El sindicato de futbolistas AFE y los extranjeros

La irrupción de extranjeros en nuestro fútbol está unida a su arraigo más remoto, durante los estertores del siglo XIX. Fueron amateurs foráneos, ingenieros de minas, marineros, empleados burócratas en compañías anglosajonas o suizas, quienes provistos de un balón escandalizasen a esa sociedad pacata, “luchando entre sí, impúdicamente ataviados con ropa interior”. Algunos resultarían decisivos en la organización o sustento económico de no pocos clubes. De hecho, aquel nuevo “sport” enraizaría por puro contagio, cuando jovencitos de clase alta enviados a Inglaterra para completar estudios, ya de vuelta comenzaron a medirse a los “chiguiris” en denodados “matchs”. Luego el afán de algunos clubes por mejorar su palmarés en el Campeonato de España, recurriendo a la importación, daría pie a formidables trifulcas, resueltas con severas medidas coercitivas. Corrían, aún, tiempos de amateurismo puro, o de aspirantes a una soñada profesionalización sin más dividendos que algún duro bajo mano. Incluso cuando en 1927 nuestro “foot-ball” se declarase estatutariamente profesional, la prohibición de importar extranjeros siguió vigente, por más que sorteando la normativa se hubiera incurrido en algunas trampas. Sólo dos años antes del estallido bélico civil se abrirían fronteras, autorizando la contratación de hasta dos jugadores no españoles por club. Y entonces se quiso ver como estrellas incluso a quienes menos rendimiento lograron proporcionar. Ese papanatismo tan hispano, plasmado en la búsqueda exterior de cuanto abunda en casa, infectaba ya a la pelota y su mundillo.

El marasmo guerra civilista y sus consecuencias, iban a trazar un obligado paréntesis, salpicado por puntuales y poco satisfactorias excepciones, como la del mexicano Borbolla, sin sitio en el Real Madrid ante su carencia de empuje físico. Ya en 1949, como consecuencia del convenio establecido entre Argentina y España, la F.E.F. otorgó a los futbolistas de ese país el derecho a intervenir en nuestras competiciones, por un periodo de tres años y con el límite de 2 en cada club. Transcurridos aquellos tres años, los extranjeros se habían multiplicado sin apenas control. A tal punto llegó el desafuero, que desde la Federación se decidió limitarlos a 1ª División, hasta completar el número de 4, aunque sólo dos pudieran alinearse en cada partido de Liga. La competición copera, en todo caso, quedaba libre de su concurso. En 1953, la Delegación Nacional de Deportes prohibía la llegada de nuevos extranjeros, consintiendo, eso sí, continuasen jugando quienes tuvieran contrato en vigor. Las quejas arreciaron. Tan apretado llegaría a ser el asedio de los clubes al órgano federativo, que en 1956 se pasó del digo al Diego. Ya se podía incorporar 2 foráneos por club, siempre y cuando uno fuese sudamericano. Pero por no variar, dicha reforma pronto se vio quedaba en simple humo. Junto a extranjeros auténticos desembarcaban muchos hijos de españoles, con papeles mayoritariamente veraces. Descendientes de la secular emigración a América, formados como deportistas en Uruguay, Paraguay, Argentina, Chile, Brasil o Venezuela, a la búsqueda de un nuevo Eldorado, puesto que en Europa se pagaba bastante más que al otro lado del Atlántico. El fútbol patrio seguía convirtiendo 3.500 kilómetros de mar en un pasillo muy, pero que muy transitado.

Los falsos oriundos, extendiéndose por nuestro fútbol como una plaga, devinieron en serio problema con implicaciones en la órbita de la F.I.F.A. Así ilustró Mingote aquella desmesura desde las páginas de “ABC”.

El fracaso de la selección nacional en el Mundial de Chile (1962), se quiso ver como nefasta consecuencia de tanta importación mediocre. Si los venidos de fuera no elevaban suficientemente nuestro nivel competitivo, salvo escasas excepciones, y además cerraban el paso a las jóvenes esperanzas, el panorama pintaba mal. En España se pagaba a los futbolistas más que en Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Suiza o Austria, países, todos ellos, con mayor poder adquisitivo que el nuestro. Y cada nueva importación, por ende, representaba una sangría en divisas, siendo entonces tan necesarias para otros menesteres económicamente más provechosos. La prensa, muy maleable, concluyó por hacer suyo el discurso de los tecnócratas gubernamentales y, al cabo, hasta los aficionados al deporte rey acogieron con júbilo el nuevo cerrojazo. A partir del ejercicio 1964-65, ningún nuevo futbolista con pasaporte extranjero dispondría de ficha. Y además, desde el 30 de junio de 1965 los contratos vencidos perdían toda posibilidad de renovación.

Sobrevino a partir de ahí un paréntesis mafioso, turbio y nauseabundo. Temerosos ante el riesgo inflacionista, fruto del estrechamiento mercantil, clubes e intermediarios sin grandes escrúpulos continuaron picoteando por Sudamérica. La búsqueda y captura del oriundo, transformada en safari sin licencia ni reglas, propició el salto del “qué lástima, con lo que apunta este chico y resulta que no tiene abuelos españoles”, al “esto se lo arreglo yo por menos de lo que imaginan”. En cuestión de semanas, muchachos con padres paraguayos, argentinos o uruguayos, cuyos ancestros procedían de Italia, Alemania, Rusia o Francia, encontraban un señor o señora Martínez genuinamente español, colocaban aquel apellido por delante de los demás, y con una célula policial falsificada, copias registrales harto creativas e ingente cara dura, demandaban al consulado español un carnet de identidad y pasaporte. Ya maquillados como españoles, podían aterrizar en Barajas, mostrarse agradecidos ante micrófonos y cámaras por la oportunidad de retorno a la madre patria, y firmar con la directiva de turno. Como mínimo, 35 accedieron ilegalmente a nuestra competición de este modo, hasta 1974, cuando primero el Barcelona, y a continuación, con más denuedo Athletic Club y Real Sociedad, airearon judicialmente tanta putrefacción.

En cierto modo para cauterizar aquella herida ya gangrenosa, Delegación Nacional de Deportes y F.E.F. volverían a abrirse al mercado internacional, tanto en 1ª como en 2ª División, a partir de la campaña 1973-74. Y por no variar, mediante nacionalizaciones exprés, matrimonios concertados con españolas o piruetas circenses, en apenas 4 años algunas entidades pasaron de los 2 extranjeros tipificados, a contar en sus plantillas con seis o siete naturales de Sudamérica. Todo esto ocurría cuando la Asociación de Futbolistas acababa de legalizarse, y entre tanta urgencia parte de los jugadores afiliados vieron en las incorporaciones transatlánticas un problema no menor: además de constituir una dura competencia, con harta frecuencia vulneraban la ley. Lógicamente, aquel empeño sindical tuvo muy en cuenta tantísimo desafuero, y contratacó situando a los foráneos en su punto de mira.

Aunque el número de futbolistas adheridos a su órgano de representación superase pronto los cálculos más optimistas, en setiembre de 1978 seguían existiendo no pocos refractarios. Concretamente hasta entonces, sólo en 1ª División había 101 versos sueltos. Ciento un escépticos, incrédulos o indecisos. Un rebaño de 101 ovejas, mansas a la voz del pastor que cada domingo, puro en ristre, presenciaba partidos desde el palco. Quede, como curiosidad, el siguiente desglose de no sindicados:

Athletic Club de Bilbao .- Rojo I.

C. Barcelona .- Heredia, Mir, Bío, Esteban, Krankl.

Burgos .- Rubiñán, Carreño, Toca, Faubel , López.

C. Celta de Vigo .- Alemany, Jorge, Gelo, Ademir, Carlos, Toledo, Nani, Paco II, García Senra.

C. D. Español, de Barcelona .- Ángel, Orejuela, Abad, Ayfuch, Pavón, Marín, Cayuela.

Hércules, de Alicante .- Deusto, Sala, José Antonio, Albino, Rivera, Ernesto, Carcelén, Aracil, Lalo, Cobos, Saccardi, Lattuada, Kustudic, Verde, Juan, Aguilar.

Recvo. de Huelva .- Villazán, Machete, Ramírez, Zambrano I, Zambrano II.

D. Las Palmas .- Carnevali, Estévez, Noly, Noda, Jorge, Juani, Maciel, Felo, Antonio Jorge.

Real Madrid .- Benito, Sitielike, Jensen. Guerini.

Racing de Santander .- Damas, Monchi, Paco, Rojo II, Mantilla, Barrero, Stefan, Jiménez, Marcos, Piru.

Rayo Vallecano .- Mariano, Marian, Lastra, Astegiano.

Real Sociedad .- Ochotorena, Gajate, Celayeta, Gaztelu, Murillo II.

D. Salamanca .- Piño, Félix, Chaparro.

Sevilla C. F. .- Joaquín, Scotta, Bertoni.

Sporting de Gijón .- Gonzalo, Uría, Abel, Quini, Ferrero.

Valencia C. F. .- Sempere, Timor, Lleida, Bonhof, Kempes, Vilarrodona, Garrido, Recatalá.

Real Zaragoza .- Antich, Mendieta.

En el At. Madrid todos los componentes de su primera plantilla estaban asociados.

Llama la atención el elevado número de extranjeros para quienes el naciente sindicato representaba bien poco. Desde la óptica de muchos futbolistas foráneos, el conocido axioma de “donde fueres haz cuanto vieres”, parecía no contar. Y eso que la AFE distaba mucho de ser organización clandestina. Disponía de enlaces o delegados por todo el territorio nacional, y los capitanes de cada equipo daban cuenta en sus respectivos vestuarios sobre la marcha de proyectos, avances o retrocesos negociadores, y cierres en banda de la patronal. Resultaba imposible permanecer ajeno al bullir asociativo, a menos que no se supiera una palabra del castellano. Y gran parte de los foráneos no asociados lo hablaban perfectamente, aun con acento porteño, santafefino, guaraní o lunfardo.

Por simplificar, repasemos el elenco de extranjeros despegados. Dos en el Celta, R.C.D. Español, U.D. Las Palmas, Racing de Santander, Sevilla y Real Zaragoza. Cuatro  en el Hércules. Tres en el Real Madrid, Valencia y Barcelona. Uno en el Burgos, Rayo Vallecano, Salamanca y Sporting. Los dos clubes vascos no miraban ni de soslayo al exterior, y consecuentemente carecían de fichajes foráneos. Estos datos, sin duda, explican la andanada que desde AFE se enviara al colectivo de emigrantes, máxime cuando tantos jugadores españoles ponían enormes reparos a la imparable invasión. “El fútbol debería ser para los de aquí, para nosotros -sentenció un conocido futbolista de nuestra máxima categoría-. Los extranjeros vienen, se llevan la pasta y nos dejan sus malos modos. ¿Por qué siempre nos toca hacer el primo?”. Corrían, por qué no decirlo, vientos xenófobos.

En agosto, tras varios incumplimientos de la patronal futbolística y múltiples desconsideraciones de Pablo Porta, presidente federativo, la AFE había anunciado un proyecto de huelga para la primera jornada del ejercicio 1978-79. Nadie los tomó en serio, y el diario deportivo “Marca” incluso llevaría a su primera página, en caracteres de gran cuerpo, una declaración del presidente herculino: “Sería la primera huelga de millonarios”.

Los medios de difusión nacionales, acostumbrados a ensordecer conflictos laborales durante el largo paréntesis dictatorial, recibieron las reivindicaciones futboleras con no poca hostilidad. Curiosamente el periódico deportivo de mayor tirada, surgido en San Sebastián durante la Guerra Civil, estrechamente conectado a Falange, no estuvo entre los más severos.

Ante tanto ataque, los futbolistas se apiñaron en falange romana, junto a su sindicato, sin desaprovechar cuantas oportunidades les ofrecieran distintos medios de difusión: “¿Huelga de millonarios?. ¡Qué tontería!”, enmendó a “Marca” Vicente del Bosque, interior del Real Madrid. Leal, un modesto del Torrejón, entonces en 2ª División “B”, tampoco quiso permanecer mudo: “Es la única manera para que se nos haga caso”. Y Mendoza, del Almería acaudillado por Maguregui, enfatizó sin aspavientos: “Las reivindicaciones son justas y claras. No veo a qué viene tanta extrañeza. Ni ésta pudiera ser la primera huelga en España, ni mucho menos la última”. Fernando Vizcaíno Casas, escritor, abogado, asesor jurídico de la F.E.F. y hombre claramente alineado a la derecha, así como experto en asuntos laborales del espectáculo y lo artístico, puso mucho de su parte por mostrarse contundente: “Si hay huelga, será ilegal. Los clubes tendrán derecho a despedir a los huelguistas. Y no entiendo las prisas por llevar a cabo una reunión entre Federación Española de Fútbol y A.F.E.”. Desde el otro lado de la trinchera, el reputado laboralista José Cabrera Bazán, fundamental durante los primeros pasos asociativos del deporte, y andado el tiempo senador por el partido Socialista de Felipe González y Alfonso Guerra, le llevó la contraria sin ambages: “La legislación en materia de conflictos colectivos contempla la posibilidad de huelga. En consecuencia, se iría a ella por causas legales y los clubes no podrían sancionar a sus futbolistas. Además es indignante que Pablo Porta desatienda una resolución del Ministerio de Trabajo”. Otros jugadores, por ende, harían suyos distintos mensajes emanados desde su sindicato: “No creo que haya huelga, porque no nos conviene a nadie”. “Se desconvocará, estoy convencido”. O: “Supongo que la sangre no llegará al río. En el peor de los casos, tendrá que ser la Administración quien desatasque el carro”.

El nacimiento de la A.F.E. fue recogido entre muestras de extrañeza e hilaridad. ¿Podían tener motivos de queja, aquellos privilegiados?. ¿Desde cuándo los ricos necesitaban para su defensa un sindicato?. La visión del humorista Jotauve sería una de las más ingeniosas.

Con huelga o sin ella, la AFE había cometido el error de enredarse en demasiados frentes a la vez. Y el olvido de ese primer mandamiento en cualquier manual de estrategia, acabó llevándose por delante a su cabeza visible, el andaluz Joaquín Sierra, “Quino”.

Tras el gallinero de opiniones acerca de aquella convocatoria huelguista, a partir de octubre los directivos de AFE centrarían esfuerzos en otra lucha difícil, como era la de cerrar el portillo a jugadores extranjeros. Y de entrada mostraron toda su artillería, al expedir un escrito con tres destinatarios: Presidente del Gobierno, ministro de Cultura, y presidente del Consejo Superior de Deportes. Los dos periódicos deportivos madrileños, “As” y “Marca”, muy acertadamente llegaron más lejos, ofreciéndolo a la opinión pública: “El tema es interesante, y hemos pensado que pudiera haber un cuarto destinatario: el aficionado”. Gracias a su filtración, aquel texto no duerme hoy un sueño eterno:

“La Asociación de Futbolistas Españoles quiere hacerle llegar, y poner en su conocimiento, como máximo representante de la Administración española, la postura firme y decidida de los futbolistas españoles que esta organización representa, en el sentido de lograr una solución a la desmedida entrada de profesionales del fútbol extranjeros en nuestro país, y solicitar respetuosamente se busquen las medidas necesarias para evitarlo, respetando los derechos adquiridos a cuantos se encuentren ya enrolados en nuestros clubes”.

Formulada la declaración de intenciones, aquella carta no hurtaba juicios sobre la presumible razón del desorden. A saber, una política federativa abrazada a los clubes más potentes y contraria al interés general, cuyo resultado se traducía en la presencia de más de 300 profesionales no nacidos en nuestro suelo. De esa cifra, 80 competían en 1ª División, siendo titulares indiscutibles unos 50, sobre un total de 198 alineados de inicio cada jornada. Y puesto que nuestra selección nacional se nutría de los equipos encuadrados en Primera, el daño a la misma resultaba evidente. Esos clubes, por otra parte, se veían obligados a ceder la titularidad a sus extranjeros, al constituir inversión preciadísima, rindiesen o no en consonancia. De ese modo se creaba un tapón para que españoles no menos capacitados acreditasen méritos, resultando virtualmente imposible rejuvenecer el equipo nacional. Nada se lograba, por tanto, limitando la edad para competir en 3ª División, cuando los clubes, ante la sobreabundancia de extranjeros, no iban a apostar por valores emergentes, ni aun por los forjados en sus propias canteras. Cerrar puertas a la importación solventaría tamaño sinsentido. Los futbolistas extranjeros, además, desnudaban el andamiaje jurídico vigente, hasta hacerlo insostenible. ¿Sobre qué fundamento se asentaba el derecho de retención, mediante el que los jugadores españoles podían permanecer anclados de por vida a un club, cuando los extranjeros quedaban libres al finalizar su contrato, y nada les impedía ofrecerse al mejor postor?.   

Miguel Ángel Adorno, “oriundo” con papeles falsos, fue de los que puso mucho de su parte por integrarse. Como otros muchos compañeros del vestuario “ché” se asoció a la AFE.

Por otro lado, el descorazonador momento económico de los clubes más poderosos -proseguía aquel largo texto-, con pasivos escalofriantes, era consecuencia de desembolsos exagerados en la contratación de foráneos. Paralelamente, los altísimos devengos pactados con los no españoles, enlodaban la imagen del futbolista nacional, dando por supuesto que todos ellos liquidarían cantidades similares. “Y se puede afirmar que excepto una élite en clubes poderosos -aclaraba el escrito-, los demás profesionales obtienen unos ingresos normales, comparables a los de cualquier profesión media con exigencia de cualificación concreta para realizarla”.

Se incidía también, al desarrollar su punto 9, en el hecho irrefutable de que el fútbol español era muy capaz de dar la cara, “tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, con la utilización de su cantera, como lo hacen Athletic de Bilbao y Real Sociedad de San Sebastián, que en toda su historia no han contado con futbolistas no nacidos en su región”. Además, si con la apertura exterior se buscaba una mejora en la calidad balompédica nacional, después de tantos años incorporando estrellas de indudable nivel, España debería haberse convertido en fortaleza imbatible, circunstancia que estaba lejos de darse.

El punto undécimo buscaba una comparativa externa. En países no exportadores de futbolistas, como Inglaterra o Italia, ya se había procedido a prohibir, casi del todo, contrataciones foráneas. En Italia el cerrojazo era absoluto, y puramente testimonial en la Gran Bretaña. Con respecto a países exportadores, -Holanda, Alemania o Suecia- la adopción de medidas tendentes a impermeabilizar sus fronteras constituiría un contrasentido, pero aun con ello eran pocos los fichajes procedentes del exterior. España ofrecía la otra cara de la moneda: mucha importación y ausencia de exportaciones, lo que a la postre se traducía en fracaso. Bastaba ver el rendimiento de Inglaterra, Italia o Alemania en el fútbol de selecciones, y compararlo con el de “la roja”, para advertir dónde estaban haciéndose bien las cosas y dónde no. Cara al próximo Mundial, a celebrar en nuestro suelo el año 1982 -proponía el punto 12º-, “parece aconsejable, a todos los efectos, buscar el mayor éxito; una actitud rígida y definida frente a este problema, puede ser decisiva”.

Así plasmó el humorista Sir Cámara uno de los fiascos tan habituales en nuestra selección durante los años 70, sistemáticamente achacados a la sobreabundancia de importaciones extranjeras.

La más dura andanada contra la F.E.F. se concentraba en el punto 13º, al argüir que la limitación de entrada a futbolistas extranjeros debía fundamentarse en “la normativa laboral, que en cualquier caso ha de primar sobre normas de ínfimo rango, como son las emanadas desde la Federación Española de Fútbol”. Conviene recordar que entonces ninguna empresa española podía contratar súbditos extranjeros, sin acreditar la inexistencia de personal autóctono suficientemente preparado para el puesto a cubrir.

En su último apartado, la A.F.E. apelaba al poderoso caballero que siempre fue Don Dinero, y más, si cabe, en aquel momento, con una balbuciente democracia pugnando por arraigar, incertidumbre con respecto al futuro, traducida en ingentes salidas monetarias hacia Andorra, Suiza, Luxemburgo y Liechtenstein, inflación galopante, desplome bursátil y serios problemas de endeudamiento a un costo poco menos que inasumible. Apelar a la pérdida de divisas, en semejante contexto, venía a ser como llevarse a la boca las trompetas de Jericó: “Esta situación está produciendo una salida de divisas que, aun cuando en el contexto de la economía española no sea fundamental, dentro del balance sectorial presenta una balanza desequilibrada, aparentemente poco recomendable en la situación económica actual”.

Aquellas cartas concluían con un mensaje relativamente conciliador, dirigido a cuantos foráneos poblaban nuestra Liga: “No obstante lo manifestado, la Asociación de Futbolistas Españoles solicita sean respetados todos los derechos adquiridos de nuestros compañeros extranjeros”.

La publicación del documento completo coincidió, además, con una rueda de prensa en la sede del sindicato futbolístico. Y durante la misma su asesor legal, José Luis Carceller, dio la impresión de quedarse a gusto: “Porta está destrozando el fútbol español -dijo, entre otras lindezas-. Es el «amateur» más incompetente que he conocido”. Salía al paso, así, de las desafortunadas declaraciones que el presidente federativo acababa de realizar en Gijón, durante una visita a las instalaciones deportivas de Mareo. Y por si su intención no hubiese quedado clara, añadiría aún: “Porta es un dictador nato, sin idea sobre colegiaciones ni regímenes jurídicos. Debo recalcarle que, como profesional que soy, recibo mis honorarios de la AFE, aunque nunca en la cifra de cinco millones insinuada. Que el señor Porta se deje de insultos personales”

Siendo tan considerable el porcentaje de extranjeros, oriundos y nacionalizados en las dos categorías más profesionales, se antojaba poco inteligente propiciar luchas intestinas.

No todo cuanto recogían las cartas de AFE era cierto. Los clubes bilbaíno y donostiarra sí tuvieron futbolistas nacidos lejos de su región, en época de profesionalismo. Bastantes, además, por cuanto respectaba a la Real Sociedad, y algunos relativamente próximos. Cuando a principios de los 60 el portero Araquistain fue traspasado al Real Madrid, llegaron cedidos hasta el viejo Atocha Chus Herrera, infortunado y muy prometedor asturiano, el interior andaluz Villa, luego componente en la Romareda de “Los Cinco Magníficos”, y el internacional sueco Simonsson. Antes, por ejemplo, habían vestido de blanquiazul algún portugués, franceses, o entre los nacionales no vascos, José Luis Pérez-Payá, natural de Alcoy (Alicante), futuro presidente de la F.E.F. Y cuando los donostiarras reconquistaron la máxima categoría, mediados los años 60, el catalán Silvestre aportó no pocos goles a los blanquiazules desde su puesto de ariete, las tardes que no se alineaba el “tanque” Arregui. Lo de medir con un “casi” la escasez de fichajes extranjeros en Inglaterra, tampoco parecía moneda de buen cuño. Y esos puntos flacos fueron puestos en tela de juicio desde un editorial de “Marca”, firmado por su subdirector, Carlos Méndez, habitualmente oculto bajo el seudónimo de “Cronos”.

Ben-Barek, marroquí que incorporase el At. Madrid desde el fútbol galo, en tiempos de necesidad, apagones eléctricos, pertinaz sequía y estrictos controles al pago en divisas. No todos los extranjeros de los 50 llegaron de América, como acredita la circunstancia de que el club “colchonero” contase también con Marcel Domingo (francés), o el menudo Simonsson (sueco).

“Todo lo que cuenta AFE está dicho hasta el hartazgo, aunque sin ningún éxito”, arrancaba. E incidía, a renglón seguido, en el error de considerar al mexicano Borbolla, “primero en no enseñar nada”, como el extranjero que inaugurase la invasión a nuestro deporte rey. Más acertado estaba al poner en solfa “el dineral que cuestan, el trato de excepción que reciben desde un orden jurídico”, los llegados de fuera. Y daba la razón al sindicato en lo relativo a la selección nacional, por esos días fuente de incontables decepciones: “Con extranjeros tuvimos dos selecciones. A una la dejó Suiza en la cuneta -estaban Kubala y Di Stefano entre ellos- y la otra fue apeada en Chile por Checoslovaquia, con hombres como Santamaría, Eulogio Martínez, Puskas… No sirvieron, pues, ni para dar un título vergonzante a España, pero tampoco dejaron escuela. A ver, ¿quién se parece a Di Stefano o Puskas, o a Ben-Barek, por citar algunos de los que dieron espectáculo, dinero y triunfos a sus clubes?”.

Desde la presidencia de gobierno parece que el escrito de la AFE fue reexpedido hacia el Ministerio de Cultura, que también englobaba Deportes, con copia a la D.N.D. El Delegado Nacional de Deportes, sin lavarse las manos del todo, desvió cualquier interlocución hacia su segundo. Y la F.E.F. presidida por Pablo Porta, una vez más podía darse el lujo de permanecer al margen, en su papel de Don Tancredo, felizmente pertrechada tras un muro de inanidad.  

Blandir el hacha, como acababa de hacer el sindicato futbolístico ante la bien nutrida masa de extranjeros, oriundos y nacionalizados, comportaba riesgos no pequeños. Frente a sus miembros se alineaba una patronal unida, una Federación tan todopoderosa como silente, y unos poderes públicos atenazados por asuntos muchísimo más serios. El número de sometidos a un futuro incierto si se llevara a cabo el cerrojazo importador, distaba mucho de ser baladí, como justifica el cuadro anexo. Únicamente faltaba que el colectivo de futbolistas se viera sacudido por una erupción de disensos. Y eso fue cuanto a punto estuvo de ocurrir.

FUTBOLISTAS NO NACIDOS EN ESPAÑA, LA TEMPORADA 1978-79

El 1 de noviembre trascendió que dos futbolistas del Real Madrid, los argentinos Enrique Wolff y Roberto Martínez, acababan de darse de baja en la A.F.E. Roberto Martínez, con mucho que callar, prefirió hacerse el mudo. Wolff, en cambio, daría la cara ante los medios: “Todo parte de una declaración oficial, efectuada por la Asociación -dijo-. Como no estaba de acuerdo con lo expresado, escribí a su presidente, quien me ha dado la callada por respuesta. Coincidió también con mi opinión Roberto Martínez, como lo demuestra el hecho de haberse dado de baja igualmente. Que nadie piense estoy en contra de los futbolistas españoles, aunque discrepe con quienes dirigen la Asociación. Supongo que mi baja no me perjudicará para seguir jugando aquí. En definitiva, considero que la Asociación ha dejado de resolver una serie de problemas, como el límite de edad, el derecho de retención para los españoles, y ni siquiera ha tacado algo tan importante como la creación de instalaciones donde los niños puedan jugar al fútbol”.

Con menos palabras: ambos se habían visto señalados, y no estaban dispuestos a sufragar una causa que pudiera abocarlos a tomar un avión rumbo a Buenos Aires. Aunque de cualquier modo, lo de Roberto Martínez era para pincharse y no sangrar.

Roberto Martínez, falso oriundo que incluso representó a España internacionalmente. Ramón Melcón destapó su fraudulenta entrada, adjudicándose un padre postizo. Tenía tanto que callar como motivos de agradecimiento a sus compañeros de profesión, por no echar leña al fuego. Y sin embargo se las dio de digno cuando desde la AFE trataron de impulsar medidas tendentes a controlar el flujo importador.

Había llegado a España contratado por el barcelonés R.C.D. Español, como oriundo de pacotilla, con papeles falsificados y mentiras insostenibles, cuando por fin pudieron desenmascararlo. Como español de pega fue cinco veces internacional, y aunque siguiera negando lo evidente, tuvo que ser la Federación Española quien bajo mano pactase con UEFA y FIFA un perdón encubierto, tanto para él como para el extremo valencianista Rubén Valdez. Aquel compromiso negro, arrancado en evitación de un escándalo mayúsculo, comprometía a la F.E.F. a no alinear nunca más con “la roja” a esa parejita. Roberto sería traspasado al Real Madrid por 15 millones de ptas., cantidad nada desdeñable para la época, y lo más abracadabrante, en su caso, es que falsificó papeles sin ninguna necesidad, pues sus progenitores procedían de la población leonesa de Villaguilambre. Nadie le impidió seguir compitiendo en nuestros torneos, cuando debió pechar con una condena por falsificación documental y, cumplida la misma, ser conducido hasta el aeropuerto más próximo. Después de 6 campañas como “merengue” retornaría al R. C. D. Español durante el verano de 1980, para desarrollar dos nuevos ejercicios. En total 11 temporadas degustando el fútbol ibérico sin merecerlo, y se permitía el lujo de ver en la AFE una amenaza personal.

Esas dos desvinculaciones, unidas a cuanto Enrique Wolff transmitiese a la prensa, hicieron ver en el sindicato la necesidad de cauterizar heridas, en evitación de una mayor hemorragia. La AFE vivía prácticamente descabezada, desde que “Quino” anunciara su propósito de dimitir. Y en tanto tomaba las riendas asociativas Juan Manuel Asensi, fue el asesor jurídico del sindicato, José Luis Carceller, quien actuara como portavoz:

“No entraremos en polémica con ellos -aseguró-. Aunque creo enfocaban erróneamente nuestras peticiones, puesto que vamos a defender a estos jugadores si el año próximo sólo pudieran competir dos extranjeros. Vamos a luchar contra la posibilidad de que muchos clubes opten por despedir a parte de sus futbolistas. Lo único que solicitábamos es que se imposibilite la entrada masiva de futbolistas procedentes del exterior, que en muchos casos no pasan de medianías”.

Paralelamente, el abogado Cabrera Bazán redactó una carta dirigida a los dos madridistas, donde junto a todo tipo de explicaciones les aseguraba tendrían siempre abiertas las puertas de la Asociación, para cuanto pudiesen necesitar.

Rubén Valdez, muy buen extremo que nunca debería haber ingresado como “oriundo” en nuestro fútbol, y menos aún formar en la selección española, a tenor de la normativa vigente. Se integró en la AFE y jamás tuvo problemas con sus compañeros de profesión.

Al menos en lo económico marchaban las cosas viento en popa para los futbolistas agremiados. El 23 de noviembre de 1978 se cerraba un primer año espléndido con superávit próximo a los 10 millones de ptas. Había casi 1.700 jugadores asociados y la práctica totalidad, además, acababa de ceder al sindicato sus derechos de imagen para cualquier explotación comercial. Sólo 11 meses los separaban del 24 de enero, cuando ante 500 futbolistas, la 1ª Asamblea del organismo aprobase por aclamación un presupuesto de 21 millones raspaditos. En el área reivindicativa, por el contrario, pintaban bastos, pese a la complicidad que algunas de sus demandas hallaran en el C.S.D., entre ellas la relativa a limitar el número de extranjeros.

Las reuniones del Consejero con presidentes de clubes y Pablo Porta, acabaron bastante mal. Aquellos presidentes podían ser simples nobles ante su “monarca”, pero tal como hicieran ocho siglos antes otros nobles castellanos ante su rey, se atrevieron a plantar cara. Nadie dijo aquello de “tú más que yo, mi rey; aunque todos nosotros juntos, mucho más que tú”. No hizo falta, porque el Consejero Superior de Deportes era hombre listo y supo entenderlo, por más que tampoco hubiese gran unanimidad entre los presidentes. Vicente Calderón, por ejemplo, buen conocedor de los balances “colchoneros”, careció de pelos en la lengua al afirmar, rotundamente: “Hay que cerrar la importación”. Su colega del Hércules alicantino, por el contrario, con 7 nacidos fuera de España en su plantilla, adujo que gracias a la importación aquellas diferencias siderales entre clubes grandes y pequeños, tan propias del pasado, llevaban camino de convertirse en historia. “Mataremos el fútbol como no se ponga freno a este disparate”, terció el presidente de la Real Sociedad, más temeroso, quizás, ante el posible derribo del derecho de retención, que por la sobreabundancia de extranjeros. Y es que sólo aquella vieja norma esclavista mantenía en San Sebastián a jugadores con tantas “novias” como Arconada, Zamora, López Ufarte o Satrústegui.

LAS 34 INCORPORACIONES EXTRANJERAS DE 1975-76 Y SU COSTO POR TRASPASO

Finalmente el 15 de febrero de 1979, durante un almuerzo de trabajo en la sede del I.N.E.F., cobrarían cuerpo los nuevos postulados con respecto a jugadores extranjeros, a partir del primero de junio, sintetizados en el cuadro anexo. Una derrota parcial para la A.F.E., victoria pírrica para clubes con el punto de mira apuntando a Paraguay, Argentina, Chile o Montevideo, y amargura para Benito Castejón, voz del Consejo Superior de Deportes, quien se disculpó con humildad ante los periodistas: “No estoy de acuerdo, pero…”

Normativa teóricamente aplicable a partir de junio de 1979, en materia de futbolistas extranjeros. Sirvió sobre todo para acelerar nacionalizaciones, e incluía un indulto encubierto, tanto para quienes hubieren lucido la camiseta internacional española sin ser realmente españoles, como para la propia F.E.F.

Pablo Porta, en su particular y lejana galaxia, volvió a mostrarse complacido: “Aquí no ha ganado nadie”, dijo, cuando probablemente pensara algo así como: “Por lo menos yo no he perdido”. Más atento a la tajada que al plato, aprovechó la ocasión para lanzar un aviso al ente RTVE, entonces dueño exclusivo de las imágenes que todo español podía ver en los televisores: “Si la tele no paga, no habrá partidos televisados de la selección”. Como si el dueño de la selección nacional fuese la Federación que presidía. Alguien tal vez debiera haberle explicado que el equipo nacional sólo representaba a su federación en las distintas competiciones, que era patrimonio español, no en vano aquella Federación se sufragaba con grandes cantidades de dinero público.

Los clubes -todos, excepto Real Sociedad y Athletic- continuaron haciendo trampas, forzando voluntades en una guerrilla de desgaste, hasta dejar en agua de borrajas los acuerdos adoptados. ¿Se podía, acaso, limitar derechos a cualquier español, aunque hubiese nacido al otro lado del océano?. Porque eran españoles los oriundos, o quienes como tales fuesen aceptados por la Federación. Y lo mismo cuantos se hubieran nacionalizado por la vía rápida, casándose con una española o aprovechando el carril más lento, transcurridos un par de años desde su llegada. Disponían de pasaporte y carnet de identidad, votaban cuando se llamaba a las urnas, contribuían al erario público con sus impuestos. De poco servían reflexiones tan acertadas como la de Antonio Manuel Zambrano, neófito en 1ª División con un Recreativo de Huelva donde ejercía su estrellato el ya veterano mundialista uruguayo Espárrago. “¡No saben el daño que a nosotros nos hacen los extranjeros!. Lo único que han logrado es elevar los sueldos”.

Bueno, pudiera pensar alguien; al fin y al cabo, menos daba una piedra.

Si Pablo Porta y sus presidentes de clubes creyeron haber acallado para siempre a los futbolistas, se equivocaban. Con la elección de Asensi como sustituto de “Quino”, el asunto de los extranjeros fue quedando en segundo plano. Antes, se quiso fijar tres metas: 1ª.- Alcanzar un convenio colectivo con la patronal, rango que en opinión de los futbolistas venía a representar la F.E.F. 2ª.- Ver derogada la limitación de edad para competir en 3ª División, entonces categoría semiprofesional, puesto que de sólo 4 grupos acababa de pasar a 6. Ello implicaba enterrar el proyecto personal de Porta donde se establecían 300.000 ptas. anuales como límite salarial para el amateur compensado. Y 3ª.- Establecimiento de una ordenanza laboral, sobre la que el ministerio de Trabajo parecía ser único competente. Hartos de dilaciones y pasecitos en corto, la cúpula de la A.F.E. optó por un golpe de mano. Y por fin el 27 de febrero, con 65 votos a favor, uno en contra y otro en blanco, los delegados de la Asociación acordaban su segunda convocatoria de huelga. Probablemente actuaran como desencadenante unas inoportunas palabras de Pablo Porta, pronunciadas el día 8, que a los jugadores se les antojó puro paternalismo, desconsideración y ninguneo: “Los de la AFE son buenos chicos. Ya verán como no hay ni huelga ni nada”.

La incapacidad de Pablo Porta para negociar cualquier cuestión, quedó muy de manifiesto en seguida. Así lo caricaturizó Trallero, en “Nuevo Diario”, ante un Consejero Nacional de Deportes con muchísima más cintura. Porta se resistía a entender que ya no imperaba el ordeno y mando.

Aquel 27 de febrero de 1979, portavoces de la Asociación concretaron que sólo desconvocarían su huelga si se publicaba su ordenanza laboral, quedaba en nada lo del amateurismo compensado, y de inmediato se iniciaban las negociaciones con los clubes. Juan Manuel Asensi, interpelado por los periodistas, respondió: “Espero y confío que no haya huelga. No sería buena para nadie”. Un presidente de club, tomando el rábano por las hojas, emponzoñó más la cuestión haciendo el coro a Pablo Porta: “Ya están arrepintiéndose. Empiezan a darse cuenta del lío en que se han metido”. Quizás porque otros mandatarios no confiaran mucho en Pablo Porta, acordaron almorzar con Benito Castejón (C.S.D.) el miércoles, a cuatro días de que el balón se paralizase. Porta, enredado en sus ensoñaciones, después de recibir a Pacheco y Robi, miembros de la directiva sindical, comía con Vicente Calderón, presidente de ambos jugadores, y cenaba con Luis de Carlos, a la sazón cabeza del club “merengue”, todavía en rodaje. Confiaba ciegamente en el poder de los grandes capitalinos para destripar la convocatoria huelguista. Monumental error estratégico, que abría de ponerlo en la picota.

No, la segunda convocatoria del huelga acordada por los delegados de A.F.F. nada tuvo de broma.

Basta repasar las múltiples opiniones vertidas durante aquellos días por presidentes, gestores de clubes y directivos, para entender hasta qué punto se hacía inevitable el choque de trenes:

“Un tremendo error por parte de sus promotores” (Vega Arango, Sporting gijonés).

“Es una huelga inoportuna. Me parece que a los clubes nos toca hablar ya bien clarito” (Luis De Carlos, Real Madrid).

Medida improcedente y precipitada. Los jugadores me han sorprendido, porque sus argumentos no están en la realidad” (Vicente Calderón, At. Madrid).

“Los jugadores han arruinado el fútbol, no sólo en 1ª División, sino en todas las categorías. La generosidad de los clubes ha ido más allá de sus posibilidades económicas. El hecho de que los extranjeros queden libres al concluir sus contratos constituye una incomprensible concesión, y de ahí vienen estos lodos. Ya ven, después de haberles dado 10 ó 12 millones de ptas. por año, estos señores se declaran en huelga. Magnífico” (José Luis Núñez, Barcelona).

“No, no me parece procedente” (Francisco Encinas, Rayo Vallecano).

“Esta huelga, si se produjera, sería ilegal. Y los clubes estarían en su derecho de rescindir contratos” (Manuel Meler, R.C.D. Español).

“Se han equivocado. Los futbolistas se llevan todo el dinero de este deporte, razón sobrada para obrar en consecuencia” (José Luis Orbegozo, Real Sociedad).

“Para mí, los futbolistas deberían ser considerados trabajadores, y como tales con derecho a declararse en huelga. Lo que no entiendo es que los modestos, los que pudieran tener más razones, no estén significándose. Confío que el parón no se lleve a cabo” (Antonio Muñoz Lozano, Recreativo de Huelva).

“Se arreglará. Pero si no fuere así, y se sometiera a votación comparecer con jugadores aficionados en 1ª y 2ª División, nosotros estaríamos en contra. Constituiría una burla a ojos del aficionado” (Manuel Bernal, Granada).

“El fútbol será el más perjudicado” (Martínez Valero, Elche).

“No hay que asustarse demasiado, pues lo que verdaderamente tendrá valor será la decisión conjunta de los clubes” (Salvador Gomá, gerente del Valencia).

“Un golpe mortal para el fútbol. En el peor momento y cuando más nefastas pueden ser las consecuencias” (Federico Brinkmann, C. D. Málaga).

“No estoy de acuerdo. Máxime, cuando nos visitará el Oviedo, el día que podríamos hacer una gran taquilla” (Fernández Lobato, Cultural Leonesa).

“Una decisión precipitada, que pudiera acarrear drásticas consecuencias en el futuro” (José Mª Zárraga, gerente del Deportivo Alavés).

“Que yo sepa, el fútbol todavía es un deporte. Y sus reglas no son las del Ministerio de Trabajo, sino de la Federación” (García Pena, C. D. Lugo).

“Ir contra los clubes constituye una equivocación de imprevisibles consecuencias, sobre todo para los jugadores. El fútbol resulta carao. ¿De dónde esperan sacar más dinero?. Porque el aficionado ya no da más de sí” (Aguayo Lorente, Palencia).

Algunos extranjeros, hasta hacía bien poco en el centro de una diana, también quisieron manifestarse:

“Aunque a mí, como extranjero, el problema no me afecte mucho, apoyaré a mis compañeros. Esto no lo había conocido en la Bundesliga, y me gustaría que las cosas se arreglasen” (Stielike, R. Madrid).

“Creo que no ha quedado más remedio. Desde el verano lo hemos puesto todo de nuestra parte por conseguir acuerdos. Y esa buena disposición nunca se vio correspondida” (Kempes, Valencia).

El argentino González (Rayo Vallecano y At. Madrid), español “por ovarios” según caricatura de Cronos en 1979.

“Me identifico con la postura. Aunque la decisión esté tomada, pienso que al final habrá acuerdo y no se perjudique al espectador. Porque el que paga tiene derecho a exigir” (Luiz Pereira, At. Madrid).

 “Espero que mañana se alcance un acuerdo, porque lo que se busca es defender intereses de los más débiles. La culpa hay que achacársela a la Federación, por no abrirse al diálogo. No nos han tomado nunca en serio y su actitud ha sido provocadora”. (Jorge D´Alessandro, U.D. Salamanca).

Donde más drásticas parecían las posturas era escalones abajo, en 2ª División “B”, con tantos modestos soñadores de gloria, aferrados a una paupérrima realidad e inmersos en problemas de cobro:

“Nos estaban tomando el pelo. Será difícil acordar algo antes del domingo, aunque tampoco imposible” (José Miguel, futbolista del Zamora). “La huelga debería ser indefinida, ya que no se puede consentir tanta tomadura de pelo. Hemos buscado el diálogo, sólo para que el Sr. Porta nos considere «unos buenos chicos». Ya era hora de que los futbolistas nos uniésemos, y de una vez pidamos, de forma clara y rotunda, nuestros derechos. Estoy a favor de la huelga, sin ningún género de duda” (Munguía, jugador del Torrejón).

La suerte estaba echada. Aunque desde las poltronas de 1ª División y muchas de 2ª se diera por descontada una pérdida de fuelle en el seno de sus plantillas, el Patronato de Apuestas Mutuas, es decir el organismo regulador de las quinielas, otro posible gran perjudicado, tomó medidas para que, puestos en lo peor, la sangría no resultara excesiva. Lo que había empezado como defensa del producto futbolístico nacional, derivaba hacia un conflicto de proporciones insospechadas. Y si Pablo Porta saldría de él muy tocado, los clubes, no sintiéndose representados, comenzaron a segar el césped a ras de aquella Federación, constituyendo un ente asociativo propio, capaz de medirse con sus futbolistas. Parte del antiguo poder emanado de la calle Alberto Bosch, se diluía.

Los futbolistas, por una vez, estaban dispuestos a salirse con la suya.

Aquella incipiente y todavía temblorosa democracia, comenzaba a morder los dobladillos del fútbol, una actividad que, como el ejército, la banca y determinados jerarcas del ámbito empresarial, aparentaba seguir instalada en un pretérito con aroma a alcanfor. Por de pronto, el balón y sus más directos protagonistas acababan de lanzar su órdago, con muy buenas cartas.




El nacimiento de la AFE

El 26 de febrero de 1976 fue día clave en la lucha de los futbolistas por conformar su sindicato, aunque en el seno de la propia AFE parezcan haberlo olvidado. Después de muchas idas y venidas, reuniones de vestuario, debates en el seno de las distintas plantillas aprovechando desplazamientos -por esa época todavía en autobús o tren Talgo-, los profesionales del cuero pudieron reunirse en el Palacio de Exposiciones y Congresos madrileño, con la decidida intención de dar un paso de gigante.

Franco había fallecido el 20 de noviembre del año anterior, y aunque la gobernanza nacional continuaba en manos del Régimen, éste seguía sin reponerse del durísimo golpe que representara el asesinato de Luis Carrero Blanco (20-XII-1973), presidente del gobierno y futurible “heredero” del poder, siquiera en la sombra. Por las costuras gubernamentales escapaban hombres con pedigrí político, convencidos de que el porvenir exigía apertura al exterior, un nuevo orden de puertas adentro, y democracia real, no ese sucedáneo insípido al que otrora, sólo por despistar, colgasen el apellido de “orgánica”. Otros cantaban el Cara al Sol, recuperando del pasado remoto saludos brazo en alto, se conjuraban como guardia pretoriana de Cristo Rey, o hacían de la intransigencia moral, canónica e ideológica, su nuevo santo y seña. Una mayoría silenciosa, aún dubitativa, parecía evaluar la conveniencia del borrón y cuenta nueva. Eran, en parte, hijos de franquistas más o menos devotos, a los que el desarrollismo sesentero convirtió en contestatarios, tanto en talleres y fábricas, donde a intervalos podían oírse mensajes “revolucionarios”, como en la Universidad, por cuyos campus y claustro circulaban libros “malditos”, tipo “El Capital”, poemarios de Neruda o novelas con grandes dosis de vitriolo, firmadas por Dashiell Hammett (“Cosecha Roja”), Raymond Chandler (“El largo adiós” o “El sueño eterno”), Pul Cain (“El bribón”), Horace McCoy (“¿Acaso no matan a los caballos?” o “Los sudarios no tienen bolsillos”) y Jhon Steinbeck (“Las uvas de la ira”). Para cosechar frutos había que agitar el árbol. Y muchos futbolistas lo hicieron.

Johan Cruyff ya había dado cumplidas muestras de su carácter reivindicativo en Holanda, y aquí tampoco se inhibió cuando sus compañeros de profesión decidieron constituir un sindicato. Tanto él, como otras prestigiosas estrellas, eran conscientes de que cualquier posible logro probablemente no les alcanzaría. Y aun así pusieron su imagen y representatividad al servicio de los menos favorecidos.

Los clubes de categoría nacional (118) habían recibido la pertinente invitación a enviar un delegado, elegido democráticamente, a ser posible, entre cuantos conformaban cada plantilla. No todos se desplazaron. El miedo a hipotéticas represalias, la incertidumbre, y el engorro del desplazamiento, redujo la concurrencia a 61: poco más del 50 %. Pero aun con todo, la reunión prevista para las 4 de la tarde daría inicio con 17 minutos de retraso. En la presidencia, Amancio Amaro (Real Madrid), y José Ángel Iribar (At. Bilbao), representantes de los jugadores en la Federación. Entre ambos, el abogado y antiguo futbolista José Cabrera Bazán, defensor de varios hombres con camiseta y pantalón corto en litigios profesionales, adalid de la causa, reconocido catedrático de Derecho Laboral, y más adelante político sin pelos en la lengua, amén de incómodo “Pepito Grillo” para Felipe González, líder del PSOE. Por no hacer interminable el listado, había allí muchos rostros reconocibles: Cruyff y Rifé (Barcelona), De Felipe (Español), Salcedo (At Madrid), Enrique Lora (Sevilla), Barrachina (Valencia), Martínez (Real Sociedad), Irazusta (Zaragoza), Alfonseda (Elche), Villar (At Bilbao), Sabaté (Betis), Miguel Ángel (Real Madrid), Baena (Hércules), César (Oviedo), Huerta (Salamanca), Macías y Martínez (C. D. Málaga), Aramayo y Artero (Rayo Vallecano), Serena (San Andrés), Lizarralde (Valladolid), Rodilla (Celta), Mariano (Mallorca), o Bordons (Moscardó). Algunos, capitanes indiscutidos en su vestuario. Otros, como Ángel María Villar, futuro presidente de las federaciones Vizcaína y Española, virtualmente licenciado en Derecho.

Poco llegó a saberse acerca de lo tratado, porque el cónclave tuvo lugar a puerta cerrada. Algo que a los medios informativos sentó muy mal. “Recurrieron a la tan democrática y aperturista (?) política -se escribió en “Marca”-, haciendo que los informadores se armaran de paciencia y sentido de la profesionalidad, aguardando durante tres horas su término”. Precaución más que necesaria, en todo caso, por mucho que a la prensa le costase entenderlo. Sólo faltaba que cada club supiese cómo se expresaron los suyos, el tipo de “trapos sucios” aireado, o la estrategia a seguir contra unas entidades empeñadas en preservar su cacicazgo. Finalizada la reunión, Cabrera Bazán ejerció de portavoz ante los muchos reporteros congregados.

“Se ha acordado acudir al Ministerio de Trabajo para plantear la adscripción a la Seguridad Social, si bien en régimen especial y con reglamentación adecuada a la actividad -dijo-. Y también al Ministerio de Relaciones Sindicales, a fin de gestionar la sindicación. Todo esto se llevará a cabo de inmediato. Yo ahora regreso a Sevilla, dispuesto a trabajar ininterrumpidamente. He apreciado en los asistentes gran solidaridad. Incluso se ha pensado que estas peticiones incluyan a los jugadores amateurs”.

Algún informador apuntó la posibilidad de que se hubiera planteado mirar hacia el exterior. Johan Cruyff, capitán del Barcelona, disponía de datos relativos a Holanda. Y además venía hablándose de que Amancio e Iribar pensaban trasladarse a Portugal, con idea de estudiar sobre el terreno la situación lusitana. “En efecto -reconoció el jurista-. Tenemos intención de contactar con otros ordenamientos del exterior. Y en tal sentido, por su componente socioeconómico es Italia quien más puede asemejarse a nosotros”.

Al ser inquirido sobre si se abordó la eventualidad de impedir la llegada de jugadores extranjeros, el otrora futbolista manifestó que no era cuestión de correr tanto. La consideración del jugador de fútbol como trabajador constituía meta primordial. Pudiera ser diferente cuando, logrado el sindicato, se negociaran convenios colectivos. Ese, quizás, fuera punto a incluir en ellos. Sus palabras, claro, desataron algún revuelo. Desde que en 1974 se abriese el portillo importador, con el límite de dos foráneos por club, se venían produciendo abusos. Bastaban dos años para que cualquier sudamericano accediera a la nacionalidad española. Eso si no se casaba con una súbdita de nuestro país, en cuyo caso obtenía la españolidad “por ovarios”. Junto a quienes llegaran como extranjeros había que añadir los abundantes “oriundos”, parte de ellos con documentación que en breve iba a demostrarse falsificada. Cabrera Bazán, consciente de haber sembrado la primera brisa de una futura tormenta al referirse al convenio colectivo, quiso mostrarse conciliador:

“No existe animosidad por nuestra parte, ni contra los clubes, el órgano federativo, o la Delegación Nacional de Deportes, aunque puedan darse roces. Lo que procuramos es dar la debida seriedad a unos ordenamientos jurídicos trasnochados, con validez si acaso hace cincuenta años, pero no en la actualidad”.

El régimen especial de Seguridad Social también suscitó dudas. Existía ya uno para los toreros, otros para trabajadores del mar, del campo… El de los futbolistas debía semejarse al de los hombres de luces. Además, una vez con cartilla sanitaria todas las gentes del balón, el futuro de la Mutualidad se antojaba más que en entredicho. A ese respecto, el compareciente tampoco quiso hablar de disolverlo: “Se transformará, probablemente; pudiera ejercer una labor complementaria”.

Pero el punto estrella para los futbolistas desde hacía un quinquenio, emparejado a la sindicación, tenía que ver con el derecho de retención. Preguntado sobre el particular, Cabrera no anduvo con rodeos: “Desde luego ha de conseguirse una mayor igualdad entre clubes y futbolistas. Los contratos no pueden tener de facto una validez de por vida. Eso resulta absurdo”.

Asamblea de la AFE. José Manuel, Villar, Quino y Asensi, futbolistas reconocibles en la mesa presidencial. Un viejo proyecto cobraba tintes de realidad.

Las líneas maestras estaban trazadas. Y dado el punto de partida, lastrado por el inmovilismo de unos y el espíritu de lucha de otros, todo parecía indicar se avecinaba una notable conflictividad. De aquella reunión se salió con un inicial nombramiento de cargos, punto, por cierto, al que la prensa concedería escaso interés. Fueron éstos, al margen de la asesoría jurídica en manos del andaluz Cabrera Bazán: Iribar y Amancio, portavoces. Joaquín Rifé secretario general. Isacio Calleja, ya licenciado en Derecho, procurador. Y como responsables de comisiones con distribución territorial, Ángel Mª Villar (Athletic), Vales (Coruña) y Arturo (Ferrol), en la zona Norte; Artero (Rayo Vallecano), Huerta (Salamanca), González (Carabanchel) y alguien de Las Palmas pendiente de determinar, ante la inasistencia de canarios, en el área Centro; Chirri (Granada), el burgalés Martínez (C. D. Málaga) y Ravelo (Xerez), en Andalucía; De Felipe (Español), Hachero (Tarrasa), Ruiz Abellán (Murcia) y Abete (Manresa), en la región catalano-levantina.

Quedaba por ver cómo se tomaban los clubes una situación tan novedosa, y por fin trazada con la imprescindible seriedad. Previendo, tal vez, la belicosidad de los futbolistas que ya llevaban largo tiempo revueltos, las entidades habían creado su propia Agrupación Sindical, presidida desde diciembre por Arturo Manrique. Un organismo que ni siquiera había comunicado sus líneas maestras de actuación. Cogido con el pie cambiado, su máximo responsable, dos días después de la reunión de jugadores, anunció trasladar en breve el programa de dicho órgano. Pero antes tuvo que dar algunas respuestas: “Si bien comenzamos la andadura en diciembre, aún no hemos tenido ningún tipo de actividad. Llegaron las Navidades, los Reyes, y no ha habido tiempo de llevar nada a la práctica. Ahora nos empujan desde abajo”.

A Manrique lo había presentado el At Madrid. Aunque la vicepresidencia recayó en el Real Madrid, los “merengues” renunciaron, desviándose entonces ese cargo a manos de Fernando Alonso, máximo mandatario del Real Valladolid. La constitución de junta se hizo esperar hasta mediados de enero. Dicha agrupación, integrada en la Unión de Empresarios de Espectáculos (sindicato vertical), daba por sentado que los futbolistas, afianzada su propia agrupación, habrían de figurar en la Unión de Trabajadores (mismo órgano vertical). Claro que a ese respecto se equivocaban. Cabrera Bazán, convencido de que en España iban a cambiar muchas cosas, apostaba por una apertura democrática con libertades y pluralidad sindical. Soñaba con un sindicato propio, o en su defecto asociado a cualquiera de los que pudiesen emerger. En algo, empero, coincidían tanto los futbolistas como la Agrupación de Clubes: en el establecimiento de unos contratos de trabajo tipo, en debatir lo relativo a Seguridad Social, y sobre la necesidad de sindicación. “Algo que no ha de proponerse, sino llevarla a cabo”, en palabras del mismísimo Arturo Manrique. “Ahora bien -matizaba-, esto tendrá mucho de aventura, porque el fútbol es distinto a todo. Las consecuencias que pudieran derivarse tal vez resulten imprevisibles. Dentro de poco va a ser difícil mantener las actuales estructuras futbolísticas, porque todo cambia. El Tribunal Supremo se ha pronunciado varias veces sobre cuestiones de clubes y jugadores, a los que considera empleados por cuenta ajena. El entronque no es fácil; exigirá un detenido estudio y la colaboración de todos los clubes españoles”.

“La sindicación de jugadores, una aventura”, sintetizó “Marca” en titulares. Y el mismo medio, en su número del 28 de febrero, dedicaría a tan candente tema un editorial. Su firmante, Carmelo Martínez, partía de la carta abierta que Juan José Rosón emitiera el no tan lejano 2 de julio de 1973, calificándola de profética. En ella, efectivamente, se señalaba la adscripción a la Seguridad Social como primer objetivo del gremio balompédico. Y a su vera el abrigo sindical, imprescindible si se aspiraba a negociar convenios colectivos. Por desgracia, los clubes se habían enrocado en su negativa a correr con los gastos del Instituto Nacional de Previsión, y desde la superioridad nadie les obligó a hacerlo. Dos años y medio después, los futbolistas se mostraban más rabiosos y a los clubes podía no valerles su eterno discurso. “Ignoro qué saldrá ahora, después de esa asamblea de futbolistas donde el tema se ha planteado -lucubraba el editorialista, como cierre-. Conseguir una reglamentación laboral adecuada y un régimen especial de Seguridad Social, lo creo no sólo posible, sino inmediato. Respecto a la sindicación, que es el punto principal, ya no puedo ser tan optimista. Quisiera equivocarme, pero mucho me temo que los mismos que no decían que no, pero se constituían en lastre, van a seguir intentando que la solución se aplace los más posible”.

Carmelo Martínez hubiera podido ganarse la vida como advino. Santiago Bernabéu, peso pesado de nuestro deporte rey, cuya opinión superaba entonces en tonelaje a lo emanado desde el sillón presidencial federativo, hizo unas declaraciones a la revista gala “France Football” (marzo 1976), harto concluyentes. A su ya antiguo “Si los jugadores se sindican, yo me voy”, acompañaba una pintoresca justificación: “Soy presidente del Real Madrid desde hace 33 años. He construido el estadio gracias a un préstamo, y la sociedad es ahora próspera. Pero si los jugadores españoles forman un sindicato, yo dimitiré. He sido siempre para los hombres de mi club un “jugador veterano”. No puedo permitirme que ellos, en adelante, me consideren un patrón. Si fuera así, me iría, ya que nunca he sabido dirigir empleados”.

Pirri, caricaturizado por García Lorente algunos años después. Tampoco el laureado internacional se libró de críticas por sus “veleidades sindicalistas”.

Max Urbini, autor de la entrevista, se refería a don Santiago como “presidente fuera de serie, en un club único en el mundo”. Y añadía que la posición resonante que acababa de adoptar ante la próxima creación de un sindicato de jugadores en España, revestía importancia capital. A manera de reflexión concluía: “Estas palabras provocaron efervescencia en todos los medios interesados. Tanto más cuanto que Pirri y Amancio, dos pilares del Real, están entre los futuros sindicalistas más cualificados. Incluso con mensualidades de superstar”.

O el periodista conjugó mal esta última oración, queriendo decir que uno y otro componían el grupo de profesionales mejor pagados por la entidad merengue, o disparaba con plena consciencia un dardo envenenado hacia las ya veteranas estrellas. Porque aquel embrión sindical partía de la nada, sin apenas fondos, con aportaciones de los propios futbolistas y completo altruismo. En marzo de 1976, ninguno de los citados veía un céntimo de la todavía Asociación.

 “France Football” no fue el único medio empeñado en airear porquería. Los ataques contra parte de esos pioneros, larvados o a cara descubierta, surgieron desde muy variadas instancias sin hacerse esperar. Hubo intoxicaciones, bulos y realidades retorcidas, que en algún caso emanaban el acre aroma del ajuste de cuentas. Finalizaba octubre del mismo año cuando Paul Breitner, jugador germano del Real Madrid, tuvo que salir al paso de una afirmación recogida por informativos teutones, según la cual había entregado medio millón de ptas. para una huelga. Empleando como púlpito el diario sensacionalista “Bild”, aseguró en su réplica: “Es una estupidez afirmar que he caído en desgracia con la directiva del Real Madrid por haber colaborado con medio millón de pesetas en una huelga laboral. Todo el equipo del Real Madrid entregó a tal fin, en febrero pasado, una cantidad comprendida entre 70 y 100.000 ptas., y yo colaboré en esta acción conjunta, sin que la Directiva hubiera puesto ninguna objeción”. Puesto que los medios alemanes venían especulando sobre la posibilidad de que abandonase pronto la entidad española, para regresar a la Bundesliga, tampoco faltó quien diese por hecho un despido con cajas destempladas. A ese respecto, el jugador de cabellera ensortijada aseguró sentirse contento en Madrid, y sin el menor contacto con ninguno de los tres clubes interesados en su incorporación, a tenor de distintas informaciones: Herta berlinés, Bayern de Múnich y Hamburgo.

Fuentes del Real Madrid corroboraron el desmentido de su futbolista: “Hace algún tiempo, nuestro jugadores entregaron pequeñas cantidades para sufragar las perentorias necesidades de ciertas familias, personadas con esa solicitud. Y como cada cual es dueño de su dinero, no se les puso ningún reparo. No creemos que Paul Breitner haya entregado ese medio millón de pesetas”. Un acto caritativo acababa retorciéndose hasta convertirlo en apoyo a una huelga de futbolistas inexistente. Fábula que por otra parte podía encajar muy bien con el personaje, considerado “revolucionario” en su país, a tenor de una teórica ideología maoísta, desmentida, en todo caso, por gustos tan burgueses como los coches de lujo y cierta excentricidad. Llegó a poseer un caballo trotón, por ejemplo, con el que solía vérsele tirar de riendas por el hipódromo.

Había temor, en muchas instancias, a que el virus sindicalista se expandiese por el planeta futbolístico. Y ciertos hechos contribuyeron a alimentar miedos.

El 4 de setiembre del mismo año, desde Brasil llegaban noticias sobre el reconocimiento de la profesión de jugador, con encaje jurídico. El Ministerio de Trabajo, con sede en Brasilia, accedía así a las propuestas cursadas en tal sentido por futbolistas de distintos estados, estableciendo que los futuros contratos debían contemplar un máximo de 48 horas laborales por semana, y vacaciones anuales de 30 días. En adelante los clubes no podrían sancionar a ningún miembro de sus plantillas con porcentajes superiores al 40 % de su salario mensual, cuando hasta entonces lo común era penalizar con el 60 % cualquier acto de indisciplina. Los clubes profesionales iban a tener vetada la contratación de futbolistas con menos de 21 años, y ante cualquier traspaso, además de exigirse la aquiescencia explícita del traspasable, el 15 % de su monto absoluto quedaba reservado al profesional.

Eso era muchísimo más de lo que nuestros jugadores tenían, aunque menos de cuanto Cabrera Bazán confiaba conseguir. Y aquella sana ambición de mejora habría de traducirse en catarata de ataques desde casi todos los medios informativos, a menudo sin gran sustento y dando por hechas determinadas demandas nunca verbalizadas desde el todavía proyecto sindical.

El 10 de diciembre de 1977, el diario deportivo “Marca”, desde su sección “Hora Cero”, que venía a ejercer como editorial, contribuyó no poco a esparcir la confusión. Arrancaba con un augurio de pesimista patológico: “No tengo nada contra la Asociación de Futbolistas Profesionales, ya en marcha; pero me temo que si sólo va a mirar por el hueco grande del embudo, termine estrechándose el otro ojo, con grave peligro de que se atore. Y entonces, ¡adiós fútbol!, porque, que uno sepa, cada club -con escasas excepciones- las está pasando canutas para trampear con el dinero que cuesta mantener una plantilla”. Ya formulada la declaración de principios, su autor parecía fajarse a gusto en medio del zafarrancho: “Dice Quino que los futbolistas profesionales quieren ser considerados trabajadores por cuenta ajena, y los clubes como una empresa. Pues bien, ¿ha pensado Quino que en esa categoría donde quiere integrar al fútbol profesional no hay primas que valgan y que sólo, en casos excepcionales y después de mirar el balance anual, cuando éste lo permite se conceden algunas en razón del rendimiento dado a la empresa? En una empresa, por otra parte, no hay gratificación que valga, o prima, por ganar en casa, frase que en uso vulgar supone “por trabajar lo que se debe trabajar, según contrato previo”. En una empresa no se paga cantidad extra por contratar a un muchacho que aún debe probar su calidad, cosa que se hace en el fútbol. En una empresa, cuando el muchacho sale listo puede ascender más o menos rápidamente, e incluso tal vez llegue a puestos de relieve; pero necesita tiempo para situarse. Por eso, en una empresa puede irse el empleado, si recibe una oferta mejor. Porque a la sociedad industrial o de cualquier otro ramo, aquel empleado no le ha costado más que lo satisfecho mensualmente. Porque no lo compró -y perdóneseme la palabreja- para hacer de él una figura, como ocurre con los clubes”.

El humorista “Jotauve” fue uno de los muchos que vieron a los futbolistas como niñatos caprichosos o extorsionistas privilegiados, envalentonados en su constante exigencia de enormidades inasumibles.

Reprochaba a los futbolistas, además, su pretensión de hincar el diente a los derechos de televisión, publicidad, etc., mermando así la economía de unos clubes en déficit perpetuo, dando por hecho que el aficionado seguiría siendo pagano sin voz ni voto en una fiesta de ricachones. Indirectamente vestía a Quino con galas de demagogo, a partir de unas declaraciones suyas donde aseguraba condolerse ante los futbolistas que ganaban poco. “Esto sucede en todas las profesiones -enhebraba el redactor-. ¿Es que en la construcción, por ejemplo, se lleva el mismo dinero un arquitecto, el ingeniero o el aparejador, que el peón que arrastra la carretilla con cemento? Y aun dentro de la primera categoría, ¿es que acaso todos los arquitectos ganan lo mismo? Si el fútbol tiene pocas coincidencias con otras profesiones, en esto, en la diferencia por calidad, inteligencia o rendimiento, coincide con cualquier otra. Hay médicos que sólo ganan para vivir, y muchas veces regularmente, y los hay que por cada gol -cada consulta- se llevan el oro y el moro. Y quien dice médico, dice abogado o ingeniero. Y hasta banquero, que también en la Banca hay categorías”.

Tras admitir que si la vida profesional del futbolista era corta, como la de los boxeadores o toreros, y que a muchos les aguardaban serios reveses económicos una vez retirados, ponía énfasis en el hecho de que si bien la actividad de otros profesionales ajenos al deporte se dilataba más, temporalmente, tampoco para ellos pintaban oros. “No se eche en saco roto que cuando un trabajador deja el tajo, se encuentra con una jubilación que apenas sirve para atender sus más perentorias necesidades”. A modo de remate, sugería que la Asociación, si aspiraba a resolver parte de sus problemas, debía abordar determinadas cesiones de privilegiados en favor de compañeros más débiles, mediante este lapidario argumento: “Siendo imposible que todos seamos millonarios, resultaría más fácil igualar hacia abajo. Y poner cada uno de su parte”.

La falta de solidaridad había sido uno de los puntos más reprochados a las estrellas del balón, durante los días de proyecto asociativo. Tanto la patronal, como desde el seno federativo, trataron de dividir a “ricos” y “pobres” poco menos que a golpes de tomahawk. Y si durante algún tiempo el método pareció proporcionar algún fruto, a la postre el paso al frente de las “vacas sagradas”, con “merengues”, “culés”, “periquitos”, “chés”, “colchoneros” y “palanganas” mirando hacia la realidad de los demás, abortaría muchas maniobras.

Avanzado el mismo mes de diciembre, los futbolistas nacionales acordaron abrir el proyecto a sus cada vez más abundantes compañeros venidos del extranjero. Bartolomé Rial, con la ayuda del letrado José Luis Carceller, presidía una comisión formada por los jugadores De Felipe, Valdés, Sánchez Barrios, Martínez, Herreros, Pacheco, Michelena, Zabaleta, Molinos, Abete y Marco, encargada de alumbrar un proyecto estatutario. Se barajaba una cuota de 800 ptas. mensuales para mantener la Asociación, y el propio Rial desmentía la tantas veces cacareada exigencia de privilegios fiscales, hipotéticamente planteada por los astros y abrazada desde los medios de difusión como artículo de fe: “De una vez por todas quisiera aclarar que no vamos contra nadie, como tampoco pretendemos la bancarrota de los clubes. No vamos a establecer la derogación del derecho de retención, ni pretendemos conseguir ese 1 % de las quinielas”.

Acerca de su renuncia a derogar el derecho de retención le faltó añadir “de momento”, para ser sincero. Porque dinamitar aquel resto de feudalismo sí figuraba en la agenda de los agremiados, con letras mayúsculas.       

La Asociación de Futbolistas Españoles no pudo constituirse hasta el 23 de febrero de 1978, luego de ser aprobada, en asamblea, el 25 de enero. La cuota acabó redondeándose en 10.000 ptas. anuales (2.500 por trimestre), y casi 500 futbolistas activos participaron en el acto. De las siete zonas geográficas previstas en los estatutos como distribución representativa, se pasó a las 11, luego de largo debate y discusiones. Queden, como curiosidad, los delegados electos en la misma Asamblea: Molinos, para las 4 provincias catalanas y el coprincipado de Andorra; Sabaté (Andalucía, Ceuta y Melilla); el portero Rey Tapias (Galicia); Díez Gilabert, guardameta también, para Murcia y las tres provincias del antiguo reino valenciano; Uranga, más adelante abogado muy próximo a movimientos de la órbita independentista vasca radical, para Navarra y País Vasco; en Castilla la Vieja el salmantino Enrique; Gerardo González Movilla (Canarias); Pacheco (Castilla la Nueva, es decir las provincias de Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara); Irazusta (las tres provincias aragonesas); Herrero (Asturias y Cantabria), y el valenciano Nebot (Baleares). En la designación de junta directiva salieron elegidos Quino, presidente (196 votos); Rial, vicepresidente 1º (83 votos); Ángel Mª Villar, vicepresidente 2º (73 votos), y como secretario Alfonso Abete Otazu. El primer presupuesto para 1978 quedó fijado en 21.185.000 ptas., si bien dicha cifra, al ser amortizable en dos años, iba a quedar reducida a 19.665.000. Diecinueve millones procederían de cuotas, y la obtención de recursos atípicos se estimaba en otros dos millones. Por comentarios aireados en el mismo acto, parece que el número de afiliados rondaba en ese instante los 1.900.   

Juan Luis Irazusta Adarraga, sobrino de Pasieguito y miembro de una familia deportista multidisciplinar, tenía motivos para conocer cuán frágil podía ser su profesión, en teoría envidiable, pero pródiga en claroscuros. Inquieto, comprometido y universitario, sus compañeros habrían de elegirlo delegado en Aragón, no en vano guarnecía cada domingo el marco de La Romareda.

En los veinticuatro meses transcurridos desde la anterior y desleída intentona, nuestro país había experimentado una absoluta transformación. Del ordeno y mando se pasó a un periodo constituyente. De una representación ciudadana fantasma, como era la del tercio familiar, al electorado universal para mayores de 21 años. Del partido único a la partidocracia y sobre todo a la legalización del comunismo, tan denostado a partir del 18 de julio de 1936. Del contubernio judeo-masónico a la libertad ideológica y de expresión; de las procesiones solemnes entre cánticos religiosos, a manifestaciones de huelguistas coreando eslóganes hirientes; del sindicato vertical a la posibilidad de elegir entre varias siglas de preguerra o dos docenes de agrupaciones blancas, rojas, azules o amarillas… Y de Arias Navarro, con su pesada mochila durante la represión bélica en Málaga, a un Adolfo Suárez todavía mirado con escepticismo, al forjarse como animal político al amparo del Movimiento.

Aquella primera junta directiva presidida por quien tras declararse en rebeldía con el Real Betis, luego de que su presidente se negara a traspasarlo sin respetar lo apalabrado, y aún diera un paso más colgando las botas durante casi un año a modo de protesta, ya era un hecho. La AFE necesitaba un líder, y Joaquín Sierra “Quino” lo era para muchos compañeros de profesión. Desde ese día, “Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis”, como llegó a ser tildada con muy aviesa intención la junta electa, asumieron un reto enorme, puesto que muchas, demasiadas cañas, se tornaron de inmediato en lanzas. Cabrera Bazán continuó administrando su buen hacer, entusiasmo y entrega, desde un plano más secundario, no por ello menos vital. A la reflexión en voz alta formulada en aquella cita del Palacio de Exposiciones y Congresos, dos años antes – “¡Ojalá fuésemos abogados, aparte de futbolistas!”-, se anteponía el realismo de tres letrados en la cúpula asociativa, como eran Rial, Villar y Abete, que además calzaban cada domingo botas de tacos. Lamentablemente, el primero hubo de salir casi por la ventana tras verse implicado en un intento, o algo más, de amaño deportivo.

Quino se mantuvo en el cargo hasta 1982, bien es cierto que con una breve ausencia, a modo de paréntesis. Tras fracasar rotundamente uno de sus proyectos huelguísticos, cedería espacio a Juan José Iriarte Salón. Pero entre tanto se vivió una vorágine de acontecimientos, cuyo epicentro tuvo lugar el cálido junio de 1978, mes durante el que iba a sustanciarse la primera demanda de conflicto colectivo. Mil y una razones amparaban a los futbolistas, vistos con perspectiva algunos hechos. Como el que tres meses antes afectase al elenco del Atlético Marbella.

Hartos de ser tratados como niños por su directiva, de promesas de pago incumplidas, dilaciones y desplantes, aquellos modestos reaccionaron declarándose en huelga, sin obtener otra cosa que amenazas rotundas. Como la situación personal de algunos frisase la indigencia tras correr con los gastos de alquiler, luz, agua y alimentación, en marzo se cuadraron: O cobraban algo, o no subían al autobús para rendir visita al Extremadura de Almendralejo. Finalmente viajaron en su lugar los juveniles, y ya durante el regreso de la Tierra de Barros, aquella directiva enhebró las represalias. Multa a todos los convocados para ese partido, hasta el límite máximo establecido por la legislación federativa, y apertura de expediente a Peláez, Quique, Velasco y Julio, teóricos cabecillas del plante.

Era el mundo al revés. Quienes no cobraban, seguían forzosamente atados al club moroso, o insolvente, sin posibilidad de hacerse con la carta de libertad. Y aparte de no cobrar, desde la Federación se daban por buenas las sanciones económicas impuestas. Si cualquier trabajador convencional pechara con una situación similar, o bien daba el portazo, o sólo tenía que acudir ante Magistratura para quedar desligado del contratante, y ver condenado a éste como si de un despido improcedente se tratase. Para los jornaleros balompédicos, en cambio, regía otro código. La presentación de conflicto colectivo desde la AFE se antojaba reacción harto lógica.

Decir que la Federación Española no se lo esperaba, como entonces llegó a escribirse, constituye fantasía con hadas, elfos y habitantes de Narnia. Estaban más que avisados, luego de haberse limitado a escuchar a los jugadores sin el más mínimo aporte, pretextando que aquellas reivindicaciones superaban el marco de su estructura específicamente deportiva. Desde el ente federativo, sin embargo, se medía escrupulosamente cada paso. Subyacía tras tanto desinterés, el decidido propósito de no reconocer ninguna personalidad jurídica a la Asociación. Los futbolistas, entonces, denunciaron a la F.E.F., fijándose para el martes 13 de junio -ya era casualidad, un martes y trece- el acto de conciliación en la Dirección General de Trabajo, requisito previo a cualquier demanda definitiva.

La ironía de “Vica”, en “Jaén”. Los sindicalistas del balón convirtiendo sus obligaciones en derecho propio, y por ende en obligación ajena.

La Federación obtuvo un primer triunfo testimonial, consistente en aplazar el acto hasta el día 28, cuando su presidente, Pablo Porta, hubiese regresado de Argentina, donde “la roja” disputaba el Campeonato del Mundo. Victoria pírrica, puesto que la AFE, con clara intención de ganar tiempo, extendió su denuncia a los 198 clubes de categoría profesional. Entonces, aunque el Comité Ejecutivo del órgano rector balompédico hubiese acordado elevar un escrito reconociéndose “carente de legitimidad pasiva sobre el tema”, es decir sin personalidad suficiente para ser objeto de demanda, y en consecuencia personarse a través de un procurador, tuvo que cambiar de estrategia, presentando en el acto a su asesor jurídico, Fernando Vara del Rey.

“¡Millonarios en lucha!”, tituló un medio nostálgico de otro tiempo, con calculada socarronería. “Tendría gracia que los niños mimados se declarasen en huelga”, lucubró desde su columna cierto comentarista. “Al menos éstos no tendrán problemas para engordar la caja de resistencia”, ironizó otro, tomándole el testigo. Tampoco faltaron intoxicaciones gratuitas, pintando a los futbolistas como gente sin cerebro: “¿Quién dice que los jugadores vayan a movilizarse? Ahora mismo están más ocupados con sus vacaciones, renovar contrato y buscar equipo para la temporada venidera, que en la lectura del mamotreto reivindicativo”. En general, el hecho de que nuestros ases amagasen con un posible plante no fue entendido ni en las redacciones ni en la calle. La conflictividad laboral se antojaba cosa de obreros o empleados con 23.000 ptas. de sueldo mensual. Era en ese ámbito donde unos sindicatos todavía en rodaje probaban su dentadura, no sabiendo si aún eran pececillos o tiburones jovencitos. ¿Pero en el fútbol? ¿Acaso iban a dejar al país sin ocio dominical, estando las cosas de la pelota, precisamente, entre las contadas que parecían funcionar relativamente bien?

La normativa vigente exigía que no habiendo acuerdo en el acto de conciliación, correspondía a la Dirección General de Trabajo dictar el correspondiente laudo. Y si éste no fuese aceptado por alguna de las partes, competía a la Magistratura de Trabajo un pronunciamiento con carácter de sentencia. La huelga, de momento, no estaba tan cerca como algunos la pintaban. Existía amplio margen de maniobra. Máxime, cuando los jugadores tampoco pedían la Luna. Entre sus 13 solicitudes, encabezadas con un “Se avenga la Federación a…”, se contemplaba cuanto sigue:

Derecho a la actividad sindical recogida en la legislación vigente.

A la representación en el seno federativo.

A la celebración de reuniones en locales e instalaciones deportivas donde prestaran servicios, con fines relacionados al ejercicio de su profesión, sin coacción de ninguna clase.

A la manifestación libre de su pensamiento sobre cualquier materia, y en especial sobre temas relacionados con su actividad profesional.

Derecho a contratar sus servicios, en cualquiera que fuese la categoría, sin límite alguno de edad o condicionamiento por religión, raza o nacionalidad, sin otro límite que el señalado por la legislación laboral en vigor.

Retribución pactada en cualquier forma y sin límite cuantitativo, pero consignado en cada contrato las cantidades correspondientes a prima anual de fichaje, sueldo mensual, primas por partidos oficiales o amistosos ganados o empatados, de clasificación para torneos nacionales o internacionales, así como especificación de plazos y días en que debían ser satisfechas.

Derecho a una jornada de descanso semanal, como mínimo, quedando ésta a conveniencia y necesidad del club. En el supuesto de que el día señalado no pudiera disfrutarse, debía ser sustituido por otro.

Vacaciones retribuidas de 30 días continuados al año, así como permiso a disfrutar en Nochebuena, Navidad, jueves y viernes santo.

Contratos de un año como mínimo, que expirarían al término de los mismos, si bien pudieran ser prorrogados de una temporada para otra facultativamente por los clubes, y obligatoriamente para los futbolistas, con ciertos límites.

Percepción, en casos de cesión temporal, de un 25 % sobre el importe que los clubes hubieran ingresado por ella. Además, claro está, de las cifras estipuladas en contrato.

Ante cualquier transferencia, los jugadores percibirían un 20 % sobre el total abonado desde la entidad compradora. Y si como contrapartida al traspaso figurase la cesión de algún o algunos futbolistas, se llevaría a cabo una evaluación global para estimar el monto absoluto.

Los futbolistas serían dueños de su propia imagen, tanto televisiva como gráfica o de cualquier otro tipo, sin que de ella pudieran hacer uso los clubes, a menos de existir acuerdo contractual.

Sobre la Seguridad Social, por cierto, ni una palabra. Era obvio que en el seno de la Asociación de Futbolistas se consideraba derecho conquistado, ineludible para los clubes, al minuto siguiente de ser reconocidos sus pupilos como trabajadores.

Necesitados de ingresos para el sostenimiento de su sindicato, los futbolistas recurrieron al marketing con su mascota, “Andrés el Ciempiés”. Sus creadores fueron Albert Rue (dibujante) y Albert Casullas. En la imagen, “catetos” editados por Heraclio Fournier.

Algún punto resultaba por demás sangrante. El relativo a la edad límite de contratación, por ejemplo, cuando la F.E.F. cifraba en dos el máximo de futbolistas mayores de 28 años para todos los clubes de 3ª División. De hecho, Pablo Porta había intentado imponer los 24 años como edad máxima en nuestra categoría de bronce. Proyecto que finalmente pudieron arrinconar no los deportistas, pese a su rotunda negativa, sino los propios clubes, al considerar mermadísimo su potencial competitivo. De facto, aquello hubiese equivalido a conformar una 1ª y 2ª División blindada, con acceso imposible para los de 3ª, puesto que si ascendieran un peldaño iban a hallarse en manifiesta inferioridad, como no tirasen la casa por la ventana en una completa reconfiguración de sus plantillas.

También tenía su aquel aparcar multas ante declaraciones discordantes, deslices verbales o críticas ponderadas y no ofensivas. El Atlético Marbella no era la única entidad dispuesta a reducir déficits con multas, cuando las cuentas no cuadraban. Pero sobre todo para la patronal futbolística constituía una afrenta la primera carga de dinamita contra el derecho de retención. Por el momento se mantenía, aunque con grandes limitaciones. Pero bastaba sumar dos y dos, concluyendo que si se aceptaba ese punto nadie sería capaz de apuntalar en lo sucesivo tan preciado derecho leonino. Las limitaciones solicitadas para su aplicación se resumían de este modo, en la demanda:

1.- Posibilidad de retener al futbolista durante un máximo de 4 temporadas, si el jugador contaba un máximo de 21 años durante la temporada de expiración contractual.

2.- Tres temporadas de prolongación, para futbolistas de 22 años.

3.- Dos campañas, si tuvieren 23.

4.- Y una, solamente, si hubieran alcanzado los 24 años.

Cumplidos los 25, el jugador podría quedar libre de compromiso si esa fuere su voluntad. Cuando el club deseara seguir contando con su concurso, debería comunicarlo fehacientemente, tanto al profesional como a la asociación sindical donde se encontrase encuadrado, con un adelanto de 15 días hábiles a la expiración del contrato. Por otra parte, en el supuesto de cualquier retención tendría lugar un incremento económico del 50 % sobre la ficha precedente, en la primera temporada; del 40 % en la segunda; del 30 % en la tercera y del 20 % en la cuarta y última. Todos los jugadores, en cualquier caso, conservarían el derecho a oponerse a las prórrogas, mediante demanda de conflicto colectivo, alegando la posibilidad de contratarse en mejores condiciones con otro club. En ese supuesto, el club donde hubiere prestado servicios dispondría de 10 días para ejercer su derecho de propiedad, igualando la oferta. Ante cualquier allanamiento del antiguo propietario, la entidad oferente dispondría a su vez de 5 días para depositar en el órgano correspondiente un contrato formalizado, con las condiciones de su oferta. Si se produjera la transferencia, el comprador tendría obligación de abonar al club de procedencia una indemnización equivalente al quíntuplo de la remuneración global percibida por el jugador durante su último año. Se procuraba evitar, de ese modo, que futbolistas cotizados permaneciesen anclados a cualquier entidad menor, aunque ello representara una renuncia a multiplicar por 4 o hasta por 5 sus ingresos.

Pablo Porta. Lejos de colaborar como “bombero” desde la poltrona federativa, ejerció de pirómano en torno a la cuestión sindical.

Los porcentajes de incremento, que desde una mirada actual pudieran antojarse abusivos, tenían toda su razón de ser. Finalizando el decenio de los 70 y hasta bien entradito el de los 80, España atravesó una crisis económica sin precedentes próximos, traducida en varias devaluaciones monetarias y galopante inflación. Aunque los datos de carestía en el costo la vida arrojasen porcentajes del 12, 14, ó 15 %, todos los economistas de la época eran conscientes de que el I.P.C. anual frisaba el 20%. Los créditos hipotecarios raramente se otorgaban sin añadir un par de puntos a esa cifra. Y cuando las arcas estatales criaron telarañas, el ministerio de Hacienda se vio impelido a subastar letras y pagarés anuales, devengando entre el 15 y el 19 % de interés neto, puesto que sus tenedores, al tratarse de un producto opaco fiscalmente, no solían incluirlo en su declaración de renta. Un 50, 40 ó 30 % de mejora económica anual tampoco era tanto entonces, habida cuenta que los jugadores con 21 años partían de contratos bajísimos, al constituir incorporaciones de la cantera o equipos amateurs.

Pero todo ello dio igual. Los futbolistas no tuvieron otro remedio que presentar demanda de conflicto colectivo. Muchos la daban por descontada, conscientes de que sus entidades no iban a desprenderse, sin más ni más, de un poder omnímodo. Iba a tocarles luchar, armándose de paciencia. Vencer en pequeñas batallas, antes que plantearse una victoria rápida y rotunda. Buena parte de los afiliados con que entonces contaba la AFE, habían colgado camiseta y botas para cuando otros pudieron deshacerse de ataduras. A fin de cuentas, estrellas y jornaleros del balón tampoco eran tan distintos a cualquier otro compatriota. Dentro y fuera del fútbol, muchas mordazas cayeron, junto a grandes dosis de incertidumbre inicial, trocadas en sonriente ilusión. Para desembarazarse de bozales y temor al palo, hubo que recurrir al griterío, a plantes y huelgas, alguna, como aquella fatídica de Vitoria, tristemente ensangrentada luego de a que un político gallego, otrora ministro con Francisco Franco, le atribuyesen este despótico aserto, más propio de Luis XIV: “¡La calle es mía!”.

Luego se fue advirtiendo que esa ilusión tampoco daba para transformar el cieno en oro. Y menos aún para vivir de ella eternamente.