte, el tribunal estuvo compuesto por cinco magistrados, conforme era preceptivo. En una sala provisional -provisionalidad que iba ya para 14 años- sita en los altos del viejo Casino, Enrique Márquez Guerrero declaró abierta la causa. A su lado, Eduardo Bricio Herrero, Francisco Galiana Uriarte, Enrique Amat Casado y otro magistrado proveniente de Valencia cuya identidad, quizás por llegar de fuera apenas si saltó a la letra impresa, escucharon a todas las partes. La acusación fiscal fue ejercida por Eugenio Suárez Bárcena, jefe de la Fiscalía, en tanto llevaba la acusación particular el letrado Juan Sempere Sevilla, en nombre y representación de la compañía aseguradora del banco. Luis Berenguer Sos defendía a José Segarra, y Salvador de Lacy y Alberola, Marqués de Lacy, a Julio López.

Por los cronistas conocemos la austeridad espartana de aquella sala: bancos corridos, sin respaldo, para los muchos curiosos; bufetes sencillos y de bastante mal ver para defensores y acusación; tapiz grana en las paredes, un crucifijo en la mesa del tribunal y el inevitable retrato de Franco. En aquel ambiente, Luis Berenguer y el Marqués de Lacy hicieron cuanto estuvo en su mano por evitar las penas capitales. Salvador de Lacy, católico practicante muy reconocido, además de prestigioso vistiendo toga, en su alegato a favor del quinielista asesino llegaría a introducir una frase para la reflexión: “La vida es patrimonio de Dios y sólo Dios la puede quitar”. Pero ni con ella ablandó al tribunal. Código en mano, como autores confesos de un delito de robo con homicidio, concurriendo las agravantes de alevosía, premeditación y empleo de astucia, fraude o disfraz, la sentencia sólo podía ser mortal. Y así se pronunciaron los cinco jueces tres días más tarde, el 18 de mayo.

Hubo recursos y solicitudes de gracia. Como consecuencia de ellas, José Segarra recibiría a última hora el indulto del Jefe del Estado. Y por si acaso, en vísperas de que la ejecución de López Guixot se llevase a cabo, el presidente del tribunal y la dirección del penal alicantino, eufemísticamente denominado Reformatorio de Adultos, esperaban junto al abogado defensor cualquier buena nueva procedente de Madrid. El Marqués de Lacy había apelado al ministro de Justicia, Antonio Iturmendi Bañales, y al de Exteriores, Antonio María Castiella, desde cuyo gabinete llegaron a contactar con el Papa Pío XII. La esperanza se mantenía viva, pensando que Franco no podría oponerse a una solicitud de clemencia formulada por el Santo Padre. Pero o bien Pío XII tuvo esos días asuntos más importantes, o en el Vaticano decidieron que la justicia divina y la humana tampoco tenían que transitar necesariamente por los mismos carriles. La triste realidad fue que nadie enmendó nada y hacia el amanecer de un agosto limpio, en 1958, Antonio López Sierra, el último verdugo que quedaba en España, cumplió su cometido.

La proliferación de oportunistas inundando los kioscos con publicaciones cuajadas de consejos y combinaciones, garantes en teoría de futuros plenos, inspiraron a Máximo esta viñeta, cuyo apunte en la sobrecubierta no podría ser más explícito: “De este libro se han vendido 2.500.000 ejemplares.

La proliferación de oportunistas inundando los kioscos con publicaciones cuajadas de consejos y combinaciones, garantes en teoría de futuros plenos, inspiraron a Máximo esta viñeta, cuyo apunte en la sobrecubierta no podría ser más explícito: “De este libro se han vendido 2.500.000 ejemplares.

López Sierra había llegado expresamente de Burgos, tenía categoría de agente judicial y cobraba dietas por cada ejecución. Era hombre menudo, barrigoncete, vestía de oscuro, conforme se antoja natural en su profesión, y desde la tarde anterior había dejado listo el patíbulo. Incluso ajustó la argolla, tomando como “voluntario” a un joven con plaza en la Audiencia, a quien consideraba de estatura similar al reo. Después de las probaturas estuvo recorriendo bares en compañía de otro funcionario no menos ducho  levantando el vidrio.

Julio López pidió una botella de coñac como última gracia. Dicen que ésta siempre se concede, pero a él sólo le llevaron una copita. Al alba, con el director del centro, el sacerdote Manuel Marco, un capuchino conocido por su implicación social, el abogado defensor, el forense, representantes de padres de familia, algún funcionario policial y los servicios fúnebres como espectadores, dos guardias fornidos flanquearon al preso. Consciente quizás de que en ese mismo penal sucumbiera veinte años antes el poeta Miguel Hernández, un cronista quiso cubrir el luto con crespón lírico: “Amaneció despejado, pero fresquito -escribió-. El sol, perezoso, asomaba por el monte Benacantil, acariciaba la Cara del Moro y bajaba lentamente hasta la playa del Postiguet. El Mediterráneo, paternal, mecía las barquillas de los pescadores del Raval Roig”.

El verdugo no atinó mucho en sus pruebas, después de todo, porque la argolla ajustaba mal a la garganta de López Guixot. Por eso la media vuelta que hubiera debido ser rápida y limpia, resultó costosa. Triste broche a la última ejecución por garrote vil en la penitenciaría de Alicante.

El de José Segarra Pastor y Julio López Guixot, fue el único delito grave emparentado con el 1-X-2. Durante los siguientes años, merced a continuas innovaciones, la práctica de rellenar boletos iría alcanzando rango de rito, equiparable a la misa dominical, el eco de las continuas reclamaciones sobre la españolidad de Gibraltar o, sencillamente, sentarse ante el receptor de radio a la hora del serial, las emisiones de “Cabalgata Fin de Semana”, con Bobby Deglané, y el “Pobre Fernández” de Pepe Iglesias “El Zorro”, en tanto la ventana al mundo que significó el televisor se iba apoderando de los domicilios.




La Mutualidad de Futbolistas, obviedad que se hizo esperar

De un tiempo a esta parte, el aficionado al fútbol suele descubrir que las estrellas de su equipo manifiestan discrepancias con los servicios médicos del club. Importa poco que esos especialistas gocen de experiencia y acreditada trayectoria, cuando no justa fama por sus a menudo revolucionarios tratamientos. El paciente, al fin y al cabo, suele alimentarse de fe en el galeno, y ésta no es virtud teologal incluida en los contratos. Así que los medios se hacen eco de viajes a Francia, Suiza o Alemania, con el único propósito de resolver problemas de pubis, rótula, tendón de Aquiles, espalda o astrágalo. Nuestros mejores hospitales parecen no bastar a quienes cuentan por millones cada mes del calendario. Si alguien invocase ante esos exigentes lesionados el concepto Mutualidad de Futbolistas, como mínimo recogerían sonoras carcajadas. Quizás debiera explicárseles que durante muchos años el futbolista no tuvo garantizada la atención médica; que la Mutualidad representó para todos ellos, modestos y estrellas internacionales, una bendición; o que a principios de los 60 quien con el alta a su nombre no quedaba, o creía no haber quedado al cien por cien de la intervención quirúrgica, debía apoquinar el importe de cualquier otra como no llegase a un acuerdo amistoso con su club. Le ocurrió, entre otros, al internacional y mundialista paraguayo Florencio Amarilla, hombre no muy sobrado económicamente, porque entonces en nuestra 1ª División las fichas daban para vivir muy bien, sin plantearse adquirir la Luna, como en ciertos casos ocurre ahora.  Lástima que Amarilla ya no pueda relatarnos aquel trance.

Conforme se anticipó en el número de “Cuadernos” precedente, la Mutualidad de Futbolistas sólo fue un hecho tras el mediático percance de Alfonso, delantero centro del Murcia, reproducido durante setiembre de 1947 en la piel de un modesto asturiano conocido por “Monchu”, en los destartalados campos de Regional.

Ramón Menéndez Cortina, gijonés de Pumarín (25-VII-1924), compaginaba las carreras por su banda, como extremo derecho, con un trabajo en el tren de laminación de la fábrica metalúrgica de Moreda, donde también se afanaba su padre. Huérfano de madre desde niño, tenía otros dos hermanos más jóvenes, chico y chica. Pero sobre todo una desbocada afición por el fútbol.

Forjado en el Carrio infantil, su siguiente meta fue el Pumarinense, también infantil. Al destacar en un torneo entre equipos de dicha categoría organizado por el periódico “Voluntad” de Gijón, despertó el interés de la Selección Carreñina, el conjunto más popular de Gijón entre cuantos velaban armas en Tercera Regional. Allí permaneció 3 años, hasta que el servicio militar obligatorio se lo llevó a Zaragoza, circunstancia que aprovecharía para enrolarse en el Navarro, de Regional. Cumplido el trámite con el Ejército y de vuelta a Asturias, aceptó vestir la camiseta del Pinzales, con cuyo cuadro sólo pudo saltar a la cancha una vez. Su debut, aquel 28 de setiembre de 1947, iba a suponer también una prematura despedida.

Sólo se llevaban disputados 8 minutos cuando corrió a por un pase adelantado, colándose entre la defensa adversaria. Pretendía disparar a puerta cuando el guardameta iniciaba una salida algo atolondrada, sin advertir que su compañero de ala, cruzándosele y hambriento de gol, trataba de hacer lo mismo. Ambos atacantes chocaron, y de inmediato supo que la lesión era grave, pues vio su pierna torcida, con una repentina ventrosidad bajo la rodilla. Quiso la casualidad que entre los espectadores se hallara un médico, y aquel hombre se las arregló para ponerle la rodilla en su sitio. A partir de ahí fue desarrollándose una sucesión de anomalías esperpénticas, explicables sólo con la mirada puesta en la precaria y oscura España de nuestra cruda posguerra.

Ramón Menéndez Cortina, “Monchu”, según foto de su ficha federativa.

Ramón Menéndez Cortina, “Monchu”, según foto de su ficha federativa.

Como los vestuarios se hallaban a cierta distancia del campo, siendo preciso atravesar una porción de tendido férreo hasta alcanzarlos, optaron por trasladarlo en bicicleta hasta una casa próxima. Allí lo vistieron mientras esperaban al taxi que los condujo a Gijón, concretamente al campo de Los Fresno, donde teóricamente debería hallarse el galeno encargado de examinarle. Pero no encontraron ningún rastro del facultativo. Él, para entonces, se retorcía de dolor. Y eso que antes había acreditado muchísimo aguante. Aquella vez, por ejemplo, que con quemaduras graves en las plantas de los pies y estando de baja laboral, sabiendo necesario su concurso en la Selección Carreñina, se vendó las extremidades tan fuertemente como pudo, buscó unas botas grandes y aprovechando que su padre no estaba en casa, jugó los 90 minutos. Sus propios compañeros tuvieron que descalzarle y luego la cosa acabó con una semana extra de baja, reposo y pomadas. Aguantaba casi todo lo imaginable. Excepto el terrible dolor que desde la pierna parecía ascender hacia la cadera. Cuando la extremidad comenzó a hincharse como un globo, le rasgaron el pantalón y optaron por conducirle a la clínica del doctor Villaverde, cuyo diagnóstico fue “derrame y dos desgarros en la rodilla”. El tratamiento, aún más abracadabrante: “Reposo en casa, y si el médico que te visite lo cree conveniente, vuelves a ingresar”.

Todo eso ocurrió el domingo. El lunes se acentuaron los dolores. Y como el martes empeorase, medio inconsciente, convulsionando, sería conducido al sanatorio, donde tras una exploración se advirtió tenía afectada la femoral. Para el jueves ya se había declarado la gangrena y él mismo pedía a gritos la amputación, con tal de no seguir sufriendo. A las 09,30 horas se lo llevaron al quirófano, de donde salió sin pierna tres horas más tarde.

Conforme sucediera con Alfonso, aunque esta vez sólo entre los límites de la región asturiana, el mundillo del balón formó piña en su favor. “En Asturias, el eco de la desgracia ha llegado hasta los últimos rincones -escupieron las linotipias-. Y los asturianos, la familia deportiva asturiana, se apresta a realizar una campaña en favor de Monchu que, si no ha de anular los efectos del trance, dará al jugador el consuelo de saber que su dolor es compartido por todos. Y que va a hacerse cuanto sea posible por mitigar en el aspecto económico la agravante situación en que el percance ha colocado a Monchu y su familia”.

Volvió a aplicarse la fórmula de incrementar en una peseta el precio de las entradas para los choques Oviedo – At Madrid y Gijón – Real Madrid, correspondientes al 9 de noviembre, así como de 50 céntimos en las de todos los choques de Regional a disputarse en la misma jornada. Cuando concluía diciembre del 47, el socorro al jugador, redondeado con distintas aportaciones voluntarias, ascendía a 63.262,50 ptas.

Armando Muñoz Calero. Su condición de médico-cirujano sin duda le hizo más sensible ante el abandono en que hasta entonces se hallaban los futbolistas, muy en especial los más modestos.

Armando Muñoz Calero. Su condición de médico-cirujano sin duda le hizo más sensible ante el abandono en que hasta entonces se hallaban los futbolistas, muy en especial los más modestos.

Por si alguien albergara dudas, ante la tozudez de los hechos, esa Mutualidad de la que venía hablándose tanto, se antojó necesidad perentoria. Todos los estamentos estuvieron de acuerdo en constituirla. Y aun así no escasearon obstáculos. Hecho sorprendente, si se mira bien, pues desde 1930 existía una Mutual en Cataluña, creada por el presidente de aquella Territorial futbolística y el cirujano Emilio Moragas Ramírez. Tan ejemplar organismo atendía a cuantos lesionados estuviesen adscritos a dicha Federación, nutriéndose de cuotas a cargo de los clubes, y de la recaudación de un partido amistoso anual que el propio Dr. Moragas pretendía convertir en dos, ante el creciente incremento de gastos. Como es lógico, la Mutualidad nacional se inspiró girando su mirada hacia Cataluña.

Fue a mediados de diciembre de 1948 cuando por fin, siendo presidente de la FEF Armando Muñoz Calero (Águilas, Murcia 15-II-1908 – Madrid 8-XI-1978)*, tan necesaria institución fue un hecho. Probablemente quien más empeño puso fue el vocal Carlos Pinilla, “que a su amplio sentido social une gran afición por todo cuanto al fútbol se refiere”, señaló la prensa. Y tampoco estuvo ajeno el doctor Aznar, miembro del Consejo. “Ahora podemos decir con orgullo y satisfacción que la España futbolística cuenta ya con una institución modelo, que atenderá solícitamente a los hasta ahora desamparados de toda ayuda”, se ufanaron, no sin razón, los medios.

El Consejo de la Mutualidad nació presidido por el máximo responsable de la FEF, ya citado Muñoz Calero, contando entre sus miembros con el secretario general y tesorero federativos, el director gerente del organismo, Manuel Troyano de los Ríos, y un representante de la Delegación Nacional de Deportes, otro de la Federación Española, del Comité Central de Árbitros, de Federaciones Regionales, clubes de 1ª, 2ª, 3ª y Regional, futbolistas de esas mismas categorías, preparadores y masajistas. Manuel Troyano de los Ríos, primer gerente, era alto jefe del Ministerio de Trabajo “especializado en cuestiones relativas a instituciones asistenciales”. La representación del Delegado Nacional de Deportes recayó en el Sr. Gutiérrez del Castillo, en tanto el Sr. Pinilla se hacía cargo de la vicepresidencia. La relación de cargos directivos se completaba así: Pablo Figuerola, secretario; Pujol, Urquijo e Ipiña, elegidos por el Consejo; y el Sr. Victory, designado también por la Delegación Nacional de Deportes, como interventor.

Quedaban automáticamente a cobijo del paraguas recién abierto los jugadores, árbitros, entrenadores y masajistas, y tras oportuna observación desde distintos clubes, se decidió estudiar la forma en que esos beneficios alcanzasen también a los delegados, en sus viajes con el equipo. La protección abarcaba servicios médicos, quirúrgicos y farmacéuticos, en caso de accidente o lesión sobrevenida durante la disputa de partidos oficiales o amistosos, entrenamientos autorizados y desplazamientos. Además se fijaban indemnizaciones por incapacidad, con un importe máximo de 50.000 ptas., y de fallecimiento, tasado en 30.000. En este último caso, las Territoriales abonarían con carácter urgente otras 3.000 ptas. para gastos de entierro.

Estas cifras irían incrementándose a medida que el organismo gozaba de una mayor tesorería. En diciembre de 1952, por ejemplo, el consejo de la Mutualidad presidido por el falangista Sancho Dávila y tras informe del director-gerente, acordó incrementar en 10.000 ptas. las prestaciones por incapacidad permanente total, absoluta y fallecimiento, hasta alcanzar respectivamente las 40.000, 60.000 y 40.000 ptas. Conste, como curiosidad, que esa misma asamblea nombraba miembros de la Comisión Rectora a Augusto Araño y al exfutbolista Juan Antonio Ipiña, además de desestimar el recurso interpuesto  por el jugador José Luis Vázquez, a quien la Comisión rectora negó amparo económico, “por no haber quedado incapacitado para el ejercicio de su profesión habitual”. Otro punto recogía la propuesta de crear una categoría de socios protectores, elevando dicha iniciativa al Comité Nacional.

Aquella Mutualidad arrancaba con tantas delegaciones como federaciones regionales, siendo el presidente de éstas el responsable de cada delegación. Se buscaba, según declaraciones del propio Gutiérrez del Castillo, que esas delegaciones contaran con absoluta autonomía para concertar establecimientos médicos en cada territorio, aunque “esos conciertos sólo serán definitivos tras aprobación del Servicio Médico de la Mutualidad, cargo desempeñado por el doctor Meano”. La financiación se obtendría mediante cuotas fijadas a clubes, jugadores, árbitros, etc., en función de sus respectivas categorías. Dicha recaudación competía a las delegaciones, reservándose éstas una parte, cifrada “en tanto se dicten nuevas normas”, en un 72 %.

El señor Troyano de los Ríos, muy demandado por los reporteros cuando se acercaba la Navidad, ponía alto su punto de mira: “Quiere la Mutualidad que se engloben en ella las máximas figuras de la especialidad, principalmente en traumatología. Habrá un concurso para la provisión de cargos, y en él se reconocerán méritos especiales a los facultativos que presten ya servicios en clubes o federaciones. Todo esto entrará en funcionamiento tan pronto llegue el material necesario. Sólo falta que las casas proveedores completen sus envíos, lo que espero suceda en breve plazo”.

Muy fáciles veía las cosas el primer gerente de la Mutualidad. Bastante más sencillas de lo que en realidad estaban. Para empezar, el organismo ni siquiera contaba con un censo de clubes y socios, es decir futbolistas, árbitros, técnicos y masajistas. Troyano de los Ríos iría tomando consciencia de las dificultades a medida que pasaban los días, como acabó reconociendo sin ambages: “No es nada fácil, ya que en el Anuario (federativo) figuran todos los clubes, incluso los que han causado baja. La Federación Regional Sur, por ejemplo, a la que se adjudican 489 clubes en la última publicación federativa, no tiene en realidad más que 257. De los dos mil y pico clubes que se atribuyen en toda España, sólo existen realmente 1.485. Saberlo con exactitud es importantísimo, lo mismo que el número de jugadores, cuyo censo va muy adelantado. Sin el dato exacto se hace imposible trazar un presupuesto real”.

Entre tanto, esos bucles a los que otras veces se ha aludido, tan encaprichados del balón y su mundillo, volvieron a hacer acto de presencia. Porque Si Alfonso, ariete del Murcia, fue involuntario impulsor de la Mutualidad, el primer paciente atendido de importancia sería Martí, portero precisamente del Real Murcia, “no obstante faltarle algún requisito legal en el momento de la lesión”, según tuvo empeño en puntualizar el por demás activo ante los medios informativos Troyano de los Ríos.

Como todas las grandes obras, ésta también capeó, si no con detractores a cara descubierta, con especialistas en zancadillas al bies. La prensa de la época nos lo sugiere con medias palabras. Y el omnipresente Manuel Troyano de los Ríos, muy en su papel de director gerente, acabó saliendo al paso sirviéndose de una entrevista concedida a Ramón Melcón, para “Marca”:

“- ¿Cree usted que la Mutualidad perjudicará determinados intereses?

– No. Actualmente los Clubes de posibilidades cuentan con un cuadro médico que, naturalmente, ha de resultarles muy gravoso. La Mutualidad los beneficiará, y que las cuotas que se impongan no alcanzarán ni con mucho a sus gastos actuales. Las sociedades modestas tendrán, merced a un mínimo desembolso, cubiertas todas sus necesidades en este aspecto. Y los médicos de los Clubes contarán con las máximas facilidades para su ingreso en el cuadro de la Mutualidad”.

Por supuesto, corriendo la época que corría y siendo “Marca” un diario del Movimiento, Melcón no quiso pasar por alto la oportunidad de repartir loas: “Es decir, que nadie saldrá perjudicado y se habrá conseguido, en cambio, el establecimiento de una institución ejemplar, tanto por su alcance patriótico como por su elevado sentido social, que tanto prestigia a los organismos supremos del futbol español”.

La Mutualidad era un hecho, y sus ventajas quedaron rápidamente de manifiesto. El día 7 de enero de 1949, sin ir más lejos, cuando falleció el modesto jugador Carlos Hernández como consecuencia de la lesión sufrida durante la disputa de un partido autorizado por la Federación Vizcaína. En reunión de la Comisión Rectora de la flamante Mutualidad, celebrada el 26 de febrero de 1949, bajo presidencia de Armando Muñoz Calero “y con asistencia de todos los miembros que la integran”, se acordaba “indemnizar a la familia del fallecido, no obstante no haberse cumplido todos los requisitos reglamentarios, y sin que ello pueda establecer precedente, con la cantidad de 30.000 ptas., que es el máximo autorizado por los vigentes estatutos”.

En dicha reunión se fijaron nuevas cuotas para clubes y afiliados, cuya aplicación efectiva tendría lugar la temporada próxima. Mediante el incremento acordado se pretendía una exención de pago a las entidades más modestas, incapaces de hacer frente a cualquier cuota. Y además, antes de dar carpetazo, se aireaba el llamamiento “a las Federaciones Regionales para que exijan a los Clubes el abono de las cuotas establecidas, bien entendido que la Federación Española de Fútbol aplicará rigurosamente las sanciones correspondientes por incumplimiento de dicha obligación”.

Vamos, que entonces, como ahora, cobrar costaba un triunfo.

Durante los meses siguientes, quién sabe si respondiendo a un reflejo de épocas anteriores, o porque mediante caridad se obtuvo en el pasado indemnizaciones superiores a las contempladas por la todavía precaria Mutualidad, no faltaron nuevos llamamientos solidarios. Ocurrió cuando en la madrugada del domingo 7 de agosto de 1949 volcó el autocar del sevillano Osario Balompié, en la carretera de Carmona. Trece de los futbolistas quedaron en centros sanitarios hispalenses, en condiciones de imposibilidad total. “La maravillosa labor de la Mutualidad Deportiva subsanará en parte este mal – recogieron distintas corresponsalías andaluzas-, pero las consecuencias derivadas, debido a la modestia de las víctimas, son tales que la idea lanzada por el único elemento profesional participante en la expedición creemos es digna de que cristalice, para llenar esa laguna a que aludimos, y también para colaborar a la eficaz intervención en el asunto de la indicada organización benéfica”.

Los futbolistas modestos, los de campos terrizos, duchas ideales para la congelación y camisetas descoloridas, recibieron muy favorablemente el avance que supuso la Mutualidad.

Los futbolistas modestos, los de campos terrizos, duchas ideales para la congelación y camisetas descoloridas, recibieron muy favorablemente el avance que supuso la Mutualidad.

Ese único elemento profesional de la plantilla y propulsor de la idea, no era otro que Rafael Lacomba, antiguo guardameta del Betis que, contradiciendo a los reporteros, no pertenecía a la entidad afectada, por más que hubiese viajado con el equipo a La Campana y Carmona. Según todos los indicios, la directiva del Osario sólo habría tirado de él como refuerzo de pretemporada. Con una simple herida en la mejilla y sin reponerse del susto, el ex cancerbero bético propuso algún tipo de ayuda, bien mediante derramas o aportaciones altruistas de los clubes andaluces y marroquíes, muchos de cuyos colores habían defendido los ahora afectados.

Con Mutualidad o sin ella, los buenos corazones parecían seguir teniendo la última palabra.

La extraordinaria labor del nuevo organismo resultaría difícilmente evaluable sin alguna incursión por sus memorias y balances. Vayan pues unos datos, con perdón anticipado ante la farragosidad numerológica.

Durante el Campeonato 1950-51, fueron atendidas 8.655 lesiones. Los gastos por hospitalización y asistencia médico-farmacéutica ascendieron a 4.100.000 ptas. en todo el territorio nacional, en tanto las indemnizaciones por jornales perdidos a causa de esas lesiones superaron el medio millón. El doctor González Vicens, jefe de los servicios médicos, aspiraba a que en un futuro “y dentro de ciertos límites, cada jugador lesionado pueda elegir al médico que goce de su confianza; dicho facultativo será retribuido por la Mutualidad conforme a las tarifas de lesiones que actualmente se estudian”.

Decir que desde ciertas federaciones se llevaban las cosas con meticulosidad extraordinaria, es quedarse muy corto. El mimo con que algunos responsables de servicios médicos confeccionaban sus estadísticas, causa asombro hoy, en plena era informática e imperio de las bases de datos. A lo largo de esa misma temporada 1950-51, la Castellana había atendido a 494 lesionados. En su extrema pulcritud, el doctor Amérigo Marín, jefe de servicios médicos, establecía como puesto más peligroso el de medio izquierdo (53 lesionados) por delante del extremo derecho (51). E incluso contemplaba índices curiosísimos, puesto por puesto. Vaya el siguiente cuadro, como regalo para los más curiosos:

PUESTO DEL JUGADOR LESIONADOS
Portero

50

Lateral derecho

41

Defensa central

32

Lateral izquierdo

46

Medio derecho

46

Medio izquierdo

53

Extremo derecho

51

Interior derecho

40

Delantero centro

46

Interior izquierdo

31

Extremo izquierdo

32

Las lesiones también afectaron a colegiados y jueces de línea (19). E incluso a entrenadores (7). Entre las lesiones arbitrales, aparte de esguinces y afecciones musculares, en su mayoría eran consecuencia de golpes diversos. El silbato, antes y ahora, no suele sonar a gusto de todos. Con respecto a los entrenadores -en su totalidad víctimas de lesiones musculares- ni uno sólo la padeció durante los 90 minutos de sufrimiento dominical. El mes más negro había sido febrero. Lógico, si se mira bien, pues lluvias y heladas convertían muchos terrenos de juego en superficies irregulares, por demás proclives al percance. De las 494 lesiones, 37 correspondieron a fracturas (una de tibia y peroné y cuatro de peroné,  consideradas más graves, amén de 21 casos de menisco). El resto respondían mayoritariamente a este desglose: Articulares 194; musculares 55; contusiones 111; heridas diversas 20. El club más infortunado fue el Aranjuez, con 21 lastimados. A esta entidad correspondía también el mayor gasto sanitario: 8.618,50 ptas., englobando tratamientos e indemnizaciones. Los gastos totales se elevaban a 173.938,81 ptas. de la época.

No iban a la zaga las memorias de la Federación Guipuzcoana, que incluía, además, los territorios de Álava, La Rioja y Burgos. Sólo como contrapunto, observemos algunos de aquellos datos:

La temporada 1947-48 atendió a 280 mutualistas, 270 en la siguiente, 393 durante la campaña 1949-50 y 340 en la 1950-51. A lo largo de esta última, los casos más graves correspondieron a sendas roturas completas de músculos cuádriceps del muslo. Román Emery, uno de los afectados, hijo de futbolista descollante en el Real Unión irunés de sus años gloriosos y ancestro del actual y afamado entrenador en el Almería, Valencia, Sevilla o París S. G., pudo seguir jugando. El otro, joven mutriqués, al menos quedó en condiciones de trabajar. El porcentaje de afectados era francamente elevado, pues dicha federación contaba únicamente con un censo de 1.300 futbolistas. Los caídos por posición en el campo arrojaban este saldo:

PUESTO DEL JUGADOR LESIONADOS
Portero

24

Lateral derecho

25

Defensa central

22

Lateral izquierdo

12

Medio derecho

46

Medio izquierdo

26

Extremo derecho

17

Interior derecho

64

Delantero centro

30

Interior izquierdo

42

Extremo izquierdo

23

Las quinielas contribuyeron decisivamente a la viabilidad económica de un organismo fundamental para el fútbol y los futbolistas más modestos. En la imagen, resguardo correspondiente a la temporada 1955-56.

Las quinielas contribuyeron decisivamente a la viabilidad económica de un organismo fundamental para el fútbol y los futbolistas más modestos. En la imagen, resguardo correspondiente a la temporada 1955-56.

Actuar como interior, en Guipúzcoa, equivalía a jugársela. Y conforme ocurría en Castilla, los de la banda derecha padecían más que quienes se movían por la izquierda. Los árbitros, al parecer, “cobraban” menos en el Norte, pues sólo hubo que atender a dos, y no víctimas de agresión, sino de distensiones. Entrenador tan sólo uno, por accidente de automóvil in itínere.

Estadísticas al margen, poquito a poco, solventando dudas y defectos, el organismo iría afianzándose, hasta hacerse imprescindible. A su engrandecimiento contribuyeron decisivamente las quinielas, el “1-X-2” del Patronato de Apuestas Mutuas, toda vez que la Mutualidad se convirtió en perceptor de un porcentaje sobre cuanto pronosticaban los españoles. Y es que por muy paradójico que pueda antojársenos, entre los distintos beneficiarios de un invento cuyos pilares se asentaban sobre el sudor de los futbolistas, hasta 1953 a nadie se le ocurrió pensar en ellos. Cuando a principios de ese año se hizo llegar al Patronato la reclamación del director de la Mutualidad, favorablemente acogida por el entonces ministro de Hacienda, Sr. Gómez del Llano, todo comenzó a cambiar. Mediante Decreto fechado el 6 de Febrero del 53 se otorgaba a la Mutualidad “el 50% de lo ahorrado por el Patronato en gastos de gestión y administración”. Cifra traducida en un aporte a la Mutua de casi 3 millones de ptas., en febrero del año siguiente. Concretamente 2.977.671,40. Un dineral, a tenor de las cifras ya apuntadas, mediante el que un proyecto todavía dubitativo, cuando no deficitario, acabaría asentándose.

Basta una mirada hacia atrás para admitir el buen uso aplicado a aquel maná. Cierto que inicialmente se propuso construir un gran sanatorio, ejemplo español para el mundo. La tentación faraónica siempre ha estado ahí, sobre la almohada de los mandamases. Pero en seguida se supo ver que ni el mejor hospital del país, sito en Madrid, iba a resolver los problemas de Galicia, Canarias, Extremadura o Navarra. Consecuentemente, casi la mitad de lo percibido -1.340.205 ptas.- se destinó a subvención de delegaciones regionales en déficit: Aragonesa, Asturiana, Guipuzcoana, Valenciana y Gallega. Y el resto a la mejora de instalaciones donde más se precisaba: delegaciones Andaluza, Cántabra, Hispano-Marroquí, Oeste, Tinerfeña y Gallega. Esta última no sólo arrojaba un déficit crónico, sino que carecía de elementos tan imprescindibles como aparatos de Rayos-X.

Por supuesto, la aportación quinielística no acabó con los homenajes recaudatorios. Tampoco la Mutualidad nació para erradicarlos. Pero merced a sus excelentes servicios, muchos jugadores no se vieron en el trance de colgar las botas al primer revés importante. Recuperados, intervenidos por los mejores especialistas del área donde habitasen, podían seguir persiguiendo sueños tras el balón. Puestos a seleccionar un ejemplo, nadie lo ilustraría mejor que el cántabro Eduardo Botas, probablemente récord de tenacidad entre los modestos y condecorado con todas las heridas “de guerra” imaginables.

Antiguo botones del Racing de Santander, al que según los técnicos únicamente faltaron 10 centímetros de estatura para haber vivido del fútbol, con la treintena ya estrenada había sufrido hasta la temporada 1949-50 una fractura de tibia en 1940, jugando con el Rayo Cantabria. Dos años más tarde, en Barreda, le partieron el peroné, y en Ramales, no mucho después, cuatro costillas que a punto estuvieron de perforarle los pulmones. En 1949, durante un encuentro Vimenor – Hogar, se fracturó el radio. Y para que nada faltase, en Parbayón volvieron a partirle el peroné por su parte inferior. Como los toreros de raza, parecía crecerse tras cada revolcón. No sólo volvía al fútbol con la pasión de siempre, sino que durante una de sus convalecencias y ante los apuros atravesados por su equipo, llegó a discutir con el médico para que le retirase la escayola y así saltar al campo aquel domingo. Suerte que el facultativo se mostrara impermeable ante tanta súplica e insistencia. Cierto día que no se había lesionado, después de jugar en Palencia se empeñó en acudir al río, para bañarse. Ni corto ni perezoso, al descubrir una especie de trampolín natural, saltó haciendo el ángel. Bajaba muy poca agua y su cabeza quedó medio clavada en el fango. Tuvo que ser atendido de heridas en el cráneo y una fuerte conmoción, cuando muy bien podría haberse partido la médula espinal. Todo ello para no ver apenas un duro, puesto que sus únicas salidas del modesto campeonato cántabro, hacia Huesca y Cartagena, ni muchísimo menos le llenaron la billetera.

A jóvenes no tan osados como él, la Mutualidad sí les resolvió problemas. Cuesta imaginar el devenir del deporte rey sin el benemérito organismo, hasta que la Seguridad Social, no ha mucho, acogiese a los futbolistas. Y sin embargo estuvo haciéndose esperar hasta 1948. Veintidós años, nada menos, desde la instauración del profesionalismo.

(*) .- Además de presidente de la Real Federación Española de Fútbol desde 1947 hasta 1950, D. Armando Muñoz Calero fue médico-cirujano, divisionario azul, presidente de la Organización Médica Colegial durante los años 1945 y 1946, vicepresidente del At. Madrid en los años 60 y político del régimen, faceta en la que habría de ostentar los cargos de Procurador en Cortes durante cinco legislaturas no consecutivas, entre 1946 y 1971, Jefe de la Obra Sindical 18 de Julio, a caballo de los 40 y 50, Presidente de la Mutualidad Laboral del Seguro Obrero de Enfermedad, Presidente de la Diputación de Madrid y Teniente de Alcalde en el Ayuntamiento madrileño. Se asegura le cerraron el portón federativo luego de afirmar, tras el gol de Telmo Zarra en Brasil, que España acababa de derrotar a la pérfida Albión, frase, por cierto, erróneamente atribuida a Matías Prats Sr.. Inglaterra presentó una protesta formal por vía diplomática y aunque nuestro hombre se habría disculpado asegurando utilizar erróneamente lo de “pérfida”, creyendo que el adjetivo significaba “rubia”, “luchadora” o “aguerrida”, no coló. La frase, empero, hizo fortuna, quedando para nuestra historia balompédica.