Hipótesis en torno a una carta

No fue mucho cuanto se escribió durante la dictadura sobre el Euskadi, equipo propagandístico-deportivo auspiciado por el gobierno vasco de José Antonio Aguirre. Y cuando se hizo, sobre todo entre 1939 y 1942, apenas hubo otro objetivo que despreciar a sus componentes, o exigir cayese sobre ellos todo el peso de una ley urdida en pleno verano del 39. Sirvan como referencia estos ejemplos:

El menosprecio elegante, y no por ello menos lapidario de Erostarbe, desde las páginas de “Marca” y “El Diario Vasco”: “Si en los tiempos duros y azarosos de la guerra, cuando se bajaba de las trincheras a los recintos futboleros, no se echaba en menos su falta, ¿para qué hemos de necesitarlos ahora?”.

La explícita amenaza atribuida por terceras voces al Sr. Troncoso, presidente de la Federación Española posbélica: “En el porvenir ni me importan (los futbolistas huidos), ni tendrán trato distinto a los restantes españoles que por distintas causas se marcharon al extranjero. Y por supuesto, y para siempre, han concluido para el fútbol español, vuelvan pronto o se les olvide el camino de la Patria, a la que si regresaran será después de entenderse con la ley”.

O el revanchismo de muchas plumas cargadas con pólvora, cuya similitud en su discurso, fuera cual fuese el medio impreso -las variaciones eran puramente sintácticas o de adjetivación- nos sitúan por fuerza ante directrices oficiales: “Nada merecen quienes así ensuciaron y ensucian hoy la memoria de tantos caídos. Que la Ley caiga sobre ellos, con toda su crudeza, cuando vuelvan derrotados a matar el hambre en la saciedad española. Porque lo harán, nadie lo dude. El criminal retorna siempre al escenario de su vergüenza”.

Por mor de la equidistancia, permítaseme otro par de reflexiones. Hablar de saciedad en una España famélica, sin carbón para cocinas y braseros, con el pan negro, las legumbres, el aceite, la leche, el arroz o los huevos, tasados en dosis de farmacéutico, no es que fuese broma, sino hiriente sarcasmo. Con respecto al revanchismo del bando vencedor, las cosas hubieran cambiado poco ante un triunfo republicano. Hubo demasiado odio, no ya engendrado en aquellos tres años de sangre y metralla, sino pudriéndose desde atrás, a lo largo de 25 meses utilizados por unos y otros como indecente prólogo. Y el odio, desde que el mundo es mundo, jamás desemboca en templanza.

Digresiones aparte, centrémonos en el Euskadi, proyecto consolidado en abril de 1937, tras aquiescencia de lehendakari Aguirre, hombre que años atrás había jugado, aunque poco, en el Athletic Club, y además contaba con un hermano en el Arenas guechotarra. Tenía motivos para intuir, por ello, cuánto partido podría obtener la causa nacionalista a través de un equipo potente, máxime cuando el foco internacional estaba puesto sobre la tragedia española. Hubo distintas pruebas en San Mamés, a puerta cerrada, parece que dirigidas por Travieso, viejo internacional a quien las lesiones de rodilla retiraron del césped. Pero llegada la hora de comprometerse, una veintena de los 40 jugadores que como mínimo constituyeron la primera preselección, acabaría desmarcándose. A tal punto llegaron las deficiencias, sobre todo en defensa, que se acabó dando la oportunidad a Pablo Barcos, “Pablito” en el Baracaldo, a quien siempre se considera apalabrado con el Athletic para el campeonato 36-37 que las bombas hicieron imposible, por más que desde Bilbao se negaron a pagar el traspaso solicitado, considerándolo excesivo. La expedición, cuajada de internacionales españoles, partió por fin hacia Europa, a las órdenes de Ricardo de Irezábal, con Pedro Vallana, antiguo as del Arenas y buen árbitro tras colgar las botas, como jefe deportivo, Melchor Alegría en condición de relaciones públicas, y Manuel de la Sota, cuya familia llevaba años sosteniendo económicamente al P.N.V., representando al gobierno vasco.

No todo salió tan bien para el grupo, como sus optimistas responsables habían predicho. Pese a ser presentados por el inquieto Sr. Alegría como emisarios de la combatiente República Española, los “bolos” les llegaban con cuentagotas. Si habían partido para recaudar fondos en favor del gobierno vasco, éstos apenas les garantizaban techo, transporte y comida. Dejaban atrás la guerra, es cierto, pero su porvenir ni mucho menos semejaba halagüeño. Hallándose en Barbizón (Francia), sin apenas dinero en el bolsillo, según palabras de Guillermo Gorostiza, recibieron a emisarios de la recién creada Federación de Fútbol franquista, con sede en San Sebastián. Escucharon promesas de no hallar represalias si volvían a cruzar el Bidasoa, exigieron garantías, Gorostiza incluso participó en una rápida excursión de ida y vuelta, rubricando cuanto avalaban los oferentes, pero a la postre, y pese a que Lángara, Iraragorri, Cilaurren y el guardameta Blasco anunciasen su propósito de regresar, sólo Roberto Echevarría, el masajista Perico Birichinaga y el propio Gorostiza (los tres del Athletic), dejarían el Euskadi. A partir de ahí, rotas las amarras con el bando del general Franco, sólo les quedaba huir hacia adelante. Hacia América. Poniendo entre medias demasiada distancia para desandarla luego, a la ligera.

A partir de estos hechos, cuanto se publicó sobre el Euskadi devenida la transición democrática, contribuyó a tejer la tesis de un grupo humano fuertemente comprometido por ideales nacionalistas, antifascistas, e incluso libertarios. Uno de los primeros opúsculos, si no el primero, titulado precisamente “El Euskadi”, escrito de oídas por Enrique Terrachet, luego de entrevistas grabadas con el Sr. De la Sota en Biarritz, apuntaba levemente en tal dirección. Otros autores, inspirados por esta orbita, irían dando pasos en el mismo camino, fundamentándose en algún hecho cierto y con la ayuda de mucha imaginación. Porque -dilucidaban- si sólo aquellos 3 volvieron al ofrecérseles la oportunidad de hacerlo, y siendo Gorostiza uno de ellos, nacido en el seno de familia carlista y con un hermano caído, bandera de tercio requeté en mano, es que todos los demás serían fervientes nacionalistas vascos o, como mínimo, republicanos de corazón. Olvidaban, empero, otras circunstancias. Por ejemplo la trascendencia tardía del adiós al pueblo y régimen soviético firmado por Manuel de la Sota e impreso en el periódico “Izvestia” (18 de agosto del 37), como fin de gira por la URSS: “Vimos el bienestar de la población y tuvimos la dicha de admirar el incomparable desfile de la Plaza Roja, maravilloso espectáculo del deporte soviético que jamás olvidaremos. (…) En los trágicos momentos de la historia de España, vuestra fervorosa amistad llega a nuestro corazón y por ello es aún mayor el agradecimiento de los vascos hacia el pueblo soviético y hacia sus dirigentes. No podemos despedirnos con un simple apretón de manos, os enviamos un abrazo a todos vosotros, nuestros queridos hermanos y camaradas. ¡Viva Stalin, genio de la Humanidad!”.

La genialidad del Sr. De la Sota no iba a ser perdonada por los vencedores, antiguos combatientes contra los tanques que remitiera el contumaz genocida, pintado como “genio de la Humanidad”. Y a partir de ahí, quienes menos implicados pudieran sentirse con el ideario nacionalista o republicano, acaudillados por la fuerte personalidad de Luis Regueiro, capitán del Euskadi y éste sí, nacionalista vasco confeso, no tuvieron otra que hacer grupo, rumbo a Cuba, México y Argentina.

Manuscrito que pone en solfa el generalizado desinterés de retorno a España, entre quienes decidieron no aceptar las garantías giradas desde la FEF franquista, a su temporal acampada en Barbizón. Apenas hubo concluido nuestra Guerra Civil, los firmantes parecían empeñados en tender nuevos puentes.

Manuscrito que pone en solfa el generalizado desinterés de retorno a España, entre quienes decidieron no aceptar las garantías giradas desde la FEF franquista, a su temporal acampada en Barbizón. Apenas hubo concluido nuestra Guerra Civil, los firmantes parecían empeñados en tender nuevos puentes.

Cuanto antecede no es sino preámbulo, o puesta en escena, del impagable documento aquí reproducido. Por desgracia llegó a CIHEFE demasiado tarde, cuando ya no podíamos preguntar acerca de su significado y razón de ser, ni a los firmantes, ni a quien lo recibiese en 1939, ni al amigo del receptor citado en tan breve texto. Sólo queda conjeturar.

Empecemos por reproducir el mensaje, ahorrándoles descifrar una escritura ya algo gastada:

Arriba España

Sr. D. José María Cossío

Muy Sr. nuestro y distinguido amigo:

Por mediación de nuestro jefe y camarada Rafael Duyos, nos complacemos en enviarle un sincero saludo, el que deseamos reiterarlo personalmente, pues aunque lejos de la Patria, siempre perdura en nuestra imaginación el recuerdo de los buenos amigos.

(firmado):

Emilio Alonso

Isidro Lángara

L. Cilaurren

José Iraragorri

Ángel Zubieta

Buenos Aires, 29-9-1939

Año de la Victoria

¿No chirría, acaso, tanta parafernalia oficial proveniente de teóricos republicanos, sin estómago para vivir en la nueva España fascista? Porque en setiembre del 39 nuestro país lo era; vivía abrazado a Hitler y Mussolini, por más que ninguno de los dos tuviese un alto concepto del victorioso general Franco, como en los meses sucesivos iría descubriéndose. ¿Desde cuándo los “malos españoles”, término acuñado para designar a quienes optaron por el exilio, encabezaban sus misivas con el grito falangista de ¡Viva España!? ¿Simple oportunismo, quizás? Y en tal caso, ¿qué buscaban? Puesto que el texto nada aclara, toca enredarse en hipótesis, partiendo de cuanto sí sabemos bien.

José Mª Cossío y Martínez Fortún (Valladolid 25-III-1892 – 24-X-1977) ha pasado a la historia como autor del más monumental tratado sobre la tauromaquia, pese a destacar en un sinfín de actividades. Licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, Académico de la Lengua desde 1948, director de los Cursos para Extranjeros impartidos en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, presidente del Ateneo de Madrid y profundo conocedor del Siglo de Oro, tras publicar excelentes tratados sobre Baltasar Gracían, Luis de Góngora o Alonso de Ercilla, fundó la revista “Cruz y Raya” junto a José Bergamín, antes de la Guerra, recibió la “Orden del Mérito” de la República de Perú, el premio Fastenrath de la RAE por su obra “Los toros en la poesía española”, una Medalla de Plata de la Provincia de Madrid, la Gran Cruz de Isabel La Católica… Y entre 1932 y 1936 presidió con acierto el Racing de Santander, siempre 1ª División.

Hombre con gran sentido de la amistad, sin fijarse mucho en los colores contrató como ayudante al poeta oriolano Miguel Hernández (mayo de 1935), cuando iniciaba la ardua labor de hemeroteca imprescindible para su obra “Los Toros”, editada por Espasa Calpe entre 1943 y 1961. Bien relacionado con los vencedores en la contienda civil, al saber que Hernández había sido condenado a muerte, tiró de influencias y amistades hasta lograr conmutarle la pena por cadena perpetua. Otros muchos sentenciados de por vida lograrían su libertad, siete, nueve, o diez años después, a medida que el Régimen se humanizaba. Pero el poeta no pudo resistir tanto. Aquel encierro, con sus secuelas de miseria, infecciones y debilidad extrema, fruto del hacinamiento y una alimentación precaria, se lo llevaron mucho antes de que para los derrotados empezase a amanecer de veras.

Rafael Duyos Girgeta (Valencia 23-XI-1906 – Madrid 24-IX-1983), al que los futbolistas reconocen en su texto como jefe y camarada, lo que en el lenguaje de la época implicaba aceptar yugo, flechas y camisa azul falangista, siquiera simbólicamente, fue celebrado poeta de la Generación del 36, amigo en mayor o menor medida de creadores con muy distinta ideología (Agustín de Foxá, Luis Felipe Vivanco, Juan Gil Albert o Max Aub), ejerció como médico en Tánger desde 1934 hasta 1941 y recorrió Hispanoamérica, colgada su bata blanca en favor de la poesía. Toros, amor, religiosidad y Guerra Civil, se erigieron en pilares de su poesía. Manuel Machado, otro de sus amigos del Régimen, llegó a celebrarlo como “nuevo Píndaro español”. Exaltador de la fuerza, el heroísmo y una audacia rayana en la temeridad, valores, todos ellos, muy falangistas, todavía hoy nadie pone en duda su potencia lírica, acrecentada al recitar sus propias estrofas con soltura de gran rapsoda. Los títulos de algunos poemarios no engañan: “Toros y pan” (1932), “Romances de Falange” (1939), “Junto al Plata” (1941), “Versos de la Pasión del Señor” (1964). Tras enviudar, su implicación religiosa le llevó a convertirse en sacerdote con 56 años, siendo ordenado por el cardenal Tarancón (1973), tan vilipendiado, poco después, desde distintas facciones radicalizadas en su intolerante nostalgia.

Veamos ahora, cuándo, o de qué modo, pudieron enredar sus caminos el quinteto firmante con ambos intelectuales.

José María Cossío, antiguo presidente del Racing santanderino y receptor del escrito.

José Mª Cossío, conforme anticipábamos, fue presidente del Racing por espacio de cuatro campañas, durante las cuales, tanto Emilín Alonso (Madrid 1933-36), como Isidro Lángara (Oviedo 1931-36) y los rojiblancos de San Mamés Ángel Zubieta, Josetxu Iraragorri o Leonardo Cilaurren, pudieron tratarle más de una vez. Entonces, tengámoslo en cuenta, el mundillo del balón se comportaba con mucha más naturalidad que hoy, sin apenas empachos elitistas. Pero es que, además, mientras Cossío llevaba las riendas santanderinas, Zubieta tenía vistiendo de corto en los Campos de Sport de El Sardinero, a su hermano mayor Santiago, “Santi” en las alineaciones (Galdácano 20-VI-1910 – Madrid 4-IX-2007). El futuro gran polígrafo fue patrón de Santi durante dos temporadas (1932-33 y 33-34), puesto que los ejercicios 34-35 y 35-36 los viviría el galdacanés con la también blanca camiseta del Valencia.

Especular sobre si ya entonces alguno del quinteto pudo coincidir con Rafael Duyos, equivale a adentrarse por terreno pantanoso, inseguro hasta para la fábula. Puede que Santi, el hermano de nuestro más joven internacional durante los 97 años de la selección, lo hiciera en cualquier desplazamiento a Madrid, suponiendo que el entonces galeno saltara desde Tánger para abrazar a su amigo Cossío. No parecen existir dudas, en cambio, sobre el empujoncito dado por el poeta a los futbolistas -“por mediación de nuestro jefe y camarada Rafael Duyos nos complacemos en enviarle…”-. Y que a ese jefe y camarada debían conocerlo bastante, pues no se entrega al primer viandante un saludo dirigido a terceros. ¿Dónde pudieron trabar contacto con él? ¿En América, quizás? Duyos, en efecto, se embarcó hacia el Plata como “embajador poético de España”, pero al parecer ese viaje no habría tenido lugar hasta meses después de fecharse la misiva. ¿A través de Santos Alonso Larrazábal, entonces? Éste era hermano de Emilín, y futbolista que con el primer apellido por reclamo acababa de disputar la última campaña de preguerra en el Malacitano, luego de lucir los escudos de Baracaldo, Athletic Club, Erandio, Zugazarte y Arenas de Guecho, para seguir trotando a partir de 1939 por distintos clubes capitalinos, como Amparo, Consorcio, Barbieri o Cifesa, con algún paréntesis reforzando al Cacereño, Talavera y Manchego. Málaga, al fin y al cabo, no sólo quedaba bastante a mano de Tánger, sino que desde las faldas de Gibralfaro partía el vaporcito de correo y enlace entre nuestra península y la por entonces posesión norteafricana. Más probable se antoja, de cualquier modo, que el contacto proviniera de “Santi” Zubieta, muy introducido en Madrid y su mundillo, como justifica el hecho de que tras la Guerra Civil entrenase a las categorías inferiores del Real Madrid y Atlético de Madrid. Por cierto, cuando falleció en el Hospital Gómez Ulla, el 3 de noviembre de 2007, a los 99 años, era el último superviviente de los 111 futbolistas que inauguraron el Campeonato Nacional de Liga.

Algunos componentes del Euskadi durante su visita a la fábrica Trigorka, en Moscú. Poco después, un torpe exceso expresivo del Sr. de la Sota sentenciaría el futuro de casi todos los expedicionarios.

Posiblemente nunca lleguemos a recomponer el lazo suelto. Pero la carta, eso sí, desbarata una fábula cien veces repetida: La del puñado de fervientes patriotas negándose a vivir bajo el tacón de botas militares.

Ángel Zubieta, luciendo los colores del San Lorenzo de Almagro. Cuando fichó por el equipo bonaerense no imaginaba acabaría sus días en la República Argentina.

Respecto a la intención oculta de tan breve escrito, cabrían nuevas lucubraciones sin ningún valor histórico, por más que acontecimientos posteriores pudiesen dotarlas de cierto cuerpo. En 1939, como durante la España del Siglo de Oro, las referencias y avales resultaban imprescindibles. No se pedía ya pureza de sangre, sino pureza ideológica. Y ésta requería para su visto bueno varios apoyos incuestionables. Justo lo que podían ofrecer dos afectos a la causa como Cossío y Duyos, intelectual sin sombras de sospecha el primero -de los pocos que quedaban tras un éxodo casi masivo- y falangista de tronío, cuya inquebrantable adhesión nadie puso jamás en duda, el último. Duyos, además, por sus convicciones católicas resultaría utilísimo a quienes vieran manchados sus nombres con sinónimos adscritos al rojerío. ¿Era esa carta una primera toma de contacto con quien tal vez estuviese dispuesto a tenderles la mano? ¿Un discreto primer eslabón en la cadena que, si acaso y con suerte, acabara remolcándolos hasta España? Nadie ofrecía avales, sin mediar petición expresa. ¿Habrían hablado de ello con Duyos, conforme se antoja probable? Porque la misiva no se limita al saludo y la evocación de tiempos mejores. Expresan sus firmantes la intención de reiterar en persona ese afecto. Vamos, que en clave epistolar propia de la época y si el mensaje procediese de varón a muchacha, convendríamos buscaba allanar el sendero hacia la cita, encendiendo una primera llama.

Consta, merced a la prensa argentina, que cuando Ángel Zubieta fuese tanteado por el San Lorenzo de Almagro, a principios de 1939, sólo quería comprometerse por un año. Su intención claramente expresada consistía en regresar a Bilbao, a “su” Athletic, en cuanto las cosas estuviesen algo más calmadas. Puesto que lo ofrecido por la directiva bonaerense le pareciera poco, contra-ofertó al alza, escuchando que sólo habría más dinero si como mínimo firmaba por dos años, lo que finalmente hizo. Isidro Lángara era compañero suyo en San Lorenzo, al redactarse la carta. Guillermo Stábile, que lo había visto jugar en Europa, aconsejó a un directivo del “ciclón”: “Con Lángara usted compra goles, esté bien seguro”. Algo que puso de manifiesto en su debut, el 21 de mayo de 1939, al endosar cuatro dianas a River Plate, los cuatro tantos de su equipo, y además todos durante los primeros 45 minutos. Pero el guipuzcoano seguía pensando en regresar, como confesaron, tiempo después, él mismo y compañeros de aquel Euskadi en sus viajes de ida y vuelta. Si demoró el retorno fue porque como le ocurriese a Zubieta, el fútbol de allende el océano supo atarlo con muchos pesos. Veinte mil, en su caso, tras hacer que la masa social de San Lorenzo se enriqueciera con 10.000 “gallegos” en pocos meses. Cifra, aclarémoslo, que ni de lejos estaría en condiciones de igualarle el Oviedo. Todo ello sin contar con que las noticias provenientes de España les hicieron ver, tanto a él como a Zubieta, que estaban gozando en una tierra sin cartillas de racionamiento, cortes de luz, delaciones anónimas, ni manos tendidas por la calle.

Emilín Alonso, en el España de México hasta 1940, gozaría de una ficha superior (22.000 pesos) al ingresar en San Lorenzo durante ese mismo 1940. Aunque deportivamente fuese inferior a sus otros dos compañeros, se vio favorecido por tanta abundancia económica en el club rojiazul, tras el incremento de abonos achacable a ambos. Puesto que nunca tuviese verdadero sitio en el equipo, tras breve paso por el Racing bonaerense desanduvo el camino hacia el distrito federal, enfundándose otra vez la camiseta del España.

Leonardo Cilaurren, también en Buenos Aires cuando concluía aquel setiembre de 1939, aunque encuadrado en el River Plate a cambio de 10.000 pesos, luego de no aclimatarse al cadencioso gambeteo cruzó el anchuroso Río de La Plata, reforzó al Peñarol motevideano (1941) y colgó las botas en México, escanciando sus últimas dosis de esencia en el España y Atlante.

Josetxu Iraragorri Ealo. Imagen tras su regreso a Bilbao, cuando según los cronistas no menos de mil aficionados se volcaron en un cálido recibimiento.

Iraragorri, otro más en el San Lorenzo de Almagro durante los años 1939 y 40 (22.000 pesos de ficha), hizo el viaje de retorno a México para enrolarse en el España, club donde ya había jugado tras la disolución del equipo vasco.

Aquel quinteto no siguió idénticos caminos. Josetxu Iraragorri regresaría al Athletic -ya Atlético- en marzo de 1946, sin que nadie se rasgara las vestiduras cuando una nota de la agencia “Mencheta”, fechada en México el día 22, lo anticipase a nuestro público: “Iraragorri, el gran jugador internacional que actualmente se encuentra en esta ciudad, va a regresar a España en breve. En el partido del Campeonato jugado hoy, enfrentándose los Clubs Atlántida y Marte, durante el descanso, el popular jugador se dirigió por radio a la afición mejicana para despedirse, manifestando que mañana saldrá para La Habana, al objeto de embarcar en aquel puerto con dirección a Bilbao”. Tampoco se produjo ningún escándalo cuando, meses después, Zubieta paseó su gran fútbol con ocasión de la apoteósica gira del San Lorenzo por Madrid, Barcelona, La Coruña, Valencia o Sevilla. Bien al contrario, salió a hombros en Madrid y fuertemente ovacionado en Bilbao, Barcelona, La Coruña y Valencia. Como aquella, la coincidente con el retiro de embajadores y promesas de socorro alimenticio procedentes de Argentina, no fuese única gira de su equipo por nuestros campos, en cada retorno expresó el deseo de reincorporarse al club de San Mamés tan pronto expirase su contrato, añadiendo, incluso, un modesto “si me quisieran, claro”. Lángara, por su parte, se reincorporó al Oviedo en 1946, tras haber inscrito su nombre en la historia del campeonato azteca, como máximo goleador en choque oficial (7 tantos endosados al Marte, el 19 de mayo de 1946), y proclamarse mejor artillero las temporadas 1943-44 y 1945-46, redondeando lo ya conseguido en Argentina al concluir 1940. Se anticipó en seis años al regreso de Ángel Zubieta, su amigo y socio, aunque éste lo hiciera no para vestir de rojiblanco, sino rumbo al Deportivo de La Coruña. Cilaurren todavía esperó hasta enero de 1953, cuando la suerte en México parece no le resultaba muy propicia. Quiso probar fortuna como entrenador, fracasando en el modesto Villanovense, su primera y única intentona. Porque casi a renglón seguido puso en marcha una taberna en la madrileña calle Núñez de Arce, a medias con su cuñado. Un cáncer se lo llevó demasiado pronto, antes que a todos los demás, el 9 de diciembre del 69.

Emilín Alonso, poco antes del estallido bélico, cuando corría la banda en favor del Madrid.

Emilio Alonso, “Emilín”, finalmente optó por continuar en México, dirigiendo el negocio editorial que allí montase. Fue el más longevo, puesto que falleció el 18 de abril de 2001.

Por muy distintas razones -negocios viento en popa, vínculos familiares, temor disfrazado de prudencia, la molicie de una vida menos dura que cuanto cabía esperar en un país forzado a reconstruirse- tanta espera debió hacérseles larga. Todos los firmantes del escrito, excepto uno, volvieron a España. Y también todos menos uno de quienes mudaron de criterio a última hora en Barbizón. Porque Gregorio Blasco, suplente de Ricardo Zamora tantas veces, aunque a la postre llegase a debutar con “la roja”, falleció en México, como Emilín, dejando tres hijos, una trayectoria deportiva que incluía al España del Distrito Federal, River Plate bonaerense y Atlante, amén de ese amor a la tierra propia, tan vivo en los emigrantes. Hasta tal punto, en su caso, que Gregorio Blasco González, el primogénito, presidió durante años una peña del Athletic allende el océano, y nunca perdió ocasión, con cada visita a Bilbao, de aupar a los rojiblancos desde la grada.

A diferencia de Cilaurren e Iraragorri, Zubieta no acabó enraizando entre nosotros, y Lángara sólo relativamente. Éste volvió a América tras colgar las botas en Oviedo, para entrenar durante dos campañas al Unión Española de Chile, proclamándolo campeón en la segunda. Luego pasó a México, dirigiendo al Puebla, conjunto que también hizo campeón en la Copa México correspondiente a 1953. Gracias a las cartas que cruzase con el periodista asturiano José Mª Pellanes, sabemos mucho de sus andanzas, dentro y fuera de los estadios. El periódico mexicano “Ovaciones” se refería a él como “hombre más popular del país”, tras aquella victoria ante el León por 4-1. Soltero a sus 41 años, acababa de traspasar el bar-restaurante de Buenos Aires cuya propiedad compartía con Ángel Zubieta, y expresaba su deseo de regresar definitivamente: “Quisiera entrenar en España, aunque sé tendría la dificultad de no poseer título de preparador nacional. Estoy dispuesto a pasar por cuanto me exija la Federación Española, aunque espero se tenga en cuenta mi condición de internacional y las circunstancias que motivaron la ausencia de mi querida Patria. Aceptaría llevar las riendas de cualquier equipo, pero no sería sincero si no dijese que mi preferencia está en el Real Oviedo, donde me hice, llegué a internacional, y al igual que por la ciudad, tanto afecto siento. También en Puebla me hice querer. Concluyo contrato el próximo año 1954, pero entre tanto, quién sabe si no pegaré el saltó del Atlántico y pise España este otoño, para quedarme definitivamente” (Setiembre, 1953).

Isidro Lángara, ya entrenador, imparte las últimas instrucciones a sus huestes de la Unión Española, antes de saltar al césped. Aunque como técnico triunfase en Chile y México, ningún club español pensó en él para el inquilinato de su banquillo.

Ese salto transoceánico se hizo esperar, pues no parece recogiese nadie, ni en la FEF, ni en los despachos de nuestros clubes, su clara predisposición. En diciembre de 1957 seguía en Puebla, como propietario del café “Lido”, embebido, quizás más que nunca, en su nostalgia. Preguntado sobre si seguía el fútbol español desde tan lejos, se mostró contundente: “De cerca, al día y por la radio. En mi establecimiento se saben, fecha a fecha, los resultados de cada domingo. Leo “Marca” asiduamente y procuro no distanciarme, así que creo conocer el fútbol de mi tierra como si estuviese ahí. Y no sólo yo, sino todos los españoles aquí residentes, y muchos miles de mejicanos. Las discusiones son semanales, tan apasionadas como en los bares de la calle Uría, pongo por ejemplo”. Acerca de su posible vuelta al fútbol, quería mostrarse esperanzado: “No sé. El veneno se tiene dentro, y también la experiencia. Cualquier día, a lo mejor, me llaman a entrenar un equipo español, o mejicano, o argentino. ¡y adiós!. Perico Chicote se salva porque elimina a un competidor terrible…”

La vida, tantas veces trazadora de surcos incomprensibles, acabó dándole ese empujón definitivo muy tarde. Y volvió no a Oviedo, sino a contemplar las verdes colinas de Andoain, junto a una sobrina. Allí, el 21 de agosto de 1992, verano de grandes fastos, con Olimpiada en Barcelona, Exposición Universal en Sevilla y conmemoración del Descubrimiento al cumplirse el V Centenario, sus ojos se cerraron para siempre.

Ángel Zubieta, luego de iniciarse como entrenador en el Deportivo de La Coruña, donde colgara las botas, regresó a Buenos Aires para impulsar al Deportivo Español desde el futbol aficionado hasta la elite. Aquel éxito habría de permitirle cumplir el sueño de regresar al Athletic, imposible mientras vistiese de corto. Tras una campaña algo anodina en San Mamés, aunque sin sobresaltos, pasó por el banquillo lisboeta de Os Belenenses, antes de dirigir en Bolivia y México. Aunque su trabajo le condujera más adelante hasta el Real Jaén y Real Valladolid, falleció en Buenos Aires cuando finalizaba octubre de 1985.

Leonardo Cilaurren regresó cuando la suerte no le fue muy propicia en México. Un cáncer habría de llevárselo demasiado pronto.

 Los demás componentes de aquel Euskadi, a quien las circunstancias pusieron en medio de la nada, habrían de arreglárselas en un círculo no excluyente, aunque sí cerrado. En el negocio maderero de Luis Regueiro estuvieron trabajando algunos compañeros. Él mismo se casó con la hermana de José Manuel Urquiola, tardía incorporación al cuadro vasco. Urquiola y Serafín Aedo, además, eran cuñados. Pedro Areso contrajo matrimonio con Maitena Amundarain, argentina de padre guipuzcoano y madre bilbaína, a la que había conocido en el Centro Vasco de Buenos Aires… Solían reunirse de tarde en tarde, si no todos buena parte del equipo, y siempre, durante esas citas, Pablito se dirigía a Regueiro como “capi”, pues para él seguía siendo capitán del grupo, igual que lo fuese tiempo atrás sobre el césped. Egusquiza, a quien una afección pulmonar apartó del fútbol, Muguerza, Larrínaga, los hermanos Regueiro, Urquiola, o el mismo Pablito, no volvieron a pisar su país natal, como no fuese en alguna visita esporádica, ya con Franco bajo la pétrea mole de Cuelgamuros. Aunque Aedo y Areso falleciesen igualmente en América, se dejaron caer más por nuestros pagos. El segundo, sobre todo, entrenador viajero donde los haya, puesto que tras resolver en 1944 el vínculo que legalmente continuaba uniéndolo al Barcelona, fichó por el Santander, desde donde inicialmente iría cedido al Deportivo Tanagra. En el propio club de El Sardinero recibió su alternativa como entrenador, nada menos que de Andonegui, para pasar a continuación por la Gimnástica Burgalesa, el Atlético Portugal y Victoria de Setúbal. Cuando la Federación lusa decidiese descalificarlo a perpetuidad, por soborno a futbolistas adversarios, cruzó nuevamente el Atlántico, dirigiendo en Chile y Venezuela, hasta recalar en el Español barcelonés como ayudante de Scopelli. Desde la ciudad condal volvió a Argentina, haciéndose cargo del Lanús, Nueva Chicago, Talleres y Platense, antes de cruzar los Andes otra vez, donde le aguardaban nuevas experiencias en la Unión Española y Rangers de Talca. A finales de los 70, tras tanto ir y venir, fijó residencia en Buenos Aires, donde el 1 de diciembre de 2002, con 91 años, la muerte le hizo ese último y definitivo regate, sin robarle aquel baño de multitudes recibido en Sevilla, con ocasión de un Betis – C. D. Logroñés disputado el 25 de octubre de 1987, cuando la entidad verdiblanca celebraba el cincuentenario de su único título liguero. Éxito que junto a Serafín Aedo contribuyese a apuntalar desde la defensa.

Ninguno de ellos mereció la catarata de oprobios con que intentaron mancharlos. A lo largo de medio siglo, además, tuvieron que asistir al manoseo interesado de su aventura, primero por quienes festejasen una victoria sangrienta, y luego por cuantos, cómodamente instalados en la Transición, se empeñaran en reescribir la Historia, barnizadita, a veces, de fábulas o prejuicios.

Esta carta, la de los cinco empeñados en volver a su tierra, o si se prefiere la de cuatro que lo consiguieron y el amigo que nada hizo por seguirlos, nos sumerge en un tiempo difícil, donde todo, de pronto, se volvió relativo, y casi nadie, ni en España ni en el exilio, pudo pespuntear el futuro enhebrado durante tantas noches de febril duermevela.




Los extranjeros de la autarquía

Se afirma con frecuencia que el primer futbolista extranjero de nuestra posguerra fue el mexicano José Luis Borbolla, sin que tal aserto responda a la realidad. Borbolla sólo fue la primera novedad foránea de la autarquía, puesto que otros dos jugadores, húngaro uno y argentino el otro, conocidos ya para el aficionado prebélico, se le anticiparon. Repasemos, pues, sus biografías, tratando de sumergirnos en tan opresiva época. Y confiemos, de paso, ayuden estas líneas a desterrar una inexactitud con todo el aspecto de instalarse como indiscutible dogma histórico.

Durante el verano de 1934 alguien pensó en “la casa blanca” que Ricardo Zamora iba acumulando excesivas primaveras. No es que fuese mayor para los usos y costumbres actuales, cuando en la reciente Eurocopa de Selecciones un cuarentón guardaba el marco de Hungría, y el extraordinario Buffon parecía dispuesto a pulverizar con Italia los registros de Dino Zoff. Pero 33 años constituían edad casi provecta para seguir en activo entre quienes se estrenaran en pleno amateurismo. Y tratándose de Zamora, además, cuyo debut tuvo lugar a los 15, esos 33 años debían antojarse al espectador toda una vida. Así que con idea de ir buscándole sustituto, se fijaron en Gyula Alberty Kiszelik (Debrecen 4-VI-1911), portero con buena planta, manos fuertes, agilidad contrastada y experiencia indiscutible, que además había gustado mucho, pese a encajar 6 goles de un combinado español en el partido que sirvió de homenaje a Zamora (20-XII-1934). Ese traspaso, vaya como anécdota, costó al Madrid 12.000 ptas.

Casi como Zamora, Alberty había disputado partidos en el O.B.T.K contando sólo 16 años. Desde los 17 hasta los 19, dos campañas con el Atila le sirvieron de trampolín hacia la portería del Bocsay, uno de los notables magiares en esa época. Entonces, por cierto, el fútbol húngaro estaba entre lo mejorcito de Europa. Suecia, Suiza, Italia, Checoslovaquia, Holanda, y por supuesto Inglaterra, junto a magiares, acuñaban, o eso se decía, el mejor “foot-ball” del continente. Alemania, tras la sangría humana y económica de la I Gran Guerra, apenas si era mero comparsa. Y por ende, al F. C. Barcelona le iba muy bien con Plattko, otro húngaro, el oso rubio a quien dedicase Rafael Alberti una oda tras verlo actuar, ensangrentado y temerario, en la final copera de Santander, resuelta luego de dos desempates. Alberty, en suma, se antojaba relevo de toda garantía, pues no en vano acumulaba 8 presencias internacionales.

Pero “El Divino” seguía siendo demasiado bocado, hasta para quien con diez años menos ansiara comerse el mundo. Alberty jugó, sí, aunque poco. Varios amistosos y 5 partidos de Liga durante la campaña 1934-35, mejorados con los 15, sin incluir “bolos”, a lo largo de la siguiente. Cuando Zamora se despidió -en teoría- con una parada antológica en las postrimerías de lo que pensaba iba a ser última actuación profesional, su compañero y competidor debió ver el cielo abierto. Luego, en cambio, ninguno de los dos pudo convertir en reales sus anhelos. Zamora porque, refugiado en una legación extranjera del Madrid republicano al estallar la Guerra Civil, y después de azarosa salida por mar hacia Marsella, habría de defender los colores del Niza, junto a su amigo Pepe Samitier, al tiempo de foguearse como entrenador en la Costa Azul. Y Alberty porque ante esa misma guerra, viendo que nuestras competiciones no se reanudaban, optó por hacer tiempo en el campeonato francés, enrolándose en Le Havre. Durante 1938, cuando la costa Cantábrica estuvo despejada, volvió a cruzar el Bidasoa y se ofreció al Unión de Irún, que como los demás “reales” había perdido corona y título nada más proclamarse la república. Con los irundarras estuvo disputando “bolos”, partidos recaudatorios en favor de los combatientes franquistas, al tiempo de ver cómo se le iban agotando los ahorros. Recién terminada la contienda disputó con el Racing de Ferrol el denominado Torneo Nacional de Fútbol, enunciado que en realidad escondía un Campeonato de Copa organizado a toda prisa. Tuvo excelentes actuaciones, según recogió la prensa, aunque no pudo impedir la derrota en la final celebrada en Montjuich.

La aventura española mostró al húngaro Alberty su rostro más cruel. La Guerra Civil, primero, le impidió heredar el marco de Ricardo Zamora. Después, la posguerra, sus miserias e insalubridades, le arrebataron la vida.

La aventura española mostró al húngaro Alberty su rostro más cruel. La Guerra Civil, primero, le impidió heredar el marco de Ricardo Zamora. Después, la posguerra, sus miserias e insalubridades, le arrebataron la vida.

A todos los efectos, se sentía un español más. Estaba casado con una madrileña y a Madrid confiaba volver en cuanto lo reclamasen desde “su” equipo. La nueva Federación de Fútbol quiso dar sensación de normalidad lo antes posible, poniendo en marcha un Campeonato Nacional de Liga claramente continuista respecto al finiquitado en 1936. Según circular remitida a los clubes, quedaban sin efecto los traspasos apalabrados desde el final del torneo 1935-36 hasta o después del 18 de Julio. Cada entidad, por lo tanto, podía reanudar actividades con las plantillas de entonces, lo que no dejaba de ser un brindis al sol, pues F. C. Barcelona y Athletic Club tenían medio equipo en América, tras exiliarse aprovechando sendas giras, o dirimiendo las últimas fechas del torneo galo. El Oviedo, con su campo destrozado, obtuvo moratoria de un año. Y en medio de semejante marco, cualesquiera que fuesen las razones, nadie se acordó de llamar a Alberty desde Madrid.

Contratado por el Celta, jugó 16 partidos ligueros en la reanudación, y 18 correspondientes al Campeonato 1940-41. Luego, allá por el verano del 41, se incorporó al Granada, y con los de la Alhambra volvió a jugar 14 nuevos partidos de Liga, en la máxima categoría. Catorce tan sólo, puesto que el 30 de abril de 1942, a los 31 años, fallecía víctima de unas fiebres tifoideas.

La noticia causó tanta sorpresa como consternación, pues era hombre apreciado por casi todos los públicos. Simpático, cabal, sin salidas de tono, había hecho popular su delectación por las naranjas. A tal punto llevaba la cosa, que solía saltar al campo con una bolsa de cítricos e iba sorbiendo su jugo durante los partidos, recostado en alguno de los postes, mientras el esférico rodaba lejos del marco.

Francisco Reboredo Mosquera (Buenos Aires, 3-IX-1914) nunca renunció a su nacionalidad argentina, por más que naciera en el seno de una familia gallega y hasta se formase como futbolista en el modesto Hércules coruñés. Todo ello porque la familia regresó de la emigración cuanto todavía era niño. Su hermano Manuel, también futbolista, llegó a asomar a nuestra 1ª División la temporada 1942-43, enrolado en el Celta de Vigo (2 partidos). Pero éste vio ya su primera luz en La Coruña. Eran sinsentidos del pretérito, relativamente habituales por Galicia o Asturias, dos territorios abonados a la aventura americana. Hasta que cobró cuerpo el estatus de doble nacionalidad, no pocas familias podían reunir hermanos españoles, brasileños, argentinos y hasta uruguayos en torno a la misma mesa, si a sus progenitores les costó hallar asentamiento definitivo.

Medio al hacerse un hueco en el once titular del Deportivo de La Coruña, con quienes debutó la temporada 1933-34, en 2ª División, Reboredo alternaría luego los puestos de ataque, para acabar convirtiéndose en comodín de garantía. Aunque se movía con lentitud, en gran parte como consecuencia de un defecto congénito en el pie que no sólo le hacía pisar mal, sino destrozar las botas previamente reforzadas por el utillero, dominaba a la perfección el juego de cabeza. Sus 41 presencias repartidas entre las tres campañas prebélicas, casi nos permiten considerarlo titular, puesto que esa categoría contaba con la mitad de equipos que hoy.

Por dejadez, quizás, Edmundo Reboredo, gallego nacido en Buenos Aires, no arregló sus papeles para convertirse en español. De esa aparente desidia obtuvo réditos impensados al estallar la Guerra Civil.

Por dejadez, quizás, Edmundo Reboredo, gallego nacido en Buenos Aires, no arregló sus papeles para convertirse en español. De esa aparente desidia obtuvo réditos impensados al estallar la Guerra Civil.

De no haber sobrevenido la sublevación militar, y el subsiguiente estallido bélico, Reboredo habría continuado de blanquiazul, buscando el ascenso, empeño para el que siempre se postulaba el equipo tras cada Campeonato Regional. Pero el revanchismo, la visceralidad traducida en ganas de aplastar al adversario, fácilmente perceptibles por plazas y calles, le hizo evaluar otras posibilidades. A él, de entrada, no lo tomaron por extranjero. Sin embargo con el correr de los días fue esparciéndose la voz de detenciones a otros como él, gallegos con pasaporte sudamericano. Esas mismas voces aseguraban que aquellos detenidos iban a campos de “clasificación”, desde donde se repasaban antecedentes, evaluando su posible peligrosidad y en tanto llegaba el rescate desde los distintos consulados, si fueren vistos como “personal inocuo”. Y entonces, bien por decisión propia o aconsejado desde la familia, se decidió a sacar partido a su condición de argentino. Pasaporte y maleta en mano, sin obstáculos de ninguna índole, cruzó el paso fronterizo por Tuy, tras la estampación de rigor.

Ya en Oporto, luego de ser sometido a prueba por el primer club de la ciudad, no sólo le diligenciaron ficha, sino que acabó en el quinteto delantero. Había anotado un solo gol como deportivista, pero en Portugal, donde el fútbol estaba mucho menos desarrollado, casi podía ejercer de estrella. Fueron, aquellos, dos años tranquilos, mientras seguía desde la prensa los avatares de una guerra que no concluía. Veintitantos meses con dinero en el bolsillo, escuchando ovaciones, paseando desde Ribeira a Massarelos, viendo engalanarse el Duero desde Miragaya, cada atardecer, o recreándose con el ir y venir de los rabelos si había algo que celebrar en las bodegas. Cuando las emisoras de radio emitieron el último parte, fechado en Burgos, se despidió de la brumosa Oporto para mostrar su pasaporte a los carabineros de Tuy, plantándose en La Coruña. Por supuesto, su nombre no figuró nunca en el listado de prófugos a depurar, y nadie le recetó sanciones, como ocurriese con Balmanyá, Argemí, Llorens, Babot, Aguirre, Lerma, Mancisidor, Gual o Conde, entre otros. Nadie podía ver en su salida una artimaña para esquivar el “patriótico deber de alistamiento”, y menos aún contemplarla como “manifiesta hostilidad hacia la Cruzada”. Era extranjero y sólo estaba obligado a defender con las armas el suelo de la República Argentina.

Otra vez en el Deportivo, pudo darse el gusto de debutar entre los más grandes la temporada 1941-42, luego de dos campañas en 2ª. Y en el Coruña siguió, otros cinco cursos en 1ª (90 partidos con 5 goles) y uno más, a modo de puente (1945-46) en la división de plata. Al finalizar la campaña 46-47, con 32 años, solicitó la baja y puso rumbo hacia Argentina. Aquella España, la de la pertinaz sequía, el bloqueo internacional, los padrenuestros y avemarías, el frío, la hambruna socorrida precisamente desde una Argentina peronista y en apariencia sólida, no ofrecía otro porvenir que el alimentado junto al almohadón, en sueños. Tras haber ejercido como entrenador en Venezuela y Portugal, donde desde sus tiempos de corto seguía contando con buen cartel, expiró el 19 de enero de 1973, sin haber cumplido los 60.

Y finalmente Borbolla. José Luis Borbolla Chavira (México D. F. 13-I-1920), fue incorporado al Real Madrid por un Santiago Bernabéu llegado a la poltrona hacía bien poco (15-IX-1943). Según la prensa, “contactos del presidente en México lo han recomendado como uno de los futbolistas con más porvenir en ese país”. Contactos que inmediatamente se sospechó podían apellidarse Regueiro, por más que don Santiago evitase concreciones. Borbolla, al parecer, había cuajado muy buenas actuaciones con el Marte, y no existía impedimento para ficharlo, pues si al estallar la Guerra Civil era factible incorporar extranjeros, luego, ante el natural cúmulo de urgencias, nadie pareció advertir que el portillo continuaba abierto.

Incorporado oficialmente a la disciplina blanca el 14 de julio de 1944, si bien no llegaría a Barajas hasta noviembre del mismo año, fue recibido como un mesías. “Toda esa gente se agolpa en las taquillas para verte a ti. No los defraudes”, le dijo, paternal, don Santiago. En cambio su entrenador, Moncho Encinas, prefirió sumergirlo en un baño de realidad tan pronto lo viese con aquellas botas ligeras, de piel suave, traídas desde América: “¿Acaso piensa usted practicar entre nosotros el ballet?”. Pronto, casi desde el primer entrenamiento, advertiría cuánta verdad encerraba la sorna del técnico. Se entraba duro, violentamente muchas veces. Quien recibiera el balón de espaldas ya podía tener ojos en la nuca, so pena de hincar la rodilla tras la tarascada, casi siempre puntual. Apenas si existía elaboración. Los defensas impulsaban el cuero con toda su alma, sin otro ánimo que alejarlo de su parcela cuanto fueran capaces. Todo orbitaba en torno a la verticalidad. Y a él, llegado de un balompié más moroso, colaborativo, de pase corto, finta y filigrana, todo aquello se le atragantó.

Nota autógrafa de José Luis Borbolla, apenas hubo puesto los pies en España.

Nota autógrafa de José Luis Borbolla, apenas hubo puesto los pies en España.

La prensa, sin embargo, seguía cacareando maravillas, por más que ninguno de los informadores hubiese tenido oportunidad de verlo en acción. Importante detalle que, puesto en época, se antojaba nimio. Era tanta la necesidad de abrirse al exterior, tanta la sensación de aislamiento, y tan baja la autoestima colectiva, por mor de las privaciones, que muchos españoles tendían a mitificar cuanto llegase de fuera. Realidad digna de estudio sociológico, pues semejante estado de ánimo convivía con eslóganes y soflamas acuñados con intención de lograr justo el efecto contrario.

Llegado por fin su ansiado debut, en la sección “Cada Día” del Diario “Marca”, se escribió:

“Tenemos al ídolo sobre verde peana. Lo ha alzado la prensa a una altura de récord. Y aunque nos han contado que José Luis Borbolla es un buen muchacho, a quien ha sorprendido primero que a nadie esta desorbitada propaganda, creemos que todo esto se deba a innata modestia, y a que la nueva adquisición del Real Madrid es algo grande y está dentro de los más aquilatados virtuosismos.

Borbolla está ya sobre la palestra. Contempló al actual fútbol español, realizó sus entrenamientos, jugó sus partidos a puerta cerrada, buscó su mejor forma… Y hoy, ¡a jugar!. Algunos han pensado maliciosamente que Borbolla pudiera ser una burbuja de aire, una pompa de jabón, que al choque de la realidad podría desinflarse y desaparecer como un globo. Nosotros estamos seguros que no. Que Borbolla es un verdadero as. Y si no hubiera sido internacional siete veces en Ultramar, lo sería ahora catorce. Porque es un muchacho muy joven, y después de tanto como se ha dicho de José Luis Borbolla, cualquiera en su lugar, aunque jamás hubiera tocado el balón, saldría al campo y daría hasta el salto mortal para rematar una pelota demasiado alta.

¡Y este no es caso del jugador Borbolla!”.

En el mismo diario, el protagonista se confesaba entre titulares: “Espero la benevolencia del público madrileño para frenar mis nervios”. Todo muy bonito, ilusionante, incluso. Pero la estrella decepcionó en su debut, aquel 8 de diciembre del 44:

Borbolla junto a su entrenador en el Celta, Ricardo Zamora. Los sueños de triunfo se esfumaban.

Borbolla junto a su entrenador en el Celta, Ricardo Zamora. Los sueños de triunfo se esfumaban.

“3-1. El Hércules de Alicante vence al Madrid”, tituló su crónica el deportivo “Marca”. Y en tipos de menor cuerpo: “Borbolla, que se presentaba en este partido, defraudó al público”. Tan notable fue el fiasco, que los medios madrileños mostraron una rara unanimidad: “Demostró dominio y control del balón, pero le faltó colocación en el campo y ligazón con el resto del equipo”. “El jugador mexicano acusó igualmente poca resistencia física y excesiva prudencia en los momentos decisivos”. Entrevistado en el vestuario, nada más salir de la ducha -entonces los periodistas, varones todos, se movían entre jugadores desnudos sin el menor impedimento- el propio mexicano solicitó a uno de los reporteros: “No se olvide decir que yo aún no he debutado en Madrid”.

Convenía cortar de raíz las suspicacias, y con tal objetivo se organizó otro choque amistoso, ante rival más endeble. Serviría de “sparring” la Cultural Leonesa el 17 de diciembre, y ante ellos optó Encinas por alinear un equipo “B”. “8-0. Rotunda victoria del Madrid reserva”, tituló la crónica el ya citado “Marca”. “El público aclamó a Borbolla, que hizo un gran partido”. Ciertamente, el azteca marcó dos goles, uno de ellos, el séptimo de la mañana, magnifico. Estuvo activo, enviando pases precisos. Pero el análisis de los informadores tampoco ocultaba dudas: “Al final del partido, el público se lanzó al campo aclamando al fino jugador, que fue llevado a hombros hasta el vestuario. Un éxito del que esperamos confirmación frente a equipos y, sobre todo, defensas de más talla del que ayer contendió con el reserva del Real Madrid”. Espacio injusto el otorgado a Borbolla por las rotativas, pues el auténtico héroe fue un ambicioso Vidal autor de 4 goles, que pudieron ser más, e hizo locuras con los zagueros.

El globo se desinflaba. Sin disputar ningún partido liguero con los “merengues”, donde Encinas no lo veía con sitio, al menos de momento, en febrero de 1945 fue cedido al Deportivo de La Coruña, para disputar 10 choques de Liga, festejar 4 tantos y descender a 2ª, vestido de blanquiazul. Durante la siguiente temporada, otra vez en Madrid, sólo saltó al campo una tarde, ante el Valencia, partido que concluyó con empate a uno. Seguía sin adaptarse, sin responder ni de lejos a tan desmesurada expectación. Y además ese único choque oficial con la camiseta blanca tuvo por corolario una sorda trifulca, trufada con acusaciones de alineación indebida.

En realidad todo partió de un encontronazo entre la prensa valenciana y madrileña. Alguien mal informado, tomando muy a su manera la interpretación del reglamento, aventuró que Borbolla no podía haber jugado ese encuentro hasta transcurridos 6 meses desde su última alineación con el Deportivo de La Coruña. Y pretendió basar la legitimidad del Valencia si decidiera impugnar el encuentro, en la circular número 3 de la Nacional para esa temporada, cuyo texto rezaba:

“El jugador que cause baja en un Club después de haber actuado con éste en partidos oficiales, no podrá actuar de nuevo por el mismo Club sino después de que hayan transcurrido SEIS MESES DE TEMPORADA OFICIAL”.

Borbolla fue cedido a la entidad coruñesa el 1 de febrero de 1945, y actuó con su nuevo club en el barcelonés campo de Las Corts sólo cinco días más tarde, el 6 de febrero. Por lo tanto, al saltar al campo con el Real Madrid el 7 de octubre, quedaba fuera de la más mínima sospecha. Incluso considerando inhábiles los meses de julio y agosto, como se propugnaba desde el litoral mediterráneo, hubiese estado en disposición de jugar, cumpliendo el reglamento, un día antes: el 6. Pero además la directiva “ché” había tardado en presentar la denuncia, cuando la misma circular recogía un plazo de 72 horas desde la conclusión del partido para justificar, por duplicado y ante la Regional a que perteneciese el equipo, la reclamación correspondiente. Transcurrido ese periodo, cualquier acción antirreglamentaria pasaba a tomar absoluta validez.

Cualquiera diría que el sino de Borbolla estuviese unido a la linotipia y el papel prensa.

Los medios siguieron cada paso del mexicano. Incluso los relativos a su inexistente “alineación indebida”.

Los medios siguieron cada paso del mexicano. Incluso los relativos a su inexistente “alineación indebida”.

Cara al Campeonato 1946-47 suscribió contrato con el Celta, por dos temporadas y “en condiciones ventajosas para ambas partes”. Antes de arrancar la segunda, no obstante, ya estaba en México, sin billete de vuelta.

Lo de las “ventajosas condiciones” tenía su aquel. Tampoco se airearon cifras de traspaso y ficha cuando llegó al Madrid, por más que este tipo de datos no fueran entonces tan secreto sumarial como hoy ocurre. Si poco o nada se dijo al respecto, habrá que achacarlo a la precariedad del momento. La suya fue una incorporación sobredimensionada, convertida desde el minuto uno en espectáculo social. Los omnipresentes y poderosos falangistas, en su mejor momento histórico, abominaban, siquiera doctrinariamente, los alardes de nuevo rico cuando tanta miseria podía verse en derredor. Lo había postulado Pilar Primo de Rivera en 1937, sin dejar espacio a la interpretación: “En los nuevos modos de la Falange hay que apartar ciertas costumbres que no van bien con nuestro estilo, como son los vinos de honor, los banquetes, los pasteles y dulces después de cualquier inauguración y todas esas cosas que en tiempos más flojos eran obligadas para festejar el discurso de un político o la inauguración de unas escuelas”. Austeridad, en suma. Máxime, faltando pan, aceite, combustible… Y para una vez que sobraba algo, como uva tras el cosechón de 1943, con 20 millones de kilos recogidos sólo entre Málaga y Almería, el aislamiento patrio y la guerra europea hacían imposible su exportación (*). Desde ese espíritu austero, a todas luces debía resultar ofensivo lo satisfecho a un futbolista, extranjero, por ende. O sea que oscureciendo el dato, se evitaban escándalo y quebrantos.

De cualquier modo, los 11 partidos disputados por el mexicano con la camiseta celtiña, con tres únicos goles anotados, volvían a llevar aroma de fracaso. Así lo entendieron, sin duda, Ricardo Zamora, entrenador de los vigueses, la directiva y el propio futbolista, puesto que una nota de “Alfil” fechada en Vigo el 12 de junio, ponía colofón al cuento de hadas:

“Durante un acto radiofónico celebrado en la emisora local, y en el que participaron Ricardo Zamora, Borbolla y varios jugadores del Celta, le ha sido entregado al medio Alonso el premio de la regularidad por su mejor labor de conjunto en toda la temporada, consistente en una copa y una cantidad en metálico. En el orden de puntuación han seguido a Alonso el extremo Roig y el defensa Salas.

En el mismo acto se despidió de la afición española el jugador mejicano José Luis Borbolla, que hoy emprende el regreso a su país a bordo del “Marqués de Comillas”. Borbolla pronunció unas palabras emocionadas de despedida y se mostró muy agradecido al Celta por haberle permitido marchar a Méjico antes de concluir el tiempo de contrato. Dijo que ese viaje obedecía más a motivos particulares y familiares que deportivos, proponiéndose en primer término descansar, con el fin de curarse totalmente de una distensión en un pie, que le ha impedido rendir al máximo en el Celta. De momento no tiene ningún proyecto ni idea determinado, sobre cuál será su club mejicano en el porvenir.

Aunque fracasara en nuestros campos, estuvo elegante en su despedida.

Aunque fracasara en nuestros campos, estuvo elegante en su despedida.

Zamora cerró el acto despidiendo cordialmente a Borbolla, y manifestó se trata de un magnífico y caballeroso jugador, considerando que ha sido perjudicado por el error de encuadrarse en un Club del Norte, de juego rápido, profundo, y más vigoroso que técnico. Antes de su marcha, Borbolla está recibiendo muchas pruebas de simpatía de los aficionados locales”.

José Luis Borbolla, una vez en su país, engrosó las filas del Club Asturias, para rendir más que aceptablemente. Otra vez internacional, llegó a jugar un partido en el Mundial de Brasil correspondiente a 1950; concretamente ante Suiza, en Porto Alegre. Ese Mundial quedaría para el imaginario de dos generaciones españolas como el del gol de Zarra ante Inglaterra, y un cuarto puesto que entonces, acostumbrados a no hacer nunca nada, supo a gloria.

Años después, rememorando su paso por nuestro fútbol, quien fuese recibido como quintaesencia deportiva reconoció humildemente: “Yo venía de un fútbol más lento y técnico, y el juego español se me hizo demasiado veloz. Sus botas durísimas, la expectación que me rodeó… No sé, todo acabó pesándome. La gente gritaba mi nombre, las exclamaciones de ¡Viva México!… A qué negarlo; me asusté”.

Pero la conexión de José Luis Borbolla con nuestro fútbol no concluyó ahí. Retirado “temporalmente” tras el Mundial brasileño, al serle detectado un “profundo agotamiento, consecuencia del sobreesfuerzo de tantos años”, según los medios mexicanos, recibió desde el América de México la propuesta de actuar como entrenador, a modo de prueba. Un año más tarde, superado el examen y con la renovación en el bolsillo, llegaba a Madrid para incorporar a cuatro jugadores españoles.

Brasil nos ha enseñado por dónde ha de evolucionar el fútbol mexicano -aseguró aquel agosto de 1951, tan pronto puso pie en tierra-. Nuestros clubes están contratando a uruguayos y argentinos, pero yo prefiero el producto español, ya que la forma de jugo en el América se asemeja bastante a la de ustedes”.

El Club América, decano del país, compartía con otras tres entidades del Distrito Federal el Estadio de la Ciudad de los Deportes, único en la capital azteca, cuyo aforo alcanzaba los 70.000 espectadores. Su presidente ejecutivo, Miguel Ramírez Vázquez, procurador de Trabajo, era muchísimo menos popular que el presidente honorario, Mario Moreno “Cantinflas”. Por cuanto respectaba al balompié mexicano, vivía un proceso de profunda transformación. En breve, coincidiendo con el arranque de la segunda vuelta del Campeonato, comenzaría a implantarse el sistema de taquillaje libre; o sea que cada club iba a conservar para sí el importe íntegro de lo recaudado, sin necesidad de reparto con su oponente al 50%, conforme hasta entonces era norma. Al mismo tiempo se acababa con el contrasentido de hacer pasar por taquilla a los socios, algo que desalentaba, y mucho, a cualquiera. ¿De qué servía cumplir religiosamente con las cuotas mensuales, si cada fin de semana era preciso pagar una entrada completa?. Cosas así no contribuían a cimentar la afición al fútbol.

De los cuatro jugadores que el antiguo interior tenía en cartera, sólo pudo llevarse a tres: José Cobo (defensa del At Madrid, Gimnástico de Tarragona y Real Murcia), Antonio Villar Chao, con quien había coincido en el Deportivo de La Coruña, y el ariete jienense de Beas de Segura Mariano Uceda Valdevira (At. Madrid, Zaragoza, Sevilla, Santander y Murcia). El extremo Bilbao se arrugó a última hora, tras escuchar las razones de su club, el Athletic bilbaíno -entonces Atlético-. Y aún con la ayuda de quienes conocían del fútbol mexicano, como el otrora internacional Travieso, Borbolla, pese a reiterados intentos, no pudo hallar sustituto. Con todo, hábil relaciones públicas, supo arreglárselas para convertir a los medios en valiosísimos aliados: “No podemos pagar tanto como algunos clubes españoles, porque México no es España en el terreno futbolístico -aseguró-. Allí hay menos afición. Aunque quienes sepan ganarse la aprobación del público contarán con ayudas económicas, al margen de lo estipulado en contrato, pues son frecuentas las primas, donaciones o premios de empresarios y grupos de seguidores. Por otra parte, en modo alguno me llevaría a nadie para hacerle fracasar. Eso equivaldría a traicionarle, a jugar con sentimientos ajenos”.

Preciosas palabras, arrastradas en seguida por algún mal viento.

Porque la realidad de quienes se embarcaron en la aventura fue bastante menos risueña, según se empeñó en dejar muy claro el ex colchonero Cobo, a su vuelta, en setiembre de 1952: “Borbolla se ha portado con nosotros pésimamente. Se desentendió de todo y nos dejó a nuestra suerte”.

José Cobo cometió el error de creer en las buenas palabras de José Luis Borbolla. Su experiencia en México se saldó con pérdida de peso -casi cuatro kilos-, problemas de cobro y una amenaza de repatriación obligatoria, al caducar su licencia de residente. No tuvo otro consuelo que saber a su hermano Ramón ocupando el puesto que durante ocho años de militancia entre At Aviación y At Madrid, había ocupado en la zaga “colchonera”.

José Cobo cometió el error de creer en las buenas palabras de José Luis Borbolla. Su experiencia en México se saldó con pérdida de peso -casi cuatro kilos-, problemas de cobro y una amenaza de repatriación obligatoria, al caducar su licencia de residente. No tuvo otro consuelo que saber a su hermano Ramón ocupando el puesto que durante ocho años de militancia entre At Aviación y At Madrid, había ocupado en la zaga “colchonera”.

Cobo, vaya esto por delante, nunca fue amigo de paños calientes. Si sobre el césped solía mostrarse duro y directo, vistiendo de calle hablaba muy clarito. Tras su salida del Murcia, por ejemplo, se despachó a gusto: “Brindo a la Federación una idea; que así como existen escuelas de preparadores, organicen cursos y exámenes de capacitación destinados a directivos. Seguro que de ese modo no llegarían a los clubes gente como la del Murcia”. Pues bien, profundamente decepcionado tras aquellos once meses largos en el América mexicano, sentenció: “Quiero que sepan los aficionados cómo se portó el tal Borbolla con nosotros tres. Marché de España confiando en su palabra y en las referencias que teníamos sobre él. Tuvo y tiene la suerte de poder hablar bien de España. Yo, desgraciadamente, y por su culpa, no puedo hacerlo así de México. Nos dieron 14.000 pesos por seis meses. Al llegar, sin embargo, nos encontramos con la exigencia de permanecer hasta diciembre. Había gato encerrado, y más trampas que en una película de chinos”.

Si a Mariano las cosas le fueron magníficamente de inicio, él se iría desinflando pronto: “Me enfrié al ver que no me pagaban, y mi única preocupación consistía en volver a España”. Su estadística resultaba concluyente; cuatro partidos de Copa jugados y otros cinco o seis de Liga. Paupérrimo balance para quien partía con rol de titular. Y no buscaba excusas: “Se nota el cambio de ambiente, el estilo de juego y la altura, ésta con dolores de cabeza y malestar continuo. Pero a eso te acostumbras. Otra cosa ocurre con la falta de formalidad”. Su impresión sobre aquel fútbol, circunscrita a lo puramente deportivo, tampoco era entusiasta. Si bien dominaban la pelota, eran poco profundos, lentos, amigos de un desgaste mínimo. Sólo le gustaron los porteros, en lo individual, y por cuanto a equipos el Guadalajara “que es quien practica un mejor fútbol, y después el Atlante, conjunto duro, al estilo del Valencia”.

José Carrasco, redactor habitual de “Marca”, muy en la línea laudatoria del medio para cuanto tuviese que ver con “lo español”, se encargó de obtener mediante la pregunta precisa el tipo de respuesta que ansiaba:

“- Tu sensación al volver a España, ¿cuál ha sido?

– Que los futbolistas españoles no saben cómo se les trata de bien. Y cómo se corresponde aquí con los extranjeros”.

Formidable intento de disuasión, dirigido a futuros e hipotéticos aventureros.

Su herida sangraba profundamente. Mucho más que la de Chao, cuyo vínculo vencía pronto, o la de Mariano, que del América había volado hacia el Puebla, contratado hasta marzo del 53. Él, en cambio, amén de que para su retorno a Madrid, expirada la autorización de residencia, interviniera decisivamente el señor Arechederra, reputado compatriota residente en la capital mexicana, contaba con el dinero prometido para encarar un porvenir incierto. A sus 34 años, agotados los días de pantalón corto, por más que afirmara seguir dispuesto a escuchar ofertas, no había logrado amasar un capitalito. Durante sus primeros tres años con la camiseta colchonera sólo obtuvo sueldos mensuales; ni una peseta de ficha. E incluso en Murcia, donde más billetes le pusieron sobre la mesa, tuvo caché de futbolista barato. Torearle en esas condiciones resultaba doblemente grave, máxime mediando promesas de no jugar con sentimientos ajenos ni defraudar a nadie.

Borbolla, en resumidas cuentas, no triunfó como entrenador, aunque sí lo hiciera de paisano, alcanzando un puesto directivo en el Banco Comercial de México. Su óbito tuvo lugar poco después de cumplir los 79, el 12 de febrero de 2001.

Respecto al flujo de extranjeros, la decepción deportiva del club “merengue” con José Luis Borbolla estuvo lejos de ser vista como provechosa lección. Bien al contrario, las contrataciones foráneas comenzaron a menudear. Mucho más a escondidas que el mexicano, pero casi por la misma época, habría de llegar el bonaerense Francisco Alonso Villegas Collantes, “Pancho” Villegas para las alineaciones del “Nastic” tarraconense y Zaragoza. Técnico pero lento, tuvo, además, la desgracia de lesionarse el menisco nada más fichar por el equipo maño. Las lesiones de menisco, entonces, cuando no retiraban profesionalmente al futbolista, exigían una larga y tenaz recuperación. “Pancho” pasó en blanco la temporada 1946-47 y tal vez aquello significara su condena a no conocer nuestra 1ª División.

La gira del San Lorenzo de Almagro ya tratada en “Cuadernos”, hizo ver a presidentes y federativos todo el daño derivado de un largo aislamiento deportivo. Entonces, consecuentes, impulsaron una apertura tasada, concreta y medida, cuyos efectos se hicieron visibles la temporada 1947-48. Véase el cuadro de adquisiciones extranjeras, por cuanto concierne a clubes de 1ª División.

JUGADOR

PUESTO

NACIÓN

CLUB

Da Silva

A

Brasil

Barcelona

Florencio

A

Argentina

Barcelona

Navarro

D

Argentina

R. Madrid

Rocha

A

Argentina

R. Madrid

Aveiro

A

Paraguay

At. Madrid

Valdivielso

M

Argentina

At. Madrid

Camer

A

Argentina

R.C.D. Español

Herrero

M

Argentina

Valencia

G. Bravo “Terremoto”

A

Portugal

R. Sociedad

Algunos clubes de 2ª tampoco quisieron privarse. Los argentinos Laureano Martín (Recreativo de Huelva) y Rafael Rodolfo Ponce (Deportivo de la Coruña) pueden servir como botón de muestra.

Entre los citados hubo notables diferencias de rendimiento. Los del Real Madrid, cuya directiva llevaba años enfrascada en el magno proyecto de construir un campo extraordinario, apenas fueron sombras fugaces. Especialmente Rocha, a quien los aficionados merengues conocieron sin vestir todavía de blanco, pues formaba en el cuadro lisboeta de Os Belenenses la tarde inaugural del estadio Bernabéu. José Antonio Navarro (General Villegas 24 de febrero de 1918), militante de Newell´s durante ocho años, llegó algo talludito y a duras penas pudo mantenerse dos temporadas entre los mejores. Con él se dio una curiosidad. Puesto que su penúltimo club había sido el Marte mexicano y a la prensa le pasara desapercibido su breve paso posterior por Nacional de Montevideo, no faltaron titulares chascarrilleros: “El Madrid ficha al defensa Navarro, del Marte”. De ahí a que los no muy madridistas acabaran tildándole de “marciano” existió poco trecho. Horacio Arquímedes Herrero, solvente director de juego con ascendencia española por parte de padre, lució primero en Mestalla y más tarde por Santander la gorrita blanca, de pastelero, con que solía saltar al campo. Al portugués Gomes Bravo, más conocido por Terremoto, se le quedó tan larga la 1ª división que para el año siguiente ya había bajado hasta 3ª, donde se hallaba el C. D. Logroñés. Florencio Caffaratti, gran técnico y con mucha visión del juego, había costado 125.000 ptas. que muy pronto justificó sobre el campo. Casas, defensa del Español, no quiso complicarse una tarde y lo cazó descaradamente. Aquel hachazo y sus secuelas dejaron al jugador muy mermado. A principios de 1949 la directiva catalana le concedió la carta de libertad, considerándolo inútil para el deporte. Florencio, orgulloso, se negó a aceptar las 25.000 ptas. ofrecidas como reconocimiento por los servicios prestados, e hizo las maletas. Regresaría a México, país de procedencia, pese a su nacionalidad argentina. Y por los campos aztecas, donde gozaba de buen cartel, aún siguió jugando 2 temporadas más.

Claro que si alguien dio la nota, fue Lucidio Battista da Silva.

Amante empedernido de la noche con burbujas y lentejuelas, tuvo a su favor venir avalado por el uruguayo Enrique Fernández, entonces responsable del banquillo culé y buen futbolista de preguerra en el mismo club. Pero ni aun así. Para traerlo del Peñarol uruguayo hubo que satisfacer 150.000 ptas., lo que no era poco, desde luego, cuando dos terceras partes de los asalariados españoles no alcanzaban las 800 mensuales. En su presentación frente al flojo Sittard Boys holandés, deslumbró a todos. Luego su vida nocturna, casi vampírica, acabó con cualquier atisbo de chispa y esa innata facilidad suya para el regate. Tres partidos de liga y un gol, resumen su aportación durante los dos años que precedieron al hartazgo general y la firma del finiquito. Oporto primero y Palmeiras después, sabrían de nuevas juergas y escándalos. Pero asómbrense, la vida, que a veces dibuja muecas burlonas, con él apenas se contuvo. Una vez retirado, Lucidio Da Silva, conocedor de la noche y sus pecados como muy pocos, habría de hacerse policía, ingresando en la Brigada de Costumbres y Espectáculos de Sao Paulo. El zorro cuidando a las gallinas.

 Para entonces no sólo se aireaba lo satisfecho por las adquisiciones foráneas en concepto de traspaso, sino que desde las distintas poltronas parecía haber nacido una nueva competición, consistente en superar anteriores récords. En una España donde faltaba de todo y no sobraba nada, con el hambre instalada como detestable huésped entre la despensa y el fogón de muchos hogares, el fútbol patrio parecía haber perdido definitivamente el pudor. Los ricos de toda la vida, e incluso quienes acababan de prosperar mediante el estraperlo o concesiones fraudulentas, mantenían cierta empatía farisaica con la pobreza circundante, en cada bodorrio, acto social solemne o alarde suntuoso. Ocurrió, por ejemplo, en la boda de Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, futura duquesa de Alba, con Luis Martínez de Irujo y Artazcoz, vástago de los duques de Sotomayor (12-X-1947). Tras la ceremonia oficiada en el altar principal de la catedral hispalense por el arzobispo de Valencia, Marcelino Olaechea, y pese a estar racionados pan, aceite, arroz, legumbres, harina, carne, leche, azúcar, café, etc., más de mil comensales degustaron un opíparo banquete en los patios del palacio de Dueñas, mientras otros mil menos relevantes o sin tanto pedigrí nobiliario debían consolarse con un sustancioso “buffet”. Pues bien, el padre de la contrayente, el mismo Grande de España que meses antes, al solicitársele aprovechara la puesta de largo de Cayetana para que también luciese galas Carmencita Franco, “la nenuca”, despidiera al enlace del “Invicto Caudillo” con un categórico “Todavía hay clases”, ordenó servir otras mil comidas a los pobres, paquetes de alimentos entre el vecindario más modesto, e hizo entrega al alcalde sevillano de un donativo en socorro de los necesitados.

Caridad medieval, si se quiere. O renacentista. Demagogia fácil para amordazar conciencias. Pero ayuda, al fin, cuando tanta falta hacía. Nuestro fútbol, ya entonces, comenzaba a reservar la piedad en beneficio de los suyos, y sólo ante trances de máxima zozobra.

Se iba haciendo mayor, quizás.

O se nos escapaba de las manos, sencillamente.

 (*) Para evitar se pudriesen, el Gobierno publicó una orden con fecha 25-IX-1943, estableciendo que al menos en una comida al día las uvas pasaban a ser postre obligatorio.