Lo primero, el santo

No sería presentable el comenzar un relato sobre el campo de San Mamés, que, además, presume de «catedralicio», sin invocar al Santo que le dio el nombre, y no menores gracias, desde una humilde ermita, que coronaba la campa sobre la que se edificó un recinto deportivo desde el que se llevó el nombre del Santo a las más insólitas  esquinas del mundo.

Es difícil encontrar una cumplida «biografía» de San Mamés; pero, afortunadamente, en las estanterías estaba un libro entrañable, de añeja encuadernación en piel, visto en las manos de nuestras abuelas, todas las tardes, a la caída del sol. Su fecha de impresión es de 1853 y todavía nadie había reparado en la campa de la ermita. Por ello, por su rancia prosa que refleja el espíritu de una época, de sus costumbres y su entidad, hemos creído conveniente reproducirlo al pie de la letra. ¡Tiene tanta fragancia e ingenuidad…!. Es original del Padre Juan Croisset, S.J., titulado «Año cristiano». Y dice así:

San Mamés, mártir: El bienaventurado San Mamés fue natural de Paflagonia, hijo de San Teodoto y Santa Rufina, caballeros principales y de linaje de senadores; de los cuales hace conmemoración el Martirologio romano el día 31 de agosto. Tenía en aquellos tiempos el cetro del romano imperio Aureliano, perseguidor cruel de cristianos, quien suscitó la nona persecución contra la Iglesia de Dios. Publicados los edictos en Paflagonia, y siendo Teodoto y Rufina, padres de Mamés, cristianos y grandes siervos de Dios, fue acusado de esto San Teodoto delante del presidente que estaba allí  por los emperadores romanos. Preso pues y llevado a Cesaréa de Capadocia, donde le echaron en una cárcel, su bienaventurada esposa Santa Rufina, embarazada de Mamés, le quiso hacer en ella compañía. Murió Teodoto encarcelado, y Rufina no pudiendo soportar las congojas de la cárcel, parió antes de tiempo al bendito San Mamés, y murió también, quedando el niño entre los cuerpos muertos de sus santos padres. Entonces apareció un gallardo mancebo (sin duda era ángel del Señor) a la bienaventurada Santa Ammia, mujer noble y muy principal, mandándole que pidiese al presidente los cuerpos de los bienaventurados San Teodoto y Santa Rufina, diciéndole que hallaría entre ellos el niño Mamés vivo, y que le mandase criar con diligencia. Hízolo la santa señora y enterró los cuerpos de los dichos Santos en su huerto, y al bendito niño crió con cuidado y le recibió por su hijo adoptivo.

Aconteció que siendo el Santo de dos años llamando un día a Ammia, dijo «mamá», queriendo decir «madre», y de aquí le quedó el nombre de Mamés. A los cinco años le puso Ammia a los estudios, y adelantó con el mayor aprovechamiento en ellos.

Proseguía en aquellos tiempos el mal emperador Aureliano con gran crueldad la persecución contra la Iglesia de Dios, el cual no solamente mandaba a los hombres y mujeres sacrificar a sus falsos dioses, sino también a los muchachos, a fin de mantenerlos en el error desde su tierna edad. Pero los que iban al estudio y eran amigos y compañeros de Mamés, aunque niños, no consentían en el error gentílico. Siendo él de quince años murió Ammia su madre adoptiva, y le hizo heredero de su hacienda. Supo el presidente lo que hacía el siervo de Dios, y mandándole llevar delante de su tribunal, donde le preguntó: Si era él quien no quería adorar a los dioses, y no contento con esto persuadía a sus condiscípulos que no obedeciesen al emperador. Entonces el bendito mozo con pecho más que de varón, reprendióle porque dejaba al Dios verdadero y adoraba dioses falsos, mudos y sordos. Quiso el tirano llevarle por fuerza a un ídolo, para que aun cuando no quisiese le adorase. Respondió Mamés, que según derecho aquello no se podía hacer, por ser el hijo adoptivo de Ammia señora nobilísima, de la cual quedaba él por heredero. Viendo el presidente Demócrito, que ciertamente no le podía castigar, envióle al emperador, avisándole en sus cartas de todo. Llegado allá, con halagos y amenazas procuró Aureliano hacerle sacrificar  a sus falsos dioses, y viendo el tirano la constancia del santo mancebo, mandó darle muchos azotes, y cuando los verdugos le azotaban, decía el emperador que negase a Jesucristo, con la boca sola, que aquello sólo bastaba. Respondió el Santo Mártir, que ni de boca ni de corazón quería negarle. Visto por el emperador el poco caso que hacía de los azotes, mandó quemarle con candiles encendidos. Hízose como él mandaba, y el bendito mártir padeció aquel tormento sin dolor. Después consideró el tirano que no podía hallar tormentos con que vencerle, mandóle atar en el cuello una bola de plomo, y echar en lo profundo del mar.

Hízose como mandaba el tirano; pero llevándole los ministros para echarle en el mar, apareció el ángel del Señor, el cual les rodeó, y espantados los ministros que le llevaban huyeron, y el ángel mandó a Mamés que saliese al monte de Cesaréa y viviese allí. Estuvo el Santo en aquel monte cuarenta días ayunando y sin comer, y después oyéndose una voz del cielo, se le dio el Evangelio con una vara, y quedó predicador de la ley de Dios. Edificóse en aquel lugar un templo, y acudían a él todas las bestias fieras del monte, de cuya leche hacía queso, y reservándose de ello algún poco para sí, llevaba lo restante a Cesaréa de Capadocia y dábalo a pobres.

Supo este hecho tan heroico Alejandro, presidente de Capadocia, y le envió ciertos caballeros al monte para que le llevasen preso delante de él. Siendo avisado el Santo de su venida, salió a recibirles, y no conociéndole ellos le preguntaron por Mamés. El siervo de Dios les convidó a cenar, diciendo que después les mostraría el hombre que buscaban. Hospedóles pues, dándoles pan y queso de su comida, y mientras estaban comiendo bajaron las bestias fieras del monte para que él tomase leche. Viendo esto aquellos caballeros, quedaron pasmados de semejante maravilla, y dejando la cena se echaron a los pies de Mamés. Entonces les dijo el Santo que no temiesen, y que él era el que buscaban. Partióse pues de ellos y díjoles que volviesen a su señor, que él iría muy luego. Fuéronse los  caballeros a Cesaréa, no dudando de la palabra del siervo de Dios, y Mamés entró en el monte, donde mandó (según dice Surio) a un león, que después que él hubiese caminado un estadio, bajase corriendo a los gentiles y judíos que blasfemaban de nuestro Señor Jesucristo, y los matase. Hecha esta diligencia bajó del monte y fue a Cesaréa de Capadocia, donde los caballeros le estaban aguardando a la entrada de la ciudad. Fue pues llevado por ellos delante del presidente, quien le preguntó, si él era el encantador que obraba tantas maravillas con arte del demonio. Respondió el Santo que él era siervo de Jesucristo, que a los que creen en Él y hacen su voluntad, salva, y a los idólatras y encantadores echa al infierno. Pidióle también por qué le había llamado. Yo, dijo el presidente, «te he llamado, porque no puedo sufrir que vivas en compañía de bestias en el desierto, y que les mandes con tus encantamientos como si tuvieran entendimiento». «Más quiero vivir, dijo San Mamés, en compañía de bestias fieras, que no con vosotros; porque ellas aunque no tengan juicio, saben reverenciar al Creador del cielo y de la tierra, y honrar a sus siervos, y vosotros no».

Entonces mandó Alejandro atormentarle, y el Santo esperaba con gran paciencia y confianza del cielo consolación. Instando Alejandro que le arañasen o atormentasen, oyóse una voz del cielo que le quitó gran parte del dolor y le hizo hábil para sufrir todos los tormentos que se le ofreciese. Esta voz oyeron muchos de los fieles y quedaron más constantes en la fe. Viendo el tirano que Mamés no hacía caso de las uñas de hierro con que le atormentaban, mandó encender un horno para echarle en él. Por ocupaciones diversas no se cumplió entonces la orden del juez y pusieron al Santo en una cárcel donde había cuarenta cristianos, a los que dio libertad, abriendo las puertas de la prisión con sus oraciones. Quedóse el Santo solo en la cárcel esforzado por la presencia de un ángel para sufrir nuevos trabajos y tormentos. Viendo después el presidente la constancia del Mártir, mandó echarle en un horno ardiendo. Hízose lo que mandaba. Pero quedóse el siervo de Dios en medio de las llamas tres días, como si estuviera en un prado hermoso y muy florido. Mandó el tirano a sus ministros que fuese a ver al mártir; fueron y halláronle alabando al Señor. El juez atribuía todo esto a encantamiento; más el pueblo lo tenía por milagros, como era razón. Después mandó el tirano a las fieras, y se le humillaron. Y sucedió que vino un león del bosque y entrando en el anfiteatro mató a muchos gentiles, y, (según dice el obispo Equilino) habló el mismo león, como la asna de Balaán y dijo que por las injurias que hacían a Mamés, habían muerto tantos de ellos. Y viendo esto muchos de los gentiles alababan al Dios que le predicaba, y el león se echó a los pies del Mártir con mucha mansedumbre. Después mandó el presidente a un criado que tenía preparado con cierto instrumento le sacase las entrañas. Hízolo el sayón, y sacándole los intestinos, el Mártir se fue de la ciudad llevándolos en las manos, y llegado que hubo a una cueva, a dos estadios de Cesaréa, oyendo una voz del cielo que le llamaba, dio el espíritu a su Creador.




Jolaseta; un tránsito

Dos caminos convergieron en 1911. Uno, la necesidad del Athletic de tener un campo más adecuado que el de Lamiaco; necesidad reforzada por los fracasos de las gestiones para meter el campo en el mismísimo «bocho». Otro, el que la Sociedad de Terrenos de Neguri había construido un campo de fútbol, en la jurisdicción de Guecho, hacia el mar y más lejos todavía que Lamiaco: a 14 kilómetros del centro de la Villa. Bien comunicado y precisamente por el mismo ferrocarril que pasaba por Lamiaco y ya electrificado. Era un campo «moderno» -quizá muy similar a cualquiera de los que ahora tienen muchos equipos de Segunda B y aun de Segunda-, perfectamente cerrado, con valla de madera que enmarcaba el rectángulo de juego y una breve pero coqueta tribuna cubierta. Según escribió el periodista Francisco G. de Ubieta, «tenía suelo arenoso, muy permeable, en el que podía jugarse en magníficas condiciones por mucho que lloviese».

El empujón para que se entendieran ambas sociedades lo produjo el Campeonato de España de 1911, adjudicado por la reciente Federación Española de Fútbol al Athletic de Bilbao y por ende a la capital vizcaína.

La Junta del Athletic convocó una Junta general extraordinaria para el 19 de febrero de ese 1911 con el fin de tratar el tema del Campeonato y del campo de Jolaseta. Todo fue aprobado; hasta una cuota extraordinaria para llevar a buen fin ambos temas.

Esa fue la decisión por la que el Athletic pasó a sentar sus reales en el campo de Jolaseta.

Y el Campeonato de España, que se auspiciaba como uno de los más numerosos en participación de todos los celebrados con anterioridad, no fue tan fácil como se suponía. No sólo por las tormentas federativas iniciales sino por su accidentado desarrollo en lo que se llamó el «tema de los ingleses». Pero esta historia es otra historia que  desviaría este atajo orientado hacia San Mamés.

Los que se fueron acercando a las taquillas se encontraron con la siguiente tabla de precios:

Tribuna con billete de tren en 1ª       = 3,50 pts.

 «»           «»               2ª       = 3,00  «

Preferencia con billete de tren en 1ª   = 2,90  «

      «»               «»               2ª   = 2,50  «

General con billete de tren en 1ª       = 2,00  «

 «»           «»               2ª       = 1,60

En la taquilla de entrada a Jolaseta figuraban los siguientes precios:

Tribuna       = 2,30 pts

Preferencia   = 1,75  «

General       = 0,65  «

Y el día 9 de abril de 1911 Jolaseta entraba en la historia del Athletic con la celebración del primer partido de ese Campeonato de España. Era el último de los terrenos de juego del Athletic antes de asentarse en San Mamés.

Se enfrentó el Athletic al Real Club Fortuna de Vigo al que venció por 2-0.

Jugaron:

ATHLETIC: Astorquia; Allende, Arzuaga; Mandiola, Sloop, José María Belauste; Elorduy, Veitch, Martyn, Iza, Smith.

FORTUNA: Ruiz; José Rodríguez, Juan Rodríguez; Pancho Estévez, González, Abad; Morán, Higheim, Pérez, García, López.

Inauguró el marcador de Jolaseta el athlético Veitch a los ocho minutos de juego. El otro gol fue marcado por Smith.

Luego vino lo que vino y el Campeonato vivió retiradas sonadas, deserciones silenciosas, partidos inacabados… Pero todo pudo salvarse por la colaboración decisiva del Español de Barcelona, que no hizo caso de cantos de sirena emanados desde San Sebastián, lugar en el que se habían refugiado no pocos de los descontentos del desarrollo de esa Copa tan accidentada.

Así pues, Jolaseta protagonizó su primera final con un encuentro entre bilbaínos y barceloneses celebrado el sábado día 15 de abril. Con las siguientes alineaciones, pastoreadas por el árbitro señor Scott, inglés:

ATHLETIC: Astorquia; Allende, Arzuaga; Iza, J.M. Belauste, Mandiola; Belaunde, Zuazo, Garnica, Veitch, Smith.

ESPAÑOL: Gisbert; A. Massana, Álvarez; Heredia, S. Massana, Buylla; Berenys, Giralt, Neira, Castillo, Sampere.

Jolaseta vivió su primer fasto histórico al ver campeón de España al Athletic por el «score», que  se decía entonces, de 3-1. Los goles fueron marcados por Veitch, Belaunde, Garnica y  ?????.

Según algunas crónicas asistieron 980 espectadores.

Y no paraban ahí los fastos de la inauguración de Jolaseta.  Al día siguiente, domingo día 16 de abril, partido internacional, el primero en el terreno guechotarra. Para esta ocasión había sido contratado -ojo, contratado, no cazado a lazo merced a una escala marítima- un equipo inglés de profesionales, el Civil Service. Y esa palabra de «pross», los acreditados y mitificados profesionales ingleses, hizo temer que podía ser un desastre. De aquí que aprovechando la luna de miel entre «athléticos» y españolistas, más la colaboración del Bilbao F.C. y de un barcelonista, se formara una auténtica selección con jugadores de estos cuatro equipos.

No sirvió de nada. Los británicos destrozaron al combinado por 7-0.

Jugaron:

Gisbert (Español); Amechazurra (Barcelona), A. Massana Español); Vidal (Español), «Baracaldo» (Bilbao), Eguía Bilbao); Ochandiano (Bilbao), Martyn (Athletic), «Aguirre» Bilbao), S. Massana, Arbaiza (Athletic).

Tanto «Baracaldo» como «Aguirre» eran dos jugadores ingleses que fueron «embozados» en tales pseudónimos para evitar nuevas complicaciones. Desde entonces fue frecuente apellidar como «baracaldés» a cualquier inglés que llegara para jugar en Bilbao.

Pero como los ingleses del Civil Service, para enjugar los gastos de viaje, habían contratado dos partidos, tenían todavía otra exhibición en Jolaseta.

Jugaron el lunes día 17. Y a la vista del mal resultado de la selección multiclubs, el Athletic decidió plantar cara  en solitario a los «pross». ¡Más de siete no les iban a meter!.

Y no se los metieron. Pese al magnífico juego de los ingleses, no pudieron alcanzar más que un 2-0 que paliaba los siete del día anterior y hacía aparecer el resultado adverso como un triunfo de los rojiblancos.

Jugaron:

Astorquia; Allende, Arzuaga; Iza, Sloop, Mandiola;  Elorduy, Belaunde, Zuazo, Veitch, Smith

Con tales fastos iniciaba su carrera el campo de Jolaseta al que ya nadie llamó campa.

Durante dos años y dos meses Jolaseta fue la sede de los que nadie había llamado aún «leones». Eso no se produciría hasta que el santo Mamés de Cesaréa les tocara con su vara y les mostrara sus fieros amigos…

La última temporada de Jolaseta se desarrolló ya con la etiqueta de final de trayecto.  En mayo de 1913 se celebraron como «fin de fiesta» una serie de partidos internacionales que iban a poner broche de oro a la vida athletica de Jolaseta.

Fueron:

 1 – mayo Unión Saint Gilloise de Bruselas 2-0
 4 – mayo Unión Saint Gilloise de Bruselas 2-2
11 – mayo Bromley 1-5
12 – mayo Bromley 0-1
18 – mayo West Norwood 2-4
22 – mayo West Norwood 2-2
22 – junio Nunhead 0-1
24 – junio Nunhead 1-2

El gol de cierre de Jolaseta, como campo del Athletic, fue marcado por Pichichi. La generación de los chavales de la Campa de los Ingleses había llegado a su mayoría de edad en Jolaseta. No es poco mérito. Aunque sea meramente cronológico. El otro mérito, el del título de Campeón de España, además de cronológico, fue futbolístico.




La campa de Lamiaco

El fútbol entró en Bilbao en vena. Por la ría, Nervión arriba, hasta tocar el corazón de los jóvenes bilbaínos. De aquí, también, lo permanente de la «infección».

Del Gimnasio Zamacois, en 1898 [Gimnasio Higiénico y Recreativo = Director: D. José de Zamacois = Calle Ibáñez de Bilbao = Horarios: mañanas: de 7 a 1; tardes: de 5 a 9], y a instancias entusiastas de D. Juan Astorquia, a quien todos conocían como Juanito Astorquia, hasta su muerte en 1905, parte de los que practicaban día a día la «tablas suecas», daban volatines sobre los plinton, comprimían la respiración para hacer «el cristo» en las anillas, o tensaban los brazos en las paralelas, se lanzaron a ensayar ese nuevo «sport», que habían traído de Inglaterra los bilbaínos estudiantes en los colegios católicos de Manchester y que revalidaban las tripulaciones de los barcos británicos que recalaban en la capital vizcaína procedentes del Reino Unido.

Lo dicho, el fútbol entró en Bilbao por la vena fluvial del Nervión. Ora traído por los estudiantes de regreso al «bocho», ora por la marinería inglesa, que luego sería la encargada de suministrar esos enormes pelotones de cuero, los policromos uniformes y unas botas terroríficas con la suelas llenas de «pinchos», unas punteras redondeadas y con una consistencia que parecía forrar una chapa curva, y una banda de recio cuero sobre el empeine.

Naturalmente, los límites del gimnasio no alcanzaban las dimensiones reglamentarias mínimas que marcaba la ya famosa International Board. Había que salir al aire libre. Y las campas en las que el balón pudiera sentirse en libertad para el juego no eran escasas en los alrededores.

Pero había una… ¡Qué maravilla!… En la margen derecha del Nervión. Junto a la fábrica de electricidad, hacia Las Arenas, cerca de la vía del tren, que discurría por su parte derecha… Se llamaba Lamiaco… Pero ¡qué lejos! … A unos ocho kilómetros del centro. Allí, ya jugaban, los domingos por la mañana, los del Bilbao F.C.. Todo era cuestión de ponerse de acuerdo. Y se pusieron. Además, los del Bilbao les confiaron su secreto: «Había que ir en el tren». «Sí, era un ahorro de tiempo y energía, pero luego había que volver andando los dos kilómetros desde Las Arenas a la campa». «No, no. Los maquinistas están de nuestra parte… Al llegar a la altura de Lamiaco tocan el silbato de la locomotora, modelo 1890, para avisarnos, y reducen la marcha a fin de que podamos descolgarnos sin peligro…». Realmente no había excesivo riesgo, habida cuenta que aquel humeante caballo de hierro, de desgarrado pitido, tenía una velocidad de crucero de 15 kilómetros por hora.

Con el señor Astorquia iniciaron la aventura D. Alejandro Acha, D. Enrique Goiri, D. Luis Márquez, D. Eduardo Montejo, D. Fernando Iraolagoitia y D. Pedro Iraolagoitia.

El grupo ya tenía campo, lo que no tenía era equipo, club, nombre ni colores. Eso sí, pelotones tenían tres… que eso era lo importante para correr por la campa.

Y de esos problemas trataban en la diaria tertulia del café García, en la Gran Vía número 38. Al ver que la competencia se constituía en sociedad deportiva decidieron tocar a rebato entre los que iban a Lamiaco, que ya eran casi multitud, para primeros de febrero de ese 1901 en el propio café García. Se nombró una Comisión integrada por D. Juan Astorquia, D. José María Barquín y D. Enrique Goiri, para que redactara unos estatutos y legalizar la sociedad. En otra reunión universal, en el mismo café, y el 11 de junio, se leyeron los estatutos, se aprobaron, y nombraron Junta directiva. La integraban D. Luis Márquez, presidente; D. Francisco Íñiguez, vicepresidente; D. José María Barquín, tesorero contador; D. Enrique Goiri, secretario; y, como vocales, D. Alejandro Acha, D. Amado Arana, D. Luis Silva y D. Fernando Iraolagoitia.

El 28 de agosto presentó el señor Márquez sus Estatutos al Gobierno Civil para su aprobación. Y el 5 de septiembre, con los Estatutos aprobados por el gobernador, señor Echanove, en Asamblea definitiva, en el mismo café García, quedó ya constituida una Sociedad para el fomento de los deportes «athléticos» y en especial el conocido como «foot-ball», con el nombre de Athletic Club.

Una sociedad que bien podía tildarse de limitada: eran 33 aficionados pioneros que constituían la totalidad de los aspirantes a jugar en los equipos de la Sociedad. De momento se nombró capitán del primer equipo a D. Juan Astorquia y del segundo a D. Alfredo Mills[1] . Y se estableció la cuota mensual en 2,50 pesetas.

Junto al nombre, el uniforme, ya que hasta entonces había jugado cada uno a su aire y mayoritariamente con camisa blanca. Pues bien se estableció la uniformidad de camisa, mitad blanca, mitad azul, en vertical, y pantalón azul. Y que no faltaran los fantasiosos «cap» de terciopelo, con su viserilla… Estrenaron  «tenue au complet», que decía un cronista de sociedad, el 20 de enero de 1902.

Uno de los primeros acuerdos fue la de alquilar, en unión del Bilbao F.C., la campa de Lamiaco. Los propietarios, señores D. Enrique Aguirre y D. Ramón Coste, pidieron un alquiler de 200 pesetas anuales. ¡Un Perú para aquellos jóvenes…! Pero lo alquilaron.

Los «goales», como  se llamaba en aquel tiempo a las porterías, desarmados, se guardaban en la caseta de uno de los guardas de la fábrica de electricidad. Entraba en el precio del alquiler.

Huelga decir que en Lamiaco no pagaba nadie. Poco a poco, en los trenes «afines», iban llenándose los vagones con chavales y menos niños que iban a ver el juego y que, en cuanto frenaba el tren, se descolgaban  por las puertas de la parte izquierda y … a galope tendido por la campa para, tras cruzar el vetusto puentecillo, colocarse en los lugares más apetecidos. Y lo que primero se «llenaba» era la banda que daba a Las Arenas. ¡Las bandas…! Huelga decir que eran rebasadas por los mirones y se formaban unas «barrigas», de amplio radio, a lo largo de ellas y dependiendo de por donde se movía el balón. Los «linesmen» tenían que ir empujando materialmente a los de «la primera fila» para correr la banda.  Cuando el balón discurría por uno de los «corners» la panza de esa banda alcanzaba su momento de máxima flexión: hasta casi el área de la otra portería. Y durante el descanso, una nube de chicos y menos chicos invadían el «rectángulo», con su balón, y emulaban lo que acababan de ver. Costaba Dios y ayuda, y mucho pulmón por parte del «referee», el desalojarlos para jugar el segundo tiempo.

En enero de 1902 se valló (?) Lamiaco. En realidad fue una alambrada -con alambre de espino, colocado para acotar la campa con ocasión de celebrar un concurso hípico o de tiro al pichón- y se puso una garita, justo en el centro de la frenada del tren, para la venta de entradas. El tren llegó a tener allí una «parada instantánea» que no constaba en las guías, porque empezaba a ser frecuente el que los espectadores llegaran al millar o los dos millares. Sólo sacaban entrada algunos de los mayores. Los demás pasaban por entre las dos filas de alambres, que en algunos puntos llegaron a tener unas panzas indicadoras de los lugares de detención de las escalerillas de los vagones. La primera vez que se cobró, o se intentó cobrar la entrada fue el 19 de ese enero con ocasión de un desquite entre los más acreditados rivales y coarrendatarios de la campa: Bilbao y Athletic.

Y Lamiaco fue testigo del nacimiento del Bizcaya -reunión del Bilbao y el Athletic-; con su camisa azul y el pantalón blanco. Y cuando llegó el Burdigala de Burdeos, el 31 de marzo, el lleno fue apoteósico: tres mil espectadores. Para la ocasión, debut internacional de Lamiaco, y para la parte más respetable de la asistencia, se alquilaron sillas llevadas desde la Real y Santa Casa de la Misericordia, que llevaba construida, frente a la campa de San Mamés, desde 1872, fecha en la que abandonó su ubicación en la calle Sendeja, en pleno corazón del Bilbao de entonces y en donde se había asentado en 1774. Que claro, tales sillas, se colocaron del lado de Las Arenas, de espaldas a la mar, para desesperación de los habituales de tal localidad. En ese bautizo internacional de la campa, los franceses se fueron con las orejas calientes: 7-0.

El experimento del Team Bizcaya y su éxito en la Copa del Ayuntamiento de Madrid -la mal llamada Copa de la Coronación, de 1902; y, luego, peor asimilada como Campeonato de España, porque este nombre designa oficialmente el torneo en el que se disputa una copa donada por el Jefe del Estado, y ésa de 1902 la donó D. Alberto Aguilera, alcalde de Madrid- llevó ineluctablemente a la inmersión del Bilbao en el Athletic, que el 29 de marzo, en magna Asamblea quedó acordada unánimemente por parte de los socios y directivos de ambas sociedades.

Como hito de Lamiaco puede consignarse la goleada de 10-1 obtenida sobre el Barcelona en su primera visita a esta campa.

Junto a ese hito de gloria de Lamiaco hay que consignar el hondón de pánico cuando el Ayuntamiento de Lejona, al cual pertenecía la campa, decidió un impuesto a tanto alzado por partido. Fue inútil la visita de los directivos señores D. Ramón de Aras Jáuregui y D. Roberto Mendiguren a la Diputación. El impuesto quedó establecido. La «protección» al deporte, por parte de los políticos, empezaba… Era noviembre de 1910.

Quizá por la broma de los impuestos o acaso porque Lamiaco parecía muy lejano, pese a que el ferrocarril había establecido una parada discrecional en la entrada del campo, lo cierto es que la directiva del Athletic empezó sus gestiones para llevar su campo al propio Bilbao. Era el segundo intento de  buscar campo nuevo. Pero las gestiones cerca del Ayuntamiento para que les cediera los terrenos del antiguo campo de aviación, que había estado en la prolongación de la Gran Vía, y que todavía conservaba sus tribunas, figuraban como zona ajardinada en la Ordenanza municipal y les fue denegado.

Pero, eso sí, consolaron la pena con el fichaje del primer entrenador profesional. Era un inglés, «mister» Shepherd, quien, según D. José María Mateos, de fútbol sabía poquito, pero de tomar café con leche… ¡por hectólitros!

Pero el destino de Lamiaco, su final como sede del juego «athlético», estaba ya sentenciado.

Nuevas gestiones con el Ayuntamiento, para la cesión del ferial de Basurto, al final de lo que se proyectaba como Gran Avenida, pero tampoco accedieron los munícipes a tal instalación deportiva que les cerraría ese previsto ensanche…

El estreno del uniforme definitivo, camiseta rojiblanca, cerrada con cordones al cuello, y pantalón blanco, se efectuó fuera de Lamiaco; fue en  otro campo no menos histórico en el fútbol español: Amute, en Irún, y contra su titular Sporting de Irún; lo perdió el Athletic por 2-0. Fue el 9 de enero de 1910.

El por qué la camiseta rojiblanca se trocó en camisa y el albo calzón, en negro, habrá quedado en algún acta que la papirofobia hispana y la piromanía nacional de los documentos «viejos» enviaron al limbo del trapero o al infierno de la caldera de la calefacción, o se lo llevaron las aguas… Porque ¿qué club peninsular no ha tenido un par de inundaciones, algún que otro incendio, media docena de mudanzas en las que o se mojaron, o se chamuscaron o se perdieron docenas de cartapacios amorosamente liados con un balduque ya blancuzco por el paso del tiempo?

Hay que insistir en lo de la «camisa», ya olvidado. ¡Había que ver la giba de «Lorito» cuando corría la banda a unas velocidades que él mismo ignoraba que se llamaban supersónicas y que hacía que el viento hinchara su camisa como un globo! ¿Que quién era «Lorito»?. Pues el mismo al que el periodista madrileño señor Rienzi apellidó, al verle pasar como una exhalación ante su localidad, como «bala roja»; esto es, Gorostiza.

Como colofón a este antecedente de San Mamés, reproducir un artículo de José María Hernani titulado «Un recuerdo de Lamiaco». Decía el redactor de «Excelsius», en 1933:

«Si existen lugares deportivos históricos, puede perfectamente llevar este nombre el campo de Lamiaco.

«Leyendo días pasados que existe un proyecto de convertirlo  en una especie de estadio o templo de los deportes al aire libre, nos alegrábamos intensamente de esta idea, porque siempre hemos temido que  cualquier día se pudieran plantar berzas sobre su magnífico suelo, el mejor que hemos conocido en cuanto a calidad del terreno para la práctica del «sport».

«Lamiaco, por ser la cuna del fútbol bilbaíno, donde se desarrollaron los primeros balbuceos del juego inglés, debiera perdurar como campo dedicado a la práctica deportiva, e incluso, en cualquier rincón del mismo, se debería colocar una placa que recordase que sobre aquel suelo se inició y cimentó el fútbol vizcaíno, que tanta gloria y tantísimos triunfos ha dado a  nuestro pueblo.

«Como se honra a un hombre ilustre estableciendo un recordatorio en la casa en donde vio la luz primera, así debe también honrarse la cuna del deporte que tiene acaparado el interés y la afición de toda la península.

«Nosotros, aficionados viejos, recordamos tenuemente aquellos primeros tiempos de Amann, de Ansoleaga, de García, de Davies, de Martínez, de Linnoe y de tantos otros que iniciaron en Vizcaya la afición al fútbol.

«También recordamos perfectamente, como un detalle que se nos quedó grabado en la imaginación, la figura del difunto Acha, el goalkeeper, férreo, hercúleo,  que sujetaba sus muñecas y aprisionaba sus brazos con cadenas, para ponerlos en tensión.

«Tocados con sus gorrillas o solideos de colores y vestidos con aquellos uniformes blanquiazules, desteñidos, que jamás se lavaban, como no fuera con la  lluvia que les caía encima  de vez en cuando.

«No es extraño que la fama de sucios les acompañara por donde iban  a nuestros primeros futbolistas. ¡Quién iba a lavar aquello, si apenas había para sufragar el viaje a Lamiaco!.

«Bastante mérito tenían aquellos muchachos que se equipaban totalmente de su bolsillo particular e incluso  costeaban los desplazamientos. ¡Para lavanderas estaban!

«Lamiaco, con su  clásica caseta-vestuario, que perduró muchísimos años, siempre en igual forma, sin la más mínima variación.

«Con sus clavos roñados para colgar las ropas y sus innumerables microbios que por allí pululaban y que no morían ni en verano ni en invierno. Microbios invulnerables a los que había que temer por su pegajosidad extraordinaria.

«Por aquella caseta pasaron generaciones de futbolistas, y allí se desarrollaron infinitas alegrías y también grandes tristezas y pesadumbres.

«El señoritismo invadió un día el campo de Lamiaco, y donde durante muchos años sólo pisaban las botas de tacos o las alpargatas de los lejonatarras, pues sus pies eran más fuertes que los tacos y que todos los cueros, se trocaron por las pisadas  de los zapatos de hierro de los caballos «pur sang» para entretenimiento de los polistas. Algo así como si fuese un sacrilegio.

«Lamiaco, con su puente rústico que parecía atacado de tuberculosis, colocado allí para pasar su riachuelo, vio, como decimos,  desarrollarse sobre su césped todos los comienzos del fútbol vizcaíno.

«Allí se celebraban esos primeros partidos con el Burdigala, con el Universitary catalán, equipo que desapareció hace muchos años; con el Barcelona de sus comienzos, a quien solían propinar de ordinario estrepitosas derrotas.

«En Lamiaco también tuvo lugar, hace cerca de treinta años, una especie de campeonato de Vizcaya, cuando todavía no había organización federativa, ni apenas reglamentaciones. El partido final lo jugaron el Iberia, en el que figuraba Secundino Zuazo, contra el «The Rival», del Colegio de Santiago Apóstol, con  sus Basilio Larrea, Arteche, jugadores con buenos conocimientos futbolísticos. Tras un «match» emocionante, disputado encarnizadamente, triunfó el Iberia por la mínima diferencia.

«El colegio de Santiago Apóstol de Bilbao siempre ha sido un vivero de buenos jugadores de fútbol. De él salieron, entre otros, Luis Iceta, el capitán athlético durante varios años; el gran delantero centro Seve Zuazo, Zuluaga, Lamana, Hormaza y tantos otros que más tarde fortalecieron  los grandes equipos.

«En Lamiaco se solía celebrar, igualmente en sus primitivos  tiempos, un campeonato que se llamaba Copa Athletic, en el que tomaban parte todos los equipos que bullían entonces en Vizcaya.

«El Portugalete Deportivo, el Arenas, -antes de pasar a la primera categoría-, «Los Indians», el Arrapacenbasaitu, compuesto por muchachotes de Lejona que arreaban leña de gana; el Ariñ Ariñ, el Chataldija, que lo formaban los estudiantes de ingenieros, entre los que figuraban  Adarraga, el gallego Castro, Rezola, etc.

«Aquellos Campeonatos se jugaban con todo ardor y hasta con ensañamiento por lograr el trofeo o las medallas destinadas  para premios.

«Las espinillas debían ir bien defendidas, pues existía mucha predilección por acariciarlas de parte de bastantes jugadores. En este particular se distinguía un medio centro, que conocimos en «Los Indians», a quien llamaban Mahoma, escaso de vista, pero que soltaba los remos a todos los vientos con la desenvoltura de una bayadera. Rara era la vez que en su encuentro con el balón no cogía al mismo tiempo carne humana.

«El último año que se celebró el campeonato de la copa Athletic lo ganó el Arenas, pasando, precisamente aquel mismo año a la primera categoría, o sea  a la que podían participar en el campeonato formal.

«Del equipo formaban parte Ramón Hurtado, Hormaechea, José Mari Peña y otros nombres prestigiosos que dieron después tantas victorias al equipo arenero. En aquel campeonato actuó con la máxima eficacia  la guadaña de Ramón Hurtado, atrozmente peligrosa, sobre todo cuando hacía el «spatandantzari» tirando las piernas al aire al mismo tiempo que cerraba los ojos para no ver los destrozos que causaba.

«A pesar del tiempo, parece que el recuerdo de la historia de Lamiaco ha sido respetado por sus propietarios como si temieran profanar aquel suelo que vio los albores del fútbol vizcaíno.

«Cada vez que pasamos por el ferrocarril eléctrico como si ejerciera una sugestión sobre nosotros, no podemos por menos de contemplarlo para cerciorarnos que todavía existe, que manos criminales aún no lo han labrado dejando intacta la magnífica  sábana verdosa.

«Por eso quisiéramos que el proyecto  de hacer de Lamiaco un estadio para la práctica de diversos deportes se convirtiera pronto en hermosa realidad. Lamiaco merece que se le respete como se respetan y veneran las canas  de un anciano que nos es querido».

No cabe duda que el punto de vista del cronista era puramente futbolístico y un tanto despectivo hacia otras cartas de nobleza deportiva de la campa de entre ríos – Gobelas y Nervión- o entre vías de comunicación -carretera de Bilbao a Algorta y el mencionado ferrocarril, luego electrificado y con apeadero propio, Lamiaco, de Bilbao a Las Arenas- y de las cuales la hípica tiene un papel tan importante como el fútbol.

Se ha hablado del cercado de alambre de espino… Pues se puso, por vez primera, el 18 de septiembre de 1887, fecha en la que se inauguraron en Lamiaco las carreras de caballos. La pista tenía 750 metros.

Por cierto, según las crónicas, tal inauguración no fue precisamente un éxito de taquilla. Y no por falta de afición de los bilbaínos a los caballos ni ¡a las apuestas!, sino por fatalidades del destino. Aquel día y a la misma hora, en el Abra, hacía una demostración de maniobras y tiro el famoso cazatorpedos «Destructor»… que aquel día y a la misma hora, la Corte Real en pleno hacía una visita a las fábricas «La Mudela» y «La Vizcaya»… que aquel día y a la misma hora, en el frontón Abando se jugaba el esperado partido de pelota a chistera entre Elícegui y Eustaquio Brau contra Baltasar y Mardura… que aquel día y a la misma hora, desde la carretera se veía perfectamente el desarrollo de las carreras, y que lo que se ve gratis no hay que pagarlo.

Las anunciadas cinco carreras quedaron reducidas a cuatro por la no llegada a tiempo de los caballos anunciados para una de ellas. La primera carrera (2.500 m.), con cuatro caballos en liza, fue ganada por «Linda» de D. Ramón de Coste, montada por Levisson. Premio: 200 pts. La segunda (3.000 m.), la ganó «Lucero» de D. Eugenio Solano, montado por De la Torre. Premio: 250 pts. La tercera (3000 m.) fue vencida por «Nicot», de D. Benigno Chávarri, montado por el ya mencionado D. Augusto Levisson. Premio: 500 pts. Y la última (2.500 m.) vio el triunfo de «Pío», de D. Tomás de Goicoechea, montado por su hermano Galo. Premio: 200 pts.

Muy luego, cuando ya el campo de San Mamés hacía historia, se instaló allí el Polo Club de Lamiaco, presidido por D. José Luis de Aznar, y que, bajo la dirección del conde de Villalonga, fue inaugurado el 12 de agosto de 1928. En la ocasión inaugural iban a contender el equipo de la Magdalena, integrado por el Rey D. Alfonso XIII, el marqués de Villabrágima, el duque de Lecera y el marqués de Portago, y el equipo del Polo Club de Lamiaco formado por los señores D. Rafael Echevarrieta, D. José Urízar, D. José Luis de Aznar y D. Luis Lezama Leguizamón.

Al margen de los caballos pura sangre y el tiro de pichón, quien haga historia del Arenas de Guecho tendrá que empezar, también, por la campa de Lamiaco.

Y es que fue mucha campa esta campa.


    [1] D. Alfred Mills fue el primer inglés de las alineaciones del Athletic. Jugaba de defensa. Como otros varios ingleses del club se quedó de por vida en Bilbao. Según D. Francisco González de Ubieta, en su libro sobre el Athletic, Alfredo -nadie le llamó jamás Alfred en Bilbao-, nunca acabó de aprender el español, como otros muchos extranjeros que han pasado por el fútbol hispano. Al señor Mills -recuerda Ubieta- le era más fácil decir «déme una turbina» que «déme una tribuna». La presencia de ingleses en los clubs vizcaínos era debida a la cantidad de británicos empleados en las firmas inglesas -la del Cable era la más famosa- de las industrias bilbaínas. Normalmente esas empresas, de por sí, o reunidas tenían su equipo de «foot-ball».




Terrenos de juego en Bilbao (I): Campa de los Ingleses

La Campa de los Ingleses… ¡Ah, la Campa de los Ingleses!… En ese tono evocativo es como se oye este nombre. Como si quien lo cuenta tuviera una conciencia plena de lo que dice. O, al menos, asumiera completamente su significado. Y cuando se espera que el evocador diga algo más, repite «¡Ah, la Campa de los Ingleses…!». Y sanseacabó.

Pero aparecerá otro alguien que al decirle lo de la Campa de los Ingleses dará otro lamento nostálgico: «¡Ah, sí, la  Campa de Averly…!»…

Pero ni un solo alzar las cejas, entrecerrar los ojos o formar un círculo con los labios si alguien dice que recuerda la campa de Las Vegas. De Las Vegas de Santa Eufemia, para ser precisos.

Sin embargo esto último tiene un sentido, una materialidad, una respuesta concreta. Estaba situada junto a lo que después sería Neguri. Entre el ferrocarril de Portugalete y la fábrica de la Compañía de Maderas. Un prado jugoso cuya calidad de pasto la confirmaba la presencia de numerosas vacas. Pastaban y dejaban la campa llena de recuerdos digestivos. Su dueño, el de la campa, era D. Miguel Vitoria, quien alquilaba su hierba ora para las vacas, ora para que la ocuparan los colegiales los jueves por la tarde. Más difícil era cobrar el alquiler los domingos, cuando sobre el prado se desparramaban cientos de pateadores de cuero, cuya primera escuela de regate era la de evitar las plastas vacunas, y la primera prueba de correr por las bandas era la de huir del guarda que pretendía cobrarle a alguien esa ocupación ilegal de una propiedad privada, o, en su defecto, quedarse con el balón. Y menos mal que los domingos no estaban las vacas, por lo que no había peligro que alguno de aquellos chaveas sintiera una súbita y más genética vocación de Cúchares, que esa nueva fiebre británica de los «goals», los «offsides», los «penaltys»… Aunque, bien visto, también perdían la ocasión de enfrentarse, en «dribling», a ese defensa de ojos blandos y cuerna abierta y dura que recordaba al insalvable pecoso del «11 HP», acreditado «back» rompehuesos de vuelo rasante.

Todos los jueves por la tarde aparecían los alumnos de los colegios de la Doctrina Cristiana (La Salle), Escolapios  y Jesuítas, además de algunos otros de menor entidad en el panorama de la enseñanza de la Villa. Partidos entre Colegios, entre clases, entre grupos… Y los domingos, esos mismos escolares acudían a jugar o a ver jugar. Todo en sesión continua y, como en los acreditados circos alemanes, en varias pistas simultáneas. Unos, con el llamado «balón reglamentario»; otros, con pelotones de goma, o de menores dimensiones, o de pelotas de variados diámetros. Las porterías estaban formadas por dos montones de ropas, libros y carteras.

La caseta del guardagujas del ferrocarril de Portugalete era un buen refugio para las ropas en días de lluvia o para evitar que algún avispado cambiara de abrigo llevándose el palo izquierdo en vez del derecho, que era en donde había dejado sus prendas. Y tal casilla pronto se convirtió en tienda en la que se encontraban toda clase de repuestos de uniformidad, desde balones nuevos, ya hinchados, a parches para arreglar pinchazos, desde camisetas de varios colores y listados, a botas, alpargatas, calcetines, calzones, tobilleras… Un mercadillo en el que «el cliente serio» podía adquirir lo que necesitara en plazos semanales.

 Allí los había de todas las edades y de todos los pelajes. Y cada uno a su aire. Y con indumentarias tan variadas como su procedencia. Unos, con botas recién salidas de la garita del ferroviario, otros con alpargatas; estos, con los zapatos del colegio; aquellos, con las botas de agua de media caña… Y los temerosos de la bronca o el coscorrón materno, descalzos.

Solamente en muy escasos instantes de su trayectoria deportiva, la campa de  la Vega de Santa Eufemia albergó algo más que aquella turbamulta de los domingos por la mañana, o la parcelada pero disciplinada de los escolares jueves por la tarde, o equipos «serios». Con la seriedad que indica nombres tan pintorescos como el mencionado «11 HP», o Hispania, Once Llavines… y esporádicas y contadas apariciones de aquel embrión de Athletic en sus primeras salidas del Gimnasio Zamacois.

Si ésta es la dimensión real y futbolística de la campa de la Vega de Santa Eufemia, ¿por qué su recuerdo, dejado en forma de pequeñas flores secas en rancias páginas de Historia o en entrecortadas frases susurradas en conversaciones llenas de nostalgias desdibujadas?

Sencillamente porque eran flores de infancia ya ida. Cientos de bilbaínos habían jugado allí, bien en los jueves colegiales, bien en los domingos anárquicos. Acaso aquella fuera su única experiencia futbolística en toda su vida. Pero era una experiencia avalada por el hecho de que entre aquellos innominados chavales se fueron perfilando después -¡ay, después!- los que formaron la tercera generación de jugadores del Athletic. La de Pichichi, para ser más exactos y centrar el momento. Y eso avaló los jueves y los domingos de la campa de la Vega de Santa Eufemia. Pichichi había sido uno de los que sorteó los montones de caca vacuna; uno de los que corrió ante el guarda; uno de los que «negoció» unas espinilleras con el guardagujas o dejó con la boca abierta unos zapatos de domingo recién estrenados… Ese recuerdo, que por juvenil tenía un aroma tan evanescente como el del tabaco de pipa, adquiría cartas de nobleza, densidad, cuerpo al asociarlo a los que luego serían campeones de España, y casi campeones olímpicos. Ello bastaba para dejar caer el monóculo al mencionarla. Anteponer el «oooh», así, alargado.

Y todo ello ha conformado una leyenda paralela a la realidad tangible.

¿Y por qué en vez de echar los vocativos por delante de la campa de la Vega de Santa Eufemia, los echaron, muchos, ante la Campa de los Ingleses y otros, muchos menos, ante la Campa de Averly?.

Ahí está ese misterio que siempre avala cualquier leyenda. ¿De dónde salió el «apodo» de Campa de los Ingleses? Nadie lo ha explicado. Posiblemente -y hay que moverse en el terreno de las hipótesis- porque los primeros que se lanzaron al prado de la Vega de Santa Eufemia fueron aquellos ingleses de las empresas bilbaínas o los marineros británicos que corrían detrás de un balón en las horas que pisaban tierra junto a la Ría. Allí organizaron sus partidos. Y los sucesores, los estudiantes manchesterianos, para entenderse, dijeron que jugaban en la misma campa en la que lo hacían los ingleses… En la Campa de los Ingleses, para abreviar.

¿Y lo de Averly? Pues hay que echarle literatura a la cuestión porque ahí sí que no hay ninguna huella apreciable. Ni con paciencia de apache, que según Karl May eran los mejores rastreadores del Oeste, se puede encontrar ni una hierba movida, ni un resto de vaca que avale el Averly. ¿Acaso alguno de aquellos equipos ingleses, el más conocido, el mejor, el más apreciado se llamaba Averly?. ¿Quizá entre los que allí jugaban había uno que despertaba la admiración de la chavalería circundante y boquiabierta que decía que iba a jugar en donde jugaba Averly?

Pues bien, la importancia misma de la Vega de Santa Eufemia como pariente remoto de San Mamés, es mínima. La campa de Lamiaco avala, élla, a la primera y segunda generación de «athléticos»; pero son los miembros de la tercera generación, más conocida por todos, por la simple circunstancia de que el fútbol español estaba ya más hecho, la que ha avalado la Campa de los Ingleses, la Campa de Averly, la campa de la Vega de Santa Eufemia. Sin la «quinta» de Pichichi nadie hubiera podido ponerse dulce diciendo «¡Oooh, la Campa de los Ingleses!».

Nota de José Ignacio Corcuera: La Campa de los Ingleses, sita en lo que hoy es el muelle del museo Guggenheim, o más concretamente entre el edificio y el Puente de Deusto, era hace cien años el lugar en el que estaba el puerto de Bilbao. Muchos buques procedían de la Gran Bretaña y, como es natural, a veces sus marineros fallecían en nuestro suelo. Los enterraban en la campa vecina y puesto que los cementerios protestantes carecen de panteones y hasta de lápidas, nunca dejó de tener aspecto de campa. Los bilbaínos acabaron denominándola Campa de los Ingleses, porque quienes allí yacían procedían de aquel país. La proximidad al puerto de estiba de esa pradera hizo de ella campo de fútbol improvisado en los matches que el primitivo Athletic, al igual que el Bilbao, dirimían contra equipos de marineros británicos.