El viejo grito de “guerra” ¡Hip!, ¡Hip!, ¡Hip!… ¡Hurra!

Reconozco que soy tan aficionado a los viejos modos, a las tradiciones, si así quiere llamárselas, a los gestos primigenios como un fetichista futbolero lo es a coleccionar insignias, carteles de partidos, entradas o esos miles de objetos que hacen felices a infinidad de seres humanos, que no cambiarían el goce de repasar sus colecciones por nada del mundo.

También tengo que reconocer que me invade la ternura, hasta el lacrimeo, cuando me echo a la cara uno de esos folletos que edita la Federación para uso de la prensa antes de un partido internacional. Al leer, al lado de cada jugador, la palabra “caps” siento una especie de sofoco de novicia ante la llegada de la Superiora General de la Orden. E inmediatamente recuerdo ese ritual perdido en el que el capitán de la selección imponía al “misacantano” en el equipo nacional la gorrilla que le daba el espaldarazo de internacional. En España se produjo ese ritual por primera y única vez en San Mamés, allá por octubre de 1921.

¿A que sería precioso, por ejemplo, que el debutante saliera al campo con una camiseta cualquiera y allí, ante todo el equipo formado, el capitán le invistiera con la camiseta roja sangre de toro, dando fe de que ya era un internacional más? 

¿A que sería bonito que esas insignias federativas que se otorgan – u otorgaban- a los jugadores que cumplen los cinco, veinticinco… partidos con la Selección, les fueran entregadas en el mismo campo y por el presidente de la RFEF en vez de en un despacho o en un envío postal?

Y que conste que no colecciono hojas secas entre las páginas de los libros. No confundamos las cosas…

Hoy, revisando unas viejas fotos de partidos de la Selección, he recibido el golpe bajo del rito de los hurras. Y quizá hay que explicarlo. Dentro de lo posiblemente inexplicable. 

Los hurras vinieron de Inglaterra, aunque, parece ser que su origen está en los soldados prusianos de la Guerra de Liberación (1812-1813), que lo coreaban como grito de ánimo antes de lanzarse, sable en ristre, contra el enemigo. Se lo apropiaron los marineros ingleses, que lo utilizaron en ocasiones menos belicosas. Al recibir a bordo a un amigo ilustre. O al despedirlo. En el intermedio, al parecer, eran incontables las pintas de cerveza…

Como grito cordial o de ánimo pasó a los deportes ingleses. Lo coreaban, por separado, los contendientes antes de lanzarse al juego. Posiblemente, además de infundirse ánimo con él, corría por el subconsciente de los jugadores el mismo espíritu supersticioso que insufla a los jugadores de rugby de Nueva Zelanda, “All Blacks”, su danza y cánticos rituales.

Lo cierto es que, así como la imposición del “cap” no tuvo el mínimo éxito en España, el grito ritual del hurra se mantuvo hasta la Guerra de 1936-1939.

Bien, el más caracterizado, o el más conspicuo, o el capitán del equipo se encaraba con sus compañeros en fila, más o menos correcta, y les espetaba, lo más agresivamente posible y con enérgico gesto de su brazo: “¡Hip!, ¡Hip!, ¡Hip!”. La fila contestaba con no menor furor y rabia: ¡Hurra! 

Lo reglamentario era el dar la voz por tres veces. 

Luego venía la interpretación del himno que pillaba a cada cual en donde le pillaba. Eso sí, se cuadraban muy respetuosos hasta que acababa la música.

Posiblemente fuera la selección alemana la que acabó con la anarquía de la escucha del himno y por ende de los gritos rituales.

Ellos fueron los que formalizaron la colocación en fila de sus jugadores, en el centro del campo, para escuchar su himno. Y eso es lo que ha permanecido hasta el momento.

Los por mí añorados gritos rituales sólo han permanecido en viejas fotos, algunas de las cuales, como lagrimones nostálgicos, ofrezco aquí para compartir añoranza con los viejos aficionados supervivientes y como curiosidad para los jóvenes.




La lata de Coca-cola que salvó al Inter

50 años después, la gente de Mönchengladbach aún recuerda ese 7-1 inválido en Copa de Europa y se pregunta si la lata que impactó con Boninsegna estaba vacía o no

20 de octubre de 1971. Unos 27.000 espectadores asisten al antiguo Bökelsbergstadion en una fría noche lluviosa a un partido que marcaría la historia de la Copa de Europa. Si alguno aún no se ha ubicado, estamos en el viejo estadio del Borussia Mönchengladbach, en el estado de Renania del Norte-Westfalia de la antigua RFA.

Se trata de un partido de segunda ronda de la Copa de Europa entre el Borussia Mönchengladbach, campeón de la Bundesliga, y el Inter de Milán, campeón de la Serie A. Die Föhlen (los potros), apodo del equipo alemán, estaba en su mejor momento de su historia con un plantel dirigido por Hennes Weisweiler que incluía a jugadores de la talla de Günter Netzer o la dupla de Herbert Lauemen con el siempre elegante Jupp Heynckes, quiénes marcaron 61 goles entre ambos en la temporada 1970/71.

El partido empezó de una forma trepidante. Una vaselina de Heynckes adelantaba a los locales, pero Boninsegna (héroe interista de esa noche) empataba rápidamente el encuentro. Apenas dos minutos después, Ulrik le Fevre remataba de cabeza al segundo palo para devolver el liderato a los potros. El constante intercambio de golpes hacía presagiar un encuentro de fútbol directo y de muchos goles, pero a la media hora todo cambió.

Boninsegna, el autor del primer gol interista, estaba tendido en el suelo. Una lata de Coca-Cola lanzada desde la grada había impactado con el delantero italiano. Durante 7 minutos, el partido estuvo detenido por Jef Dorpmans, colegiado del partido, mientras la multitud de futbolistas rodeaba al jugador. Sandro Mazzola, hijo del histórico Valentino (leyenda del Grande Torino que murió en la tragedia de Superga del 49), le enseñaba a Dorpmans una lata de Coca-Cola mientras Netzer decía que no había sido para tanto.

¿Estaba vacía la lata o estaba llena y realmente había impactado con Boninsegna? Al ser un partido no televisado en directo, la duda siempre ha estado ahí. Lo cierto es que no había ningún corte. Lo único que se ve en las cámaras es como Mazzola enseña una lata de Coca-Cola a Dorpmans, a la que algunos acusan de haber cogido de un aficionado de la grada italiana. Como contó el delantero años después a la Gazzetta dello Sport “la realidad es que esa noche recibí el golpe en la cabeza”. Asimismo, en el Corriere dello Sport en 2015 declaró que “no exageré nada”, como decían los alemanes, y sobre el “truco” de Mazzola dijo que “esa cuestión hay que preguntársela a él”.

Por otro lado, en 2011 Jef Dorpmans, que fue entrevistado por el periódico alemán Express, dice lo contrario. “La lata estaba abierta y ya no estaba llena. Después de un lanzamiento de 20 a 30 metros no pudo haber tenido tan mal efecto. El lanzamiento no fue correcto, por supuesto, pero tampoco la reacción de Boninsegna”.

El partido se reanudó con el cambio de Boninsegna. A partir de ese momento, el Mönchengladbach empezó a encadenar goles, uno tras otro, hasta llegar a un resultado de 5-1 al descanso. Al final del partido, el marcador del Bökelsbergstadion reflejaba el 7-1. Matt Busby, entrenador del Manchester United que estaba presente en la grada, aseguró que se trataba de “un equipo fantástico, mucho ritmo, potencia e ingenio”.

El que seguramente fue el mejor partido de un equipo alemán en Copa de Europa, tal vez hasta el 2-8 del Bayern München al FC Barcelona en la última edición, fue un partido invalidado. Pese a que la UEFA no contemplaba ese tipo de situaciones en ese momento, Peppino Prisco, abogado y vice-presidente del Inter, logró sacar una repetición del partido en el Olympiastadion de Berlín.

Finalmente, el Inter venció por 4-2 en el Giusseppe Meazza y la vuelta en Berlín fue un empate a cero. El campeón de ese año fue el Ajax de Johan Cruyff, que ganó la final contra el club italiano. Algunos dicen que el mundo se perdió ese año el choque entre los dos mejores equipos: el Ajax y el Gladbach. 50 años después, aún sigue habiendo debate entre ambas aficiones sobre lo que verdaderamente pasó esa noche en el Bökelsbergstadion. Los interistas defenderán su versión y los alemanes la suya, eso es seguramente lo bonito de este bello deporte llamado fútbol.




Futbolistas singulares

Son muchas las clasificaciones otorgadas al admirado gremio de futbolistas. Los hay creadores y destructivos, artistas y galeotes, disciplinados e irreductibles, líderes y gregarios, triunfadores o caídos, divos y sencillos, traseros de mal asiento y hombres de equipo, cerebrales, volcánicos, ahorradores, manirrotos, con gran aplicación táctica o egoístas en extremo. Podríamos añadir, aún, los “leñeros”, por suerte en vías de extinción, e incluso sin remontarnos mucho en el tiempo aquellos que operaban sin anestesia al desdichado que se cruzara en su camino. Y la variopinta subespecie de insultones, protestones sistemáticos, propensos al desmayo dentro del área, amedrentadores, o maestros en sacar de quicio hasta al más bragado equipo arbitral. También, cómo no, a los caballeros del balón, esos que solemos echar en falta, tan sólo, cuando dejan para siempre los estadios. Pero por encima de tanta diversidad, no deberíamos perder de vista a los singulares. Aquellos que mientras vistieron de corto, al retirarse, o durante toda su existencia, demostraron ser especiales. Sólo entre cuantos trotaron por nuestros campos, hubo y hay cientos, por más que el foco mediático rara vez se ocupara de ellos. Quizás vaya siendo hora de dedicarles un recuerdo.

Se hallaba en activo el extremo ovetense Benjamín Álvarez Alonso cuando, al inicio de la campaña 1958-59, se erigió en hombre ejemplar. El cumplimiento del servicio militar obligatorio le había llevado hasta Astorga, circunstancia que aprovechó el club local para incorporarlo a sus filas. Corría el ejercicio 1955-56 y a su conclusión, el Club Deportivo Astorga se encaramaba a categoría nacional. Luego una cosa condujo a otra. Ya licenciado, obtuvo un buen trabajo en tierra maragata, volvió a firmar con los astorganos y debutaba en el grupo XIV de 3ª División el 9 de setiembre de 1956, ante el zamorano C. D. Juvenil (empate a uno), para festejar la primera victoria una semana después, ante el Béjar Industrial (3-0). Inauguraba así el ya extinto club una gloriosa etapa de 10 cursos, midiéndose a entidades con mayor predicamento, como Cultural Leonesa, S. D. Ponferradina, Burgos C. F., U. D. Salamanca, Plasencia, Cacereño…

Durante el verano de 1958 se dio de bruces con la carta recogida en “Pueblo”, luego de que un joven de Fuentes de Nava (Palencia), la hubiese remitido desde la Institución Virgen de la Palma, a través de la Organización Sindical(1), donde entre apreturas trataba de enhebrar su porvenir. Ese muchacho solicitaba de puño y letra ayuda económica para su sustento, mientras aprendía un oficio en Madrid. Pasaron los días y ante la evidencia de que el joven seguía sin resolver su situación, dio un paso al frente. No iba a ser mucho cuanto pudiera aportar, pero menos era nada. Así que contactó con la redacción periodística, comprometiéndose a girar mensualmente el importe íntegro de cuanto le reportase el fútbol. Toda una noticia servida en bandeja al medio capitalino, que pronto se haría extensiva a otras cabeceras de mínima tirada, como “Proa” o “El Pensamiento Astorgano”. “No, a mí no me sobra el dinero -confesó el futbolista-. Más bien todo lo contrario, pues envió parte de mi salario a casa de mi madre, viuda en Asturias, e intento ahorrar con idea de traerla a vivir conmigo. Pero si yo pude aprender un oficio fue por la aportación de otros, y creo que ahora me toca corresponder. Como ese hay infinidad de casos. Sé lo difícil que resulta situarse en la vida y no me gustaría que ese chico tenga problemas”. Aseguró también no conocer de nada al demandante de ayuda, no haber cruzado palabra con él, siquiera. Es más, ni existió intercambio de correspondencia. “¿Cómo? ¿Qué no te ha escrito una nota de agradecimiento?”, se asombraba el reportero leonés Joaquín Nieves, al entrevistarle. Y Benjamín, quitando hierro al asunto, argüía: “Espero que lo haga. Es más, estoy convencido de que lo hará”.

Formación del Club Deportivo Astorga, en el inicio de los años 60. Benjamín es el primero por la derecha, en la fila de abajo.

En noviembre, cuando el C.D. Astorga visitó la capital palentina para dirimir su choque ante el Atlético de Palencia, los anfitriones le obsequiaron con un banderín de la entidad, dedicado ex profeso: “El Atlético de Palencia a Benjamín Álvarez, deportista y caballero”. Asombrado, agradeció aquel gesto y la ovación del público, antes de recorrer su banda en pos una victoria que resultó aplastante. Luego, recién duchado, atendió a la prensa local, camino del autobús: “No estoy haciendo nada extraordinario. Ya he contado que también yo me especialicé en la Escuela Profesional de Málaga, con ayuda exterior. Si a mí no me hubiese ayudado nadie, estaría como él”.

Los cronistas coincidieron al juzgar ese partido como “soso, aburrido y sin apenas jugadas destacables”. Tras el pitido final, en el tanteador campaba un claro 0-3. Aunque eso fue lo de menos. Aquella tarde desfiló por la vieja Balastera un futbolista comprometido, dadivoso, tan especial como ejemplar.

No iba a quedar atrás en su desprendimiento el portero Martín Mora. Vástago de familia acomodada y con distintos negocios en Mallorca, desde que comenzó a cobrar por lo que siempre considerase afición, y no medio de vida, donó a organizaciones caritativas hasta el último céntimo que el fútbol le reportase. Incluso cuando al despuntar los años 60 del pasado siglo alcanzó nuestra 1ª División con el R. C. D. Mallorca. Podría decirse, además, que obtuvo premio a tan benemérita iniciativa. Sus negocios de construcción y hosteleros marchaban viento en popa, y en lo concerniente a su vida privada hasta fijaría fecha de boda con una “Miss Europa”.

Otro jugador de futbol también ennovió con una “miss”, transcurridos 10 años. Jugaba de centrocampista en el Tarrasa, cuando sin proponérselo lo trasplantaron del césped a la prensa de cotilleo. Era muy joven aún, y estaba lejos de vivir opíparamente con los réditos de la pelota. Pero Durán, además de ser hombre envidiado, empezó a ser conocido como “el novio de la guapa”, luego de que a Rocío Martín Madrigal le entregasen corona y cetro en Benidorm, durante el certamen de Miss España, allá por noviembre de 1972. “Todos hemos visto su fotografía en los periódicos y nos han dado ganas de enviar telegramas de felicitación al Jurado -se escribió en un medio-. Rocío es una chica guapa de verdad, con estilo, moderna, sencilla en sus declaraciones”.

Martín Mora, en el viejo Luis Sitjar. El fútbol no nubló su bien amueblada cabeza, ni hizo de él un hombre engreído.

Aquella España, todavía casposa y con cierto complejo de inferioridad, solía agarrarse a cualquier cosita para sacudir su particular somnolencia. Sobre todo si a la sombra de una naciente idolatría tintineaba el monedero. Así las cosas, no sólo Durán hubo de posar para más fotógrafos que nunca, sino que la directiva egarense quiso regalarse un baño de gloria haciendo que la sevillana efectuara el saque de honor, en los prolegómenos del partido Tarrasa – Atlético Baleares. Cierto periodista de amenidades, después de estrujarse las meninges, llegó a entregar a la linotipia su desmañado piropo: “Esta vez, si todo terminase cero a cero, estará justificado. ¡Por la impresión!”.

Contemporáneo de Martín Mora, e igualmente futbolista balear, Antonio Juan Gayá distaba mucho de ser un tipo corriente. Mientras jugaba en el Soledad, Constancia de Inca y Sóller, es decir en 3ª División, practicaba el billar, y nada mal, por cierto. Hasta el punto de erigirse en campeón de España “al cuadro 47/2”. Durante los primeros días de enero, en 1960, aseguró haberse familiarizado con las bolas de marfil viendo a Nadal, campeonísimo y maestro mallorquín. Contra pronóstico, acababa de derrotar en Barcelona al valenciano Palomares, en la modalidad de “libre”. Luego Tortosa habría de erigirse con el título absoluto, sin que de la boca de Gayá escapase un solo pero: “Me ganó con merecimiento indiscutible. Es mucho mejor que yo”.

El billar, para él, representaba un descanso entre entrenamientos y partidos. “Los medios volantes corremos mucho”. Y además existía el riesgo de lesionarse, algo anómalo sobre el tapete de terciopelo. “Menos mal que sólo he tenido hasta ahora una rotura de ligamentos, ya superada”. A sus 26 años, con siete trotando por campos de categoría senior, dedicaba más entusiasmo al balón y sus exigencias que al billar. “El fútbol es mi profesión, y el taco un pasatiempo. Aunque también tengo puestas mis expectativas en las bolas. Desde luego, si me esforzara tanto ante la mesa como hago con el fútbol, ya habría alcanzado mi meta. Pero el balón exige mucho y para escalar de categoría hay que contar con la suerte”.

No siempre es fácil decantarse por una actividad, máxime cuando se está facultado para destacar en varias. Sobre todo si como Luis Fernández, portero titular del asturiano Pelayo de Grove, en 3ª División, toca elegir entre cinco especialidades.

En febrero de 1960, además de guarnecer el marco del Pelayo cada domingo, era campeón de Asturias en lucha libre y grecorromana, competía con muy buenos resultados en pesca submarina, y formaba parte del equipo de hombres-rana dirigido por Peltop. Poseía, además, tres identidades: Luis en la vida civil y arpón en ristre, “Pancho” al situarse bajo el marco, y “Chasson” cuando se subía al cuadrilátero. Con 28 años y una imponente planta atlética, aseguraba ser un enamorado del fútbol. “¿Quién no ha soñado de chico con ser figura un día? -bromeaba, buceando en sus recuerdos-. Jugar con el Sporting contra los grandes equipos nacionales, todo un estadio puesto en pie, ovacionándote…”

Empezó en el Pumarín, vivero de tantos jugadores, alineándose como delantero centro, para pasar luego al Níquel Plata, que entrenaba Peltop. Un día ese hombre le sugirió situarse bajo los palos, adivinándole condiciones de cancerbero. Como la prueba resultase satisfactoria, ya no se movería del área chica durante su militancia en el Deportivo Gijonés, Natahoyo, Juventud Círculo católico de Burgos mientras cumplía el servicio militar obligatorio, Turón y Pelayo. Unas desavenencias surgidas con los mandatarios del Turón, le llevaron a perder de vista el césped durante un tiempo. Por entretenerse, acompañó al gimnasio a Peltop, ya amigo desde que lo tuviese como “míster”. Y animado por los habituales, comenzó a practicar lucha. Aunque empezase con la especialidad de grecorromana, pronto se dejaría atrapar por el hechizo del “catch; la lucha libre, vamos. “Saqué licencia de profesional, me gustó lo de “Chasson” para los carteles, puesto que Fernández no hubiese dicho nada entre “El Indio Negro”, “Kai-Chan”, “Santo”, “Maciste” o “Hércules García”, y desde entonces llevo más de 50 combates. Al título de campeón asturiano en grecorromana, añadí en 1957 el de lucha libre en peso medio, también circunscrito a Asturias. Me las arreglo para compaginar entrenamientos bajo el marco y en el cuadrilátero, y en cuanto llega el verano, aparcada la pelota, a combatir”.

Como si no tuviera bastante con fútbol y “catch”, la casualidad hizo que descubriese también los deportes acuáticos. Hallándose en Vigo, donde fuera contratado para unos combates, entre actuación y actuación se desplazó hasta Villagarcía de Arosa con Peltop. Éste, que llevaba su equipo de pesca submarina a todas partes, le invitó a sumergirse. “Empezó como una broma, pero en seguida me sentí atrapado por el mar. Aquello era arriesgado, bonito… Vamos, un mundo distinto. En 1959 ya empecé a utilizar escafandra autónoma, y no se me dio mal. Saqué licencia profesional y lo compagino con el fútbol y las veladas”.

No eran muchos los hombres-rana en esa época, y solían ser demandados para trabajos industriales. Peltop, de hecho, dirigía un grupo para faenas en el puerto de El Musel. A la postre, como no hubiera podido ser de otro modo, acabaría integrándolo también. “Siempre que el fútbol me lo permite, alterno el descenso a las profundidades con trabajos en buques y diques -narraba, ufano, ante un atónito Enrique Prendes-. Ahora estamos metidos en una contrata submarina sin apenas precedentes. Pero nada de olvidar la pesca submarina, ¿eh? No hace mucho, nuestro grupo estableció el récord asturiano y de España, al capturar durante una sola mañana más de 160 pulpos”. La pregunta del redactor se antojaba obvia: “Con tanto ajetreo, habrás hecho un buen dinero, ¿verdad?”. Y Luis, embutido en esta única identidad, lanzaba balones fuera: “No creas. Sobre todo en la lucha libre, más golpes que dinero. El fútbol para ir viviendo. La mar, comparada con el cuadrilátero, resulta mucho más pacífica. Aunque se pase bastante más frío”.

Su respuesta correcta, de haber aglutinado las nóminas de Luis Fernández, “Chasson” y “Pancho”, sin duda debería ser otra.

Este asturiano polifacético hubiese solventado por la vía rápida problemas de orden público, tan habituales en campos modestos. Bastaba con que “Pancho” transmutase en “Chasson”. Y no fue el único con medios y conocimientos para imponer orden. Quince años atrás, Ramón Martínez también podría bastarse él solito.

Revuelta, durante su etapa en el Real Valladolid. Sus marcadores sucumbían sistemáticamente en el uno contra uno, a menos que recurriesen a la violencia.

Como defensa izquierdo del donostiarra Lagun Artea, disputó 24 partidos correspondientes al ejercicio 1945-46. Antes había cultivado el atletismo con éxito, en pruebas de fondo, obteniendo 2 Copas de San Sebastián y plantándose la “txapela” de campeón en diversas pruebas guipuzcoanas. Junto a sus compañeros del Lagun Artea festejaría también un ansiado ascenso a 3ª División. Pero qué cosas, aquel éxito, traducido en una subsiguiente disputa sobre si tan modesta entidad iba o no a dar la cara más arriba, desaguó inesperadamente, con una traumática disolución. Entonces, casi por casualidad y mediando una apuesta, comenzó a practicar el boxeo. Su primer combate, celebrado en la capital guipuzcoana el 23 de noviembre de 1946, lo resolvió por la vía rápida. Todo un acicate para continuar perseverando. De las 63 peleas que disputara como amateur, 33 las ganó por KO y tan sólo saldría derrotado 3 veces, dos de ellas a los puntos. El 29 de julio de 1950 debutaba como profesional, venciendo también por KO. Excelente despegue para una carrera rápida y brillante, puesto que hasta el verano de 1951 llevaba 9 combates profesionales, con 3 adversarios KO, otros tres perdedores por puntuación, y 2 derrotas. Para entonces ya era campeón de España.

Si como defensa era duro, entre las doce cuerdas se transformaba en ciclón irreductible.

No fue combatiente, sino magnífico corredor de velocidad, Apolinar Revuelta. Y destacó antes en las pistas de ceniza que sobre el césped.

Cántabro de Laredo (23-XII-1923), se inició en el equipo de su pueblo, antes de fichar por el Real Unión irunés, donde estuvo año y medio. Luego, desde el histórico Stadium Gal a un Real Valladolid que a punto estuvo de acariciar su doble sueño, dirigido por Helenio Herrera. Fueron dos campañas extraordinarias, culminadas con la disputa de una final copera y cerrar la primera vuelta en el torneo de Liga liderando la clasificación. Los blanquivioletas, inesperadamente, se convirtieron en sensación del campeonato, y hasta buena parte de la prensa deportiva apostó por ellos como posibles campeones. Por fin, durante el verano de 1950, desde la ciudad universitaria regresaría a Cantabria, para correr la banda en el viejo Campo de Sport de El Sardinero. Un paso atrás en lo deportivo, probablemente, aunque como racinguista -entonces no solía escribirse así, puesto que los Racing pasaron a ser “Reales” a partir de 1940- disfrutase mucho más. Así lo afirmó, al menos, cada vez que los periodistas lo entrevistaban. “Esta es mi tierra, estoy en casa, y eso vale mucho”. El Santander acababa de desprenderse de Alsúa y Joseíto, dos pérdidas muy sensibles, por más que Magritas, Macala, León y Jaro, se esforzasen por cubrir esos huecos. Y además, pensando en el futuro, había montado en Laredo un comercio de comestibles. Entonces el fútbol, salvo excepciones como Kubala o Di Stefano, ni de lejos convertía a nadie en auténtico millonario. Ni el fútbol, ni muchísimo menos el atletismo. Porque Revuelta, antes de destacar con el balón en los pies, lo hizo en las pistas de ceniza.

“Dos veces campeón de España en velocidad, por fuerza debían convertirme en extremo muy rápido -se sinceró una vez, ante José Carrasco-. No soy de los que hacen genialidades, ni me tengo por un fenómeno. Simplemente me considero uno más. Pero cuando los contrarios marcan al hombre, no me preocupan los defensas”. Siempre confesó que el fútbol le resultaba más fácil que competir en pruebas de velocidad pura. Y por supuesto, multiplicaba réditos: “Un buen atleta debe hacerlo todo por sí mismo. No puede camuflarse entre el equipo, como ocurre en las cosas del balón”.  

El “Circo Price”, con el “Americano” y el “Atlas” de los hermanos Tonetti, llenaron toda una época entre finales de los 50 y la primera mitad de los 70. Luego el empuje de la televisión acabaría desangrándolos.

Revuelta se mantuvo activo hasta 1954, con 31 años. No resultaba raro, entonces, colgar las botas profesionalmente a esa edad. Ni la alimentación de los deportistas, ni la Medicina o los preparadores físicos, tenían nada que ver con cuanto hoy constituye moneda corriente. Y además imperaba la tiranía de unos defensas terribles, leñadores capaces de tumbar secuoyas con dos hachazos. A él lo cazaron, pese a su endiablada velocidad. Hasta el punto de que durante sus dos últimas campañas como santanderino tan sólo habría de disputar 10 partidos. Al menos le quedaría el consuelo de ser hormiga, y no cigarra, cimentando para sí mismo y los suyos un porvenir.

La aventura del sevillano Francisco Blas fue muchísimo más pintoresca. A sus 19 años jugaba en el Club Natación, de categoría Regional, como extremo, pero ante la dificultad de compaginar trabajo y entrenamientos tuvo que arrinconar la práctica deportiva. Su especialidad, sin embargo, no eran las galopadas poderosas, sino el toque de cabeza. Podía estar tres horas jugando el balón con la frente, sin que se le cayera al suelo ni emplear pies o manos. Cuando el diario “Sevilla” se hizo eco de tan pasmosa habilidad, pasaría de artista en su barrio a gran atracción. Aquel reportaje, además, iba a abrirle puertas insospechadas.

“Los señores Feijoo y Castilla, responsables del Circo Price, se enteraron de mi facilidad por la prensa. Y como buscaban números nuevos para presentar en Madrid, pues ya ve, no pude negarme a su oferta”, narró en vísperas del 5 de marzo de 1964, fecha señalada para debutar. Su marca personal estaba en 17.000 golpes ininterrumpidos. Empleando los pies, otros le aventajaban. “Tan sólo he llegado a los 200 toques -sonreía, humilde-. Está claro que debo mejorar”. Un reportero, cuando ya se anunciaba en la cartelería circense como “Cisco Blas”, quiso saber si nadie había contactado con él para anunciar aspirinas, “Porque con tanto toquecito de cabeza…”. Lo cierto es que pasó inadvertido para los publicistas de Bayer o Calmante Vitaminado, y además aseguraba no recordar una jaqueca. Dolores de cuello sí, después de dos horas ejercitándose.

“Cisco Blas” estuvo algún tiempo efectuando diabluras entre número y número, recibiendo balones del público, algunos con muy mala intención, o como protagonista exclusivo desde el centro de la pista, retando, en cada doble sesión diaria, a cuantos profesionales del fútbol quisieran prestarse. Luego se evaporó de la cartelera, probablemente porque ninguno de nuestros astros aceptó el reto.

Juan Manuel Basurco, ya sin voto de castidad ni sometido a la disciplina eclesiástica, cuarenta años después de convertirse en historia viva del balompié ecuatoriano.

Si el más difícil todavía viene siendo lema del circo desde hace un siglo, también podríamos aplicarlo a la singularidad de algunos futbolistas. Porque sin espigar mucho, entre ellos cabría encontrar un buen puñado de curas, con el mutrikutarra padre Basurco a la cabeza.

Después de destacar durante varias temporadas en 3ª División con el Motrico, partió hacia Guayaquil, como tantos jóvenes curas vascos de la época, destinado a la misión de Los Ríos. Allí volvería a calzarse las botas, llamando la atención de un club integrado en 1ª División. Y después de unos meses marcando goles, fue nada menos que el campeón ecuatoriano, Barcelona de Guayaquil, quien se empeñara en ficharlo ante su intervención en la Copa Libertadores, equivalente a la europea Champions League. Ecuador contaba poco en lo futbolístico allá por los años 60 y 70 del pasado siglo. Pero aun con todo en contra, Basurco y sus compañeros se deshicieron de la Unión Española de Chile, correspondiéndoles en el siguiente cruce un potente Estudiantes de la Plata. Argentina era toda una autoridad balompédica, no sólo en América, sino para todos los países del orbe. Ningún club ecuatoriano había logrado imponerse nunca en competición oficial a otro argentino, hasta que Juan Manuel Basurco, con su gol ante los bonaerenses, reventase la estadística. Su apellido, por tanto, pasaba en moldes de oro a la historia del fútbol ecuatoriano.

Pero Basurco era cura, antes que muy buen ariete Y entendiendo que si había cruzado el Atlántico no era para convertirse en ídolo de los estadios, desechó seguir en la plantilla de los campeones. Mientras pudo, eso sí, continuó compitiendo, entre misas, prédicas, bautizos, clases de Matemáticas y el desempeño en obras sociales, con el más notable club de la región. Su amigo Urreisti, extremo derecho en aquella Real Sociedad de los Gorriti, Martínez, Hormaechea, Arzac, Lema, Arregui, Mendiluce o Boronat, siempre sostuvo que muy bien hubiese podido jugar con ellos, o en cualquier equipo de la parte baja en 1ª, si no entre los cabeceros de nuestra 2ª División. A su regreso, desde la diócesis guipuzcoana habrían de tenderle varias zancadillas, en el sentido más metafórico. El fútbol, le dijeron, con sus palabrotas y enconos exacerbados, no era sitio adecuado para hombres de fe. Curiosamente, quien se plegara a las jerarquías en aras de su fe, iría encontrando fisuras. Colgó el alzacuello, se casó, tuvo hijos y estuvo ganándose la vida como profesor de Filosofía en un colegio de San Sebastián.

Comadrán, abajo, el primero por la derecha, formando con el Vilafranca.

Cura fue, igualmente, el escolapio vallesano José Mª Comadrán (11-II-1948). Habilidoso extremo por ambas bandas, si no llegó a jugar con la extinta Unión Deportiva Salamanca fue tan sólo por el que dirán, otrora tan temido. Y puesto que los directivos del Béjar Industrial no pusieran impedimentos, pronto habría de convertirse en su atacante más destacado. Durante su segunda campaña con los serranos, fue seguido por técnicos el At. Madrid, y Héctor Rial, antigua estrella “merengue”, entonces en labores federativas, lo convocaba para la selección nacional universitaria. Trasladado a Cataluña, luego compaginó su actividad docente con la militancia en el Vilanova, Sitges, Vilafranca, Balaguer, Atlétic Castellserá y Juventut Bisbalenca, durante 13 años y siempre en siempre categoría Regional, no porque le faltasen condiciones, puesto que el Lérida, hallándose en 2ª “B”, quiso ficharlo.

Por no variar, esta vez zancadillas y argumentos similares a los esgrimidos con respecto a Basurco, llegaron desde el rectorado de las Escuelas Pías. Corría la temporada 1977-78, y a parte de la feligresía se le atragantaban los eclesiásticos sin sotana, demasiado “modernos”, igual que aquellos “curas comunistas” del decenio precedente, cuando vientos de involución envolvían al Vaticano, como queriendo borrar a Juan XXIII y su Concilio Ecuménico. Por terquedad, quizás, Comadrán continuó jugando en España hasta 1985. Y todavía dos años más en el campeonato amateur galo, mientras obtenía en Francia el título de docente en francés.

Más lejos llegó deportivamente, pese a competir durante menos tiempo, el padre Rafael Núñez Pastor, con el también extinto Palencia, cuando los castellanos, antes de crearse la 2ª División “B”, competían en una durísima 3ª de sólo cuatro grupos. Lo hizo mientras concluía estudios sacerdotales en el Seminario Diocesano, y tras celebrar su primera misa. Actuaba como centrocampista y rara era la crónica donde no lo destacasen. Una vez más, sus obligaciones de apostolado y las malas caras del palacio episcopal, se tradujeron en retirada, después de año y medio matando el gusanillo con el C. D. Venta de Baños. “Me quedé a una temporada de jugar en 2ª División -rememoraba tiempo después, sin asomo de arrepentimiento-. A lo peor conmigo no hubiera podido ascender el Palencia, quién sabe”.

Y hubo más.

Manuel Yuste, capuchino y notable extremo en el Hellín, alboreando los años 70.

El capuchino Manuel Yuste, destinado al convento de la orden en Hellín (Albacete), se convirtió en jugador del club manchego tan pronto lo viesen disputar un partidillo. La misma tarde de su debut, ante el Orihuela -choque resuelto a favor de los albacetenses por 3-1, parece dejó impronta de amplia clase: “Extremo rápido, con visión de la jugada, que corre la banda con estilo”, se escribió entonces. No exigió ningún dinero al rubricar su ficha y la suerte quiso que poco después, el 17 de febrero de 1972, formase ante el Elche C. F., entonces en 1ª, para inaugurar la iluminación artificial en “Santa Ana”. Todo un hito, puesto que aquellas modestas instalaciones se convertían en las primeras de toda la provincia capaces de albergar partidos nocturnos. De nuevo el anterior cronista, más próximo a la pincelada social que deportiva, quiso dejarnos su testimonio sociológico: “El saque de honor en tan memorable fecha fue efectuado por la gentil rejoneadora Lolita Muñoz, en tanto correspondía amenizar los prolegómenos a la Banda Municipal de Tobarra y a la de tambores y cornetas de Hellín, ambas muy aplaudidas durante su desfile”. Aquel encuentro concluyó con empate a uno, y el tanto local fue obra del Padre Yuste, de quien se aseguraba, erróneamente, constituía “caso insólito, al ser el primer religioso futbolista que se conoce en la historia de este deporte”. Según nuestras cuentas, otros cuatro, como mínimo, le habían precedido. Y uno de ellos, el navarro Javier Azagra, incluso llegó a obispo. 

Hasta que los seminarios fueron quedándose vacíos, demostraron ser fértil cantera de futbolistas. Si entre quienes los abandonaran sin tonsura, al no encontrar algo parecido a una vocación, hubo excelentes jugadores -el “pichichi” rojiblanco Carlos Ruiz o el discutido ovetense Javier, por ejemplo-, en un nivel deportivo más modesto, otros ordenados siguieron empeñándose en compatibilizar el balón con su tarea apostólica. El 30 de marzo de 1973, cuando uno de los últimos diáconos futbolistas se convirtiera en presbítero, anunció su firme propósito de no entregarse sólo al incienso y la fe. Se llamaba Daniel Varela, actuaba como portero en el onubense Atlético Cortegana, y se manifestó de este modo ante la prensa provincial: “A mi juicio, deporte y ministerio sacerdotal son totalmente compatibles. Hoy se dice que el sacerdote no es un hombre segregado, sino encarnado en el pueblo. Y creo en el fútbol como medio de encarnación y servicio en el ámbito deportivo de los pueblos”.

El obispo de la diócesis, monseñor Rafael González Moralejo, desplazado a Cortegana desde la capital para ordenar al misacantano, también dio pie en su metafórica homilía, a pensar que lo divino y lo prosaico podían cohabitar en perfecta simbiosis: “La Lucha contra el pecado es un deporte sublimado para hallar el mejor camino hacia la salvación. Lucha en la que intervienen los músculos de la virtud, tan preciosos para vivir mirando a la salvación. Tanto el portero de un equipo de fútbol, como el ministro de Cristo, aunque parezcan no intervenir en las jugadas, están siempre pendientes para actuar en el momento que haga falta”. Pero cualesquiera que fuesen las razones, al Varela guardameta no se le vio atajar disparos transcurrido algún tiempo.

Al menos Daniel Varela conservaría siempre un bello recuerdo de sus días entre aroma a linimento y sudor. Porque la directiva del equipo, su entrenador y compañeros, tuvieron el gesto de obsequiarle el cáliz y la patena con que consagró por primera vez.

A manera de colofón, y por no pecar de injustos, también merecen nuestro recuerdo aquellos futbolistas capaces de reinventarse tras colgar las botas. Los que habrían de convertirse en singulares desde el retiro. A la cabeza de todos, quizás, el universal Chillida, portero de la Real Sociedad mucho antes de verse forjando moles ciclópeas de hierro. Hubiera podido ser realmente bueno bajo el marco. Pero quiso la fatalidad, o la suerte, que se lesionara durante un partido amistoso disputado en Madrid. Aquello le hizo emprender la senda que habría de situarlo en las enciclopedias. “¿Tristeza al haber dejado el fútbol de aquella manera?” -solía decir, cada vez que le sacaban el tema-. “Pues no. Gracias a eso me ahorré ser ahora entrenador del Elche o el Recreativo de Huelva”.

Elías Querejeta también defendió el escudo de la Real Sociedad durante 4 años, y en 1ª División. Durante algún tiempo estuvo dudando entre continuar como profesional en un fútbol que pagaba poco, o dar el salto al cine, donde lo natural era morirse de hambre. Alguna vez coincidía con Eduardo Chillida en los tranvías de San Sebastián, y hablaban poco, lo justo para pasar por educados. Chillida acabó animándole a dar el salto, a jugársela fuera del viejo Atocha. Y andado el tiempo, convertido en celebrado productor cinematografíco, tampoco tuvo razones para arrepentirse. Con todo, solía afirmar que nada había sido tan importante en su vida como el hecho de marcarle un gol al Real Madrid.

La vena artística se le destapó al navarro Carlos González Purroy (Pamplona, 10-IV-1957) apenas se despidiera de la pelota, en 1990, con 33 años. Había sido defensa zurdo con potente disparo y discreta calidad en el Bilbao Athletic, Cultural Leonesa, Athletic Club, Osasuna, C. D. Logroñés y Sant Andreu de Barcelona, manteniéndose 8 campañas en la máxima categoría. Por esa época le gustaba el dibujo, acudir a exposiciones pictóricas, y en general cuanto se relacionara con las artes plásticas. Algunos compañeros lo recuerdan tomando apuntes o bocetando “monigotes” durante las tediosas concentraciones. Otros, los menos, sabían que mientras estuvo en Bilbao compaginó la disciplina física con estudios de Arte. El caso es que ya retirado comenzó a sonar como escultor de genio y muralista figurativo, con la madera y el hierro como materia prima fundamental, hasta hacerse un nombre entre galeristas, marchantes, la crítica especializada y el reducido círculo de coleccionistas particulares. Una de sus obras, gigantesca y con cierto regusto a Oteiza y Chillida, luce en la Ciudad Deportiva de la RFEF. ¿Pudo pensarse, acaso, en un sitio mejor para instalarla?

También encontró su porvenir en las artes plásticas el valenciano Francisco Mir. Defensa polivalente a finales de los 50 y en el arranque de los 60, con paso por el Olímpico de Játiva, Portuarios de Sagunto, Gimnástico de Tarragona, Eldense, Burjasot y Crevillente, se convirtió en acreditado pintor realista. Allá por donde exponía no sólo cosechaba críticas favorables, sino que acostumbraba a colgar el cartelito de “vendido” bajo casi todos los marcos.

El vizcaíno Manuel Larrabeiti (Munguía, S. D. Indauchu, Guecho, Izarra de Estella, La Felguera, Real Sociedad y Granada), tuvo en la música su gran pasión. Mientras jugaba en el Indauchu, a comienzos de los 50, ejercía de saxofonista en la banda municipal de Munguía, su localidad natal. Y más adelante, después de intervenir 7 campañas en 1ª División, acabó sacando partido a su excelente voz de tenor sobre los escenarios donde representaran zarzuela.

El canto fue la afición, obsesión, incluso, de Eduardo Ordóñez (At. Madrid y Real Madrid), por más que obtuviese la licenciatura en Derecho. Durante varias temporadas triunfó como tenor, llegando a cantar en el Metropolitan neoyorquino. La muerte le sobrevino el 14 de marzo de 1969, en San Juan de Puerto Rico, donde ejercía su magisterio como catedrático.

Danny Daniel durante sus años de superventas. El éxito lo llevó hasta Miami, donde residiría varios años, hasta retornar a España, ya con el pelo blanco.

Otro cantante, aunque ligero y durante un quinquenio gran superventas, fue el asturiano Daniel Candón de la Campa (Gijón, 30-VI-1942), alineado como Daniel en el Llaranes, Turón y Avilés, mediados los años 60. Su carácter fuerte, arisco, difícil para con los compañeros, unido a sucesivos brotes de indisciplina, le segaron la hierba bajo los pies, allá por donde anduvo. Luego una lesión de ligamentos en su rodilla derecha hizo de él un exfutbolista con 26 años. Al decir de técnicos y directivos, bien pudiera haber llegado más lejos, pues lucía cierto olfato goleador. Su apuesta por el mundillo musical difícilmente pudo haberle salido mejor, pues le aguardaban triunfos discográficos sonados bajo el alias de Danny Daniel. Y eso que hasta ver un duro pasó por Suecia, donde trabajó en lo que pudo, Hamburgo, ya arañando algún dinero con su guitarra, y Mallorca, amenizando veladas turísticas como cantante de hotel. El balear Bonet de San Pedro, mito de otra época, le recomendó entonces instalarse en Madrid, sede de promotores artísticos, representantes y estudios de grabación. Allí empezaría a componer, y sus melodías pegadizas -“Vals de las mariposas”, “Por el amor de una mujer”, “Niña, no te pintes tanto”, “Mañana”, o “De ti, mujer”-, se apoderaron en un santiamén del mercado español e hispanoamericano. Además de cantar en solitario, formó durante algún tiempo pareja artística y sentimental con la cantante norteamericana de jazz Dona Hightower, para cimentar sus ventas discográficas. Correcaminos consumado, estuvo residiendo en Miami largo tiempo. Y ya setentón, con barba y cabellera bien cubiertas de nieve, volvería a dejarse caer por la villa y corte empeñado en promocionar un trabajo recopilatorio, forzosamente nostálgico.

Manuel Loureda en un cromo la bilbaína editorial “Fher”, fundada por los hermanos Hernández. Además de muy eficaz interior y hombre de negocios, adornó su retirada de los campos de fútbol con una nada desdeñable actividad musical.

También tuvo relación con la música, siquiera más tangencialmente, el buen interior coruñés Manuel Loureda Calvete (La Coruña 11-XI-1941). Formado en la cantera deportivista, luego de una temporada cedido en el Órdenes y otra en el filial de los titulares de Riazor (el Fabril), desarrolló las campañas comprendidas entre 1962-63 y 1973-74 en el primer equipo blanquiazul, siete de ellas en 1ª División y cinco en 2ª, antes de colgar las botas, dejando estela de jugador corajudo, con gran despliegue físico y muy aceptable marca anotadora (51 goles a lo largo de su carrera, sólo en el torneo de Liga). Hombre de genio vivo a quien costaba aceptar cualquier injusticia, fue muy cacareada su sanción de 14 partidos la campaña 64-65, por propinar una patada al linier en el campo gallego de Riazor. Durante esos años no le faltaron propuestas para cambiar de equipo. Algunas rumbo a entidades de nivel muy superior, para las que siempre hizo oídos sordos, asegurando sentirse muy cómodo en “la Ciudad de Cristal” y el club donde se formara. Además existía otra razón, no muy oculta precisamente, para disuadirle: volar le inspiraba verdadero pánico. Y puesto que se sentía incapaz de despegar los pies del suelo, hubo de darse auténticas pechadas al volante de un coche, o viendo desfilar paisajes por la ventanilla del tren.

Solía salir de víspera y cuando sus compañeros llegaban a la ciudad donde tocaba rendir visita, casi siempre los estaba aguardando. “Con todo, habré acumulado unas 600 horas de vuelo -recordó muchas veces, frunciendo el ceño-. No está mal para alguien a quien se le llenaban las tripas de mariposas sólo pensando que debía subir a un aeroplano”. Y es que ni carreteras ni vías férreas podían conducirlo hasta Palma de Mallorca, Las Palmas de Gran Canaria o Santa Cruz de Tenerife. Y raro era el campeonato que no se resolvía con un par de saltos a nuestros archipiélagos. Su miedo a volar, por cierto, también le privó de ingresar en uno de nuestros clubes más grandes:

“¿Pero qué dicen? No podemos fichar a un chico que se pone enfermo viendo en la pista un avión parado -aseguran pronunció cierto presidente poderoso-. Aspiramos a jugar competiciones europeas. ¿Qué hacemos con él, si nos toca viajar a Glasgow, Varsovia, Milán, Praga, Munich, Ámsterdam o Belgrado? ¿Lo facturamos por tierra, como mercancía?”.     

Cuando colgó las botas, con 32 años, sería conocido como “El Peluquero”, ante el número de establecimientos de dicha especialidad que logró regentar. Y en paralelo, al margen de pedidos de laca y loción, de visitas a ferias sectoriales y repaso a libros mayores y balances, destacaría en ambientes musicales como componente del grupo “Barrabás”. Gracias a ello mantuvo una estrecha amistad con distintos personajes del espectáculo, como Lina Morgan, Juanito Navarro, Rocío Dúrcal o el componente de “Los Brincos” y más adelante celebrado productor musical, Fernando Arbex.

Este polifacético futbolista falleció a los 75 años, el 2 de julio de 2017, derrotado por el cáncer contra el que llevaba tiempo luchando.   

A Chano, otro jugador avilesino entre 1949 y 1951, le dio por la literatura. Como Luciano Castañón, su auténtica identidad, sería ampliamente conocido por crítica y público lector, gracias a una obra prolífica que abarcó la novela (“El viento dobló la esquina”, “Los días como pájaros” o “Vivimos de noche”), el teatro (“El detenido”), la poseía (“De la mina a lo minero”, “Barrio de Cimadevilla” o “Refranero asturiano”) y la biografía, especializándose en pintores asturianos. Todo ello sin olvidar los cuentos, las narraciones costumbristas y trabajos eruditos. Quizás lo más llamativo de tan fecundo y ya difunto personaje fuera su tarjeta de presentación, poco acorde con la seriedad generalmente asociada a los literatos.

El tolosano Pedro María Arsuaga, en fin, derivó hacia la singularidad por vías muy alejadas de la fe trascendente, la literatura o el artisteo. Con 17 años justitos competía ya en la Tolosana, segundo equipo de su pueblo, antes de debutar en 3ª División la temporada 1944-45. Avanzada la campaña 46-47, Jacinto Quincoces, entonces secretario técnico del Real Madrid se anticipó al Barcelona con un golpe de efecto, cuando los “culés” pretendían contratarlo. Por uno de esos enrevesados guiños del destino, más adelante iba a marcarle en el mismo partido dos goles a Ramallets, quien pudo haber sido compañero de vestuario; uno de ellos en lanzamiento directo de córner. Rápido, con desparpajo por la banda izquierda, era un extremo de los que suelen encontrar paso por donde no hay huecos. Y como tal, durante 7 campañas incompletas estuvo compaginando fútbol y estudios, antes de que la entidad de Santiago Bernabéu se convirtiese en la apisonadora que con Alfredo Di Stefano iba a pasearse por Europa. Pudo celebrar durante ese periodo los títulos de Copa correspondientes a 1946 y 47, pero desde segunda fila, porque no llegaron a alinearlo en esas dos finales. Y este hecho siempre le hizo sentirse un poco menos campeón. Tras pasar al Granada C.F. en condición de cedido, y luego de cuatro campañas compitiendo en el Real Santander, sólo la primera entre los grandes se despediría del césped en 1958.

Pedro Mª Arsuaga en el Real Madrid, durante cuya militancia obtuvo la licenciatura en Ciencias Económicas. Nunca, ni al jubilarse, perdió su amor por el estudio.

Como tantas veces ocurre, no fue extremo de nacimiento. Solían emplearlo como medio centro, hasta que Sebastián Silveti, su entrenador en el Tolosa, lo alinease ante el C. D. Logroñés pegado a la banda, para que físicamente se castigase menos. Aquella tarde marcó un gol, volvió locos a los defensas y en adelante ya nadie vería en él a un zaguero central adelantado. De su época más defensiva conservaba, quizás, cierto gusto por no rehuir el choque. Y una tarde, defendiendo la camiseta blanca, rodó por el suelo en San Mamés con el defensa bilbaíno Miguel Gainza, hermano del gran “Piru”. Desde la grada un espectador le gritó, con malos modos: “¡Madrileño tenías que ser!”. Y él, sin pensárselo, contestó en su lengua vernácula: “¿Eta zu nongoa zara?” (¿Y tú de dónde eres?). El espectador enmudeció, sin entender su respuesta en euskera. “Y resulta que yo era el madrileño”, solía reír con ganas, rememorando la incidencia.

Licenciado en Ciencias Económicas mientras competía en la capital de España, muchos años después aquel espíritu inquieto, tan suyo, le llevó a estudiar Filología Semítica, sección árabe, por aprovechar la jubilación. Y no contento, defendió entre felicitaciones su tesis doctoral. Tomás, uno de sus hermanos, también fue futbolista. Juan Luis, uno de sus 3 hijos varones, figuraba en el equipo de paleontólogos galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, por sus hallazgos en el yacimiento burgalés de Atapuerca.

Algunos apegos se heredan, por más que no dejen huella en la carga genética. Y Arsuaga logró impregnarlos a su descendencia. Si todo ello no basta para convertir al ya desaparecido extremo en futbolista singular, pocos merecerían tal adjetivo.

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(1).- De la Organización Sindical dependían las Universidades Laborales y Escuelas Profesionales, centros de enseñanza -bachillerato y aprendizaje de oficios- para hijos de obreros, donde muchos españoles nacidos entre 1944 y el declinar de los años 60 pudieron formarse, cimentando un futuro y muy digno porvenir.




Amberes, y su mitología centenaria

Resulta difícil explicar qué supuso la medalla de plata conquistada por nuestro fútbol en los Juegos Olímpicos de Amberes, sin una breve inmersión histórica.

Desde la guerra napoleónica, los españoles alternaron lentas y costosísimas ascensiones, con bajadas a tumba abierta por el tobogán de una idiosincrasia tan autodestructiva como pendular. Afrancesados y fernandinos, liberales y absolutistas, isabelinos y carlistas, librepensadores y católicos romanos de misa diaria, monárquicos y republicanos, adalides de la modernidad y caciques apegados al agro, masones y limosneros, cortesanos y buscavidas, burgueses y proletarios, magnates del diezmo y contrabandistas irreductibles… Cien años de conflicto en conflicto, de algarabía inútil e ideales ensopados en sangre, entre bellos discursos, arengas rancias y retroceso económico, hasta el marasmo que supusiera la crisis del 98.   

Aquel bofetón de realidad se tradujo en misantropía, desazón y dudas identitarias. El sueño imperial desaguaba en pesadilla. Perdido el tráfico mercantil con la perla antillana, Cádiz languideció como esas damas solteras de alta cuna que acumulan arrugas hasta la setentena, sin dejar nunca de ser “niñas”. Incluso una cabeza tan bien amueblada como la de Unamuno, apenas lograría sobreponerse a sus eternas contradicciones. El Cid ya no cabalgaba victorioso. “Una nación que sólo ayer se arrancó las plumas”, ponía en evidencia al solar de Felipe II, Juan de Austria, Fernando e Isabel La Católica, según se dijo en el mismísimo Congreso. De Cuba y Filipinas ya no llegaban quintales de ron, melaza, cajas de tabaco, mantones y dinero a espuertas, sino mutilados famélicos, carcomidos por la derrota, el paludismo, tanta y tan intemporal injusticia, o ataques de disentería. El viejo imperio, embebido en doradas nostalgias, casi ni acertó a poner un pie sobre el estribo del maquinismo. Sólo Cataluña, Vizcaya, y en mucha menor medida Oviedo, acabarían generando una burguesía emprendedora, vista con gran recelo desde posiciones ultramontanas.

Las secuelas de 1898, o parte de ellas, alcanzaron hasta el estallido de la I Guerra Mundial, en 1914. Para colmo, una tremenda gripe iba a llevarse a 200 ó 230.000 compatriotas, mayoritariamente jóvenes, en tres brotes distribuidos durante dos años. Siega temprana estando el país tan necesitado de innovación, por más que desde determinados ámbitos se quisiera ver entre tanto féretro y nubes de incienso, algo parecido al alivio demográfico. Aun con 20 millones de habitantes, España sólo era capaz de proporcionar trabajo productivo a un tercio, mientras vascos, levantinos y catalanes transformaban la neutralidad en negocio, proveyendo y transportando hasta la Europa en conflicto toda suerte de artículos. Aquella burguesía incipiente iba a sextuplicar su fortuna en apenas dos años, como en una noche loca de tapete y ruleta. Con riesgo, es verdad. No sólo ante el bloqueo a mar abierto de los países beligerantes, sino por culpa de unas reivindicaciones sociales no atendidas, que al gangrenar derivarían en reyertas pistoleras, ajustes de cuentas y huelgas salvajes. Aunque el cine o la literatura apenas lo hayan retratado, Barcelona y su periferia se anticiparon al Chicago de la Ley Seca, por su matonismo, insidias alambicadas entre prohombres de cuello blanco, compra y venta de voluntades e incapacidad policial, durante los años 10 y el devenir de los 20.

Cartel de la Séptima Olimpiada moderna.

Del “¡Hasta que sean fuego las estrellas!”, grito anarcosindicalista, se pasó a la dictadura de Primo de Rivera, o “dictablanda”, según juicio de no pocos historiadores. Aquella dictadura con una mano enguantada en seda y la otra en hierro, fue real, mientras lo de incendiar el firmamento no iba a pasar de sueño. Y muy real, también, sería la nueva incertidumbre subsiguiente al armisticio germánico.

Gran parte de aquellos negocios oportunistas perdieron toda su razón de ser en una Europa nueva. Los talleres de armas y fábricas de munición, las de pertrechos, la guarnicionería, ya sin soldados a quienes proveer de botas, o sin demanda de aislantes en cuero para la artillería. Cerraron, también, muchos telares especializados en tejer mantas caballunas o uniformes militares. Otros supieron salir adelante, aferrándose a un nuevo y espectacular concepto del consumismo. Después de tanta tribulación, muchos hombres y mujeres parecieron volverse locos, entregados a la morfina, el descorche de banalidad y una vida vampírica tachonada de vicios al por mayor, ya no inconfesables, sino practicados en público. Cierto que nuestras ciudades nunca fueron París, ni la Babilonia berlinesa, que nuestros nuevos ricos, más que ante la morfina sucumbieron al gusto por el alarde jactancioso, como encender su puro con un billete de 50 ó 100 pesetas en el Casino, para pasmo de camareros y queridas con pisito. Por nuestros pagos, y excepto tres o cuatro locales del Paralelo barcelonés, la fiesta siguió restringida a casas de lenocinio donde los caballeros se cedían la vez, obsequiosos: “Por favor, usted primero, don Cosme, que tiene enferma a su señora esposa y querrá volver pronto a casa”.

España pudo haberse enganchado definitivamente al tren del progreso, reconvirtiendo su industria obsoleta en otra de reconstrucción, pero ni los poderes públicos ni quienes ya se habían hecho de oro tuvieron cabeza para ello. Tan sólo algunas familias, como los De la Sota, con su patriarca convertido en “sir” por agradecimiento de la corona británica ante una ayuda ni mucho menos desinteresada, o los March, diversificaron ganancias admirablemente. Los vizcaínos, sin desatender el negocio naval e invirtiendo en compañías aseguradoras, mercantiles y financieras. Los mallorquines al timón de su Banca y no perdiendo de vista el filibusterismo que antaño tanto margen les proporcionara. Pero el país mayoritariamente encaraba un nuevo descenso por el tobogán. Lo intuían muchos obreros, parte de los intelectuales, la generación del 98, disconforme con casi todo, y en cierto modo hasta la cúpula militar, mientras la política seguía sin reducir el tremendo analfabetismo nacional. Si los maestros vivían en la miseria, ¿a quién iba a tentar la docencia? “Dios proveerá, hijos míos”, clamaban desde su púlpito los presbíteros, mientras en las sedes episcopales bien pudiera especularse sobre si el lobo soviético acabaría disgregándoles el rebaño. Una nueva incertidumbre, o si se prefiere la misma de siempre, asolaba el corazón de nuestros ancestros. El Rif parecía en pie de guerra, otra vez. La prensa sensacionalista, cuando casi todas las cabeceras se empeñaban en serlo, aseguraba que cualquiera con buen oído escucharía el repique de tambores desde Tarifa, si soplaba viento sur. No, 1920 no llegaba precedido buenos augurios.

Por eso, sin duda, y a falta de mejores noticias, aquella medalla de plata supo a gloria.

Manuel de Castro, periodista, impulsor en la construcción de Balaídos y uno de los más implicados entes la creación del Real Club Celta, podría haber llevado al Registro de la Propiedad Intelectual “la furia española”.

Y por supuesto, no faltaron quienes para hacerla más atractiva la sazonasen con algún aroma mitológico. El Olimpo, además de otorgar respetabilidad, ennoblece incluso las derrotas. Ensalza el dolor, antes que el placer de la victoria. ¿Acaso no era legítimo endiosar lo terrenal, bajo una antorcha sagrada?

Aquella gesta hispana tuvo en Manuel de Castro, periodista gallego habitualmente emboscado tras el seudónimo de “Hándicap”, un único bardo. Y merced a su ocurrencia cobraría cuerpo el mito de la furia española.

En realidad, hacia 1920 casi todo el fútbol europeo sería visto hoy como exhibición furiosa. Su reglamento, muy permisivo con los contactos, la contundencia de aquellas botas blindadas, el peso de los balones y una técnica individual todavía rupestre propiciaba los choques repetitivos, el patadón sin contemplaciones y las carreras largas, sustentadas en la potencia, antes que en cualquier atisbo de finta. Puesto que podía cargarse a los porteros, éstos salían a despejar de puño con ambas rodillas por delante, o forzando piruetas muy próximas a las artes marciales. Máxime cuando atacantes y defensores caían sobre blando. Porque había, sobre todo en los países meridionales, dos modelos futbolísticos: el de quienes jugaban sobre césped, y el de cuantos competían en campos de tierra endurecida. Por cuanto respecta a España, el norteño, englobando las regiones gallega, asturiana, cántabra, vasca y catalana, y el levantino, andaluz y madrileño. Uno rápido, fuerte y directo; otro afiligranado, con cierta pausa para la elaboración y técnica ligeramente superior. O sea que, tras inscribir al equipo nacional para los Juegos Olímpicos, nuestra Federación tuvo que dilucidar por cuál de esas fórmulas se decantaba.

Tomando como referencia el reparto de títulos nacionales, es decir quienes solían erigirse campeones de Copa, llevaban ventaja los clubes norteños. Algo normal, considerando que sólo dos capitalinos (Madrid y Gimnástica) habían asomado por las finales. Un vistazo al palmarés hasta 1920, ahorra explicaciones. El Athletic Club lucía 8 títulos, incluyendo el de 1902, cuando Bilbao F. C. y Athletic concursaran bajo la denominación de Vizcaya. Le seguían Madrid (5 títulos), Barcelona (4), los iruneses, bajo el nombre de Racing y Real Unión (2), Arenas Club de Guecho y Club Ciclista de San Sebastián (predecesor de la Real Sociedad), con uno. A las finales tan sólo habían llegado, además de los citados, Vigo Sporting, C. D. Español de Barcelona, Basconia, España de Barcelona y la ya citada Gimnástica. El fútbol gozaba de mucho más arraigo por la vertiente norte, pero de ahí a suponer que el Madrid no contaba con elementos capaces de cumplir a plena satisfacción en un elenco nacional, mediaba amplio trecho. Finalmente, el criterio federativo, expresado por su triunvirato técnico (Berraondo, Paco Bru y Julián Ruete) se tradujo en la elección de hombres norteños, argumentándolo así: “Puesto que se va a competir sobre hierba, llevemos futbolistas acostumbrados a jugar sobre ella”. No hubo otras razones para que el grupo expedicionario lo compusieran 5 jugadores de la Real Sociedad, 4 del Athletic, 3 del Barcelona y Vigo Sporting, 2 del Real Unión y Arenas de Guecho, y uno del Racing ferrolano.

Ya estaba el equipo físico, rápido, atlético, con hombres muy altos para la época (Eguizábal, Belauste o Arrate) y contundentes (Patricio Arabolaza). Sólo faltaba aguardar la ocasión. Y ésta llegó ante Suecia el 1 de setiembre, en un campito menor de Amberes, como era el de Boschuil. Los nórdicos se habían adelantado en el minuto 25 por mediación de Dahl y a España le costaba acercarse a las proximidades del portero Zander. Poco después del descanso, Sabino Bilbao envió un pase a su compañero en el Athletic Club, el medio centro José Mª Belausteguigoitia, y éste, luego de chocar con varios adversarios, acabaría empujado el balón hasta las redes. “Hándicap” ya tenía inspiración para su oda en prosa: «Un verdadero “goal” hercúleo», escribió. Y no contento, adornaría la jugada con lo que nadie pudo escuchar desde la grada: el grito improbable de Belauste a Sabino Bilbao Líbano, «¡A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo!».

El gol de furia, raza y pundonor estaba servido. La cerrazón de Juan Martín “El Empecinado” y “El Cura Merino”, pigmeos ante un inmenso ejército napoleónico, volvía a imponerse a la lógica. Los últimos de Filipinas, asediados en una iglesia medio en ruinas. Ese individualismo crónico, tan nuestro, convertido en virtud teologal. La fuerza sobre cualquier destreza. El puño, antes que el cerebro. Manuel de Castro González (Vigo, 9-VIII-1885 – 27-VIII-1944) acababa de pasar a la historia de nuestro fútbol cantando un gol libérrimamente, y con derecho a patentar lo de “la furia española”, término que si no verbalizase, nació inspirándose en su crónica.

También Belauste pasó a la historia, con un gol que ni siquiera iba a resultar determinante. Debería haberlo hecho con más razón Patricio Arabolaza, autor del primer tanto para “la roja”, ante Dinamarca, justo el atardecer de nuestro debut internacional. Suyo, incluso, fue el primer gol anulado a España, media hora antes, según parece sin gran justicia. Pero así son las cosas. El ser humano prefiere a menudo recrearse en leyendas, antes que reverenciar la verdad. Guillermo Tell, el Mannken Pis, Robin Hood o Martín Fierro, podrían atestiguarlo sin hubieran existido. Al menos Manuel de Castro llevó consigo parte de aquella gloria cuando, a los 59 años, el tranvía del puerto vigués lo arrollase junto a los jardinillos de Eijo Garay.

Parte de los componentes de “La Furia”, nombre con que sería designada nuestra selección nacional durante muchos años por países de Hispanoamérica.

Cualquiera que haya jugado alguna vez al fútbol, incluso partidos de solteros contra casados, sabe que es imposible deslizar parlamentos heroicos a falta de aliento. Belauste, con sus 90 kilos y a sólo 5 centímetros de los dos metros, basaba su estrategia en el poderío físico. Pero una vez de retorno, nadie, entre sus compañeros, aseguró haberle oído pronunciar la frasecita. Como mucho, algunos lo dejaron en “¡Sabino, Aurrera!”; o sea “Sabino, adelante”. Pero a medida que el invento de “Hándicap” se hacía célebre, otros irían corrigiéndose. Ricardo Zamora, sabedor de lo que significaba convertirse en mito, aseguró tiempo después que Belauste dijo, palabra por palabra, lo que Manuel de Castro dejara escrito. Ni el propio Belauste se atrevió a tanto, al ser entrevistado por la revista cubana “Carteles” (1937): “Estando yo en posición ventajosa para anotar, y viendo que Sabino avanzaba con la pelota, le dije simplemente: ¡A mí, Sabino, que los arrollo! Después rodamos tres o cuatro por el suelo”.

Ese gol habría valido de poco, si el también atlético Chomin Gómez-Acedo no hubiese anotado otro en el minuto 80. O sin el fallo del sueco Olsson, al lanzar fuera un penalti. Clasificados para una semifinal de consolación -la derrota ante Bélgica por 3-1 en el segundo encuentro convertía la plata en máximo objetivo-, los nuestros aún tuvieron que derrotar a Italia (2-0) y Holanda (3-1), para erigirse en subcampeones. Belauste ya no volvió a marcar y sólo disputó el partido definitivo ante los neerlandeses, detentando la capitanía, como ante Dinamarca y Suecia. Además, el verdadero artífice del éxito español sería Félix Sesúmaga (F. C. Barcelona), pues suyos fueron los dos goles endosados a Italia, y otro par de los que encajase el holandés Mac Neill. Con 4 tantos fue el máximo goleador hispano, y hoy su nombre apenas sugiere algo a nadie. Las puertas del Olimpo se le cerraron injustamente.

Belauste, un medio centro gigantesco que solía incorporarse al ataque. “Hándicap” no hubiese podido elegir mejor protagonista para tipificar la furia combativa.

Sobre la furia no menor con que se empleaban otros elencos, baste algún dato. Si los suecos unieron a su fuerza varios brotes de marrullería, el choque contra Italia ya derivó hacia un no va más. Ricardo Zamora y Bedini II fueron expulsados, por agredirse a puñetazo limpio. Pagaza hubo de abandonar el campo en brazos de las asistencias. Los demás, doloridos, magullados, cubiertos de pellizcos y moretones, con tantas ganas de festejar el triunfo como la ocasión requería; alegres y al mismo tiempo reivindicativos con respecto a la dolosa pasividad arbitral que aquellos Juegos venían poniendo en solfa. Y puesto que en el elenco figuraba un bromista contumaz como “Pichichi”, en seguida irían urdiendo un plan.

Sólo tuvieron que improvisar una especie de estandarte para encabezar el cortejo, vestir con sotana a Belauste, quien por su estatura y rostro enjuto ofrecía una formidable estampa de mosén decimonónico, y ensayar miradas hieráticas mientras caminaban, muy serios, en perfecta formación. Tras un Belauste esparciendo oraciones en lengua vasca, inmóvil en su camilla y con ambas manos sobre el pecho, Pagaza se hacía el muerto. “La gente nos preguntaba qué era aquello y nosotros les decíamos que el funeral de un compañero, caído ante los italianos. Algunos hasta se acercaban a don Paco, a quien convencimos para cerrar el desfile, transmitiéndole su pésame. Casi se nos escapaba la risa”, narraron luego los jugadores del Athletic Club, por las tertulias bilbaínas. La seriedad duró hasta alcanzar la primera taberna, cuando Pagaza se puso en pie gritando: “¡Milagro, milagro!”, mientras los demás coreaban: “¡Con nosotros no pueden ni holandeses ni italianos!”.

Furia, quizás. Pero sobre todo ganas de pasarlo bien y ese sentido del humor necrófilo, que suele evaporarse una vez consumida la juventud más pletórica.       

José Mª Belausteguigoitia Landaluce (Bilbao 15-V-1889 – México D. F. 4-IX-1964), desde su regreso de Amberes no volvería a disputar ningún otro partido representando a España. Estuvo entre los convocados para los Juegos de París (1924), más por agradecimiento que en respuesta a sus méritos. Ya nada quedaba en él, capaz de recordar al “León de Amberes”, apelativo que iba a pasear hasta su muerte, aquejado de un cáncer pulmonar. Con 35 años y en muy baja forma, al haberse despegado un tanto del fútbol, el dúo Paragés – Pentland, seleccionador y técnico para la efeméride, prefirieron no alinearle. Veinte años en el Athletic, 7 títulos Regionales y otros tantos de Copa, se iban por la puerta de atrás, aun inscribiendo su nombre con moldes de oro en la historia rojiblanca. Porque tantos años después, junto a “Piru” Gainza sigue siendo el futbolista con más entorchados coperos. Su biografía al margen del balón, además, merece sobradamente alguna pincelada.

Sexto entre los 12 hermanos componentes de una familia con ascendencia en la villa alavesa de Llodio, estudió Derecho en Salamanca y como todos los de su generación en el Athletic nunca pudo vivir del fútbol. Dos de sus hermanos, “Pacho” y Ramón, lucirían junto a él la camiseta rojiblanca, aunque con mucha menos fortuna. Otro de ellos, Federico, le arrastró por la senda política hasta convertirlo en destacado militante nacionalista. Amigo personal de Sabino Arana Goiri, fundador del P.N.V., Federico llegó a ser hombre importante dentro de aquella organización, sin que el propio José María quedase muy atrás, no en vano figuró una vez como candidato a las Cortes. Nadie en Vizcaya era ajeno a su ideología, y por ella hubo de exiliarse temporalmente en Francia (1922), cuando uno de sus discursos levantara ampollas en el despacho de Gobernación, ante su “encendida visceralidad”. Algo después, muchos se sorprendieron al encontrar su nombre entre los escindidos del P.N.V. para legalizar Acción Nacionalista Vasca, hijuela izquierdista y laica, más radical y reivindicativa en sus anhelos nacionales. Un paso en falso, del que poco tardó en desdecirse. Su profundo catolicismo chocaba con la iconoclastia de amplias capas en ese nuevo proyecto.

Casado con una sobrina del celebrado pintor Ignacio Zuloaga, al estallar la Guerra Civil quiso pasar a zona “nacional”, infructuosamente. Volvía a encontrarse incómodo entre los aliados del Lehendakari Aguirre. La cacería de curas y el marxismo recalcitrante no iban con él. Para entonces, además, habían empezado a verlo como mito de otro Olimpo: un nacionalista vasco convertido en referente de la furia española, cuando el credo vizcaitarra propugnaba desandar senderos de confraternización histórica. Afrenta en toda regla a esa nueva España naciente, caudillista y vertical, sustentada en el axioma de “Una, Grande y Libre”. Así que como tantos miembros del P.N.V. acabaría poniendo rumbo a México, tras esquivar la cárcel. Y si desde allí pudo ver a su sobrina Ibone, representando a la nación azteca en una piscina Olimpiada londinense (1948), y a Iker, también sobrino, como regatista a vela en Tokyo (1964), no tendría ocasión de alcanzar el nuevo desfile de este último en los Juegos de México (1968), cuando todo el país se preparaba para organizar su primer Mundial de fútbol.

Belauste, de cualquier modo, no fue el único mito consagrado durante aquellos días de agosto y setiembre en Amberes. Ricardo Zamora, sin la ayuda de Manuel de Castro, aunque a lomos de la prensa internacional, acabaría arrebatando el cetro al mismísimo Júpiter. Sus vuelos y alardes efectistas, la sensación de aplomo que transmitiera, y aquel gesto con que solía aceptar el asombro del graderío, no dejaban a nadie indiferente. “En Inglaterra jugaría poco -sentenció Mr. Pentland una vez, cuando alguien le preguntara por “El Divino”-. Allí los porteros paran balones, y quien busca espectáculo saca entrada para el teatro o el circo”. Pentland sabía de fútbol más que nadie por nuestros pagos, pero le costaba entender que en un futuro ya tangible ese deporte iba a devenir en supremo espectáculo. Zamora, en realidad, fue un adelantado. Quienes más lo criticaban serían los mismos detractores de Jacinto Quincoces, el mejor defensa europeo durante unos años. “Qué manía tiene de jugar la pelota -dijeron de él-. Los defensas a despejarla, como Ciriaco. Para hacer cosas bonitas ya están otros”. El “foot-ball” evolucionaba a toda velocidad, aunque algunos tuviesen problemas para entenderlo.

Ricardo Zamora Martínez, caricaturizado en su doble función de futbolista divo y buen redactor periodístico.

Zamora, en cambio, sí lo vio venir. Muy consciente de lo que representaba habitar en el Olimpo, tan pronto puso un pie en Barcelona pidió más dinero a su presidente. Si no le pagaban de verdad, estaba dispuesto a cambiar de acera. Los dioses, ya se sabe, son ambiciosos, y Ricardo Zamora Martínez, el primer mito auténtico del fútbol universal, impuso su amenaza aun siendo muy joven. Luego cambió de acera, consciente de que la economía del Club Deportivo Español no era tan fuerte como la “culé”, desanduvo el camino cuando los “pericos” tiraron la casa por la ventana, y pulverizó cualquier récord crematístico, ya talludito, al ingresar en el Madrid. “Ricardo, ¿eres partidario del profesionalismo?”, le preguntaron mientras se debatía respecto a si en España iba a ser posible profesionalizar el deporte rey. Respondió sin inmutarse: “Bueno, ¿qué te parece si hablamos en serio?”. Para entonces ya era profesional magníficamente retribuido. Entre prima de fichaje, mensualidades y distintos “bolos” festivos, salía al año en lo económico cuatro o cinco veces mejor que un abogado de éxito, o cualquier buen médico. Todo ello sin contar con las magníficas vistas atribuibles a quien mora por encima del bien y el mal. Algo después, esa condición de tótem le llevó a ser mal mirado desde las dos facciones contendientes en nuestra Guerra Civil. Suele ocurrir con los mitos, al obligárseles a elegir entre el conmigo o contra mí.

Zamora, tal vez inconscientemente, se convirtió en asidero de unos compatriotas tanto o más atribulados que hoy, un siglo después, y con no menos necesidad de aferrarse a algo, para sentirse alguien. Pichichi, en cambio, pudo haber llegado a otros Juegos Olímpicos como ídolo, de no mediar la primera Gran Guerra. Pero salió de Amberes dejando un regusto amargo, como hombre corriente y con pies de barro.

Había hecho lo más difícil; trascender de Rafael Mª Miguel Moreno Aranzadi, su identidad registral, universalizando el apodo, o anotar el primer gol del viejo San Mamés, antes que campo mítico un templo balompédico. Agigantar su figura de metro y medio, haciendo que los niños de un Bilbao creciente soñaran imitarle. O dejar sentado que en un fútbol físico también la astucia servía para domeñar al adversario. Su mismo padre, alcalde de la villa durante los primeros años del siglo XX, sería reconocido en la calle no como Joaquín Moreno, sino por “el aita de Pichichi”. Entre 1914 y 1918, mientras Europa se desangraba, lo había sido todo en el fútbol nacional. Cuatro veces campeón de Copa, tres de ellas consecutivamente, y otras cinco veces en el Regional Vizcaíno, parece anotó 83 goles en 89 partidos, cuando al no existir un torneo de Liga se disputaban muchísimos encuentros menos de lo que andado el tiempo sería habitual. Pero si el nacimiento de la selección española le llegó tarde, también lo hizo coincidiendo con uno de sus peores estados físicos. Acababa de casarse y entre preparativos de boda y larga luna de miel, se sabía muy fuera de forma. A tal punto que, de entrada, rechazó acudir a los Juegos Olímpicos. Tuvo que ser el Sr. Argüello quien, con mucha paciencia y sin regatear ningún argumento, le hiciese mudar de opinión. Aunque de todos modos tampoco es que en Amberes aportase mucho. Su poca presencia física, unida a un gusto contumaz por las francachelas, había ido haciendo mella en su organismo. Disputó los 5 partidos olímpicos anotando un gol en su última comparecencia, el del 3-1 definitivo ante Holanda, a los 72 minutos. Y aquel tanto, en cierto modo, constituyó anticipo de su retiro.

“Pichichi”. Para él Amberes fue broche sin especial brillo, antes de convertirse en mito imperecedero.

Ya jugador fuera de tiempo, cosecharía duras críticas de su público, a grito limpio: “¡Estás acabado, viejo! ¡Retírate!”. Sin entenderlas, y por no seguir escuchándolas, acabaría anunciando un adiós a medias, puesto que pensaba hacerse árbitro. Muy pocos, aunque cueste creerlo, confesaron echarlo en falta por San Mamés. El aficionado futbolístico siempre fue volátil, olvidadizo y cicatero. Más antaño, si cabe, cuando a los astros del balón podías encontrártelos en el café, compartiendo palco, paseando tranquilamente o a la sombra de cualquier árbol, en amigable compañía junto a una jarra de chacolí. Como árbitro, además, no dio la talla. Le faltaba temperamento, o si prefiere autoridad. Así que a los 29 años ya era exfutbolista y árbitro en retiro.

Fue su óbito prematuro lo que hizo de él un ídolo. A la incredulidad inicial, cuando se extendiera el eco de su fallecimiento, víctima del tifus, sobrevino una manifestación de duelo imponente. Casi todos los bilbaínos, mujeres, niños, interesados por el “foot-ball” o quienes nunca dieron un puntapié a nada, se echaron a la calle cuando desfilaba su féretro, en marzo de 1922. Partía así de este mundo el primer medallista olímpico en Amberes.

Otros compañeros suyos junto a la antorcha tampoco tuvieron suerte. Silverio, Sesúmaga o Patricio Arabaloaza, fallecerían igualmente en plena juventud. Artola y Eguizábal perdieron la vida durante aquella barbarie incivil orquestada en 1936. El último superviviente fue Sabino Bilbao, tío de Plácido, otro futbolista que también tuvo ocasión de lucir en rojiblanco, además de imponer su arrancada en el Guecho, Indauchu, Real Valladolid, Recreativo de Huelva, Arenas guechotarra, Boston Beacons de los Estados Unidos, Estepona y Melilla. Sabino Bilbao, coprotagonista en una jugada poco exquisita, pero a la postre mítica, se fue para siempre en Guecho, durante 1983. Y a tenor de la evolución que iría experimentando nuestro equipo nacional, desde la lucha espartana al toque primoroso, cabe decir que con él se apagaban, quién sabe si para siempre, los pebeteros de una furia extemporánea.




Balón y salsa rosa

Entre las cosas que de ningún modo hubiera podido consentir el franquismo autárquico, estaba la prensa “rosa”. O para ser más exacto, el cotilleo “rosa” tendente al amarillismo hepático. Mal, muy mal se tomaron algunos jerarcas la irrupción de “El Caso”, en un país donde apenas existía criminalidad, según estadísticas oficiales, y el nivel delictivo estaba más emparentado al hurto, la timoteca, el robo de gallinas, rifas fraudulentas, el abandono familiar o los casos de adulterio, que con fenómenos de criminalidad organizada. ¿A qué venía, entonces, un periódico sensacionalista en el imperio de la paz silente? “El Caso”, por más que nunca abordase cuestiones políticas -al menos explícitamente-, sufrió una denodada persecución censora. Y eso que sus directores editoriales o redactores jefes orillaban por sistema la sordidez de incestos, infidelidades manifiestas o “atentados contra el orden divino”, que era como entonces se enmascaraba la homosexualidad.

Aquella España nacional-católica fue por demás beligerante contra “el pecado contra natura”, el “vicio abominable” o la “afeminación”, términos igualmente elegidos para no llamar a las cosas por su nombre. Mientras, toleraba los prostíbulos, convertía a las “queridas” en signo de estatus social, y desde el confesionario se recomendaba paciencia a las esposas consentidoras, oración para encarrilar al cónyuge, o receptividad en el tálamo, como fórmula contra los descarríos, que la tendencia natural del varón, hija mía, les lleva a buscar fuera lo que no encuentran en casa. Ya se expuso hasta qué grado de ridiculez llegó la obsesión por no dar pie a malos entendidos, en el caso del defensa canario Machín, a quien durante 1939 y 40 se quiso alinear no por su apellido, sino como “Machorro”. Paralelamente, un régimen tan obsesionado por controlarlo todo, no quiso soslayar el caudal informativo que los porteros de finca urbana podían proporcionarle. En julio de 1941 fueron elevados a la condición de “agentes de la autoridad”, con el fin de vigilar los edificios y moradas donde prestaran servicios. Curiosa metamorfosis, cuando sólo unos meses antes se escribió sobre ellos: “Figura siniestra de librea y calzón blanco, que durante la guerra habían actuado de espías y delatores. El 80 por ciento de los asesinatos de Madrid se produjeron por las delaciones de los porteros”. Otra crónica mucho más dura, fechada el 5 de julio de 1939, los tildaba de “raza maldita en el Madrid marxista”. Obviamente, alguien debió pensar que su desaprovechamiento constituía un gran desperdicio. Años después, además, se hizo público y notorio que los serenos poseían, mediante la delación, un arma mucho más peligrosa que el chuzo. Gran parte de ellos, si no todos, ejercían como confidentes policiales, para desgracia de libertinos, adúlteros, gente de vida desordenada, noctámbulos de variada condición y, sobre todo, homosexuales.

La caza al homosexual, más que en aromas de cruzada, estuvo envuelta en tintes de divertimento para algunos policías. En “La Colmena”, el premio Nobel Camilo José Cela expuso una de esas razias moralizantes, aprovechando las regulares visitas de “invertidos”, “palomos” o “madrazas”, a salones de billar, donde se encandilaban “contemplando posturas”. Su detención, en todo caso, nada tenía de cuestión baladí, puesto que además de pecado, “desviación diabólica” y “perversión nefanda”, lo suyo era delito tipificado en la Ley de Vagos y Maleantes. La prensa, a veces, se hacía eco de su triste suerte: “Ayer fueron apresados en esta villa por escándalo público…” O: “Pasaron a disposición judicial tres pervertidos incursos en delitos contra el buen orden social, fruto de la persecución y control de vagos y maleantes”. Pero curiosamente, ni prensa, ni boletines radiados, abordaron nunca la condición de ciertos prohombres, artistas y figuras populares, sobre quienes los redentores del orden moral hubiesen podido tender su cerco.

Durante los años 40, la presunta homosexualidad de cierto futbolista internacional fue dada por cierta entre numerosos compañeros de profesión. Y varios lustros después, evocando tardes gloriosas, parte de quienes antaño lo tuviesen por compañero o adversario, abordaban la cuestión sin ambages. Huelga indicar que ningún cronista o redactor deportivo escribió jamás una línea al respecto. Y que si algún empleado de finca urbana o sereno con linterna y chuzo llegó a denunciarlo, su expediente debió ir directo a la papelera. Entonces, a falta de prensa “rosa”, las crónicas sociales, su teórico sucedáneo, tan de lectura entre achicoria o chispacito de anís, fijaban su atención en otras cuestiones: “Presentada en sociedad la hija de los Sres. García-Agúndez”. “El baile anual de Beneficencia constituyó todo un éxito”. “La rama española de la antigua dinastía búlgara recibió a la distinguida Srta. P. G., nieta de marquesa y brillante dama azul. Su futuro suegro, luciendo uniforme militar, abrió la sobremesa, amenizada por una orquestina de moda”. Si acaso, al despuntar los años 50 del pasado siglo se dio a entender con medias palabras lo que iba a quedar, balón de fútbol y faradaes de por medio, como soberbio escandalazo.

Gerardo Coque con la camiseta del At Madrid. Acababa de lograr el contrato de su vida y ni podía imaginar que iba a acabar malográndolo.

Gerardo Coque con la camiseta del At Madrid. Acababa de lograr el contrato de su vida y ni podía imaginar que iba a acabar malográndolo.

Gerardo Coque Benavente, su protagonista masculino (Valladolid 9-III-1928), había sido descubierto por Antonio Barrios cuando jugaba en el Zorrilla. Con 17 años lo incorporó al Real Valladolid, como aficionado, y tras dos campañas haciendo méritos debutaba con el primer equipo, para encadenar en 24 meses un par de ascensos, desde 3ª a 1ª División. Helenio Herrera, otro genio del esférico, fue el primero en afirmar que tenía ante sí una proyección extraordinaria. Interior sobrado de clase, con potente arrancada y mucho olfato de gol, sería internacional absoluto ante Irlanda, en Chamartín, anotando el primero de los 6 goles determinantes del triunfo, y otra vez al año siguiente, con el equipo “B” frente a Alemania, en Dusseldorf, para hincar la rodilla 5-3. Luego de 7 temporadas como blanquivioleta, durante el verano de 1953 fichaba por el At Madrid, dejando en las arcas vallisoletanas la entonces astronómica cantidad de un millón de ptas. Aunque nadie pusiera en duda lo acertado de esa apuesta “colchonera”, el destino, tan sembrado de imponderables, habría de convertirla en ruinosa.

A sus 26 años, Coque era un chico formal en la pacata y cerrada jaula vallisoletana. Una especie de gorrión sin trino, austero, hecho a la solemnidad de las procesiones, el tedio de los cafés, o los tañidos de campana llamando al ángelus, misas y rosarios. Demasiado formal y poco avezado, para no rendirse al empalago del neón y las noches madrileñas, donde Chicote ejercía su sacerdocio y los tablaos flamencos constituían el no va más. Aún no deambulaban americanos rubios, el whisky era visto como bebida de sibaritas y sólo unos pocos snobs se referían elogiosamente a cierto refresco negruzco, llamado “Coca-Cola”. Una de aquellas noches, alguien lo presentó a Lola Flores, entonces mito nacional. Y sus pasos habrían de enredarse irremisiblemente.

Imposible saber qué pudo ver “La Faraona” en él. Ternura, quizás, desvalimiento. Puede, incluso, que la timidez de un triunfador tan neófito como para no creer ni en su propio triunfo. Comoquiera que fuese, el futbolista sucumbió al hechizo de la cantante y bailaora.

Aquella primera temporada en el At Madrid, no se le dio mal, pese a todo. Titular indiscutido, disputó 24 de los 30 partidos ligueros, anotando 8 goles. Quedaban lejos de los 19 celebrados en el Valladolid la campaña 50-51, o los 13 en 27 partidos de 1952-53. Parte de la afición rojiblanca, los peor informados respecto a sus noches de humo tabaquizo, palmas y francachela, se las prometían felices ante el Campeonato 54-55. Todos, incluido él mismo, desconocían que iba a constituir un descenso por el tobogán de su perdición.

Tanto protagonismo fuera de los campos de fútbol, silenciado oficialmente, no dejaba de asomar a los mentideros. Siembre había un taxista, algún camarero, empleados de hotel y gente bien informada, cuchicheando sobre el tormentoso enredo que unía a la pareja, primero cuando Coque tenía novia formal, y posteriormente ya casado. Como es lógico, su inmersión en la vida nocturna lo aniquiló deportivamente. Sin fuelle, desganado, en muy baja forma y con la cabeza lejos del balón, aquella sordina impuesta por la censura estuvo lejos de beneficiarle. Un día, de pronto, se supo que acompañaba a la artista en su gira americana. Para entonces la rumorología campaba a sus anchas. Tanto es así, que algunas fotos “autorizadas” documentaron su huida. El Atlético se quedaba sin futbolista en pleno torneo 54-55, y la joven e incrédula esposa, sin marido. Lola Flores, anticipada a su tiempo y mujer que siempre supo hacer de su capa un sayo -sin duda ente la tolerancia con que se miraba al artisteo-, apenas si recibió reproches, como no fuere en muy reducidos ámbitos canónicos. Manolete y Lupe sino tampoco habían ocultado su amancebamiento, mediante posados para publicaciones nacionales y extranjeras. Y qué decir de Luis Miguel Dominguín, seductor implacable y coleccionista de aventuras. O de la posterior conducta escandalosa de Ava Gardner, y su efímera relación sentimental con el torero y poeta catalán Mario Cabré, sobre la que el matador tanto presumiera. Había, en el fondo, distintas varas de medir. La reservada a ciudadanos de a pie, severísima, y otra más laxa para pecadores contumaces. El humorista Miguel Gila supo ilustrarlo al rememorar una gira por el Norte de África con su compañía de revista: “Junto a la aduana había varias ventanillas para tramitar la documentación. El rótulo de una me sorprendió mucho: “Artistas y Prostitutas”. Pues bien, para humillación de las chicas, todas tuvieron que pasar por ella con sus papeles en regla”.

La gira de Lola Flores resultó larga y exitosa. A Gerardo Coque, en cambio, se le hizo larga y triste. Roto el hechizo de los primeros meses, agotada la química, para “La Faraona” ya no fue sino juguete sin utilidad. Él mismo se sentía a disgusto, fuera de ambiente, rodeado de aplausos que sentía ajenos, añorando los estadios. Ya de vuelta, frustrado y arrepentido, se reconciliaría con Marina, la esposa abandonada, otra eterna “novia” española, devota, fiel y entregada, como la de “Diego Valor” -vallisoletana también-, la sueca Sigrid, de “El Capitán Trueno”, o Claudia, patricia romana rendida a la rusticidad de “El Jabato”, celtíbero en lucha contra un imperio. Trató también de regresar al fútbol, aun siendo consciente de que después dos años y medio dando la espalda al balón, éste pudiera haberse despachado con un divorcio.

Su primera intentona ante la directiva vallisoletana resultó decepcionante: “Fui a pasar la Navidad en casa de mis padres y hablé con el presidente -confesaría-. Pero mis condiciones no fueron aceptadas”. Luego estuvo en conversaciones con el Real Jaén. Viajó, incluso, hasta la capital aceitunera, pespunteando un acuerdo bastante sólido. “Pero entonces me dijeron que debía ser yo quien corriese con el costo de mi baja en el At Madrid, y como nunca se había hablado de eso, pues no acepté”. Por fin, en febrero de 1958 suscribía un acuerdo con el Granada C. F. Volvía a sonreír ante los informadores, muy ilusionado. Aseguraba sentirse a punto, luego de entrenar en Madrid, no el Metropolitano, donde expresamente se le prohibiera hacerlo, considerándolo apestado, sino en la Casa de Campo, a solas. De fumar dos cajetillas de tabaco diarias, había pasado a siete pitillos. Y apenas bebía para no engordar. Cuando Saucedo Aranda, firma habitual en la prensa andaluza, le preguntara si no habría perdido estilo y juego, a raíz de tanta inactividad, se mostró disconforme: “El estilo nace con uno y jamás se pierde. En cuanto al juego, es cuestión de proponérselo”. Aseguró, también, sentirse impaciente por saltar al césped, por ser el mismo de antes, si acaso un jugador más práctico, al haber ganado en experiencia. Y sobre todo que no buscaba dinero, “sino recuperar mi antiguo sitio, tanto en el fútbol como en la sociedad. ¡Se cambia tanto cuando se piensan despacio las cosas!”.

El redactor puntualizaba que el futbolista vivía en Granada, acompañado de su esposa y su padre. Y que todos habían encontrado en la directiva granadina muchísima hospitalidad. El propio Coque remataba: “Entiendo perfectamente mi situación, y necesito que alguien deposite en mí una gran confianza”.

Ese alguien desde luego no fue Scopelli, entrenador del equipo andaluz, puesto que tan sólo le permitió alinearse en un partido de Liga. Como se le firmara contrato por cuanto quedaba de campaña, regresó a Valladolid, donde le hicieron hueco cara al ejercicio 58-59, en 2ª División. De nuevo, otra experiencia frustrante. Mediado enero de 1959 sólo se había alineado en 3 ocasiones y convalecía de una lesión. Era consciente, además, que su paso por el Granada tuvo todos los requisitos de un mal negocio: “Entre que estuve poco tiempo, me alojé en un hotel, y corrió de mi cuenta resarcir al At Madrid, a cambio de la libertad, esa reaparición arrojó saldo desfavorable”. Para colmo, la afición vallisoletana acababa de entregarse a otro interior de nuevo cuño, técnico, sacrificado y elegante: el futuro internacional y campeón de Europa Jesús Pereda. Aunque su equipo ascendiese a 1ª, resultaba obvio que a Coque no iban a renovarle.

Tan sólo daría muestras de renacer en los Campos de Sport de El Sardinero, con el club cántabro en 2ª División (temporada 59-60). Pero logrado el ascenso, su retorno entre los mejores (campaña 60-61), con 32 años a cuestas, le hizo encarar lo evidente: El antiguo gran jugador se había aguado en aquellas noches de vino amargo, flor fresca en el ojal y parpadeo de candilejas. Todavía una última temporada en la Cultural y Deportiva Leonesa, con 8 goles en 28 partidos mientras arañaba unos últimos duros por campos de 2ª, sirvieron de preámbulo a otra andadura en los banquillos, dirigiendo a la Leonesa (campeonatos 62-63 y 63-64), Europa Delicias y Real Valladolid, donde descubriría a Julio Cardeñosa, internacional y cerebro bético de gran recuerdo, a raíz de foguearse junto al Pisuerga.

La indómita Lola Flores continuó triunfando en el cine, la discografía y una televisión que pasaba del blanco y negro al color. Gerardo Coque tampoco había sido su único “affaire” relacionado con el fútbol, puesto que la afición “culé” se deshizo en lenguas respecto la relación que mantuviese con el defensa central Gustavo Biosca. “La Faraona” presentaba programas, sufría, incluso, el cornalón económico de la Agencia Tributaria por no declarar sus ingresos e, incombustible, habría de convertirse en la folclórica más activa de su generación. El 11 de noviembre de 2003, durante los actos conmemorativos del 75 aniversario fundacional, él recibiría de Carlos Suárez, presidente blanquivioleta, la insignia del club en oro y brillantes. Falleció poco después en Valladolid, el 5 de junio de 2006, a los 78 años, siendo sepultado en el cementerio del Carmen.

Gerardo Coque quedó por fuerza para la historia del balón, como el gran futbolista que apuntara y no quiso, no supo, o su carácter y el torrente vital de un Madrid engañoso, le permitieron ser.

Martín Mora Moragues, en un cromo de la época que soñaba con la titularidad bermellona.

Martín Mora Moragues, en un cromo de la época que soñaba con la titularidad bermellona.

Mientras Coque colgaba las botas, otro futbolista iba a saltar de la prensa deportiva a la de “amenidades”, primitiva denominación del género conocido más adelante como “cotilleo”. Para entonces, el primer Plan de Desarrollo urdido por ministros tecnócratas del Opus Dei, se traducía en una modernización a ultranza. Los años 60 llegaban con un pan bajo el brazo, y hasta con queso y leche en polvo, excedentes norteamericanos de la Guerra de Corea, servidos como ayuda a la infancia en países subdesarrollados. Uno de cada cuatro valles inundables se transformaba en presa, crecían las exportaciones, las playas se llenaban de turistas y hasta irrumpía, medio de tapadillo al principio, muy pronto servida en grandes tiradas, la prensa del corazón, todavía sin atreverse a soñar con un futuro en papel couché. Pues bien, a ese papel basto, tintado en dos colores y con portada en cuatricromía, asomó el portero Martín Mora Moragues (Algaida, 3-VI-1938).

Mocetón de 1,90, macizo, afable y cercano, tras destacar en el cuadro juvenil del San Luis sería fichado por el Real Club Deportivo Mallorca, aunque sus estudios en Barcelona le obligaran a pasar un año en blanco. Cedido al Porreras la campaña 1958-59, pasó sucesivamente por el España de Lluchmayor y Constancia de Inca, bajo cuyo marco habría de proclamarse portero menos goleado del fútbol nacional. Sólo entonces -verano de 1961- los bermellones se apresuraron a recuperarlo, brindándole la oportunidad de debutar en 1ª División. Un sueño hecho realidad, para quien desde luego no veía en el deporte un medio de vida, sino simple afición; enfermiza si se quiere, de puro intensa, pero afición, al fin y al cabo.

Nacido en el seno de una familia acomodada y aparejador de carrera, regentaba el Hotel Cannes, en Palma de Mallorca, además de vivir enfrascado en el día a día de una empresa constructora, cuando entrenamientos y partidos se lo permitían. Distaba mucho de ser futbolista al uso. Hasta el punto de que todo cuanto económicamente le proporcionaba el balón, fichas incluidas, lo distribuía entre organizaciones benéficas. ¿Cuánto dinero estima que habrá donado?, le preguntaron una vez. Y él respondió como católico de misa diaria que era, sin apartarse del Evangelio: “Sobre eso prefiero no pronunciarme. Es preferible que tu mano izquierda no sepa qué hace la derecha”. Afirmó igualmente, con 23 años y en una entrevista concedida poco después de ingresar en el primer equipo mallorquín: “Todo me ha resultado fácil en la vida, aunque ahora está costándome trabajo conseguirlo”. Se refería a la titularidad en el equipo donde, por cierto, no tuvo demasiada suerte.

Seis partidos de Liga durante su primera campaña y sólo 3 en la segunda, lastrada por una lesión con paso por el quirófano para extraerle un menisco, constituyeron todo su aval en la categoría reina. Otro, probablemente, hubiese enmascarado en excusas tan honda decepción. Él no. Aunque el público del viejo Lluís Sitjar no siempre le tratase bien, trascendió que cuando su entrenador, el antiguo portero Saso, lo apartase de la titularidad, lejos de enfurruñarse supo ser agradecido por haberlo mantenido en ella más de lo que sus actuaciones merecían. E igualmente que, a Cobo, su sustituto, estuvo tranquilizándole antes de saltar al campo, puesto que la responsabilidad del debut lo tenía bastante alterado. Gesto repetido durante el descanso, entre alabanzas a todas sus intervenciones, sin plantearse, siquiera, que el afianzamiento del vizcaíno implicaba para él un virtual ostracismo. Magnífico compañero, en suma, y excelente hombre de equipo.

Pero todo iba a dar un vuelco para él cuando trascendiera su romance con Maruja García Nicolau, recientemente proclamada Miss Europa. Porque entonces, tanto la prensa “seria” como la balbuciente de cotilleo, se ocuparon a fondo del asunto: “La bella y el futbolista”, tituló “Marca”. “Idilio junto al balón”, enunció otro medio. Y hasta cierto ocurrente juntaletras se atrevió a urdir: “Un portero se lleva el mejor trofeo”. La vida en Palma de Maruja García, hasta ese momento dependienta, y el gigante Martin Mora, se tornó mucho más complicada. Desde que Fabiola de Mora se convirtiese en reina de Bélgica, sus veraneos entre Guetaria y Zarauz habían desatado por nuestros pagos cierta inclinación hacia el famoseo. Aun no siendo habitual demandar autógrafos, se perseguía al famosillo o famosa en tropel, a manera de procesiones improvisadas. Algo que sobre todo Martín Mora llevaba bastante mal.

“Tengo los nervios deshechos por todo el jaleo que se ha armado en torno a nosotros”, confesó al periodista Fernando Albert, enero de 1963. “La gente no se da cuenta de que esto pertenece a nuestra intimidad. Si hasta me han achacado que en uno de los últimos partidos encajé un gol por mirarla a ella, que estaba sentada en la tribuna. Desde el campo no veo a nadie, claro. Sólo me preocupo del balón”. Achacaba su reciente inseguridad a tantas críticas personales, aviesas e injustas: “Salgo a jugar nervioso, casi desquiciado. Maruja y yo sólo somos una pareja como las demás. Critican, sobre todo, nuestra diferencia social, cuando ni yo he de sentirme culpable de poseer dinero, ni ella por no tenerlo. Creo que me retiraré al final de temporada. Me va a suponer un gran sacrificio, porque no existe actividad que me guste tanto como el fútbol. Pero estoy decidido”. Su relación había saltado a los medios, cabalgando entre la chiquillada y cierta mala fe: “Me engañó un amigo. Nos hizo unas fotos a Maruja y a mí, y después las repartió a la prensa”. E incluso los padres de él se lo tomaron a la tremenda: “Se oponían al principio, sí. Pero la han conocido y están encantados”.

Lógicamente, el periodista tampoco pasaba de largo ante la esperanzada novia, descrita como “chiquilla definitivamente bonita, que se comporta como si no lo supiera”, con “la cara limpia, sin una sola pincelada de pintura”, y modesta, además, al poner en su boca: “No tiene ningún mérito ser bonita. Se nace bonita o fea y no hay quien lo remedie”. Más adelante le dedicaba otro párrafo, que hoy apelotonaría en barricadas a muchas defensoras del más gestual y combativo feminismo: “Puede que la juventud de Maruja no le dé para saber muchas cosas, pero por lo menos conoce una fundamental. Sabe callar. Y sonreír. Ha podido ser estrella y rechazó todas las ofertas que le llegaron para hacer cine”. Perfecta imagen de mujer dispuesta a la renuncia, cuando a ellas se les pedía supeditación al hombre y entierro de sueños personales, como garantía de felicidad familiar. Habilidoso pluma en mano, Fernando Albert cerraba su trabajo con final feliz: “Martín tiene 24 años. Maruja 19. Están viviendo una historia de cuento de hadas. La bella y el futbolista. Dos muchachos jóvenes, con toda la vida por delante”.

Martín Mora no colgaría los guantes en 1963, conforme asegurase. Optó por regalarse otro campeonato, el correspondiente a 1963-64, en el Soledad palmesano. Luego, sin acritud ni cuentas pendientes, ya casado, prefirió centrarse en la gestión del hotel -aseguraba tenerlo un tanto abandonad-, y sus negocios inmobiliarios, por más que ello tampoco representase el definitivo adiós al fútbol, integrado en la Agrupación de Veteranos del Mallorca. Ni al fútbol ni a otras actividades deportivas, cabe decir, puesto que habría de convertirse en el primer presidente de la Federación Balear de Tenis.  Aquella prensa que con tanta atención contemplase su idilio, muy bien pudiera haberse ocupado de él unos años antes, a raíz del gesto que lo engrandeciese como persona.

Durante un choque contra el Soledad (temporada 1958-59), defendía el marco del Porreras con 2-0 a favor. Los de Palma apretaban, buscando acortar distancias, y el árbitro señaló dos penaltis durante los minutos que restaban para la conclusión. Finalizado el partido con empate a dos, buena parte del público quiso cobrarse venganza. Martín, entonces, no sólo protegió al trencilla con su imponente corpachón, sino que medio en volandas se lo llevó hasta el vestuario. En su acta, el colegiado reflejó tanto esos incidentes como la decisiva actuación del portero local, evitando lo que pudo haber concluido malísimamente. Desde ese mismo día 30 de noviembre, el Colegio Balear de Árbitros puso manos a la obra en lo que pretendió fuese cálido homenaje, plasmado semana y media después con la imposición al guardameta de su insignia de oro, primera vez que se otorgaba a un jugador.

Desgraciadamente, las buenas noticias rara vez saltan a letra impresa.

Y también es lástima que no todos los cuentos de hadas tengan final feliz. Una riquísima heredara italiana mecida entre plumas de ángel desde la cuna, y un extremo brasileño de raza negra con humildísimo origen, también creyeron protagonizar el suyo, sin saber que el brujo malvado triunfaría. Él se llamaba José Germano. Y ella iba a ser bautizada por los medios como Condesita Giovanna.

Germano en un cromo de “Panini”, impreso a finales del año 1962.

Germano en un cromo de “Panini”, impreso a finales del año 1962.

Mediados los años 60, Italia y lo italiano estaban muy de moda por nuestros pagos. Las canciones triunfadoras en el festival de San Remo saturaban las ondas radiofónicas. Claudio Vila, Domenico Modugno, Betty Curtis, Rita Pavone, Tony Dallara, Ggliola Cinquetti o Little Tony, eran objeto de inmensa admiración. “Al di lá” había enamorado a miles de parejas, aunque sus estrofas les resultaran ininteligibles. Peiró, Luis Del Sol, y sobre todo el galleguito Luis Suárez Miramontes -único balón de oro español hasta la fecha- triunfaban a lo grande en el “Calcio”. Más que el cine transalpino en sí, gustaban muchas de sus protagonistas. Silvana Mangano, en cada reposición de “Arroz Amargo”, Gina Lollobrigida, Claudia Cardinale, Sofía Loren… Antonio Bardem, Luis García Berlanga, Nieves Conde, Fernando Fernán Gómez, o el húngaro afincado en España Ladislao Vajda, entre otros, trasladaron el neorrealismo italiano al celuloide nacional en varios de sus títulos, con singular éxito. Además, en Roma residía el Papa, y eso era mucho decir en un país oficialmente ultracatólico. Italia venía a ser para muchos españoles algo así como el vecino rico, país donde se disfrutaba primero de los automóviles que luego iba a fabricar “Seat”, arrinconando a cochecitos de tiovivo como el “Biscuter”, la furgoneta “Iso”, o “El huevo”, especie de cochinilla metálica ensamblada en Munguía, con sólo tres ruedas y accesible a través de una puerta frontal, que incluía tanto el parabrisas como su espartano salpicadero. En medio de tal panorama resultó imposible apagar cualquier eco del affaire Germano – Giovanna.

José Germano de Sales había nacido en Conselheiro Peña, paupérrima comunidad negra de Minas Gerais, el 25 de marzo del 1942. Como aprendiz de futbolista, desde el modestísimo Gavea pasó junto a su hermano Fío Maravilha a la cantera del Flamengo, un salto espectacular, rubricado cuando debutara en un amistoso ante el River Plate bonaerense. Sólo tenía 17 años y su descaro, regate y fe en el triunfo, iban a permitirle estrenarse de forma oficial poco después (octubre de 1960). Su irrupción fue espectacular, hasta el punto de verse incluido en la selección que iba a disputar el Panamericano de 1959 y la fase clasificatoria para los Juegos Olímpicos de Roma. Dueño ya de la camiseta número 11 en las alineaciones del Flamengo, los medios cariocas lo dieron por seguro en el mundial de Chile (1962), ante el aval que ofrecían sus 87 actuaciones domésticas. Y ello pese a que el flanco izquierdo de la “canarinha” se antojara propiedad de Pelé y Zagalo, ambos con dos títulos mundiales y afirmando estar listos para celebrar el tercero consecutivo. Garrincha y Vavá también parecían insustituibles. Didí, en cambio, a quien durante su pobre temporada en el Real Madrid de Di Stefano se le diera por acabado, ofrecía más dudas. Pero al final Didí estuvo en la lista, luego de que el seleccionador se arrancase en alguna entrevista con malos presagios respecto a los jóvenes: “La juventud siempre es cosa seria. El futuro les pertenece, así que dejémosles alcanzarlo poco a poco. Para Chile miremos mejor hacia el presente”.  Y fiel a esos postulados, dejó a Germano y a otras promesas pujantes con la miel en los labios.

Puesto que los duelos con pan son más llevaderos, a José Germano el suyo debió durarle poco. Desde Europa le llagaban cantos de sirena. Tanto Altafini como Sani, italobrasileños del “Calcio”, se dijo habrían ponderado ante la directiva milanesa su regate demoledor. Fuese verdad o fantasía, lo cierto es que acabó ingresando en el Milán, con una ficha que multiplicaba por 5 sus anteriores devengos.

No, no lo tuvo fácil en Italia, por cuyo fútbol si bien habían pasado numerosos extranjeros, no existían precedentes de jugadores negros. Llegó a escribirse que a una parte de la afición se le atragantó desde su llegada, que habría sido víctima de un racismo latente y soterrado. Imposible saber si fue verdad. Se antoja más probable le acometiese la saudade, entre ese frío piamontés cargado de nieblas, o la añoranza de tanto sol y “garotas” cimbreantes a ritmo de samba. En todo caso, Nereo Rocco, entrenador forjado en la rácana escuela “calcística” no podía ser más refractario al juego preciosista y zumbón. Parece, además, que tampoco Germano le entró por el ojo derecho, puesto que rápidamente iba a colgarle el dudoso apodo de “Bongo-Bongo”, a saber, si extraído de cualquier película con selvas de atrezo y tarzanes insufribles. El caso es que, si bien debutó espectacularmente, con dos goles en su primera comparecencia liguera, durante los siguientes 12 choques, mojada su pólvora, iría muy, pero que muy a menos, justificando con sus actuaciones la cesión de que sería objeto, avanzado noviembre de 1962, al Génova, también de la Serie “A”, para firmar 2 goles en 12 actuaciones. Campeón en la Copa de Europa correspondiente a 1963, cuando Altafini con sus dos tantos batiese al Benfica de Coluna, Torres y Eusebio en el estadio de Wembley, tan sólo pudo asomar durante la ronda previa en dicho torneo, ante el muy endeble campeón de Luxemburgo, anotando, eso sí, un gol.

Germano, todavía solo futbolista, cuando en su cabeza no había otro pensamiento que el triunfo deportivo.

Germano, todavía solo futbolista, cuando en su cabeza no había otro pensamiento que el triunfo deportivo.

Su retorno a la Piazza del Duomo y el Castello Sforzesco estuvo envuelto en mal fario. Un grave accidente de circulación lo tuvo varios meses en dique seco y luego, olvidado por todos excepto por el contable “rossonero”, a quien entraban los siete males viendo naufragar la inversión, tuvo que aceptar otra salida más humillante, ahora hacia el modesto Alessandria.

No faltaron voces empeñadas en achacar su fracaso a zancadillas donde el fútbol poco temía que ver. Apuntaban, además, a cierto multimillonario, conde, al parecer, aunque desde ciertos ámbitos se le discutiera el título, con fábricas de helicópteros y motocicletas, prestigio consolidado y mucha mano para según qué asuntos. Aunque José Germano ni siquiera se hubiese cruzado con él, cometió la osadía de enamorar a su única hija. Y eso, claro, bastó para desatar hostilidades.

Todo sucedió por pura casualidad. El club lombardo estaba construyendo su ciudad deportiva de Milanello, y en tanto la concluían su elenco acostumbraba a ejercitarse físicamente en unos campos de entrenamientos lindantes a un área de equitación, muy frecuentada por miembros de familias pudientes. Allí, Giovana Agusta se fijó en el brasileño y debió sentir atracción por su exotismo. Cruzaron unas palabras. A ella le gustó el acento portugués, suave y arrastrado, se diría que abanicado por esa brisa cálida que inunda los corazones de cachaza. Y a él tanto desparpajo, aquella sonrisa fresca, su educada desenvoltura. Siguieron viéndose, hablando, riendo y jugando a sentirse iguales en una sociedad dada a mantener distancias. Sin advertirlo, se habían vuelto inseparables. Cuando el Conde Agusta tuvo constancia de todo aquello, actuó como caballero herido. ¿Quién era ese negro sin ilustración ni otro mérito que correr tras la pelota, para embobar a su hija? Una relación semejante no iba a parte alguna. Y puesto que Giovanna, terca y caprichosa, apenas hubiese sido contrariada, debió montar una zapatiesta soberbia. Su padre, entonces, habría recurrido a la diplomacia, alejando al muchacho cuanto le fue posible.

La “contesina” y Germano, ya pasto de la prensa amarillista.

La “contesina” y Germano, ya pasto de la prensa amarillista.

La condesita, sin embargo, no estaba acostumbrada a ceder. Con Germano en Génova o en Alessandria, la relación siguió adelante. Y se mantuvo cuando desde el club milanés lo embarcasen hacia Brasil para enrolarlo en el Palmeiras, donde por cierto cuajó una gran temporada. Campeón Paulista en 1966, otra vez internacional ante Uruguay, festejando una victoria 3-0 con gol en su haber, semejaba ser el de antes, aquel extremo eléctrico y pinturero, vivaz, nacido para poner en pie a los graderíos. Lo malo era que hubiese un océano entre Giovanna y él, demasiado profundo y ancho para no constituir un serio obstáculo. Dispuestos a reencontrarse, urdieron un plan definitivo. Germano buscaría algún equipo europeo, no italiano, puesto que allí les aguardaba la red del Conde Doménico. Tampoco había tanto donde elegir, considerando que entonces el fútbol de medio continente estaba cerrado a la importación. Francia, quizás, Suiza, aun contando con su restrictiva legislación de extranjería, Bélgica… Germano se decantó por Lieja, dando la cesión por medio hecha a los directivos milaneses, todavía propietarios de sus derechos federativos. La del Standard, en fin, iba a ser su camiseta para el ejercicio 1966-67.

Apenas Germano hubo puesto un pie en el aeropuerto de Bruselas, la “Contessina” Agusta daba el portazo, plantándose en Bélgica, acogida primero por unos amigos y más adelante alojada en un discreto hotel. Desde allí anunció a sus padres su propósito de casarse, para chocar nuevamente con el muro que tan bien conocía. Así las cosas, Germano y Giovanna, mediante el expeditivo método de un embarazo, pusieron al señor Conde entre la espada y la pared: O boda con su aquiescencia, o escándalo al por mayor. Y para sorpresa de ambos, el Conde, en un primer momento, prefirió lidiar con el escándalo.

No es fácil seguir tanta ida y vuelta concentrada en muy pocos días. Los medios brasileños publicaron relatos confusos e inexactos. Los italianos claramente al dictado del Conde Agusta. Y los españoles entre el asombro y la broma, equivocando incluso la verdadera identidad de Germano, toda vez que el único jugador conocido por ese nombre a este lado de los Pirineos era Germano Luis de Figueiredo (Alcántara 23-XII-1932 – Linda a Velha 14-VII-2004), barbudo y gran defensa del mejor Benfica. Así las cosas, tampoco faltaron charletas de este tipo entre aficionados, quinto de cerveza en mano: “No sé yo que habrá visto esa condesa en semejante tipo, medio calvo y con barbazas de guerrillero castrista”. “Pues eso, hombre, que da la nota. Las mujeres que lo tienen todo suelen salir por peteneras”.

La prensa belga sigue siendo, hoy día, fuente más fiable. Y entre los firmantes de aquellas crónicas sobresalía el oficio de Marcel de Leener, a menudo también corresponsal del diario “Marca”.

Tras el órdago de Giovanna, su madre fue la primera en intermediar, desplazándose hasta Bélgica. Nada obtuvo, sino una contundente reafirmación. El Conde, entonces, amenazó infructuosamente con desheredarla. Visto que el vínculo sanguíneo sólo servía para enconar posturas, se apeló a otras fórmulas. Giovanna, que venía sirviéndose del abogado Emil-Edgar Jeunehomme, contrató también al profesor Cuyvers, otro letrado de Lieja, para negociar en su nombre. Hubo reuniones de leguleyos. Al menos tres, y todas inútiles. Un martes, por fin, se dieron cita en el Palace Hotel, de Bruselas, el Conde Agusta, su hermano Conradi, el abogado milanés M. Conti, el también letrado Cuyvers, representando a la condesita, y ella misma. Durante hora y media volvieron a salir todo tipo de argumentos por ambas partes. Germano probablemente acabaría regresando a Brasil. ¿Qué iba a hacer ella? ¿Acompañarle? ¿Romper definitivamente con su familia? ¿Acabar con un linaje tan antiguo? Además, se trataba de un negro carente de educación. ¿Podrían vivir ambos sin dinero, cuando los ahorros del fútbol se esfumasen? ¿De verdad se creía en condiciones de parir hijo tras hijo, calzar chancletas, acarrear agua en cualquier favela, zurcirse la ropa y vivir amontonada entre prostitutas, delincuentes, drogadictos o borrachos? ¿Y ellos? ¿A ellos no iba a dolerles su pérdida? Que se olvidaran de ejercer como abuelos. Adiós al linaje, a la sucesión. Ya podían quemar las fábricas y el dinero. Total, para qué iba a servirles, como no fuese para que un día cayese en manos de Hacienda.

Tras una frugal comida volvieron a reunirse durante 45 minutos, sin asomo de acuerdo. Esa misma tarde la condesa tomaba un “Caravelle” desde Italia, incorporándose a la negociación, ya en plena noche. El padre propuso entonces un matrimonio civil, con dos años de moratoria hasta hacerlo efectivo por la iglesia, algo a lo que Giovanna se negó en redondo. El padre y su hermano acabaron cediendo: “Es una auténtica siciliana” -sintetizó el progenitor-. Ha tomado una decisión y cree que será feliz. Si no llegara a serlo, ya no podrá culpar a nadie y habrá de enfrentarse a las consecuencias”. A las 09,45 del día siguiente, la Condesa tomaba otro avión hacia Milán. Su esposo, al abandonar Bruselas algún tiempo después, se mostraba abatido. Consciente de que un escándalo continuado perjudicaría a sus negocios, manifestó: “He llevado el combate hasta agotar mis fuerzas y he perdido. Siento escalofríos tan sólo al pensar que un día deba estrechar la mano a ese hombre”. Al despedirse de su hija, añadió: “Pase lo que pase, recuerda que siempre has de ser una Agusta. No voy a desheredarte. Sería indigno de nuestra familia. Tendrás todo lo que te corresponde por nacimiento y quién sabe si ese dinero te proporcione la felicidad”.

Quedaba expedito el camino para leer las amonestaciones en el municipio de Angleur, residencia de Germano. Campanas, confeti, música de armónium y alfombra de flores, tras cuatro años y medio de relación a escondidas, citas fugaces y lucha contra muy distintos elementos.

La pareja contrayendo nupcias. Comieron pocas perdices y apenas si les quedó tiempo de sentir algo parecido a la felicidad.

La pareja contrayendo nupcias. Comieron pocas perdices y apenas si les quedó tiempo de sentir algo parecido a la felicidad.

El 17 de junio de 1967 tuvo lugar el enlace, con toda la prensa “rosa” celebrando por anticipado el seguro éxito de sus tiradas. “Han querido un matrimonio sencillo, y nosotros, los belgas, que somos su familia, recogemos ese deseo. Este es un matrimonio cristiano y conciliar, que va más allá de las lenguas y las razas”, afirmó el padre Bernard, celebrante en la capilla de Santa Bernardette, luego de que un oficial certificase la unión civil en la alcaldía. Durante la ceremonia se patentizó que la aristocrática familia no había perdonado, pues ni uno sólo de sus miembros estuvo presente. A Giovanna parece le dio igual, vista la sonrisa con que todos los fotógrafos la retrataron. “Vestida de rosa y con abrigo blanco, sus grandes ojos negros miraban muy abiertos, esforzándose en comprender”, narraron los medios al día siguiente. Se dio la coincidencia de que esa misma fecha nuestra prensa iba a recoger otra escueta nota de la agencia Alfil: “Luis Suárez y su esposa Nieves llegaron a Milán procedentes de Madrid. El matrimonio Suárez tiene la idea de encontrarse con el capitán del Inter, Armando Picchi, y después continuar su luna de miel por el sur de Italia”. Concluidos los campeonatos de Liga, para los futbolistas junio suele ser mes de bodas.

Aunque Germano y la condesita se las prometieran muy felices, si en su vida hubo rosas, tampoco faltaron espinas. Con sólo 26 años, él decidía colgar las botas, y 24 meses después la pareja se separaba. El nacimiento de la pequeña Lulú, lejos de cimentar su unión, constituyó un anticipo del naufragio. Que el Conde Agusta nunca cejó en su propósito de dinamitar aquella unión, parece evidente. Circularon versiones, a partir de indicios, sobre distintas maniobras. Parece, incluso, que podría haber entregado al futbolista los fondos con que adquiriese una granja sita en Conselheiro Peña, a cuya explotación estuvo dedicándose desde 1970. Todo, con tal de apartarlo definitivamente de Giovanna.  Allí, en su pueblo, el ya exfutbolista contrajo un nuevo matrimonio y fue padre de dos hijos más.

A su antigua esposa tampoco le faltaron motivos de aflicción. Tras contraer segundas nupcias con un empresario norteamericano, cuando ese segundo marido se viera envuelto en un escándalo financiero volvió a separarse. Y aún reincidiría, formando pareja con cierto médico relativamente conocido por su atención a los niños sin recursos.

José Germano de Sales, internacional brasileño y Campeón de Europa, rey efímero y sin corona para la prensa del corazón, falleció el 30 de setiembre de 1998, a los 56 años, víctima de un infarto fulminante mientras trabajaba en su granja.

Casi en paralelo a las vicisitudes de Germano, ya en el olvido Martín Mora y la primera Miss Europa mallorquina, el balón volvió a vestirse de gala para dos futbolistas del Real Madrid. Pirri se casaba con la actriz cinematográfica Sonia Bruno, y su compañero de línea media, el navarro Zoco, con la cantante María Ostiz. María continuó grabando discos, muy bien acogidos por el público, e interviniendo esporádicamente en alguna gala. Sonia Bruno, en cambio, decidió dar por terminada su andadura entre focos, cámaras y platós. Toda la prensa rosa del momento se ocupó de aquellos enlaces o del primer hijo de Sonia y Pirri, cuando nadie pensaba en salvaguardar la identidad de los menores. Uno de aquellos medios afirmó sin rubores, en relación con la actriz: “Ahora, puesto que su marido se gana muy bien la vida, ya podrá dedicarse a sus labores. El cine, en adelante, quedará tan sólo para los domingos”.

A partir de ahí, iban a ser muchos los emparejamientos o enredos de futbolistas con modelos de pasarela, artistas populares, “mises”, cantantes o rostros de la pequeña pantalla. Convertidos en pieza más cotizada que los toreros, un amplio elenco de jugadores iría saltando de la sección de deportes a otra cada vez más amarilla. Sólo veteranos compañeros de profesión, en su amplia mayoría retirados, sabían que años antes sus propias veleidades, incluso las públicas y notorias, quedaron salvaguardadas. Siendo el sexo gran tabú, el sexto mandamiento obsesión de capelos cardenalicios, alzacuellos y sotanas, mal podía tolerar un régimen abrazado a la cruz, determinadas exhibiciones. Máxime cuando propalar hechos ciertos revestía carácter de injuria, si afectaban al buen nombre del interpelado.

“¡Ay, de quién escandalizare! -solía escucharse desde los púlpitos-. Más les valiera atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse a la mar”.

Redonda frase evangélica, muy válida, por ejemplo, en Luarca, Bermeo, Combarro, Cadaqués, Cartagena o Torremolinos, pero de dudoso efecto en Los Monegros, la meseta castellana, Extremadura o Albacete, sin un mal charco en lontananza.

La libertad de expresión, al fin y al cabo, no aparecía en los 10 Mandamientos, ni asomaba entre los 5 de la Santa Madre Iglesia.




“El asesino de las quinielas”

La historia de las quinielas está cuajada de hechos insólitos, anécdotas jugosas y personajes entrañables. Aquel carnicero cántabro, por ejemplo, primer augur en rebasar con sus pronósticos el millón de ptas. (temporada 1951-52), que al ser interrogado sobre el uso que pensaba dar a semejante fortunón, respondió a los reporteros: “Montar aquí, en Santander, la mejor carnicería de España”. O el peón meridional, padre de familia numerosa, a quien distintos problemas de salud habían puesto al borde del desahucio. Desesperado y como quien lanza una moneda al aire, invirtió en el 1-X-2 cuanto llevaba en los bolsillos, por más que nada supiese de fútbol. Y de pronto, toda su desesperación acabaría transformándose en unos centenares de miles. También, por supuesto, el niño que sisando céntimo a céntimo de distintos recados y uniéndolos a su exigua propina semanal, juntó lo bastante para cubrir un boleto de dos apuestas. Desde que el domingo por la tarde se supiese poseedor de catorce aciertos, pasó dos noches atroces, sin pegar ojo. En su casa el juego estaba proscrito. Nunca había visto a sus padres entretener el ocio con una partida de tute, brisca o dominó. Lo tenían, además, perfectamente aleccionado al respecto: “Quien juega pierde siempre; y muchos, además de perder, acaban a la intemperie, con su vida hecha unos zorros”. Convencido de que le castigarían en cuanto confesase, pensó seriamente en deshacerse del boleto. Pero lo había firmado. Le buscarían, claro, porque la radio acababa de anunciar se preveían pocos, muy pocos acertantes. Y cuando se presentaran en casa quienquiera que hubiese de venir, policías o señores muy serios con traje, corbata y carteras de cuero, al castigo por desobediente se unirían reproches de toda índole. Callar su culpa era, en el fondo, un modo de mentir. Confesó con un nudo en la garganta. Tuvo que hacerlo hasta tres veces, porque o no le entendían, o no acababan de creérselo. Y cuando mostró el boleto, en vez de coscorrones, admoniciones y malas caras, todo fueron abrazos, besos, y hasta promesas sobre el balón de reglamento con el que llevaba dando la murga desde hacía tiempo. No era para menos. Acababa de pintar un brillante arco iris sobre el porvenir familiar.

Boleto quinielístico de 1946.

Boleto quinielístico de 1946.

La suerte, empero, sabe reír también con socarronería de madrastra, enredando de cuando en cuando alguna burla cruel. Lo hizo con el joven pastor castellano acertante de otro pleno. Siempre había querido olvidarse de las ovejas y ver el mundo desde una moto. Algo que por fin iba a lograr, conforme anunció a los redactores que se dieron más prisa en visitarle. Luego, en la Caja de Ahorros, le hicieron ver que el premio daba para mucho más que una moto. Allí mismo, junto a la puerta, había un “Coupé” aparcado y estuvieron echándole un vistazo. “Ya te has curtido bastante a la intemperie, hombre -le dijeron-. Y los hacen descapotables. ¿Qué quieres disfrutar de la brisa? Pues quitas el toldo. ¿Qué se pone a llover o te molesta el aire? Con darle a un botón, otra vez bajo techo”. Le hicieron números y apenas tuvo que pensárselo, puesto que el modelo pretendidamente deportivo de “Seat” dejaba poco menos que en nada a la “Vespa” más bonita. Meses después, los teletipos escupían la noticia. Un joven agraciado con las quinielas escaso tiempo atrás, había fallecido al volante de su automóvil justo cuando circulaba por la carretera que tantas veces contemplase desde el vecino teso, cayado en mano, bajo el solazo estival o embutido en su manta inverniza.

Tampoco Gabino Moral Sanz arregló definitivamente su vida con los 30.207.744 ptas., récord quinielístico que en Febrero de 1968 se antojó insuperable. Su rostro tímido, aparte de ser recogido por toda la prensa estatal, se hizo un hueco en la televisión, aún sin color, merced a una oportunista campaña publicitaria de “Philips”. “Tenga, padre, para San José -recitaba el mozo sin ninguna gracia, mientras hacía entrega de un envoltorio con lacito-. Una Philips Shave”. Se dijo que el “spot” le había supuesto lo que dos años y medio de salario a un peón del agro. Su nombre de pila, además, sirvió para que desde entonces los “gordos” del 1-X-2 fuesen bautizados como “Gabinazos”. Hasta abril, por lo menos, saltó a los medios día sí y día también. Puesto que asegurase no haber presenciado nunca un partido de fútbol en vivo, recibió invitaciones de varios clubes para hacerlo desde sus palcos. Incluso se aseguró que el alcalde de Benidorm le había invitado a una semana de estancia gratuita. Y aunque no fuese especialmente atractivo, muchas jóvenes españolas empezaron a encontrarle guapo… Al cabo, su antigua timidez fue dando paso a la boba osadía de tantos nuevos ricos. Dejó de ser noticia, por más que muy bien podría haberlo sido, puesto que tras invertir parte del premio en la mecanización del agro familiar, llegó el dispendio. La inflación desbocada durante el decenio de los 70, unida a distintas noches de juerga y despilfarro, recortaron hasta lo inverosímil aquellos 30 millones, equivalentes a 289 anualidades con el salario medio español. Ese bombazo millonario fue para él, después de todo, un simple espejismo.

Otro tipo de juego malabar fue el protagonizado por un recluso con iniciales L.L.M., que desde su celda rellenó en noviembre de 1964 un boleto sencillo, obteniendo, si no una cifra millonaria, al menos caudal suficiente para encarar el futuro con optimismo, cuando dejase atrás las rejas.

Pero, más, mucho más contumaz en el esfuerzo de complicarse la vida, iba a ser algún lustro después cierto minero asturiano favorecido no con uno, sino con dos guiños de la diosa Fortuna. La prensa se ocupó de él, sobre todo y con  razón, a raíz del segundo pleno. Porque mientras lo remojaba en alcohol, de garito en garito, tropezó con el policía cuya intervención resultara decisiva en el cierre del Club que montase con la primera lluvia millonaria. Rencoroso, sin mediar palabra arremetió contra el funcionario, hecho una furia. Puñetazos, patadas, cabezazos… No había modo de reducirlo. Cuando llegaron los compañeros del agredido, con asistencia médica, fue conducido al calabozo y al día siguiente puesto a disposición judicial. Nadie parecía haberle dicho que a la suerte se la ha de mimar, como a una amante. Y que tampoco está de más mostrarle agradecimiento.

Las quinielas son un baúl donde cabe encontrar de todo. Incluso una historia con la que Andreu Martín, Carlos Pérez Merinero, Juan Madrid o Francisco González Ledesma, hubiesen podido tejer formidables novelas negras. Los medios impresos convirtieron al desalmado Julio López Guixot en “El asesino de las quinielas”, olvidando, quizás, que en el crimen participó un cómplice imprescindible.

Puesto que nuestros escritores pasaron de largo ante hechos tan truculentos, sigamos desde aquí su loca carrera ribeteada de hambre, ambición, estafa y golfería cutre, muy comentada entre 1954 y 1958.

Julio López Guixot había nacido en Murcia, de padres desconocidos. Nadie, ni él mismo, supo nunca la fecha de su alumbramiento, puesto que lo abandonaron en un portal. Entregado a la Beneficencia, se le impuso el nombre de Julio Meseguer Linares, cambiado más adelante, tras ser acogido por Teresa, mujer de la que sólo se separaría para correr su desastrosa aventura. Según parece, jamás llegó a superar el abandono paterno. Estaba convencido de que la sociedad le debía algo, que el mundo era ruin y por eso, a la postre, los senderos convencionales resultan inútiles. Áspero de carácter, prepotente y engreído, lejos de labrarse un porvenir a base de sacrificio y tesón, como tantos de su misma época, tomó gusto a los atajos, a la vida más o menos muelle y al efecto que solía producir su buena presencia física.

En setiembre de 1943 ingresó voluntario en el Ejército del Aire, no respondiendo a una teórica vocación, sino porque algo había que hacer en tiempos de tanta hambre y, sobre todo, porque el uniforme de aquel Cuerpo le gustaba de veras. En su mundo feliz, lleno de pájaros cantores, tenía idealizado al ejército y la camaradería cuartelera. Gravísima equivocación, pues a la primera dificultad reaccionó como solía, saltándose jerarquías y echando un órdago. No llevaba ni dos semanas acuartelado cuando le abrieron expediente como autor de una carta incitadora a la rebelión militar. Con la guerra incivil recién terminada y Europa todavía en llamas, se vivía una fiebre enfermiza por descubrir rojos, masones y espías emboscados tras cada sombra. En semejantes condiciones, si de algo podían pecar las sentencias era de mano dura. Y la suya, al igual que otras muchas, buscó la ejemplaridad. Diez años de condena y la correspondiente mancha en su expediente.

Al ser puesto en libertad, alguien le dijo, o él quiso entender, que había sido expulsado del ejército, y por ende exento de “mili”. Se instaló en Elche, trabando amistad con José Segarra Pastor, joven empleado de banca, y Asunción, la hermana de éste, cuya amistad tardaría poco en trocarse historia sentimental. El antiguo hospiciano parecía tener prisa por recuperar el tiempo perdido. Necesitaba destacar, abrirse camino, dejar a todos boquiabiertos por su inteligencia, verborrea y oportunismo. Doblar el lomo se le daba realmente mal. Lo suyo eran las ideas, las grandes quimeras. Acertar quinielas, por ejemplo. Amasar una fortunita rellenándolas, gracias al método que aseguraba haber descubierto para hacerse de oro. Debió ser tanto el entusiasmo desplegado en torno a los Segarra, que de allí salió una minúscula peña quinielera. Ayudaba, y no poco, contar con un entendido en cuestiones bancarias, a la hora de buscar capital. José Segarra debió efectuar gestiones entre la clientela de su oficina, embaucando al menos a un capitalista. Otras sumas las obtuvieron de créditos a interés casi usurario. No importaba. El método de Julio López Guixot pretendía obtener 13 aciertos con machacona regularidad. Tan pronto despegaran, nadie iba a ser capaz de pararlos.

Ni que decir tiene que la peña constituyó un fracaso. Harto de perder dinero, el capitalista se esfumó, dejándolos con una suma de créditos a los que no había modo de responder. La familia Segarra tuvo que hipotecar su casa y tirar hasta del último ahorro. Estaban arruinados. A su manera, Julio prometió ayudarles, perfeccionando el método hasta cubrirlos de oro. Pero no contaba con que esa desgracia suya, congénita, le reservaba otra indeseable sorpresa.

Sin saber muy bien cómo, se encontró esposado entre dos guardias civiles, con orden de conducirlo hasta un batallón disciplinario en África. Porque como la condena de 10 años no le liberaba del servicio militar, desapareciendo se había convertido en prófugo. Y a su huida, claro, había que sumar los antecedentes de sedicioso.

En África tuvo tiempo para dar vueltas al método quinielístico. Repasado de arriba abajo, corregido no una vez, sino cien, ya no podía fallar, se dijo convencidísimo. Libre y licenciado por fin, en diciembre de 1952 regresó a Elche, donde Asunción, su novia, seguía esperándole con la sumisa fidelidad de las enamoradas de posguerra. A sus 30 años, Julio López estaba asqueado de todo cuanto no fuese él mismo. En su obsesión por mostrarse juvenil, pasaba horas en los gimnasios practicando boxeo y artes marciales, saltando a la comba, endureciéndose en las espalderas y subiendo la cuerda a pulso, en perfecta posición de escuadra. Había llegado a la conclusión de que llenando cada semana un mínimo de 200 boletos, ninguna concatenación de caprichos podía dejarle sin al menos una columna de 13 aciertos. Invirtió tiempo y labia en su labor de captación, restregó a conciencia cada ambición dormida, presumió, aparentó, mintió… Y consiguió nuevos socios, obteniendo algún premio de segundo rango. Su techo, con todo, no sobrepasó las 64.000 ptas.

Publicidad de los años 50, sobre uno de los abundantes métodos para acertar quinielas.

Publicidad de los años 50, sobre uno de los abundantes métodos para acertar quinielas.

Envanecido, se dijo que para obtener cantidades mayores necesitaba incrementar la inversión. Algunos socios, aquellos cuya avaricia rompía el saco, le acompañaron en el sueño hasta desembocar en la decepción. Julio López volvía a estar endeudado, rabioso y harto de todo. Había llegado a ese límite del que sólo se sale entre aplausos o con los pies por delante. Y él no era de los que acaban oxidándose, pudriéndose en vía muerta, rumiando la amargura.

Prevaliéndose de la admiración que seguía despertando en el empleado de banca José Segarra Pastor, su futuro cuñado, le planteó la posibilidad de robar en la entidad donde prestaba servicios. Luego de los naturales recelos, entre ambos fueron perfilando el plan. Tampoco hacía falta presentarse ante el cajero, pistola en mano y embozados, como el cine de gánsteres. Bastaba con asaltar a cualquiera de los habilitados para el transporte de capitales entre Alicante y Elche. Y tratándose de eso, Segarra contaba con la víctima perfecta.

Respondía al nombre de Vicente Valero Maciá. Amigos desde la infancia, José y Vicente Valero se habían apadrinado mutuamente en sus respectivas bodas. ¿Cómo iban a sospechar uno de otro? Además, a Vicente las mujeres le volvían loco. Puesto que por ahí tal vez hallaran la forma de tenderle una trampa, Julio López aplicó toda su ciencia en la elaboración del proyecto. El atraco también debía responder a un método, a un plan perfecto y audaz.

Al cabo de un tiempo estaban listos para asesinar a Valero, pues ya habían llegado a la conclusión de que aquel hombre no podía ofrecer testimonio. Alquilaron una casita de veraneo en la colonia Vistahermosa de la Cruz, próxima a Alicante, “para una familia de Albacete”, según arguyeron, dejando 500 ptas. como señal. José Segarra, precavido, fue deslizando en la sucursal bancaria que acababan de detectarle una enfermedad, a consecuencia de la cual debería efectuar viajes hasta Alicante, pues el médico más cualificado pasaba consulta en la capital. Paralelamente comentó a su compadre Vicente Valero que cierta antigua “amiga”, turista ella y con moral más bien disoluta, le había escrito anticipándole su intención de acercarse por la playa, con otra compañera. Llegó a enseñarle la carta que él mismo tuvo la precaución de escribir desfigurando trazos, donde se le invitaba a acudir con cualquier amigo, para que su compañera no acabara aburriéndose como una ostra. Valero picó el anzuelo sin remedio.

El viernes 30 de julio de 1954, Segarra escuchó que a su amigo Valero lo enviaban hacia Alicante, donde debía recoger dinero. Al rato solicitó permiso para salir, pretextando que el médico le había citado urgentemente. Desde unos días antes todo estaba listo. Julio López había hecho venir desde Logroño a cierto conocido sin escrúpulos, para que le ayudase si algo salía mal. Ambos, riojano y quinielista con método, partieron hacia Alicante en moto, mientras Segarra tomaba el mismo autobús que Valero y celebraba tan feliz coincidencia. “El destino se empeña en que hagamos felices a esas chicas” -le dijo-; porque no sé tú, pero como me llamo José que hoy paso a verlas”. Segarra explicó también que debía acercarse a la consulta de un médico, y por eso quedaron citados para las once en el portal del galeno.

Ya en la consulta, el empleado de banca advirtió le daban número para después de las 11. Así que bajó al portal, recogió a Valero y partió con él, en taxi, rumbo a la urbanización.

La puerta del chalecito estaba abierta. José Segarra entró primero, seguido por Valero. Avanzaron por el pasillo e iban a entrar en una habitación cuando Julio, situado justo en la de enfrente, les salió por la espalda. Aunque López Guixot debía estar nerviosísimo, pues no en vano llevaba una hora aguardándolos, ni en sueños pudo haber imaginado tantas facilidades. Un primer golpe en la nuca con un yunque de zapatero, dejó aturdido al incauto. Sin permitirle reaccionar repitió la agresión, esta vez en la frente. Una, dos veces más. Hasta hundirle el cráneo. Segarra, el amigo del alma, se apoderó de su cartera. “¡Maldita sea!”, debió renegar; “¡todo esto por 40.000 pesetas!”. Vicente Valero era zorrete viejo, un veterano en el transporte de caudales, y por eso jamás llevaba todo el dinero en el mismo sitio. Sus asesinos, en cambio, novatos al fin y al cabo, no se tomaron la molestia de registrar sus ropas. De habérseles ocurrido, su botín habría alcanzado el cuarto de millón.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando Segarra regresaba al taxi, que había dejado esperando, y se hacía conducir hasta la consulta médica. Aquella cita representaba su coartada, la garantía de impunidad en el supuesto de que la policía llegara a recelar de su escapada. Atrás quedaron Valero, herido mortalmente, y su asesino, incapaz de rematarle y por lo tanto obligado a presenciar la agonía. Salió López  para comprar alguna manta y un saco grande con los que envolver el cadáver, pero estaba tan tenso que al cerrar la puerta rompió la llave. Tragándose el miedo tuvo que pedir un duplicado a la administradora. Cuando creía tenerlo todo controlado, se sintió desfallecer por el pánico. El cuerpo se había movido de sitio. ¿Es que ese hombre no iba a morir nunca? Medio a tirones logró desnudarlo, envolverlo en la manta e introducirlo en el saco. Por supuesto no reparó en los bultos de los bolsillos. O no en todos. Segarra le había ordenado hiciese desaparecer el cadáver, enterrarlo donde nadie lo pudiese encontrar jamás. Pero una cosa era sentirse estafado por la humanidad, tejer planes o ambicionar millones, y otra manosear la muerte, percibir su acritud y creerse descubierto con cada crujido o susurro del viento. Entró y salió varias veces, quién sabe si dándose tiempo para recuperar el ánimo. Y en una de esas idas y venidas perdió la llave.

Una publicación mítica como “El Caso”, contempló al criminal de las quinielas con la misma lupa que a estranguladores, amantes sangrientos, envenenadoras o golfos sin remedio, como Jarabo.

Una publicación mítica como “El Caso”, contempló al criminal de las quinielas con la misma lupa que a estranguladores, amantes sangrientos, envenenadoras o golfos sin remedio, como Jarabo.

No podía solicitar otro duplicado. Así que optó por mentir a Segarra, asegurándole haberse deshecho de la víctima.

Cuesta pensar en alguien tan imprudente e insustancial, capaz de vivir cuatro meses en apariencia despreocupado, hasta el punto de casarse, sabiendo que el cadáver permanecía en la casita de Vistahermosa.

Ocurrió cuanto debía pasar. La administradora de aquella colonia, al percibir el hedor proveniente de un inmueble que nadie había ocupado, contactó con la Guardia Civil. Los restos encontrados permitieron obtener una huella dactilar, así como una punta de pañuelo medio chamuscada, que acabarían poniéndoles sobre la pista del transportista desaparecido con todo el dinero. Segarra se vio obligado a declarar. Sí, era cierto, se había encontrado con su amigo en el autobús. Pero apenas cruzaron unas palabras. ¿Qué cómo no dijo nada al enterarse de su desaparición? Bueno, hubiera podido aportar bien poco y por otra parte no quería meterse en líos. A medida que se producían más descubrimientos, la moral del oficinista se resquebrajaba. Cuando irrumpió en escena el conductor del taxi, la negación perdió cualquier sentido. Delató a Julio López, claro está. Dijo que suyo había sido el plan, que él se limitó a cooperar, que nunca tuvo consciencia del triste fin reservado a Valero. El dinero lo querían para su inversión en quinielas, porque  habían dado con un método capaz de hacerlos millonarios.

Extendida orden de búsqueda y  captura sobre el cuñado, costó mucho tomarle el rastro. Nadie parecía saber por dónde estaba disfrutando de su luna de miel. Las publicaciones sensacionalistas, mientras tanto, hacían su agosto. Unas denominaron aquel asunto como “El crimen de Vistahermosa”. Otras como “El crimen de las quinielas”. Y es que éstas ocasionaron la ruina de Julio López. Primero porque no le tocaban y, cuando por fin le sonrió la suerte, porque representaron su perdición. Los investigadores supieron que había acertado un pronóstico premiado con 127.000 ptas. El mayor logro en su carrera. Y puesto que ese premio sólo podía cobrarse en Murcia o Cartagena, se mantuvieron expectantes.

Fue en Murcia donde lo capturaron, cuando puso un pie en la delegación de apuestas. Llevaba del brazo a su esposa, en la inopia, ajena a la fechoría. López Guixot, el buscavidas, el especialista en tomar atajos, el asesino de las quinielas, no se tomó su detención a la tremenda. Por el contrario, dijo experimentar cierto alivio, al vivir angustiado desde que su mano asesinara en Vistahermosa. Lo confesó todo detalladamente. ¿Quién iba a decirle a él, después de ocho años persiguiendo la fortuna con el 1-X-2, que su perdición llegara unida precisamente a un gran premio?

El juicio levantó mucha expectación. Incluso un periódico considerado “serio”, como “ABC”, le otorgó amplia cobertura. Ya entonces los pasos de la justicia eran parsimoniosos, como de anciano decrépito, y por ello no se reunió el tribunal hasta mediado mayo de 1957. Por muy distintas razones, fue un proceso extraño. Primero, la vista tuvo lugar no en el Palacio de Justicia alicantino, todavía sin reconstruir desde que el 31 de julio de 1943 media Plaza del Ayuntamiento saltara por los aires al estallar una armería próxima. Segundo, porque al solicitarse penas de muerte, el tribunal estuvo compuesto por cinco magistrados, conforme era preceptivo. En una sala provisional -provisionalidad que iba ya para 14 años- sita en los altos del viejo Casino, Enrique Márquez Guerrero declaró abierta la causa. A su lado, Eduardo Bricio Herrero, Francisco Galiana Uriarte, Enrique Amat Casado y otro magistrado proveniente de Valencia cuya identidad, quizás por llegar de fuera apenas si saltó a la letra impresa, escucharon a todas las partes. La acusación fiscal fue ejercida por Eugenio Suárez Bárcena, jefe de la Fiscalía, en tanto llevaba la acusación particular el letrado Juan Sempere Sevilla, en nombre y representación de la compañía aseguradora del banco. Luis Berenguer Sos defendía a José Segarra, y Salvador de Lacy y Alberola, Marqués de Lacy, a Julio López.

Por los cronistas conocemos la austeridad espartana de aquella sala: bancos corridos, sin respaldo, para los muchos curiosos; bufetes sencillos y de bastante mal ver para defensores y acusación; tapiz grana en las paredes, un crucifijo en la mesa del tribunal y el inevitable retrato de Franco. En aquel ambiente, Luis Berenguer y el Marqués de Lacy hicieron cuanto estuvo en su mano por evitar las penas capitales. Salvador de Lacy, católico practicante muy reconocido, además de prestigioso vistiendo toga, en su alegato a favor del quinielista asesino llegaría a introducir una frase para la reflexión: “La vida es patrimonio de Dios y sólo Dios la puede quitar”. Pero ni con ella ablandó al tribunal. Código en mano, como autores confesos de un delito de robo con homicidio, concurriendo las agravantes de alevosía, premeditación y empleo de astucia, fraude o disfraz, la sentencia sólo podía ser mortal. Y así se pronunciaron los cinco jueces tres días más tarde, el 18 de mayo.

Hubo recursos y solicitudes de gracia. Como consecuencia de ellas, José Segarra recibiría a última hora el indulto del Jefe del Estado. Y por si acaso, en vísperas de que la ejecución de López Guixot se llevase a cabo, el presidente del tribunal y la dirección del penal alicantino, eufemísticamente denominado Reformatorio de Adultos, esperaban junto al abogado defensor cualquier buena nueva procedente de Madrid. El Marqués de Lacy había apelado al ministro de Justicia, Antonio Iturmendi Bañales, y al de Exteriores, Antonio María Castiella, desde cuyo gabinete llegaron a contactar con el Papa Pío XII. La esperanza se mantenía viva, pensando que Franco no podría oponerse a una solicitud de clemencia formulada por el Santo Padre. Pero o bien Pío XII tuvo esos días asuntos más importantes, o en el Vaticano decidieron que la justicia divina y la humana tampoco tenían que transitar necesariamente por los mismos carriles. La triste realidad fue que nadie enmendó nada y hacia el amanecer de un agosto limpio, en 1958, Antonio López Sierra, el último verdugo que quedaba en España, cumplió su cometido.

La proliferación de oportunistas inundando los kioscos con publicaciones cuajadas de consejos y combinaciones, garantes en teoría de futuros plenos, inspiraron a Máximo esta viñeta, cuyo apunte en la sobrecubierta no podría ser más explícito: “De este libro se han vendido 2.500.000 ejemplares.

La proliferación de oportunistas inundando los kioscos con publicaciones cuajadas de consejos y combinaciones, garantes en teoría de futuros plenos, inspiraron a Máximo esta viñeta, cuyo apunte en la sobrecubierta no podría ser más explícito: “De este libro se han vendido 2.500.000 ejemplares.

López Sierra había llegado expresamente de Burgos, tenía categoría de agente judicial y cobraba dietas por cada ejecución. Era hombre menudo, barrigoncete, vestía de oscuro, conforme se antoja natural en su profesión, y desde la tarde anterior había dejado listo el patíbulo. Incluso ajustó la argolla, tomando como “voluntario” a un joven con plaza en la Audiencia, a quien consideraba de estatura similar al reo. Después de las probaturas estuvo recorriendo bares en compañía de otro funcionario no menos ducho  levantando el vidrio.

Julio López pidió una botella de coñac como última gracia. Dicen que ésta siempre se concede, pero a él sólo le llevaron una copita. Al alba, con el director del centro, el sacerdote Manuel Marco, un capuchino conocido por su implicación social, el abogado defensor, el forense, representantes de padres de familia, algún funcionario policial y los servicios fúnebres como espectadores, dos guardias fornidos flanquearon al preso. Consciente quizás de que en ese mismo penal sucumbiera veinte años antes el poeta Miguel Hernández, un cronista quiso cubrir el luto con crespón lírico: “Amaneció despejado, pero fresquito -escribió-. El sol, perezoso, asomaba por el monte Benacantil, acariciaba la Cara del Moro y bajaba lentamente hasta la playa del Postiguet. El Mediterráneo, paternal, mecía las barquillas de los pescadores del Raval Roig”.

El verdugo no atinó mucho en sus pruebas, después de todo, porque la argolla ajustaba mal a la garganta de López Guixot. Por eso la media vuelta que hubiera debido ser rápida y limpia, resultó costosa. Triste broche a la última ejecución por garrote vil en la penitenciaría de Alicante.

El de José Segarra Pastor y Julio López Guixot, fue el único delito grave emparentado con el 1-X-2. Durante los siguientes años, merced a continuas innovaciones, la práctica de rellenar boletos iría alcanzando rango de rito, equiparable a la misa dominical, el eco de las continuas reclamaciones sobre la españolidad de Gibraltar o, sencillamente, sentarse ante el receptor de radio a la hora del serial, las emisiones de “Cabalgata Fin de Semana”, con Bobby Deglané, y el “Pobre Fernández” de Pepe Iglesias “El Zorro”, en tanto la ventana al mundo que significó el televisor se iba apoderando de los domicilios.




Una Navidad muy futbolera

Afirmar que el fútbol está muy presente en nuestra vida cotidiana, no constituye ningún descubrimiento. La cosa, además, tampoco viene de anteayer, puesto que cuando finalizaban los años 20 en el pasado siglo, antes de que España fuese alcanzada por los efectos del Crac bursátil de 1929, futbolistas como Paulino Alcántara, Samitier, Plattko, René Petit o Zamora, ya eran ídolos. El propio Ricardo Zamora nos regaló un testimonio palmario de hasta dónde llegaba su fama, al recordar: “Cuando Niceto Alcalá Zamora fue proclamado presidente de la República, en 1931, recibí numerosas cartas y telegramas del extranjero, en su mayor parte procedentes de América, felicitándome por el nombramiento. Al parecer no concebían pudiese haber en España otro Zamora. Y unos pocos, incluso, se sorprendían de que Zamora fuese mi segundo apellido”. Lo llamativo, añadimos nosotros, no son las felicitaciones al ídolo, sino que contemplasen como algo natural la designación de un futbolista sin grandes méritos acreditados fuera de los tres palos, para regir el futuro de su país.

La instauración del Campeonato Nacional de Liga -temporada 1928-29- sirvió para afianzar más la presencia del fútbol en nuestra sociedad. Al aumentar el número de partidos importantes y la frecuencia de los mismos, crecía también la atención de los medios, abrillantando, de paso, el barniz dorado de las peanas desde donde sonreía el plantel de nuevos astros. ¿Cómo no admirarlos, cuando parecían tenerlo todo?. Juventud, hueco en la prensa, enjambres de aduladores, dinero… Menos, muchísimo menos dinero que las actuales estrellas, es verdad, pero bastante más que el hombre común en su época, aunque éste peinara canas y tuviese varias bocas que alimentar.

Tras la Guerra Civil, ni siquiera el nuevo régimen, tan inflexible para casi todo durante sus años más duros, pudo embridar al deporte rey, tal y como proclamasen varias voces muy representativas, enronquecidas aún por los gritos de victoria. El futbol, y hasta algunos futbolistas privilegiados, más que influir en una sociedad temerosa y famélica, parecían dominarla. Jacinto Quincoces, Guillermo Gorostiza o el propio Ricardo Zamora, saltaron a la pantalla cinematográfica, como harían después Ladislao Kubala y Alfredo Di Stéfano. La presencia de cualquiera de ellos, o sus honorables segundones, bastaba para ennoblecer las noches del Paralelo, “Chicote” o “Pasapoga”. Y si las orquestas les dedicaban aquella melodía que un día pudieron citar en cualquier entrevista, las cantantes de bolero no dejaban de mirarlos mientras, cimbreantes, susurraban al micrófono.

El fútbol, hace sesenta años, estaba muy, pero que muy introducido en la vida cotidiana. De setiembre a junio, sobre todo, y sin trazar paréntesis en Navidad, donde la ilusión parecía imponer sus colores a cualquier grisura, o Semana Santa, cuando la radio se llenaba de música sacra y las calles de rezos, tambores de duelo, cirios encendidos y penitentes descalzos. Precisamente si algo caracterizó a una Navidad, en concreto la de 1955, sería haber resultado por demás futbolera.

Todo empezó el día 22, con la aparición de los niños de San Ildefonso en el salón de loterías: “La cola para presenciar el sorteo ya no existe -recogió la prensa, reproduciendo notas de agencia-. La radio ha acabado con una vieja estampa madrileña en estas vísperas de Navidad. Sin embrago hubo su aglomeración de curiosos, empeñados en entrar al salón. Los preliminares se llevan a cabo rápidamente. Un espectador, el que ocupaba la primera plaza en la cola, pidió se comprobara su número. Se lo enseñaron, y después de ver el 37 quedó tan contento. Otros le secundaron, acariciando con la vista sus correspondientes bolitas. Son las diez menos doce minutos cuando sale el número 3.447, premiado con 10.000 ptas.”

Hasta ahí absoluta normalidad. Monotonía, incluso. El primer revuelo se produjo al entonar el segundo premio: 16.590, con dos series vendidas en Madrid y una en La Coruña, Gijón, Bilbao, Barcelona y Málaga. Poco después salió el tercero: Cinco millones, los correspondientes al 14.090, ponían rumbo a Figueras, Orihuela, Gijón, Ávila, Logroño y Madrid. El gordo se hizo esperar hasta las once menos cinco, cuando los niños Ricardo Mínguez y Luis Madrazo cantaron el 50.580, cuyas 8 series -entonces sólo se imprimían 8 de cada número- expendidas en el establecimiento de Pedro Azcarreta, un clásico del Arenal bilbaíno, llenaban de gozo la rivera del Nervión. Los locutores radiofónicos hacían números, en tanto sus compañeros de prensa buscaban algún teléfono. Tranquilamente sentados ante un café con leche, en los bares de la calle Montalbán o adyacentes, ataviados con chupas de cuero, aguardan los motoristas que sin dejar secar la tinta iban a llevar sus listas “oficiales” hasta Sevilla, Barcelona, Valladolid o Valencia. Esta vez el encargado de transportar la suya hasta las rotativas valencianas -360 Kilómetros de noche, por carretera abierta, muy estrecha, curvilínea y cuajada de baches, en 3 horas y 50 minutos- era nada menos que Joaquín Saludes, todo un campeón motociclista.

Para cuando salió el cuarto premio, a eso de las 11,30, el salón ya presentaba cierto aire desolado. “27.995 -canturrearon los niños-. Tres milloooones, de peseeeetas”. Los locutores, minutos más tarde, felicitaban a cuantos pudieran estar escuchándoles desde la ciudad condal, puesto que todas las series habían sido despachadas en Barcelona. Esos mismos profesionales, al cerrar la retransmisión sobre las doce y diez, cuando hubo salido la última bola -34.239- premiada con 10.000 ptas. -o sea 1.000 por décimo-, echaron cuentas con esa voz engolada tan característica de la época: “Madrid no puede quejarse en este Sorteo Extraordinario, pues parece que tres series del primero habrían viajado hasta la capital. A ello hay que unir dos series del segundo, las ocho del sexto y otras dieciséis de sendos octavos. Todo ello, unido a 32 series de premios menores, arroja un balance de 94 millones de pesetas. De cualquier modo, la gran enhorabuena ha de dirigirse hacia Bilbao, la industriosa capital vascongada que a estas horas sin duda hierve de júbilo”.

Al día siguiente el diario “Marca”, fiel a su especialidad deportiva, recogía: “Bilbao parece ciudad abonada a la suerte. Se llevó la Copa del Generalísimo, su equipo está primero en la Liga, y ahora, para no ser menos, también ha querido ejercer de líder en el sorteo navideño, sumando, además, un buen pellizco en el segundo”. Efectivamente, el Athletic -en puridad Atlético- de los Carmelo, Orúe, Garay, Mauri, Maguregui, Arteche, Arieta o el incombustible Gaínza, atravesaba una de sus mejores rachas. Pero es que como casi toda la prensa local y nacional se encargaría de airear, las concomitancias entre fútbol y Lotería Nacional llevaban bastante más lejos.

Buena parte de las series agraciadas con el gordo habían sido adquiridas por Pedro Ibarrondo Amorrortu, propietario del bar “Los Chiquiteros”, sito en la calle San Francisco. El hombre esperó a comprarlas hasta el día 13, “porque estaba seguro que de un martes 13 debía salir algo bueno; para que luego digan los supersticiosos”. El premio, como suele ocurrir en estos casos, se hallaba muy repartido entre sus parroquianos, varios de ellos componentes de una tertulia bastante más rojiblanca que futbolera en sentido estricto. Había, incluso, participaciones a crédito bajo la fórmula, “juegas tanto en este número; ya me pagarás su importe”. Algo relativamente habitual en un “Bocho” donde los acuerdos solían quedar sellados sin más contrato que el apretón de manos. Entonces la gente no escurría el bulto ante los reporteros. La privacidad, cuando puertas y ventanas no necesitaban cerrojo y tantas cosas se compartían con el vecindario, carecía de cualquier sentido. Así que los interpelados hablaban sin recurrir a monosílabos.

Zarra tuvo que desmentir le hubiese correspondido un buen pellizco en el sorteo extraordinario de Navidad.

Zarra tuvo que desmentir le hubiese correspondido un buen pellizco en el sorteo extraordinario de Navidad.

José Luis Bilbao, Fermín Fernández, dedicado a la venta de piezas de recambio, y el señor Lozano Ibarrondo, se convirtieron en seres envidiados, merced a sus participaciones de 200 ptas. por cabeza. Tres series hicieron el viaje de vuelta hasta Madrid, adquiridas durante uno de sus frecuentes viajes a Bilbao por el transportista Manuel Ardiz Jimeno, quien a su vez había entregado participaciones a empleados de la Compañía de Ferrocarriles Medina-Zamora, y a cuatro encargados de obra en la Colonia Nuestra Señora de los Ángeles. Siempre participaciones de a 25 ptas., reservándose una cantidad lo bastante fuerte como para mantenerla en secreto. En cambio Pedro Ibarrondo, propietario del bar “Los Chiquiteros”, jugaba tan sólo 75 ptas. a título personal.

El barrio de San Francisco, Zabala y Las Cortes, también gozó, empero, de una segunda oportunidad, pues otro bar de la zona, “El Chaval”, distribuyó en participaciones cinco décimos del segundo premio, reservándose su propietario, Jesús Miguel Cortés, 300 ptas. Pese a todo, la suerte hizo un regate al vendedor ambulante y mutilado de guerra en África, Antonio Gobantes. Por sus manos habían pasado parte de las participaciones emitidas desde “Los Chiquiteros”, y aunque llevaba unas 100 ptas. distribuidas en diferentes números, ni un solo duro correspondía al del gordo. “Jugaba en casi todos los números que he vendido -se condolió ante los periodistas-. Menos en el 50.580, y eso que me gustan las cifras con ceros”.

Puesto que la suerte es viajera caprichosa, llegó hasta la localidad leonesa de Santas Martas, cuyo vecino Leopoldo Martín, mecánico y chófer de profesión, había adquirido un décimo aprovechando su desplazamiento a la capital vizcaína. Se supo agraciado a través de los altavoces instalados en la capital leonesa por una emisora local, y apenas diez minutos después aseguraba ante el micrófono haber encajado el golpe con absoluta tranquilidad. “Prueba de ello -añadió- es que voy a seguir trabajando como cualquier otro día”. Una mujer de Sierra Pando, enclave próximo a Torrelavega, besaba la participación de 8 ptas. girada desde Bilbao por una hermana. Mauro Crespo, viajante de Medina del Campo, atesoraba otra participación de 25 ptas., obsequio de un amigo bilbaíno. Herminio Noriega, sobrestante de obras en el Ayuntamiento de Oviedo, recibió de la empresa vizcaína Antonio Keifer 150 ptas. del gordo, como regalo navideño. Y aunque no es buen detalle regalar lo regalado, él lo hizo, distribuyendo 110 ptas. entre varios amigos. Las 40 que él seguía conservando le supusieron un premio de 300.000, en tanto el millón ciento veinticinco mil restante, suponemos serviría para afianzar aquella amistad. Respecto a las series del segundo premio distribuidas en Madrid, su gran protagonista, merced a un gesto bastante chusco, fue Juan Andrés Chacón, jefe de tren en RENFE, con cuarenta y un años de servicio. El hombre, al saberse agraciado con 187.000 ptas. se presentó ante su jefe, advirtiéndole que desde ese mismo momento le considerase jubilado. “Y no espere volver a verme por la estación, a menos que ahora me dé el gustazo de viajar como turista”. Ciertamente, esas 187.000 ptas. daban para mucho allá por 1955.

En Bilbao, sin embargo, más que de los afortunados con el gordo se habló de la teórica suerte de Zarra, supuestamente favorecido por un pellizco del segundo, una de cuyas series, conforme se ha dicho, fue distribuida por tierras vizcaínas. Parte de ella, más concretamente, desde el restaurante Santa María, de Larrauri, donde solía concentrarse la plantilla rojiblanca. Puesto que el pueblecito de Larrauri se halla próximo a Munguía, residencia entonces del delantero centro internacional, Telmo Zarra se había acostumbrado a ejercer de parroquiano, ahora que la camiseta con el 9 era propiedad de Arieta, en San Mamés, y él vestía la de la Sociedad Deportiva Indauchu. El boca oreja, la mitomanía, y esa costumbre tan española de adornar cualquier hecho con ocurrencias de cosecha propia, hizo el resto, pasándose del “Dicen que a Zarra le ha tocado el segundo premio”, al “Menudo golazo el de Zarra, ¿eh?. Lleva ni sé cuánto del segundo. Es lo que tiene ser rico; juegan más, y si les toca lo hace a lo grande”. Corrió incluso el rumor de que podía retirarse. “A ver, con la edad que tiene y forrado gracias a la lotería, ya me dirás quién le manda trotar por esos campos de Segunda”. Una emisora de radio, aún a título de rumor, contribuyó inocentemente a esparcir el bulo: “Se asegura que Zarra está entre los afortunados. Si es así, enhorabuena. ¡Se lo merece por cuanto ha dado al Atlético y la selección!”. El propio Zarra tuvo que desmentirlo: “Ni el gordo ni el segundo. ¡Ojalá!. Aunque para premio me quedo con la última Copa”. Pero aun así, a los eternos suspicaces les costó lo suyo apearse. “Ya, ya sé lo que ha dicho. Sin embargo, ¿tú crees que si fuese verdad lo admitiría?”.

Zarra, en efecto, no engañaba. Su lotería se hizo esperar hasta principios de los 70, cuando una entidad bancaria catalana quiso utilizar su imagen como reclamo publicitario, al emitir bonos. Cobró un millón de ptas. “Mi mejor contrato”, se justificó a la sazón, sin perder la sonrisa.

Quien sí se llevó una buena parte en la lluvia esparcida por los niños de San Ildefonso, fue Alfredo Di Stéfano, estrella de un Real Madrid apabullante. Y el dinero, además, llegó a su cuenta corriente desde Barcelona.

Las 8 series del cuarto premio, vendido en la administración Nº 6 de la Rambla de las Flores, habían ido a parar a una fábrica textil vallesana. Antonio Tamburini, uno de sus gerentes, era hombre conocidísimo en los ambientes deportivos barcelonenses, como corresponde a quien fuera presidente del Centro de Deportes Sabadell, además de directivo en el Barcelona y la Federación Catalana de Fútbol. En total, 24 millones a repartir entre 170 empleados, mediante participaciones de 5 ptas. destinadas a los “productores” -eufemismo con que el régimen pretendía desterrar el concepto “obrero”, tan asociado otrora al rojerío y la desestabilización-, y de cantidades algo mayores para empleados de oficina y encargados de sección, hasta alcanzar el billete de a 100. Naturalmente, la familia Tamburini se reservó unos cuantos décimos para compromisos y como apuesta personal. “En el taller, pese a la comprensible alegría producida por el premio, no se interrumpió el trabajo -explicaba la prensa, en sintonía con los valores sacralizados por el régimen: trabajo, honestidad, sacrificio y respeto al orden establecido-. Se reanudó la jornada de tarde sin ninguna novedad”. También con evidente intención, consignaban los medios que “varias muchachas de la sección de cosedoras estaban ahorrando para contraer matrimonio, y ahora, gracias al dinero que les ha correspondido, aseguran podrán hacerlo en seguida”.

Alfredo Di Stéfano sí se vio favorecido por los niños de San Ildefonso, aquel diciembre de 1955.

Alfredo Di Stéfano sí se vio favorecido por los niños de San Ildefonso, aquel diciembre de 1955.

Entre las amistades de los señores Tamburini -Antonio y José- se hallaba Alfredo Di Stéfano, a quien conocieron veinticinco meses antes, durante los días de ida y vuelta Madrid-Barcelona, en tanto se resolvía si el argentino vestiría de azulgrana o con camiseta y pantalón blanco. La “Saeta Rubia”, y esto no es ningún descubrimiento, sólo se retrató con el escudo barcelonista en algún amistoso, junto a Kubala y Puskas. Su color por nuestros pagos fue el blanco, hasta exprimir las últimas gotas de esencia en el viejo campo de Sarriá, como blanquiazul. Y puesto que la amistad, afortunadamente, no acostumbra a discriminar por colores, los Tamburini y la “Saeta” intercambiaron un décimo, siguiendo principios de elemental etiqueta. Para Di Stéfano, 300.000 ptas. del ala. “Después de esta jugada cabe asegurar que su estancia en España está resultándole de lo más afortunada”, bromeó la prensa.

Trescientas mil pesetas era más de lo que cobraban en concepto de ficha anual casi todos los astros de nuestra 1ª División. Eulogio Martínez, por ejemplo, auténtico abrelatas “culé”, había suscrito 250.000. Villaverde, excelente extremo blaugrana, quedaba bastante por debajo. “Piru” Gaínza, pese a sus 15 años de excelentes servicios, se hubiera dado por satisfecho con la mitad. Campanal, secante tan espléndido como poderoso en el Sevilla, necesitaba año y medio largo para juntar la cifra. Héctor Rial, cuyas botas pespunteaban el ataque “merengue” por la banda izquierda, sólo iba a alcanzarlas más adelante. Ni siquiera Gento, futbolista español mejor pegado a partir de 1961, valía tanto por contrato. Trescientas mil pesetas representaban un capitalazo, habida cuenta que los pisos de lujo en el Madrid creciente, Castellana arriba, podían adquirirse por 350.000, e incluso menos.

Y lo que son las cosas, a don Alfredo le llegaban llovidas desde Barcelona. La ciudad a la que no pudo representar futbolísticamente, salvo durante el tiempo de despedida, y aún entonces desde el lado oscuro de la acera, visto el asunto con perspectiva azulgrana.

Días más tarde, como si de una inocentada se tratase, llegaban ecos de ruptura en la relación Kubala – C. F. Barcelona. El mal ambiente de que venía hablándose en el vestuario azulgrana, con un Ferenc Plattko aborrecido por parte de su plantilla, desembocaba en plantón de la supernova húngara.

“El duelo Platko-Kubala descubre la crisis interna del Barcelona”, tituló la prensa madrileña, sin ahorrar tinta. “Indisciplina colectiva e injerencia de los jugadores en la función del entrenador”“Ladislao dice: Hace tiempo que debí marcharme de aquí”. A Plattko, vaya esto por delante, todo el mundo por nuestros pagos, incluso el mismísimo Rafael Alberti en su oda, se empeñó en escribirle el apellido con una sola “t”, cuando llevaba dos.

Las flechas y venablos no sólo se reservaban para titular. Desde Madrid, y aún desde ciertos medios “de provincias”, se hurgaba en la Historia buscando precedentes tan traumáticos: “Hacía muchos años que los aficionados barceloneses no eran testigos de una pugna tan abierta entre el histórico “Barça”, en este caso representado por su Junta Directiva y elementos rectores técnicos, y los jugadores (ciertos jugadores, claro está). Desde el célebre manifiesto, en 1929, de los jugadores contra los directivos, no se recordaba nada igual”.

Lo que ocurría en el Barça se antojaba cóctel de prepotencia o caciquismo, frustración, canas al aire, e inoportunidad supina. Un brebaje cuyos efectos no suelen traducirse en resaca, sino en agror de estómago y vomitonas de bilis. Ferenc Plattko(*), contratado en julio para entrenar al conjunto “culé”, había estado defendiendo el marco catalán desde 1922 hasta la temporada 29-30, encajando tan admirablemente como para acabar contrayendo matrimonio con la joven de Sitges María del Carmen Sariol. Sin embargo durante 1932, y luego de haber efectuado cursillos de dirección deportiva en el Arsenal londinense, fue poco menos que destituido por la directiva barcelonista, después de ser designado entrenador del equipo. Entonces, según se adujo, su autoritarismo parecía causa de una atmósfera asfixiante y nociva, profundamente perjudicial para el club. Transcurridos 23 años, volvía a hablarse de la cerrazón de un técnico ya mucho más cuajado, de sus excesos disciplinarios y cierta incapacidad de diálogo con sus pupilos. Pero a diferencia de antaño, la directiva azulgrana, necesitada de títulos con los que amalgamar entusiasmos políticos y de la afición, imprescindibles ante el faraónico proyecto de construir el Nou Camp -en el proyecto denominado provisionalmente Juan Gámper-, hizo piña junto a su hombre en el banquillo. Y la verdad es que tampoco podía obrar de otra manera.

Las navajas sacaron a relucir su brillo a mediados de diciembre, con una inesperada derrota en Las Corts, ante el At. Bilbao dirigido por Ferdinand Daucik. Derrota que aparte de encarecer el título, ponía en solfa la decisión precedente de Miró-Sans y su junta, negándose a seguir contando con el checo, suegro de “Ladszy”, la gran estrella. Esa misma noche, para digerir la derrota, quizás, ocho futbolistas “culés”, acaudillados por Kubala, su capitán, decidían escapar de la concentración en Caldas de Montbuy, regresando sobre las 7 de la mañana. Lo hicieron ataviados con chándal, pues precisamente con intención de evitar fugas se les hacía entregar a todos su ropa de calle al inscribirse en el hotel. Y claro, vistiendo así resultó sencillo seguirles el rastro.

Ferenc Plattko algunos años después de que parte de la plantilla “culé” enmendase sus alineaciones.

Ferenc Plattko algunos años después de que parte de la plantilla “culé” enmendase sus alineaciones.

De entrada pensaron acudir al cine, pero puesto que la película llevaba un rato proyectándose, tomaron dos taxis y se hicieron conducir a Barcelona, donde apuraron una primera copa. La ciudad presentaba escasa animación. Lo habitual cualquier domingo de la época, cuando la noche tendía puentes a la madrugada. Así que pusieron rumbo hacia un club nocturno muy frecuentado por consumados noctámbulos, abierto sin escatimar lujos en una localidad próxima. No armaron ningún escándalo, justo es reconocerlo. Apenas si se les vio, pues parece dispusieron de un reservado, donde habrían vivido su burbujeante francachela. Sólo con la alborada, en tres taxis y dejando pasar bastantes minutos entre uno y otros, para reingresar más discretamente, volvieron al hotel de Caldas.

Plattko denunció los hechos, sin omitir cuanto había ocurrido antes del choque contra el conjunto bilbaíno. Y su informe, retocado quizás por Samitier, secretario técnico del Barcelona, saltó a la prensa catalana, bien es cierto que sin firma. Según el mismo, a la fuga nocturna se añadían ciertas interferencias en el desempeño profesional de Plattko, reiteradas, por ende, ante la muchachada bilbaína. El técnico tenía previsto alinear a Sampedro, y se le hizo cambiar de criterio, sustituyéndolo a última hora por el navarro Areta.

“Todo hace presumir que el once azulgrana ha venido supeditándose al brillo de una sola figura -publicó “Marca”-, sin advertir que si ésta en otro tiempo fue el ochenta por ciento del equipo, ha visto ahora reducidas sus facultades”. El mismo medio, corriendo los tiempos que corrían y fresco aún el eco del Congreso Eucarístico celebrado con toda pompa dos años y medio antes, tampoco evitaba esparcir su ración de moral nacional-católica, por cuanto respectaba a la juerga de los jugadores: “Saltándose a lo valiente todas las recomendaciones, haciendo caso omiso del deseo del club de que conservaran la mejor forma física, burlando las leyes morales que obligan en el matrimonio -no olvidemos que la mayor parte de esos 8 jugadores eran casados- este grupo de azulgranas dio la más completa lección de carencia de deportividad”. Un panorama perfecto para que la afición “culé” volviese la espalda al húngaro, en forma de pitada sonora cuando el equipo saltó al campo ante el Ciudad de Copenhague, refrendada durante los primeros minutos cada vez que Kubala tocaba el cuero. Días antes, la revista “Olimpia” había entrevistado al astro, y éste, a lo largo de la conversación, manifestó que “cobraba poco”. La réplica, claro, llegó de inmediato desde la propia prensa: “Es difícil explicar sus afirmaciones, cuando es precisamente el jugador que más emolumentos ha percibido del club, comprendiendo la ficha, las primas y el sueldo. Y no es el Barcelona, precisamente, uno de los “pobres” en nuestra Liga”. Tormenta perfecta, a la que se sumaron aplausos cuando le retiraron la capitanía: “Fue el caciquismo y el deseo de halagar a un público enfervorizado, lo que llevó un día a quitar a Ramallets el puesto honorífico de capitán del equipo, para darlo, sin ninguna clase de explicaciones, a otro jugador más taquillero y deslumbrante. Sin tener en cuenta que los Ramallets, Segarra, Biosca, Manchón, Basora y otros tantos, llevan mucho más tiempo de servicio en el Barcelona. Ahora han vuelto las aguas a su cauce. Y la primera medida, sin estudiar la conveniencia de colocar a Kubala en el banquillo de los suplentes, ha sido desposeerle del cargo honorífico”. La respuesta de Ladislao Kubala, recogida por M. Baratech en otra entrevista, se antojó altanera: “Yo nunca quise ser capitán del equipo. Se me nombró y me dijeron que por disciplina debía aceptar la responsabilidad; ahora se me notifica que dejo de serlo y también acato lo que me ordenen”.

El cisma parecía evidente. Y la víspera de Reyes, Rafael Martínez Gandía utilizó su sección Punto de Vista, en “Marca”, para esparcir lo que desde el barcelonismo sólo podía tomarse como veneno procedente de la trinchera contraria: “Al mismo tiempo que Barcelona caía en kubalitis, Kubala caía en barcelonitis. Los que viven allí no saben lo que es eso; pero los que vamos allí, sí. Nosotros siempre que vamos nos intoxicamos de barcelonitis. ¡Es mucho Barcelona!. Todo lo demás son pequeñas historias. ¿Diferencias con el entrenador?. Desde luego. ¿Enojo de la directiva?. Desde luego. Pero todo ello no es sino consecuencia de la situación. La kubalitis y la barcelonitis tenían que chocar alguna vez, y ha sido ahora… aunque nosotros lo esperábamos mucho antes”.

Con este original ilustró el humorista Orbegozo las futboleras Navidades de 1955.

Con este original ilustró el humorista Orbegozo las futboleras Navidades de 1955.

De inmediato, F. Vázquez Prada hacía llegar desde Barcelona la decidida respuesta de Kubala: “Quiero irme del Barcelona y estoy dispuesto para ello a llegar al acuerdo que sea, incluso renunciando por mi parte a lo que me deba el club”. Manifestaba, además, que si bien su contrato concluía la temporada 1957-58, no era preciso esperar tanto tiempo. Respecto a la baja forma que venía atribuyéndosele, volvía a lucir su habitual elegancia: “No sé si rindo más o menos que antes, pero sí sé que nunca se acaba de rendir bastante. Cuando dicen que estaba mejor en el Barcelona, yo me iba a la caseta pensando que podía rendir más. Ahora me pasa lo mismo. No es cuestión de rendir más o menos, sino de ver el juego de una manera que pueda llevarte más cerca de la perfección. No me considero acabado. Ocurre un fenómeno muy frecuente en España y los demás países latinos: gusta la novedad, aunque sea mediocre, más que los buenos jugadores envejecidos mientras actuaban para el mismo público”.

Paralelamente, y puesto que el húngaro nacionalizado no escurría el bulto, luego de ser sancionado por la directiva “culé” y no presentarse a un entrenamiento, aduciendo molestias de rodilla, respondió a los medios sobre si cabía justificación a la escapadita de Caldas. “Tampoco la buscoYa dije que soy humano. Como tal cometo faltas y admito la responsabilidad de mis actos. Sin embargo se ha fantaseado mucho sobre lo ocurrido aquella noche”. Y hasta encaraba, en la misma comparecencia, la espinosa cuestión de su aparente baja forma. Al espetarle que ya no era el mismo de cinco años atrás, volvió a lucir su proverbial elegancia: “Lo sé y lo admito. El Kubala de ahora tiene un menisco menos, fractura de un dedo, de clavícula, de ligamentos cruzados, menos pelo y cinco años más. Pero eso no significa que el fútbol haya terminado para mí. Aún me queda mucho por hacer, y demostraré lo que soy y lo que valgo”.

Por desgracia, y aunque este detalle fuese lo de menos, Kubala había iniciado la natural decadencia, conforme se observa comparando su estadística liguera en el periodo 1951-55 (71 goles en 77 partidos), con la que iba a completar desde 1955 hasta el 61 (60 goles en 119 tardes). No obstante, en pleno periodo navideño tenía otros motivos de zozobra.

Kubala, cruz de aquella Navidad, junto a Di Stéfano, tan bien tratado por el caprichoso cuerno de la fortuna.

Kubala, cruz de aquella Navidad, junto a Di Stéfano, tan bien tratado por el caprichoso cuerno de la fortuna.

Y es que el diario “Solidaridad Nacional” anunciaba el sometimiento de los hechos probados en el “caso Kubala”, a la Federación Catalana de Fútbol, para, si acaso, añadir a la sanción del club la que el ente federativo considerase proporcional a su conducta. El mismo día una nota de “Alfil” anticipaba que tras reunión nocturna de la junta barcelonista, podía darse por cierta una solución satisfactoria, ajena a cualquier rescisión contractual. La agencia “Mencheta”, por el contrario, haciéndose eco de la misma junta y por boca del vicepresidente azulgrana José Doménech, concluía que en la citada reunión sólo se habían tratado cuestiones administrativas, como correspondía a cualquier miércoles.

Curiosa y muy futbolera la Navidad de 1955. Zarra desmintiendo le correspondiese un buen pellizco en la lotería. Di Stéfano 300.000 ptas. más rico, gracias a un Papá Noel de Sabadell. Y los 39.700 socios conque entonces contaba el Barcelona, amén de un número muy superior de seguidores, arreglándoselas para digerir la dosis de incertidumbre obsequiada por los Magos de Oriente.

El 9 de enero, concluido el paréntesis de ilusión, turrones y excesos, el máximo mandatario barcelonista, Miró-Sans, se dejaba oír asegurando que el caso Kubala se había desorbitado: “Ni nosotros ni el jugador pensamos denunciar el contrato. No hay nada que pueda ponernos nerviosos, porque el delantero volverá pronto al equipo”. Añadiendo: “Sin duda el jugador, en un rasgo de amor propio, se sintió molesto al verse privado de la capitanía, dejando escapar algunas palabras de contrariedad desprovistas del alcance que ha querido dárseles. Tenemos un contrato firmado y estamos dispuestos a cumplirlo al pie de la letra, lo mismo que el jugador, puesto que no nos ha solicitado su transferencia a otro club”.

Los sobresaltos de la rubia estrella no habían acabado aún, pese a todo. Porque el 20 de enero, desde el Juzgado de Instrucción de Granollers se dictaba un auto de procesamiento dirigido a D. Ladislao Kubala Stecz, así como embargo de sus bienes hasta un valor de 200.000 ptas., mediante exhorto al Decanato de Barcelona. Con esa cifra se pretendía salvaguardar una posible sentencia condenatoria por responsabilidad civil, como resultado de un atropello al conducir su automóvil.

El tira y afloja entre Kubala y el C. F. Barcelona se resolvió como suelen arreglarse estas cosas. Mediante buenas palabras, palmaditas en el hombro, abrazos y más dinero. La estrella azulgrana de los 50 que “ganaba poco” aunque hubiese apalabrado un millón de ptas. al renovar su primer contrato -millón como prima extraordinaria de renovación, no por cada temporada-, gozó, justo es reconocerlo, del trataminto honorable a que se había hecho acreedor. Durante los años siguientes, en parte por culpa de la inflación monetaria en una España lanzada al desarrollo, y sobre todo a causa de otra inflación balompédica dictada desde los rivales madrileños, mediante las contrataciones de Kopa, Didí o Vavá, quien más adelante habría de ser seleccionador nacional ya no fue el mejor pagado de nuestra Liga, y nadie le oyó quejarse.

Por cierto, el título liguero en 1955-56 se lo llevó el At. Bilbao, con Daucik,  menospreciado meses antes por Miró-Sans, en su banquillo (22 partidos ganados, 4 empatados y otros 4 perdidos). Segundo fue el Barcelona del discutido Plattko, a un punto, con 12 goles menos a favor y también 5 menos en contra. Tercero el Real Madrid de Di Stéfano, a 9 puntos de los azulgranas. La “Saeta Rubia” anotó 24 goles en sus 30 comparecencias, encabezando la lista de artilleros por delante de un céltico Mauro inspiradísimo, Escudero (At. Madrid), Molina (del mismo equipo) los bilbaínos Arteche y Arieta, el “merengue” Rial y Domingo (Valladolid).

El décimo con que fuese agraciado la estrella argentina parece no le distrajo mucho.

(*).-Ferenc Plattko Kopiletz (Budapest 2-XII-1898), había jugado en el Vasas, WAC de Viena y MTK de Budapest, antes de colocarse bajo el marco azulgrana. Tras colgar los guantes en el club catalán entrenó en Suiza (al Basilea) Francia (Moulhouse y Racing Club Roubaix), Portugal (Oporto), Rumanía, Inglaterra, Checoslovaquia (Cracovia), Chile (Colo-Colo en tres etapas distintas, proclamándose campeón repetidamente, una de ellas invicto), Argentina (River Plate y Boca Junios), e incluso en Brasil, la temporada 1956-57. Dirigió también a la selección nacional chilena entre 1941 y 1945, al tiempo que entrenaba al Magallanes y Wanderers. Según sus propias manifestaciones, habría introducido en Chile la táctica WM. Tanta experiencia no evitó que durante su estancia en el banquillo del Barcelona se le reprochase haber quedado obsoleto, lejos de la evolución que el nuevo fútbol requería. Aunque sus exigencias económicas contribuyesen a profesionalizar el campeonato chileno, padeció serias apreturas económicas en la recta final de su vida, siendo ayudado desde la Agrupación de Veteranos del Barcelona. Para entonces se había nacionalizado chileno. Falleció en Santiago de Chile, el 2 de setiembre de 1982, sin haber cumplido los 84 años.




Peripecias de un modesto

El fútbol de segundo rango lleva tiempo deslizándose por el filo de la navaja, sin que nadie parezca alarmarse ante tanto riesgo. Basta observar el graderío en muchos campos de 2ª División, para colegir cuán grave es la enfermedad. Asientos y más asientos vacíos. Entusiastas vocingleros, a veces en medio de la nada. Futbolistas a los que puede escucharse pidiendo más tensión, vigilar la marca en cada jugada estratégica, o quejarse a gritos tras el coscorrón en una disputa de cabeza. El mismo pitido arbitral llega a veces diáfano, como toque de pregonero en cualquier plaza mientras los vecinos sestean. Y esto en la división de plata. Descendiendo uno o dos peldaños, con el dinero de las recaudaciones ni siquiera podría pagarse al equipo arbitral. Suerte que las camisetas cuentan con patrocinador, que entre rifas y loterías se va apañando el déficit, o que aún con crisis y todo, las colectas puerta a puerta por comercios, talleres y empresas, siguen arrojando algún resultado. Aún no se le ha ocurrido a nadie colocar cepillos en las iglesias, pero a este paso nada se antoja desdeñable.

Si cualquiera de esos espectadores en familia visitase las oficinas del club, probablemente se recreara con fotos antiguas, en blanco y negro o tonos sepia. Las clásicas formaciones pre partido, seis de pie y cinco en cuclillas, aunque sin pancarta de patrocinio por delante y con público a rebosar como envidiable fondo. “Antes, la chavalería hasta se encaramaba a las tapias”, nos dirá algún directivo nostálgico. “Como la primera fila de general se vendía más cara, pues los bajitos no veían casi nada. Sólo con las almohadillas y la cantina, se pagaba a los porteros. Luego la televisión lo cambió todo”.

También hasta no hace mucho, los habitantes de Logroño, por ejemplo, eran del C. D. Logroñés. Los de Estella, del Izarra o de Osasuna. Los alicantinos, del Hércules. Y así cabría seguir desde Gerona hasta el Puerto de Santa María, o desde Cáceres hasta Torrelavega. Se podía ser del Athletic, claro, del Real Madrid, el Barça o el Valencia, pero también, y a menudo en primer lugar, del club del pueblo o la provincia. Los niños, cuando todo el marchandaising empezaba y concluía con una sencilla camiseta, pedían a sus Majestades de Oriente la del Celta si vivían en Vigo, la del Oviedo, Real Sociedad, Betis o Salamanca, según fuesen de la capital asturiana, San Sebastián, Sevilla, o la antigua Helmántica. Hoy, en cambio, pueden verse muchachos y hasta señores de pelo en pecho luciendo las del Real Madrid, Barcelona, Manchester United o Chelsea, por Socuéllamos, Badajoz, Vitoria, Elche, Sebastopol o Nueva Gales del Sur. Se juega sólo para la televisión. Y ahí los equipos menores pierden por goleada.

De tal modo evolucionan los acontecimientos, que el fútbol pobre y empobrecido, a fuerza de no hallar sitio en los medios hasta se antoja sin méritos para la atención histórica. Justo el fútbol con más entresijos, recovecos y renglones torcidos. Probablemente no el más pródigo en anécdotas, aunque sí aquel donde estas suenan con más verdad, no aspirando a otra recompensa que la propia satisfacción. Jesús Sánchez Borrero y José Doblado son dos de esas voces. El primero rastreador del balompié onubense, desde el litoral hasta las minas de Riotinto, la serranía, Zalamea, Bonares y cuantos terrenos de juego fueron improvisándose tras cribarlos de pirita. El segundo toda una referencia del Deportivo Valverdeño, Atlético Valverdeño, Valverde C. F. y Olímpica Valverdeña, representativos de Valverde del Camino. Consintamos nos lleven de la mano como Peter Pan hizo con Wendy y compañía. También, en este caso, será un viaje al mundo de Nunca Jamás.

José Doblado Vizcaíno, “El Barri”, comenzó a jugar en el Rollo C.F., por más que los carteles de imprenta, reñidos con la doble “l”, a menudo lo rebautizaran con  una “y” en negrita. “Viajábamos hasta Aracena y otros pueblos de la comarca en un camión entoldado, apretaditos, viendo el paisaje sólo a través del arco trasero. Pero entre tanta vuelta y revuelta por esa carretera estrechísima, el panorama se movía como si estuviésemos en alta mar. Todos, excepto dos, acabamos vomitando. Habíamos salido a las 10 de la mañana y no llegamos hasta las 3, justo a tiempo de vestirnos y saltar al campo”.

Lo de la vestimenta era otra. En abril de 1940, La Ferro Valverdeña, uno de los modestos equipos de Valverde del Camino precursores de la Olímpica, debía dirimir un choque contra el Zalamea la Real, en esta última localidad. Corrían tiempos de extrema apretura, como acredita la nota remitida por Francisco Cejudo a Pablo García Zarza, directivo y probablemente hombre para todo del Zalamea:

Valverde del Camino a 4 de abril de 1940

Muy Sr. mío:

No sé por qué empezar. Lo único que tengo que decirle es que estamos dispuestos para jugar el partido que tanto anhelamos. Ya tenemos camión y todo; lo único que nos falta es pedir los calzones y las camisetas, que es seguro las obtendremos; y, si por casualidad faltaran, ya iríamos como pudiéramos. Si les es posible, pueden pintar las líneas y suponemos que ahí habrá árbitro.

Se despide de usted su s.s.q.e.s.m.

Francisco Cejudo

Dos años más tarde los valverdeños pudieron comprobar que tampoco en Moguer ataban perros con longanizas, pues este equipo compareció con atavío impropio para jugar al fútbol, y botas enterizas. El público se llevó su buena decepción. ¿Contra quienes competían?. La cosa se antojó tan poco seria, que hasta hubo su buena ración de burlas. Por eso, cuando al Moguer le tocó regresar, los carteles anunciaron pomposamente: “Vestirán camisetas de vistosos colores”. Y en efecto, los visitantes saltaron al campo con indumentaria rojigualda, a listas verticales. Esa vez no hubo escarnio, pero se llevaron 8 goles.

Durante los años 40, los clubes modestos solían designar entrenador al futbolista más veterano, entendiendo que con los años habrían podido aprender algo. Juanito Sanfernando fue uno de ellos, después de servir en Madrid desde el 42 al 45 en Sanidad Militar, circunstancia que aprovecharía para competir en el Club Deportivo Amparo, filial del Atlético Aviación. Durante la temporada 1943-44 Ricardo Zamora lo incluyó dos veces en el once “colchonero”, sufriendo rotura de ligamento en el segundo. “Era Cabo de Sala en el Hospital Militar de Madrid y pude informarme sobre las con secuencias, si me operaba. Como entonces la cirugía estaba en pañales para estas cosas, decidí no pasar por el quirófano. Me vendaba bien, me ponía una rodillera, y así jugué en la Olímpica, Bollullos, Trigueros y Nerva, de donde salí no muy bien por negarme a competir contra el Valverde. Entonces regresé a la Olímpica, dirigiendo al equipo del ascenso”.

El Atlético Aviación, la temporada 1943-44. Juanito, al que en su pueblo apodaron “Sanignacio”, jugó dos partidos durante esa campaña, aunque ninguno de Liga.

El Atlético Aviación, la temporada 1943-44. Juanito, al que en su pueblo apodaron “Sanignacio”, jugó dos partidos durante esa campaña, aunque ninguno de Liga.

Para ese menester se servía de métodos al uso cuando estuvo en el Atlético Aviación, y del recetario de José Castilla, sargento y preparador físico en el Ejército. “Hacíamos mucha gimnasia, muchas flexiones y remates de cabeza, saltando a por un balón colgado en una especie de percha, dispuesto a distintas alturas. También algo de juego en el centro del campo, empalmes al balón con ambos pies, lanzamientos a puerta en carrera, penaltis… Lo de las tácticas y jugadas de estrategia no llegó hasta mucho después”.

Era un fútbol primitivo, qué duda cabe, entre espectadores cuyo comportamiento, a veces, resultaba vandálico según el recuerdo de Juanito Sanfernando:

“En La Palma, donde hubo sus más y sus menos, apedrearon la caseta. Como era de tablones, los impactos multiplicaban el estrépito. Otra vez, en Trigueros, expulsaron a Herrera por agredir al árbitro y arrebatarle el silbato. Luego el trencilla también me expulsó a mí, por amenazarle. Había mucha rivalidad. En Nerva, un día debí ser el último en llegar a la caseta, porque todos los colgadores estaban ocupados. Así que puse mi ropa en un rincón. Cuando volvimos después de los primeros 45 minutos, habían volado los relojes y el dinero de las perchas, pero como mi vestimenta resultaba menos visible, ni la tocaron. También tuvimos problemas en Ayamonte. Necesitábamos gasolina para el viaje de retorno, pero se negaban a suministrárnosla porque hubo bronca y tortas. Algunos se pasaron de rosca entre protestas y copas, es cierto, pero de ahí a dejarnos sin vuelta a casa… Por fin nos dieron la gasolina, gracias a un valverdeño avecindado en Ayamonte. Pero todos pasamos la noche en el calabozo, llegando al pueblo por la mañana, con la consiguiente bronca para quienes debíamos presentarnos a trabajar”.

Salvador Doblado, más conocido por “Vara”, otro jugador valverdeño con paso por varios clubes de la provincia, corrobora sin ambages aquellas tardes de rivalidad mal entendida:

Julio de 1943. Fútbol el Valverde, recibiendo a los campeones militares de Andalucía. La entrada de preferencia entre el duro y las 4 ptas. General a 3, y señoras y niños, de pie y en General, una peseta. El fútbol modesto no resultaba más asequible que el cine.

Julio de 1943. Fútbol el Valverde, recibiendo a los campeones militares de Andalucía. La entrada de preferencia entre el duro y las 4 ptas. General a 3, y señoras y niños, de pie y en General, una peseta. El fútbol modesto no resultaba más asequible que el cine.

“Siendo entrenador del Calañas recibimos la visita del Lepe, equipo que lideraba la clasificación contando por victorias todos sus encuentros. Pero de Calañas, puede que porque el campo les resultara pequeño y asfixiante, salieron derrotados por 3-0. Mis voces se percibían sobre el griterío del público, y eso pareció molestarles, puesto que enviaron una carta advirtiéndome que ni asomara por su pueblo en el choque de vuelta. No hice caso, claro. ¿Por qué iba a quedarme sin ir?. Pero en cuanto llegué con el equipo supe que iba a liarse. Treinta o cuarenta personas me rodearon, diciendo que allí no podía estar, que a tomar la puerta de salida. ¿Y eso por qué, inquiría yo?. ¿Qué he hecho?. No hubo modo de hacerles entrar en razón. ¡Usted fue el responsable de la derrota en Calañas!, gritaban. Sí, hombre, me defendía; ¿acaso jugué?. Tuve que irme, so pena de acabar calentito. Entré en un bar y pedí un refresco. Lo llevaba a medias cuando vi venir a la Guardia Civil. Bueno…, pensé, lo que me faltaba; ¿serán capaces de meterme en la cárcel?. Pero no. Uno de los guardias me pidió que los siguiese al campo, porque mis jugadores se habían encerrado en la caseta jurando que de allí no salía nadie hasta tenerme a su lado, dirigiéndolos. Pues bien, con escolta y todo, notaba los ceños fruncidos del público, las miradas… Me senté en el banquillo sin abrir la boca a lo largo de todo el partido y nos ganaron, porque tenían un buen equipo, con gente de Sevilla. No hubo más problemas. La verdad era que cuando vencía el anfitrión, las cosas resultaban mucho más llevaderas”.

Volviendo con José Doblado, diremos que cuando se implicó de veras en la Olímpica Valverdeña fue al regresar de la mili. “Hacía de todo. Procuraba que las cosas estuviesen a punto, empezando por preparar el campo con otros cuantos, barrerlo, colocar las porterías… Si las dejábamos fuera, los chiquillos nos las tumbaban. Así que tocaba montar y desmontarlas”.

Alguien con tanta afición y amor a los colores, por fuerza debía ir recopilando experiencias, documentos curiosos, testimonios imprescindibles para cualquier futuro historiador del modesto balompié comarcal. Y estuvo dedicándose a la labor durante algún tiempo. “Tenía muchos papeles ordenados. Entre ellos un recibo con la firma de Helenio Herrera, como perceptor de 13.000 ptas. cuando vino con el Sevilla C. F. en la feria de 1953. Lo malo es que un día mi hijo hizo limpieza”.

Por suerte y a falta de documentos, siempre cabe ampararse en la memoria para tirar del hilo. El Valverde F. C. ya disputaba amistosos y distintas copas por los años 20 y principios del 30. Entre enero y febrero de 1933, junto al Riotinto, La Palma, Huelva F. C. y Onuba, participó en un Campeonato de Primera Categoría organizado por la Federación Oeste. La Sociedad Olímpica Valverdeña no aparecería hasta diciembre de 1945, enfrentándose al Huelva F.C., C. D. Mercedes de Bollullos y Camas F. C., en un campeonato de sólo 6 partidos. Bien pronto fueron ampliándose las competiciones. En octubre del 47 echaba a rodar el Campeonato Regional Andaluz de 1ª Categoría, concluido en marzo del 48 tras disputarse 20 choques a ida y vuelta entre C. D. Mercedes de Bollullos, Trigueros Balompié, Minera, Peñarroya, Nervense, Museo de Sevilla, Imperial de Cádiz, Español de Córdoba, la Palma y Arenas, amén de la Olímpica. Sólo un año después y en Regional Preferente tras la 2ª plaza conquistada al término del anterior ejercicio, ya eran 17 conjuntos los que la Olímpica hubo de encarar: C. D. Jerez, San Fernando, Puerto Real, Hércules gaditano, Portuense, Trigueros, Isla Cristina, Morón, Peñarroya, Coria, Dos Hermanas, Triana, Écija, Alcalá, Calavera, Antequerano y Ronda. Desplazamientos por cuatro provincias en categoría Regional. Un disparate de gastos, cuando tanto escaseaba el dinero. No parece raro que mediado el Campeonato 1949-50 la Olímpica se retirase, sumergida en el penúltimo puesto de la tabla y ante “la falta de dirección técnica, la pobreza del cuadro de jugadores y los catastróficos y parciales arbitrajes sufridos”. Argumentos que en realidad enmascaraban una asfixia económica fácilmente comprensible. José Doblado recordaba bien cuanto ocurrió a continuación:

“En Valverde había otros equipos menores, como El Peñeo, Los Paquirris, el Betis de Mantero, Atlético Valverdeño, La Ferro, C. D. Valverdeño, Hogar del Productor, C. D. Calvario…Así que a falta de la Olímpica, se disputó un campeonato local. Luego (1951) la Olímpica reapareció como Frente de Juventudes de Valverde. O por lo menos eran los jugadores de la Olímpica quienes allí formaban. Y más tarde (1954) volvió a asomar la Olímpica, ya como tal. Algunos de aquellos equipos se fueron apagando, porque recibían muchas goleadas. Natural, si se comían un guiso de frijones antes de cada partido”.

Doblado, de todos modos, disfrutaba más con la evocación de avatares y peripecias, donde por una razón u otra surgía casi siempre el problema arbitral:

“Cuéllar dejó de pitar porque, según decía, yo le amargaba los arbitrajes. Un tal Ceballos, que solía acercarse a menudo por Valverde, puesto que le gustaba nuestro aguardiente, era muy buen tipo. Cierto día, en “Casa la Candelaria”, el barbero tomó el micrófono y dijo por los altavoces: El señor colegiado ya va por el décimo puchero. Pues bien, a este hombre, que llegó a apoderado en el Banco Popular de Sevilla, le pegaron durante un partido no estando yo. Al día siguiente me presenté en Sevilla para ofrecerle todo tipo de excusas”.

Fútbol modesto y conflictos arbitrales. Desdichada dicotomía antaño.

Fútbol modesto y conflictos arbitrales. Desdichada dicotomía antaño.

Entonces y ahora, árbitros y directivos se conocían bastante bien. Pero allá por los 40 y 50 no faltaban trencillas que al ver sucederse las estaciones sin ascenso que llevarse al ego, concluían haciendo del arbitraje sólo un sobresueldo, en tiempos donde no sobraba nada.

“En La Zarza, a donde nos habíamos desplazado para un partido de competición, me encontré con Martín Feria, “referee” al que temíamos como al nublo. Nos negamos a jugar si él pitaba y tampoco lo aceptamos como juez de línea cuando propusieron intercambiase papeles con uno de los linieres. Incluso estábamos dispuestos a aceptar el arbitraje de algún directivo de La Zarza. Tobo, con tal de que ese hombre no nos pitase. Los de La Zarza se portaron admirablemente, aviniéndose a suspender el partido”.

Otras anécdotas se diría pertenecen al universo de Berlanga o Bardem, al de tantas y tantas comedias en el blanco y negro de los 50 y primerísimos 60.

“Jugábamos un partido en Villanueva del Río y Minas. Nuestra victoria representaba ascender a Regional Preferente. A ellos les bastaba empatar para garantizarse el ascenso. Arbitraba José Mª Cuéllar, de cuya hija yo era padrino. Y como me conocía hasta de lejos, me advirtió: hoy no te pases ni un pelo. Íbamos ganando 0-1 cuando en un ataque se llevaron por delante, hasta el fondo de la red, tanto al balón como a nuestro portero. Y no me pude aguantar. Antes de darme cuenta estaba en el campo, zarandeando al árbitro mientras le decía: ¡Por tu hija, demonios: hazlo por tu hija!. Cuéllar, sorprendido, aunque cumpliendo como debía porque la falta fue clamorosa, anuló el gol. Yo salí disparado, corrí, corrí hasta las afueras del pueblo, donde estuve acechando nuestro transporte para hacer que me recogiesen. Bastante tiempo después volví por Villanueva, donde vivía mi cuñada, y quise ver el campo de fútbol. Iba con su marido, y por detrás otros tres señores de paseo. Yo decía: Está igualito. El desmonte, la caseta, ese terraplén que da al tendido férreo… Y en esas, a mi espalda, oigo a uno de los paseantes asegurando: Sí señor. Ese ribazo da a las vías por donde usted salió corriendo hace años, mientras nosotros le tirábamos piedras”.

Formación de la Olímpica Valverdeña en los años 50.

Formación de la Olímpica Valverdeña en los años 50.

Los fichajes, a veces, también constituían motivo de tensión. Si entre entidades más poderosas surgían polémicas, fuere por duplicidades o utilización indebida de licencias amateur entre profesionales bien pagados, los ciscos donde de veras se respiraba amateurismo solían tener aroma a picaresca propia del Siglo de Oro. Nada que ver, por ejemplo, con trabalenguas como el contrato de Neymar con el Barcelona. Todo se hacía sin abogados, pisando deliberadamente el charco. Así ocurrió con la incorporación de Ballerín.

“Lo vimos por primera vez cuando vino con el Briones. Hizo un partidazo soberbio y lo quisimos fichar, pero su equipo no estaba dispuesto a concederle la carta de libertad. Ballerín se queda en el Briones, nos decían; si a ustedes les parece bueno, a nosotros también. Cuando nos tocó devolver su visita, recibimos un escrito más o menos en estos términos: Por la presente les comunicamos que la hora del partido será… Era una carta con membrete, fecha y firma. Pero sobre todo, quedaba bastante espacio libre en el renglón donde se indicaba la hora del choque. Así que nos hicimos con un borra-tintas “Ebro”, comercializado en las papelerías. Eran dos frasquitos, uno conteniendo líquido rojo y otro blanco, o incoloro. Se esparcía el rojo sobre el texto con un pincelillo, y luego el blanco. Al momento, la reacción química hacía desaparecer lo escrito. Pues bien, nosotros borramos la hora y a continuación del comunicamos a ustedes escribimos:… que Juan Ballerín Sánchez dispone de libertad para fichar con ustedes. Por supuesto, hubo lío. La directiva del Briones llevó el asunto a la Federación, pero el muchacho jugó toda la temporada en nuestro equipo”.

Probar la verdad no siempre es tarea fácil. Y en este tipo de asuntos, donde las Territoriales tenían pocas ganas de mojarse, con frecuencia acababan accediendo a la voluntad del futbolista.

Conflictos de esta índole, sin embargo, marcan. Cuando una misma entidad se ve envuelta en litigios con alguna frecuencia, invariablemente acaba pagando. En Valverde, aunque algo tarde, también lo comprendieron.

Hoy pocos medios dirigen su atención al fútbol modesto, si no es haciéndose eco de algún incidente serio.

Hoy pocos medios dirigen su atención al fútbol modesto, si no es haciéndose eco de algún incidente serio.

“Menuda injusticia. Durante una liguilla de ascenso habíamos eliminado al Carmona. Ellos nos denunciaron por alineación indebida, basándose en que Torres, cedido por el Recreativo, jugó el segundo partido. Cuando desde la Federación anularon los dos enfrentamientos, acudimos a José Mª García, cuyo programa era rey absoluto del deporte en las ondas. Braulio y Calixto salieron para Madrid con jamones, José María los recibió, les hizo una entrevista y tanto Cisneros como su pasante, culpables de todo el lío, quedaron retratados. Pero la cosa no acabó ahí. Como continuasen sin darnos la razón, volvieron a Madrid, aunque para no salir por las ondas. García, al parecer, tenía el programa radiofónico cubierto”.

José Doblado, “El Barri”, con la Olímpica celebrando un ascenso, decidió que ese era buen momento para dejarlo. Quedaban atrás muchos avatares, y por delante no pocos sobresaltos, como el que dejara al club sin competir desde julio de 1971 hasta agosto del 73, por sanción federativa, siendo el Atlético Valverdeño quien cubriera su baja. Entre los recuerdos amables, situaba en primer lugar a sus muchos amigos desperdigados por media Andalucía. Amigos unidos por la común devoción al fútbol. Entre lo que preferiría olvidar, aun sabiéndolo imposible, dos sucesos que ensombrecieron a toda la comarca. El 13 de octubre de 1945, al disputar un balón de cabeza, falleció Conrado Fiscal Almeida. Sus propios compañeros le habían advertido alguna vez sobre el peligro de dar al balón como hacía, girando en el aire para recibir la pelota. Esa tarde saltó con un jugador del San Juan, chocaron y él recibió aquel impacto en plena sien. Era muy popular, no sólo como jugador de fútbol, sino porque además tocaba en la banda de música.

El otro hecho luctuoso tuvo lugar en Beas, localidad rival donde a menudo saltaban chispas. “Arbitró precisamente el citado Martín Feria, que nada más verme dijo: a mí no me hables para nada. Se jugaba una copa y había cierto ambiente raro. Como en el campo no encontramos agua, salí a por un cántaro, que me cedieron sin problemas. Regresaba con él lleno cuando un tipo me lo rompió con un palo. Durante el partido nos expulsaron a varios jugadores. Cosas de Martín Feria. Subimos al camión y nada más llegar a Valverde supimos que habían matado a Gutiérrez. Según parece, un guardia creyó que Gutiérrez iba a por él, y le disparó. Por Beas pasaban muchas cosas en esa época. Tenían de alcalde a un famoso camisa vieja y en otra ocasión los guardias propinaron una paliza tremenda a cierto seguidor. Dejamos de ir, hasta que dos años más tarde la competición nos obligó. Entonces ganamos de penalti”.

El fútbol modesto, incluso el muy modesto, existe gracias a hombres como “El Barri”, Salvador Doblado, Juanito “Sanfernando”, José Sánchez Borrero, recopilador de crónicas, anales y calendas, Calixto y Braulio, que viajaron hasta Madrid con jamones para exponer su verdad, y a cientos, miles de entusiastas anónimos, con los colores de su equipo, de su pueblo, comarca o barrio, tatuados en el alma. Sin ellos no sería posible el fútbol grande, el de los focos, cámaras y millones, el de los coches de lujo y la feligresía dispuesta a todo por un “selfi” junto al ídolo. Porque gran parte de los eméritos de Primera, y hasta una buena porción de estrellas, dieron sus primeros pasos tras el cuero en clubes pequeños, muy pequeños. Entidades de las que un día volaron, como infantiles, cadetes o juveniles, para vestir camisetas con más prestigio y de paso engrandecer a intermediarios con licencia al día, ojeadores, o representantes con el punto de mira puesto en el ciento por uno.

El fútbol modesto, por suerte, aún palpita.

A pesar de los pesares.




La tarjeta blanca en el fútbol español

TarjetaBlanca01¿Por qué usar tarjetas?

El uso de las tarjetas en el fútbol nació como necesidad en 1966 durante la disputa del Mundial de Inglaterra, en concreto en el partido de cuartos de final que enfrentó a los anfitriones con Argentina. Hasta entonces, los árbitros amonestaban o expulsaban a los jugadores y entrenadores verbalmente, y así lo hizo el colegiado Rudolf Kreitlein con Bobby y Jack Charlton, pero parece que nadie se percató, ni en el campo ni en las gradas, de las sanciones. Fue entonces cuando un destacado ex árbitro inglés, Keneth George Aston, pensó en un sistema que evitara cualquier malentendido, naciendo de esta forma las tarjetas. Empleó el sistema de señalización de los semáforos: el amarillo precaución y el rojo peligro, es decir, expulsión. Otro de los motivos por los que se recurrió a este método fue para salvar las dificultades lingüísticas que podrían provocar las amonestaciones verbales en partidos internacionales, donde fácilmente pueden concurrir tres idiomas sobre el terreno de juego: los de los dos equipos y el del colegiado, de distinta nacionalidad a ambos.

Este sistema se utilizó por primera vez en el Mundial de México celebrado en 1970, con el soviético Kakhi Asatiani ostentando el dudoso honor de ser el primer futbolista al que se le mostró una tarjeta amarilla y el chileno Carlos Cazely el primero en ver la tarjeta roja, además de forma directa. Aunque las tarjetas no eran de uso obligatorio inmediato, fue después de esta Copa del Mundo, a mediados de la temporada 1970/71, cuando todas las federaciones empezaron a aceptar la implantacióndel mismo sistema en sus respectivos campeonatos; pero tal y como se dice ‘Spain is different’, y en las competiciones españolas se comenzaron a utilizar la tarjeta blanca para amonestar y la tarjeta roja para expulsar.

Llega la tarjeta blanca a España

Entre el saber popular existen muchas teorías de cómo funcionaba esta tarjeta blanca. Algunos hablan de que cuatro tarjetas blancas equivalían a una roja, otros que era la precursora de la tarjeta amarilla en los partidos, como una amonestación de carácter más suave y muchas más teorías. Por si fueran pocas, en 2014 el presidente de la UEFA, Michel Platini, propuso el uso de una tarjeta blanca que significara la expulsión temporal de un futbolista durante un periodo de unos 10 minutos. Pero lo cierto es que la tarjeta blanca era como la tarjeta amarilla, idéntica frente al reglamento; una tarjeta blanca servía como amonestación y dos cartulinas de este color en un mismo partido equivalían a una tarjeta roja.

Así lo comunicó la Federación Española de Fútbol el día 15 de enero de 1971, atendiendo a las peticiones de los árbitros,tal y como se recoge en la prensa, donde se explica que el Comité de Competición decidió autorizar al Colegio Nacional de Árbitros la implantación de este sistema de tarjetas. Desde entonces aparece en las incidencias de todas las crónicas de partidos en el fútbol español.

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Quini, el primer futbolista en recibir tarjeta blanca en Primera División

No fue hasta nueve días después, el 24 de enero de 1971, en la disputa de la Jornada 19, cuando se viera la primera tarjeta en Primera Divisiónpara amonestar a un futbolista.Fue en el campo de Sarrià durante la disputa de un Español – Sporting de Gijón, y la vitola de ser primer árbitro de la categoría de oro del fútbol españolque se echó la mano al bolsillo para sacar una tarjeta recae sobre Balaguer García, del colegio mallorquín, que lo hizo para amonestar a Enrique Castro ‘Quini’ en un lance del encuentro por las continuas protestas del Brujo al trío arbitral.

Peculiar forma de estrenar el tarjetero, pero a Quini le jugó una mala pasada la juventud, puesto que contaba con tan sólo 21 años en la que fue su primera temporada en Primera División. Esta fue además la primera amonestación –tanto verbal como mediante tarjeta- de las 14 que recibió el Brujo a lo largo de sus 19 temporadas en activo.

TarjetaBlanca04No obstante, esta amonestación a Quini no fue la primera que se vivió en el fútbol español profesional. Este honor recae sobre Julián Riera Navarro, defensor del San Andrés, y es que en la mañana de aquel 24 de enero se disputó también la jornada de Segunda División, comenzando a las 11:45 horas el San Andrés – Burgos y a las 12:00 horas el Mallorca – Moscardó. Según la hemeroteca, Riera fue el primer amonestado de su partido donde hubo otras tres tarjetas blancas más, mientras que Villaverde, del Moscardó, fue el primer amonestado del suyo en el minuto 64, es decir, cuando en Sant Andreu se llegaba al minuto 79 aproximadamente. Esto nos hace suponer que fue Riera el primer futbolista que vio una tarjeta blanca en el fútbol español, mostrada por el árbitro Luis María Juango Ruíz.

Las crónicas de la época nos hablan del buen recibimiento que tuvieron en su estreno las tarjetas blancas, en especial entre el público.

TarjetaBlanca05¿Por qué el color blanco?

El fútbol mundial funcionaba con la tarjeta amarilla y la roja, salvo el fútbol español. No está muy claro el por qué la Federación Española de Fútbol optó por este color yendo a contracorriente del resto, pero Andrés Ramírez, quien fuera secretario general de la Federación, tiene la clave. Al parecer, Ramírez no pudo acudir al Mundial de México por problemas profesionales, algo en lo que influyó el hecho de que la selección española no lograra la clasificación en la fase previa, por lo que tuvo que seguir el torneo por televisión. En 1970la mayoría de los televisores todavía eran en blanco y negro y el de su casa no era una excepción, por lo que así fue como vio los colores de las tarjetas desde su domicilio, tomando por equivocación el amarillo como blanco. Fue por este peculiar motivo por el que se implantaron las cartulinas blancas por decisión del organismo federativo a partir de entonces.

Pero la Federación Española no podía ir contra el mundo eternamente en este aspecto, y fue en verano de 1976 –cinco años después de su implantación- cuando decidieron adaptar la normativa internacional y traer las tarjetas amarillas al fútbol español. En septiembre de aquel mismo año, el presidente del Comité Nacional de Árbitros de España, José Plaza, anunció este cambio para las competiciones españolas, siendo la temporada 1976/77 la primera en la que se sacaron tarjetas amarillas en el fútbol español, siendo el primer futbolista en recibir esta sanción Diego, de la Real Sociedad, en el partido inaugural de la temporada frente al Real Zaragoza a los 12 minutos “por violencia” el 4 de septiembre de 1976. Un dato curioso es que durante todo este tiempo, los equipos españoles que disputaron competiciones europeas veían cómo a sus jugadores les mostraban tarjetas blancas en España y amarillas en Europa.

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 Para entonces, el término “tarjeta blanca” ya había calado en el vocabulario popular, sin distinción entre aficionados y periodistas. Tanto fue así que se empleaba para columnas de opinión –como vemos en ‘Marginales’ del diario ABC- e inclusoalgunos periodistas continuaron empleando este término mucho después de que la cartulina se coloreara de amarillo en el fútbol español, encontrando crónicas de una década después en la que todavía se habla de la tarjeta blanca como método de sanción.

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Sí, la tarjeta blanca existió en el fútbol español y, a pesar de hacerlo de forma anecdótica durante un lustro y de que la memoria colectiva se haya olvidado de ella, sirve para dejarnos alguna anécdota como su origen, el hecho de que a la Federación le costó cinco años rectificar su decisión, que los futbolistas que disputaron competiciones internacionales pudieran ver cartulinas de tres colores a lo largo de las temporadas: blanca, amarilla y roja, o para conocer que el primer futbolista del fútbol español profesionalen ser amonestado mediante una tarjeta blanca fue, presumiblemente, Julián Riera, defensor del San Andrés, mientras que el pionero en la Primera División fue Enrique Castro ‘Quini’ (Sporting de Gijón) en 1971 y el primero en hacerlo con una tarjeta amarilla fue Diego (Real Sociedad) en 1976. Una anécdota más del fútbol español que tampoco debe caer en el olvido.

Referencias:

–          González, Luis Miguel (2013). Las mejores anécdotas de árbitros. Barcelona: Editorial Esfera.

–          Hemeroteca de ABC

–          Hemeroteca de Diario As

–          Hemeroteca de El Mundo Deportivo

–          Hemeroteca de La Vanguardia

Agradecimientos:

A José Hernández Armenteros y Luis Javier Bravo Mayor por su inestimable ayuda.