¿Qué dice la FIFA?

Cuando hablo de la gran historia del fútbol pionero con un periodista de Europa o de América, la pregunta que se me presenta inevitablemente es «¿qué dice la FIFA»?. Entonces la charla se complica. Porque detrás de esa pregunta anida la idea de que la FIFA -cuya misión es dirigir el fútbol internacional de nivel mundial, y solo eso- es también la referencia en materia de historia, nuestra gran universidad, refugio de grandes sabios. Volvamos pues a la realidad, mucho menos consistente, y devolvamos su verdadero alcance a las posiciones que ciertos presidentes de la federación internacional han podido favorecer en los libros que decidieron financiar para su propio prestigio y afirmar su poder.

La FIFA y un primer supuesto libro de historia

La manía de la FIFA de meterse con la historia del fútbol es relativamente reciente aunque tiene, como se verá al final de este artículo, raíces internas lejanas.

No hubo nada publicado en la materia hasta que salió el libro autobiográfico de Jules Rimet en 1954. Rimet fue el gran presidente de la FIFA. Ejerció de 1921 hasta el Mundial de Suiza. Bajo su mandato, el torneo olímpico se convirtió en campeonato del mundo universal en 1924, y gracias a su esfuerzo personal, el título se mantuvo en 1928. Después de esta fase cien por ciento sana y deportiva, la carrera del presidente francés, a la zaga de la federación italiana, entra en aguas turbias. Rimet cede a las presiones de los dirigentes fascistas apenas cierra el Congreso de Barcelona en mayo de 1929. Abandona durante un año el Mundial de Uruguay. Reaparece a último momento en Montevideo, desacreditado y burlado por los belgas. En 1934 y 1938, siempre cediendo a Mussolini, europeiza la Copa del Mundo. Y durante la Segunda Guerra Mundial, cumple un papel dudoso, que no ha sido aclarado hasta el día de hoy, como presidente del Comité Nacional de Deportes de la Colaboración. Después vuelve a un período positivo, concretando la primera Copa del Mundo verdaderamente impulsada por la FIFA, en 1950, y obteniendo la incorporación de los británicos, primera desde la participación de Irlanda Libre en Colombes.

En momentos de retirarse, el objetivo de Rimet es personal: enceguecido por un autoculto desbocado -la Copa del Mundo ya lleva su nombre-, decide postular al Premio Nobel de la Paz. Su idea es erigirse en una especie de Coubertin plus plus. Inventa entonces la ficción que aparece en el libro «Historia maravillosa de la Copa del Mundo». Rimet expone ahí contra Coubertin (sin nombrarlo una sola vez) y contra la época dorada de los Juegos, que tanto aprovechó, afirmando que los filtraba una policía del amateurismo. Renegando lo mejor de su propia obra, desacredita los dos campeonatos que creó realmente: los mundiales del 24 y 28. En pos de apoyo católico en Roma, coincide así con la línea italiana, y compensa presentándose como «el universalista del deporte», el humanista inquebrantable. Surge entonces el gran cuento: Rimet verdadero conceptor, creador y salvador del primer verdadero mundial, el de 1930 en Montevideo.

El libro de Rimet no se leyó. Es que habla mal de todo el mundo, en particular de sus colegas franceses. Pero fue retomado tardíamente como base del cuento fundador a partir del reino de Havelange. El presidente brasileño de la FIFA impuso entonces la versión según ella cual la Copa del Mundo de fútbol fue un invento genial de Rimet, presentando al francés como el San Pedro de la Iglesia del Dios Fútbol.

Quedaron dudas. Primero porque en aquella época se sabía muy bien que los mundiales universales habían empezado antes. Segundo porque en Sudamérica, sobre todo en Uruguay y en Argentina, no se olvidaba el mal comportamiento de los europeos en 1929-1930, ni las actitudes de Rimet en 1934, 1936 y 1938, en favor de Italia contra América, en favor de Austria contra Perú y en favor de Alemania contra Austria.

Pero como no había rigor y nadie se preguntaba de dónde salían esas afirmaciones, la creencia terminó imponiéndose. De manera especial, sin duda, porque el relato bíblico de Havelange, que no mencionaba ninguna fuente, parecía provenir de un reconocimiento tardío y noble, de presidente a presidente, y de América a una muy modesta persona, Rimet. Así, para que no se viera la falla, se enterró el libro.

Un primer libro casi «de la FIFA»

Con el tiempo, los disparates de Rimet fueron más o menos arreglados y despegados de la historia personal del presidente. Quedaron sin embargo tres tesis básicas, que marcan una fundación ideológica y política de la federación. Uno, que la FIFA siempre fue universal y los Juegos olímpicos siempre amateurs. Dos, que la FIFA inventó el campeonato mundial de fútbol universal. Tres, que dicho invento se concretó en Montevideo en 1930. Nada de esto era cierto. Así por ejemplo, los Juegos fueron universalistas bajo Coubertin hasta 1930 mientras que la FIFA fue amateurista entre 1908 y 1921. declarándose plenamente abierta recién en 1925 en su Congreso de Praga. Pero poco importaba la verdad. Se instauraba la piedra ideológica angular del «partido FIFA» contra «el partido olímpico», adversario principal desde 1925, con el argumento de una superioridad moral intrínseca.

Cuando se iban a cumplir cien años de la FIFA, Sepp Blatter encargó a su consejero Jérôme Champagne la edición de un libro de prestigio que relatara la historia del fútbol bajo el reino de la federación, entre 1904 y 2004. Salió entonces «El siglo del fútbol».

La obra sigue la estructura del libro de Rimet. La primera parte describe el proceso fundacional respondiendo a las dos preguntas claves de la historia pionera: ¿cómo nació la FIFA? ¿cómo se creó el campeonato del mundo máximo, abierto a todos los futbolistas, un cuarto de siglo después ? En el medio, como lo había hecho también Rimet con gran despliegue de disparates, se estiraban indefinidamente los peros para «explicar» tanta demora.

El equipo de redacción dirigido por el francés Alfred Wahl -cuatro franceses, un inglés y una alemana- retomó las tesis generales de Rimet: torneos olímpicos de poco valor por ser amateurs, creación del campeonato mundial verdadero en 1930 por una FIFA sana y decidida. A estas leyendas viejas se agregaron algunos avances tenues y una serie de extrañas pinceladas que parecían demostrar que, en esta materia y desde la FIFA, puede escribirse más o menos cualquier cosa.

El tenue avance era que se insinuaba el papel negativo jugado por la Football Association durante todo el proceso inicial de la FIFA y se catalogaba el período de la presidencia inglesa como una «dominación» colonial que duró hasta la llegada de Rimet. Pero los historiadores franceses, muy militantes, cayeron en la tentación de utilizar la gran oportunidad que se les ofrecía para «expresarse políticamente». Confundieron a Uruguay, Suiza de América, con el Paraguay oscuro, asimilaron al batllismo avanzado con el fascismo italiano, y en la lista que establecieron de países autoritarios durante la primera mitad del siglo XX anotaron a Uruguay, modelo de democracia avanzada, junto a Filipinas y España, pero no pusieron a Alemania. Se agregaba así una piedra más a la «leyenda negra».

Nada de lo que dice este libro puede ser considerado como «una posición de la FIFA». Lo firmaron cuatro historiadores franceses sin ninguna legitimidad ni representatividad internacional. Nótese que para tratar temas iniciales claves no fueron invitados ni los sudamericanos ni tampoco historiadores del fútbol de Italia o de Europa Central, países cuyo rol histórico fue determinante para bien o para mal.

Punto positivo: en el prefacio, Blatter y los historiadores franceses reconocieron que la obra no tenía ningún carácter oficial. Así, este libro, como el anterior de Rimet, fue nada más que una opinión que solo comprometía a sus autores. No fue nunca ni será «lo que dice la FIFA».

La supuesta historia oficial de la Copa del Mundo

Después del golpe orquestado contra Blatter y Platini, el personal de la FIFA sufrió una intensa represión interna seguida de cambios brutales. Los historiadores franceses de Blatter, que estaban trabajando en la elaboración de un relato para el Museo de la FIFA, fueron despedidos y sus borradores terminaron en el tacho de basura. Para la tarea, Infantino contrató a un periodista inglés, Guy Oliver, con plenos poderes para redactar el gran libro referente que el Museo vendería a los visitantes.

Oliver reescribió todo barriendo el relato francés (supuestamente «anti-inglés») e inventando una nueva verdad en la cual la Football Association quedaba mágicamente bien parada.

La cantidad de disparates que se pueden leer en las diez primeras páginas de este libro es apenas creíble. Se indica por ejemplo que la primera Copa del Mundo de fútbol tuvo lugar… en Londres en 1908, y que la ganó… Inglaterra. Claro que era amateur porque los ingleses, siempre tan fair play, no querían humillar con goleadas a sus adversarios continentales. Se afirma igualmente -colmo de la burla- que la verdadera FIFA, la FIFA activa y efectiva, fue creada por Inglaterra en 1906. Y que la FIFA del presidente francés, Robert Guérin, un pobre hombre depresivo y perezoso, era una FIFA de papel.

Como de costumbre, para la redacción de este libro no fueron invitados historiadores de América o de países de Europa Central, resultando los textos de la opinión de un solo individuo, exterior a la FIFA, un inglés para defender a los ingleses. Hábilmente, la FIFA decidió no mencionar autores. Y recuerdo que en el momento de la salida del libro, Infantino prohibió al servicio de comunicación que diera nombres.

No vale la pena extenderse en refutaciones. Notemos simplemente que nadie jamás, y menos la Football Association, consideraron el micro campeonato europeo amateur de 1908 como un Mundial. El autor no entiende los conceptos olímpicos que regían en aquél entonces, empeñándose en compensar con títulos de papel un pasado inglés víctima de su propio encierro. Recordemos también que no fue Inglaterra la que ganó en Londres sino Gran Bretaña con camiseta de Gran Bretaña. Señalemos igualmente que fue la Football Association y no Coubertin la que reglamentó ese y los dos siguientes torneos olímpicos de fútbol como amateurs. Y que fueron los ingleses, no los franceses, quienes consideraron, hasta muy tarde, que el British Home Championship era una Copa del Mundo mayor que la de la FIFA.

En cuanto al pobre Guérin (nombre verdadero Robert Clément), luchó hasta el último momento, como pudo, yendo incluso a Londres a fines de octubre de 1905, para salvar el Campeonato de Europa votado en 1905 por el segundo Congreso de la FIFA. Y que no pudo contra el sabotaje instigado por los Ingleses y sus aliados belgas.

Origen de todo esto

Dije al comienzo de este artículo que las «historias de la FIFA», con su afán superproductivo de inventos, tenía orígenes internos.

Es que dentro mismo de la FIFA se desarrolló tempranamente una cultura del argumento mentiroso. Y la mentira fundadora fue la que impusieron los dirigentes de la Football Association en la Conferencia de Londres del primero de abril de 1905, oficializada en el tercer congreso de la FIFA en 1906. Decían entonces los dirigentes londinenses expertos en materia de goles verbales: la FIFA no es una organización suficientemente madura como para organizar un campeonato internacional; que alcance primero su plena madurez y después veremos.

El objetivo obvio de este razonamiento era impedir que el campeonato internacional, para cuya organización muchas asociaciones nacionales de la FIFA estaban perfectamente preparadas, no se hiciera.

Saben bien los dirigentes del deporte que no hay desarrollo de una organización deportiva si no hay acción deportiva, vale decir, campeonatos. Saben también que los grandes campeonatos internacionales se crearon y se organizaron exitosamente sin que se estructurara previamente organización alguna. Así sucedió con la Copa América que precede a la creación de la Confederación Sudamericana. Así sucedió con el British Home Championship, que emanó siempre de una coordinación directa entre asociaciones británicas sin intervención alguna de la IFAB. Así sucedió en 1908, con el campeonato olímpico organizado por la Football Association, o en 1912, en Estocolmo, brillantemente liderado por la flamante asociación sueca.

Este argumento mentiroso pesó mucho, al punto de estructurar éticamente aquella segunda FIFA inglesa. Y Rimet, que siempre se consideró discípulo de los ingleses en materia de maniobra política, recurrió, cuando lo creyó necesario, a métodos semejantes. Así en 1927, para impedir el surgimiento de la Copa de Europa y de la consecuente Confederación continental, pretextó que un campeonato europeo derivaría necesariamente en campeonato mundial, y que por lo tanto, era prerrogativa de la FIFA.

Los libros «de la FIFA» no son «de la FIFA»

La primera conclusión que puede sacarse de todo esto es que hasta el día de hoy no hay libro de historia escrito por la FIFA, sino textos redactados por individuos exteriores contratados, del gusto de la Presidencia, acordes con equilibrios del poder interno, entre las dos potencias que siempre se disputaron el liderazgo de la organización: Francia e Inglaterra. Y que después de una dominación francesa muy larga, en el último round de manipulaciones, los ingleses asestaron un golpe duro que dejó a los universitarios galos en la lona y sin debate.

¿Qué dice la FIFA pues? Nada. Nada que se le pueda atribuir a ella, como producto de lo que ella es: una federación mundial, un encuentro mundial de posiciones de asociaciones que votan en el congreso.

¿Y por qué no hay libro de la FIFA? Sencillamente porque esta organización es una federación deportiva y no una academia de historiadores. En ninguna parte, en ningún texto estatutario, la FIFA se ha atribuido tareas de investigación y de redacción histórica. La palabra «historia» no figura en los estatutos. Y ningún texto votado por el Congreso desde los años iniciales se atreve a esbozar la más mínima tesis sobre los complicados puntos que son objeto de nuestra investigación histórica central: el desarrollo de la FIFA y el desarrollo de los mundiales.

Dirá algún entendido que el Reglamento del Equipamiento menciona en uno de sus artículos el tema de las estrellas y expresa algún concepto muy vago sobre «Copas del Mundo» y «Campeonatos del pasado». Los ex secretarios generales de la FIFA, que administraron en su momento dicho reglamento, son unánimes: el texto solo trata aspectos comerciales y apunta a la protección de derechos de marca. La prueba es que en caso de litigio, la decisión final queda en manos de la Comisión de Marketing, comisión que por otra parte fue disuelta cuando fue despedido Jérôme Valcke.

En consecuencia, ningún relato histórico enunciado por un secretario general, un presidente o un equipo de la FIFA puede ser considerado como «posición oficial de la FIFA» porque no hay vía oficial posible para su elaboración. Basta para entender bien esto preguntar, ante un eventual relato, quién es el autor -nombre y apellido- y dónde se aprobó.

¿Acaso un individuo externo, contratado a dedo, redactando a título personal su defensa de posturas nacionales, puede dictarle al fútbol del mundo su verdad? Vemos ahí todo el atraso cultural de nuestro deporte.

¿Una comisión de historia?

Un libro «de la FIFA», con un «relato histórico de la FIFA» -si es que algún día estas expresiones tienen algún sentido-, solo podría emanar de instancias legítimas y representativas internacionalmente, de una Comisión de historia debidamente constituida, por ejemplo, cuya misión sería abrir el debate y cuyo informe se sometería periódicamente a la aprobación de las asociaciones. Se vería entonces que en el seno del fútbol organizado no hay una sola historia del fútbol sino muchas, y que cada una de ellas refleja, no la verdad histórica del fútbol, sino el punto de vista de un país, generalmente poco autocrítico.

«Lo que dice la FIFA» se volvería entonces «lo que dicen contradictoriamente diferentes asociaciones de la FIFA» para dar coherencia a su propia historia. El informe de la comisión compilaría todas las posiciones, democráticamente, limitándose a exponerlas al público para que este, desprovisto de intereses de aparato, se haga su propia opinión.

Sería un progreso. No oiríamos más la eterna y falsa pregunta del «¿qué dice la FIFA?» sino otra, más sana, más moderna: «¿cómo se inscribe esto en el debate internacional?».

Paralelamente, los historiadores seguirían su camino independiente, libre de presiones. Podrían colaborar con la federación sin ceder al oportunismo. Y el debate entre ellos se volvería posible y benéfico.




El caso Buero

Libro clave

El historiador que desee acceder a la verdad de lo sucedido a lo largo del proceso que dio lugar, después de muchísimas vueltas, al surgimiento de la primera Copa del Mundo «de la FIFA» en 1930, en Montevideo, debe imperiosamente leer, y con máxima atención, un texto clave. Me refiero al libro Negociaciones internacionales, publicado en 1932 por Enrique Buero. Buero era entonces un joven y brillante embajador de Uruguay en Europa, y accesoriamente ejercía como vicepresidente de la FIFA desde el año 1928.

Negociaciones internacionales fue editado en Bruselas. El autor se hizo personalmente cargo de una amplia difusión entre los dirigentes del fútbol internacional, europeo y sudamericano, ofreciendo facilidades para la adquisición del libro por el público oriental. Negociaciones internacionales es en realidad un compendio de archivos. El objetivo, escribió Buero en el Prefacio, fue «dejar hablar los documentos». Se presentan cartas, telegramas e informes que el autor intercambió con las autoridades de la FIFA -Rimet, Hirschman y Seeldrayers-, con los dirigentes de la AUF, con el Ministerio de Relaciones Exteriores de Uruguay, y con los dirigentes de diversas asociaciones europeas cuya participación fue solicitada. Los documentos, sin traducción, están en español, en francés, rara vez en inglés.

El libro se articula cronológicamente, limitándose Buero a componer dicho ordenamiento y a encabezar cada capítulo con una presentación de pocas líneas. El sumario da la pauta de la importancia de los temas: El congreso de Barcelona, Comienzan las dificultades, La propaganda contra el campeonato, Los belgas dan el primer paso, etcétera. El objetivo declarado del autor fue dar a conocer las «interioridades de la organización» de aquél primer campeonato del mundo no olímpico, explicando el caso excepcional de la «intervención de un diplomático en materia deportiva».

Todo indica, y el prefacio así lo certifica, que la obra se dirigió principalmente al público uruguayo, «al público de mi país», y que apuntó a brindar material bruto con la intención de clarificar el reparto de méritos entre los diferentes actores en las diferentes fases de la creación del mencionado Mundial: propuesta, reglamentación, financiamiento y convocatoria efectiva. Pese a las facilidades ofrecidas por Buero, pese a la importancia histórica de los datos y pese a la revelación de hechos decisivos en favor del patrimonio histórico de la AUF, el libro no llegó nunca a Uruguay. Y nadie ha encarado hasta el día de hoy el indispensable esfuerzo de reedición que exige este trabajo.

Buero aparece en los libros de la FIFA como el amigo de Rimet. El mano derecha del presidente francés. El hombre que, según los relatos oficiales, después de aceptar el proyecto concebido por Rimet en 1924, convenció a la AUF. El que, en definitiva, actuó como ejecutor servicial de una FIFA francesa, visionaria y generosa. Pero ese cuento de Buero como servidor de Rimet no es lo que nos indican los documentos de Negociaciones internacionales sino una caricatura fabricada por el propio Rimet en su Historia maravillosa de la Copa del Mundo veintidós años después. Llama la atención al mismo tiempo el siguiente contraste: en los libros de la federación internacional siempre hay una foto del buen Buero, pero no en los relatos de la AUF ni en el Museo del fútbol del Estadio Centenario, dispuesto sin embargo para recordar las conquistas mundiales uruguayas, en particular la de 1930.

Hoy los Buero en Uruguay

Hace unos catorce años, yo empezaba a estudiar la Historia maravillosa -supuesto testimonio fiable- y sentaba las bases de mis primeras críticas contraponiendo la documentación descubierta en los archivos a las afirmaciones de Rimet, que me resultaban cada vez más disparatadas. Así por ejemplo, Rimet niega en su libro toda relación de la FIFA con los campeonatos olímpicos de 1924 y 1928 mientras que la documentación de la época da la pauta de su intensa acción como presidente de todos los poderes deportivos olímpicos del fútbol habidos y por haber (presidente de la federación francesa; presidente de la FIFA; vicepresidente del Comité Ejecutivo del Comité Olímpico Francés, que le pagaba salario; presidente de la Comisión olímpica de estudios; miembro de la Comisión olímpica técnica del fútbol). Igualmente, ni en las actas de la directiva francesa ni en la prensa oficial de la asociación gala se encuentra la menor indicación en favor de la tesis clave del libro de Rimet según la cual fue él quien concibió el campeonato mundial en Montevideo en 1924apenas terminada la final de Colombes, él quien lo promovió ante Buero en 1925, él quien convenció a la AUF entre 1925 y 1929, él quien lo salvó del boicot que encararon las asociaciones europeas, él quien llevó a que Francia participara. El Rimet de las actas francesas aparece, por el contrario, como un cómplice discreto de aquél boicot, desde la noche misma del cierre del Congreso de Barcelona. Partidario de un Mundial de la FIFA sí, pero únicamente en caso de jugarse en Europa. Y en el seno de la directiva de su propia asociación, como un seguidor acrítico del abstencionismo de mayo de 1929 a mayo de 1930.

En eso estaba cuando me llegó una carta de Juan Buero, nieto de Enrique, con una copia de Negociaciones internacionales. Juan sabía que yo trabajaba sobre estos temas. Y lo que pretendía antes que nada con su envío era que no me olvidara de mencionar el rol de su abuelo como mano derecha de Rimet y servidor fiel de la generosa FIFA francesa.

Desde el primer vistazo entendí que la obra documental de Buero era una especie de WikiLeaks revelador de la faz oscura del fútbol de la época. Aunque apuntaba al conocimiento de los uruguayos, echaba una luz radical sobre los hechos europeos y sobre el funcionamiento de la FIFA. Entendí sobre todo que los documentos que presentó Buero en 1932 constituían la antítesis absoluta del supuesto testimonio publicado por Rimet 22 años después. El libro de Buero y el de Rimet eran totalmente antagónicos, punto por punto incompatibles y paralelos.

Se desprendía de Negociaciones internacionales que Rimet y Buero no habían sido amigos ligados por una misma causa, sino adversarios tenaces, portadores de proyectos opuestos. Que Buero había sido el líder y Rimet un servidor forzado por los efectos de la presión político-diplomática desplegada por el embajador uruguayo. Y eso no porque Buero lo contara o lo interpretara así, sino porque lo decían los documentos, las cartas y los telegramas, lo decían las pruebas.

Entendí también que los propios descendientes de Enrique Buero ignoraban el verdadero contenido de la obra deportiva del abuelo y el mensaje sin concesiones que cobijaba su libro. Al igual que los periodistas uruguayos atentos a los temas de historia, los familiares se limitaban a perpetuar la imagen vehiculada por la FIFA, con el objetivo de obtener un día el reconocimiento de la AUF, sin prestar atención al contenido real de Negociaciones y sin la menor intención de despertar las verdades subversivas del abuelo. Estaban dispuestos a rescatar la figura del olvido, de un olvido uruguayo, intuyendo que para ello el mejor camino era seguir pegados a la leyenda francesa del buen Rimet y de su buen amigo.

Visto desde hoy

Visto desde hoy, Negociaciones internacionales aparece como un acta de acusación contra la FIFA y un desmentido total, punto por punto, de los cuentos perpetuados hasta hoy en los libros que le escribió la academia francesa.

Se desprenden de la documentación expuesta por Buero una serie de hechos que nos obligan a pensarlo todo de nuevo. Uruguay fue excluido de las comisiones preparatorias encargadas de la creación del Mundial de la FIFA. La idea del campeonato en Montevideo no fue de Rimet ni surgió en 1924. Nació en enero de 1929 en el seno del Club Nacional de fútbol de Montevideo a iniciativa de José Usera Bermúdez y Roberto Espil, y fue inmediatamente aprobada por la asociación uruguaya y la confederación sudamericana. La supuesta acción de convencimiento que habrían ejercido Buero y Rimet en dirección de los uruguayos entre 1925 y 1929 jamás existió. Lo que se dio en la realidad fue un movimiento inverso, partiendo de la asociación uruguaya hacia los dirigentes europeos, y no en el sentido del convencimiento, sino en el sentido de la imposición política.

Los documentos que presenta Buero nos enseñan que en 1929, en el Congreso de Barcelona, la renuncia de Italia en favor de Uruguay fue considerada como una traición por los franceses. Y también que Rimet cobijaba entonces la candidatura oficiosa de París, que no pudo presentar.

Permiten entender de qué manera la dirección de la FIFA cubrió el boicot iniciado por las asociaciones de Europa occidental. Al mismo tiempo que los europeos se negaron a inscribirse, la dirección de la FIFA, por intermedio de su secretario general, aumentó indefinidamente sus reivindicaciones materiales violando el reglamento financiero con el objetivo de acular a la AUF. Calculó que, aplastados por los pedidos, los dirigentes uruguayos abandonarían, en consecuencia de lo cual, la primera copa del mundo se jugaría finalmente en Europa, en Roma o en París.

Punto culminante de Negociaciones internacionales, el telegrama que el diplomático uruguayo envía a los dirigentes montevideanos el 10 de marzo de 1930. Anuncia entonces que Rimet adhiere al plan italiano en estos términos: anulación del campeonato mundial de Montevideo; creación en su lugar de una copa Paneuropea en Roma; hipotética final mundial entre los vencedores de la Copa América y la Copa europea. En la parte final, los documentos expuestos por Buero detallan las «negociaciones internacionales» propiamente dichas que el emisario oriental lleva a cabo a nivel político, primero en Bélgica y luego en Francia. Se comprende que esa acción condujo al sometimiento de los presidentes de las asociaciones de fútbol de estos dos países puestas bajo las órdenes de sus gobiernos.

Así, los documentos de Buero contradicen los cuentos según los cuales todo pasó por Rimet y la FIFA se comportó de manera ejemplar. Y establecen la tesis siguiente: la primera copa del mundo de fútbol disputada fuera de los juegos olímpicos no fue una copa «de la FIFA», sino una copa abandonada por la FIFA, salvada por la AUF y el gobierno uruguayo, salvada por la AUF y por Enrique Buero.

Visto desde ayer

Sería un error considerar que la publicación que Buero hace de sus archivos en 1932, vale decir en momentos en que los hechos están todavía muy frescos y son conocidos de todos, iba contra la dirección de la federación internacional. Una serie de fórmulas empleadas por el diplomático uruguayo en sus últimas correspondencias con los dirigentes montevideanos y algunas cartas complementarias que no figuran en el libro permiten afirmar, sin la menor duda, y acorde con lo indicado en el prefacio, que el objetivo principal de Buero fue establecer claramente la importancia de su propia acción, el hecho particular de la intervención diplomática en la creación del campeonato mundial. Fue en efecto por la vía política, convenciendo a los ministros belgas y franceses, que Buero impuso a ciertas direcciones deportivas reticentes la decisión de participar rompiendo así el bloque del boicot.

Porque no tenían otra salida, los dirigentes de la asociación uruguaya aprovecharon el hecho que un diplomático desempeñara un rol tan trascendente y que el campeonato de fútbol resultara, in fine, de un salvataje político. Pero no lo apreciaron demasiado, porque esa acción de un político brillante que cortocircuitaba a Rimet, también los cortocircuitaba a ellos. Lo que se produjo entonces, apenas ganada la copa por Uruguay, fue bajo: la asociación uruguaya borró a Buero de los homenajes y el nombre del embajador desapareció de los informes. Buero se humilló escribiendo cartas en las cuales solicitó el restablecimiento de la verdad y el reconocimiento del papel jugado por la diplomacia. Y fue porque no alcanzó ese objetivo que decidió publicar su correspondencia deportiva, decir su verdad, colocar su bomba.

La edición de Negociaciones internacionales fue percibida por la dirección del fútbol uruguayo como una impertinencia. Y aunque confirmaba el rol dirigente de Uruguay en la creación del nuevo campeonato del mundo, la AUF tomó la decisión lamentable de adquirir la totalidad de los ejemplares impresos para destruirlos. El resultado lo tenemos hoy. No circula un solo libro. En Uruguay prácticamente nadie lo ha leído. De esta manera, por envidias y bajos intereses individuales, el fútbol uruguayo y el fútbol en general se ve privado hasta el día de hoy de una fuente documental de primer orden.

No hay autobombo

Qué se entienda bien. El libro de Buero, a diferencia de lo que publica Rimet en 1954, no apunta a crear una ficción autobiográfica ni a exaltar la acción del autor.

En los documentos presentados, Buero no aparece como un dirigente visionario e infalible, sino como un intermediario que duda, que en ciertos momentos juega las cartas adecuadas y en otros se muestra excesivamente ingenuo, y hasta se equivoca.

Así, cuando los dirigentes uruguayos le transmiten el proyecto de candidatura de Montevideo, Buero se opone. Argumenta en sucesivos telegramas que es una utopía, que Uruguay no dispone de medios materiales suficientes, que no hay estadios ni mercado como para responder correctamente a una tal empresa. Igualmente en el informe que Buero redacta al término del congreso de Barcelona anota muy ingenuamente que la participación de Italia y de los países de Europa Central está plenamente asegurada, sin sospechar que estos países tienen la intención de hundir el campeonato. También la reacción de Buero en marzo de 1930, cuando el presidente de la FIFA le propone trocar el campeonato del mundo por una copa Paneuropea, es incierta y genera lógicamente desconfianza en Uruguay. Sabe que la maniobra resulta del pacto que Rimet acaba de firmar con los dirigentes italianos. Pero muy diplomáticamente, explica a los dirigentes montevideanos que «no hay mala voluntad por parte de la FIFA».

Estos errores se suman al hecho que, contra lo establecido en Barcelona en el plano económico, Buero se muestra blando en las negociaciones financieras con la FIFA, dispuesto a ceder a cada vez que Hirschman le somete nuevos reclamos. La tensión entre los montevideanos y el embajador alcanza un punto culminante cuando los equipos europeos exigen, como condición para anotarse, que la asociación uruguaya asegure el pago de consecuentes compensaciones salariales a todos los futbolistas participantes. La aceptación de este pedido por el diplomático escandaliza legítimamente a los dirigentes y a la prensa de Uruguay. Estalla entonces una crisis y la comunicación entre Buero y Montevideo se corta. Es que, según lo decidido por la FIFA en los congresos de 1925 y 1926, las compensaciones salariales de una selección deben ser asumidas por su propia asociación nacional, y Buero no parece recordarlo.

El hecho es que Buero no selecciona los archivos en su favor ni cae en ningún tipo de autoculto. Y solo la parte final, donde se exponen las complicadas «negociaciones internacionales» de la última chance, lo muestra actuando completamente solo, decisivamente. Sin embargo, como él mismo lo subraya a cada vez que rinde cuentas, dichas tratativas en Europa no son otra cosa que la aplicación de la orden que le da la AUF: obtener por cualquier medio la participación de por lo menos cuatro equipos.

Una carta en 1950

Buero se retiró de la FIFA y del fútbol en 1934 de modo definitivo. Sin lugar a dudas, el joven y brillante diplomático cobijó entonces cierto resentimiento. El tiempo pasó, la acción política lo llevó a asumir responsabilidades más importantes y a viajar por el mundo. Muy probablemente, como resultado de la conciencia que tenía de la jerarquía de los problemas y de ciertas mediocridades del medio futbolístico, Buero dio vuelta definitivamente aquella página. Para los hijos, y posteriormente para los nietos, la acción deportiva de Enrique fue probablemente un silencio bien guardado en esa cantidad de registros cuidadosamente encarpetados en la biblioteca del pequeño cuarto que le servía de escritorio, en la casona de Carrasco. Nunca una confesión detallada de una experiencia personal, finalmente amarga.

El 14 de julio de 1950, el hijo de Enrique Buero, Juan, aterrizó en Río de Janeiro con su avioneta personal. Su intención era asistir al partido decisivo del campeonato mundial entre Uruguay y Brasil en el estadio de Maracaná. En una carta enviada el 19 de julio de 1950, tres días después del «Maracanazo», Juan escribió lo siguiente a su padre:

«Por intermedio de Jules Rimet, a quien fui a saludar en forma interesada al Serrador, conseguí las mejores localidades para el partido. Hablamos de los pasados campeonatos, de cómo un día en 1925 surgió de una conversación contigo la idea del Campeonato en Montevideo y de muchos otros recuerdos que hoy ya son historia.»

Puede suponerse que al regreso de su hijo, Enrique no se tomó el trabajo fastidioso de aclararle hechos ya lejanos. ¿Qué valor y qué sentido puede haber dado el diplomático a aquella fórmula vaga que le llegaba por vía indirecta del ya viejo, enfermo, probablemente desmemoriado, y finalmente apreciado Jules Rimet? Nadie sabe si le inspiró ternura, curiosidad, indiferencia, o el sentimiento agradable de ser objeto de esas contorsiones elegantes de forma que manejan los franceses cuando escriben.

Lo que sí se sabe es que Rimet, cuando redacta ese mensaje, ya tiene elaborado el esquema de la leyenda que se apresta a escribir. Lo que sí se sabe también, es que trasmitiéndolo de ese modo al hijo de Buero, que no reacciona, lo está sometiendo a un test satisfactorio. Esa carta, con esas palabras amistosas de Rimet, planta la mentira en el seno mismo de la familia.

El estudio comparativo de las páginas claves de la Historia maravillosa de Rimet -de la 25 a la 42- y del libro de Buero permite entender la metodología empleada por el francés. Siguiendo el hilo de Negociaciones internacionales, lo dio vuelta punto por punto, invirtiendo los méritos, las jerarquías y el encadenamiento de los hechos. El ejecutor obligado se volvió conceptor visionario. El furgón de cola se volvió locomotora. Seis años de historia puestos al revés.

Rimet no envió nunca su Historia maravillosa al «gran amigo». Enrique Buero no supo de la existencia de ese cuento impreso en el que se habla mucho de él. El gran diplomático uruguayo murió probablemente creyendo que en Europa se seguían manejando restos de la verdad, aquella verdad gris que en 1932 circuló en las altas esferas del poder futbolístico y que hoy espera encerrada en su libro de archivos.




La FIFA y las compensaciones (1923-1927)

1894: el modelo inglés

Sigue pesando mucho entre los comentaristas la idea según la cual el fútbol se mantuvo en estado de amateurismo hasta fines de los años veinte del siglo pasado por lo menos. Se afirma que el fútbol conoció dos eras, la era amateur y la era profesional, y que durante la primera fase los futbolistas que cobraban dinero eran tramposos, o como se dice habitualmente, «amateurs marrones». Se acepta claro está la excepción británica -en todo el Reino Unido las ligas profesionales se impusieron antes del año 1900-, y se acepta también, aunque sin explicitar su naturaleza, la existencia del primer gran campeonato internacional de fútbol, el British Home Championship. Este campeonato se abrió a los jugadores profesionales desde su creación en 1884.

Mi punto de partida es que, de estas dos últimas observaciones, debe sacarse una conclusión mayor: a fines del siglo XIX, los británicos establecieron el modelo futbolístico universal, con una distinción entre amateurs y profesionales a nivel del fútbol nacional, y la no consideración de dichas categorías tratándose de campeonatos y partidos internacionales, vale decir, en el momento de componer la selección. El modelo británico instaurado en 1884 fue pues: categorías separadas en lo nacional, mezcla de categorías en lo internacional.

Los comentaristas tampoco nos aclaran qué pasó en esos aspectos con la FIFA que surgió veinte años después de la instauración de este modelo. Los cuentos oficiales establecen que «la FIFA inicial» (si… ¿pero cuál? ¿la francesa de Guérin o la inglesa de Woolfall?) quiso crear el campeonato del mundo, pero la inconsistencia de esta afirmación aparece cuando se les solicita un documento probatorio y cuando se les pregunta si el mencionado campeonato del mundo era un abierto o estaba reservado a los amateurs. Aún suponiendo que la FIFA de 1904 se propusiera crear un campeonato del mundo -lo que no es cierto-, quedaría por determinar si la iniciativa apuntaba a todos los futbolistas -y el mundialismo habría sido entonces verdadero– o si se la reservaba a una categoría sola, la inferior de los amateurs -y en tal caso el mundialismo era una devaluación que se agravaba con el paso de los años a medida que se generalizaba el profesionalismo en las primeras divisiones-.

Dicho esto, no resulta muy difícil concebir la posibilidad de que aquellos dirigentes pioneros franceses que crearon la federación internacional con ambición, que cubrían el fútbol inglés para la prensa francesa, que admiraban la técnica y la economía del fútbol británico, y que cruzaban cada año el Canal para ver los clásicos entre Inglaterra y Escocia, se propusieran imitar un modelo tan exitoso.

1904-1905: el modelo británico de la FIFA francesa

Es lo que confirman plenamente los documentos: la FIFA de Guérin, la primera FIFA francesa, siguió al pie de la letra el modelo británico.

La Constitución de 1904, aprobada por el primer congreso, fijó el objetivo del «Campeonato internacional» europeo y definió muy precisamente el perímetro de acción de la FIFA limitándolo a las «relaciones internacionales», entre selecciones, y excluyendo por lo tanto las cuestiones propiamente nacionales entre las cuales se encuentra el tema de las categorías, soberanamente definido por las asociaciones nacionales afiliadas. Así, en aquél acuerdo fundador, no se menciona el tema del amateurismo ni se hace referencia a separaciones. De este modo, lo que se funda es una federación de todos los futbolistas, que aspira a organizar un campeonato internacional de todos los futbolistas.

Otro documento corrobora nuestras afirmaciones: el reglamento del campeonato de Europa que el segundo congreso de la FIFA aprobó en 1905. Este torneo, que invitaba a 15 equipos nacionales del Viejo Continente, preveía un Grupo 1, «Islas Británicas», que no era otra cosa que el British Home Championship. De esta manera, el campeonato internacional de la FIFA aparecía como una extensión del campeonato internacional británico a todo el continente, y por consiguiente, como una extensión de su naturaleza de «Open», abierto a los profesionales. La perspectiva respondía a un objetivo esencial: atraer a los británicos dentro de la FIFA ofreciéndoles en bandeja años de palmarés continental. Accesoriamente, Guérin aseguraba la participación de todos los futbolistas continentales -en diferentes países, como en Francia desde 1897, funcionaban campeonatos de profesionales y se formaban selecciones de profesionales que multiplicaban las giras iniciáticas por Inglaterra, enfrentando las reservas de los grandes clubes-, y aceleraba su progreso técnico y táctico.

1908-1920: la FIFA rebajada por los ingleses al rango amateur

Como ya se ha expuesto en otros textos y como puede comprobarse en los boletines que emitió la dirección internacional de la FIFA entre julio y octubre de 1905, el campeonato de Europa fue víctima de un sabotaje interno liderado por los belgas y piloteado por los ingleses. Quedó pues en la nada. Como consecuencia de la traición general, Guérin renunció el 2 de noviembre de 1905 quedando abierta la vía a la intervención de la Football Association inglesa.

La FA «entró» en la FIFA en 1906 con la condición de ser reconocida como estructura superior. Se dio entonces una situación totalmente anormal en la cual una asociación nacional se erigió por encima de la federación internacional. Puede decirse si temor a exagerar que no fue la Football Association que se afilió a la FIFA sino la FIFA que se afilió a la asociación inglesa. Este mecanismo de absorción y sometimiento no debe extrañar: Londres lo practicó desde 1902 para controlar las asociaciones de América (Norte y Sur) y de Oceanía, y valorizar entidades de tipo colonial en Malta y en Malasia.

La tutela inglesa sobre la FIFA se fijó el objetivo principal de separar el fútbol europeo en dos categorías: la categoría alta, británica; y la categoría baja, la FIFA. Con un leitmotiv que todavía se oye: los profesionales ingleses son los mejores. La oportunidad ideal se presentó en 1907 cuando la organización de los Juegos olímpicos fue finalmente atribuida al Comité Olímpico Británico después de la renuncia de Roma. Se afianzaron entonces tres principios de rebaja. Uno, el fútbol continental perdió todo derecho a organizar su campeonato propio. Dos, se lo encerró en la esfera olímpica. Tres, el torneo olímpico se reglamentó como campeonato inferior, reservado a los amateurs.

Se formalizó entonces, implícitamente, la segunda FIFA, una FIFA de los amateurs, sin objetivo deportivo propio.

Los principios impuestos por los ingleses nunca fueron discutidos por el congreso de la FIFA. Formaron parte de las decisiones adoptadas por la tutela, definidas en las actas de la directiva inglesa como fundamento de la «afiliación» de la Football Association a la FIFA, y aplicadas por el asalariado de la FA Ltda, Daniel Woolfall. Como lo recuerda el histórico secretario general de la FA, Frederick Wall, la idea era «favorecer el desarrollo del fútbol puro en el continente». Por «fútbol puro» se entendía el fútbol amistoso, no competitivo, en otros términos, el fútbol amateur. El campeonato olímpico debía ajustarse a esa política, y no como campeonato de la FIFA sino como campeonato «de las asociaciones», bajo la denominación de Challenge Trophy de la Football Association.

La rebaja convino a las asociaciones monárquicas del Continente -Holanda, Bélgica, Dinamarca y Suecia- que, en recompensa por su adulación, fueron consideradas como asociaciones respetables.

La situación se mantuvo hasta los Juegos de Amberes de 1920 con un punto culminante: la resolución de Cristiania de 1914, impuesta al Congreso de la FIFA como penitencia después de las protestas alemanas de 1912 y 1913. Aunque de mala gana, se reconoció entonces el campeonato olímpico como campeonato mundial de los amateurs, sobreentendiéndose entonces dos otras cosas: que la FIFA era solo una federación de los amateurs, es decir, una retaguardia; que el verdadero mundial era el British Home Championship.

Rumbos del profesionalista Rimet

Hay que reconocer que entre 1906 y 1920, la rebaja amateurista generó pocas reacciones por parte de los dirigentes continentales. Esta aceptación, aparentemente incomprensible, contraria a los intereses generales de la FIFA y del fútbol, tiene muy sólidas causantes. En primer lugar, los ingleses amenazaban constantemente con renunciar y crear una nueva federación internacional. En segundo lugar, las asociaciones de ciertos países monárquicos, con peso decisivo, se oponían al profesionalismo por instinto de clase. En tercer lugar, las asociaciones profesionalistas (Francia, Italia, Checoslovaquia, Hungría y Austria), actuaban desunidas, y la presidencia inglesa las apartaba. En cuarto lugar, el tema del amateurismo era entonces secundario. La molestia principal era la opresión general que Inglaterra ejercía sobre el Congreso, vetando cualquier iniciativa sobre cualquier tema deportivo -arbitraje internacional, leyes del juego, traducción de textos, prensa-.

En agosto de 1920 los ingleses se fueron de la FIFA después de un nuevo intento para liquidarla. En noviembre, Rimet fue elegido provisoriamente presidente, no para romper con la rebaja inglesa sino para salvar la estructura, restablecer la unidad, evitar la implosión, y finalmente también, para obtener el retorno de las asociaciones británicas. Las intenciones íntimas del dirigente francés se precisaron recién en mayo de 1921 cuando se confirmó que la octava olimpiada tendría lugar en París. Coubertin empleó a Rimet en el seno del Comité Olímpico Francés, y el presidente de la FIFA entendió entonces que todo convergía en el sentido del universalismo deportivo. Actuando más como dirigente de la federación francesa y del Comité Olímpico Francés -los dos organismos que le pagaban sueldo-, presionado por un Coubertin que desde 1909 se había vuelto abiertamente favorable a la presencia masiva de atletas de origen popular, Rimet reanudó objetivamente con la línea de Guérin. La FIFA 3 se conectó con la FIFA 1.

Pero con un avance más: por primera vez, la ausencia inglesa generó indiferencia. Es que ahora la Football Association actuaba descaradamente contra la FIFA y hasta las asociaciones continentales serviles se cansaron. Rimet fue visto como un hombre providencial. Él mismo consideró que su persona encarnaba el surgimiento de un nuevo interés, el interés del aparato embrionario de la FIFA, separado del interés de las asociaciones, con su propia perspectiva deportiva, política y financiera. Se consolidó una idea: el torneo de fútbol de París debía ser lo máximo. Nada de rebajar. Nada de obstaculizar.

En ese contexto, Rimet reanudó con su propia línea personal. En 1900 había organizado los campeonatos profesionales de atletismo de la segunda olimpiada. En 1910 había instaurado el profesionalismo futbolístico en París creando la Liga de Fútbol Asociación. En 1913 había profesionalizado su club, el Red Star. Y después de la Guerra, había trazado el camino definitivo instaurando en el campeonato francés dos categorías de futbolistas (A pagos, B amateurs) más un sistema de pases que estructuraba el conjunto. La regla general fue entonces la misma que en los Estados Unidos, en España, en Italia o en Uruguay: los clubes podían emplear a sus jugadores.

Surge el tema de las compensaciones

Como lo anotó Coubertin en sus Memorias olímpicas, después del Congreso olímpico de Lausana (1921) los ingleses dejaron de limitar sus ofensivas contra tal o cual deporte para atacar a la totalidad del movimiento olímpico y romper con la dirección liberal francesa. El pretexto era el de siempre: no se respetaba «la moral deportiva», es decir, el amateurismo. Ya no era solo la rebaja del atletismo y del fútbol lo que se buscaba, sino la amateurización obligatoria de los Juegos en general, en otros términos, la exclusión de los atletas asalariados de origen popular admitidos hasta ese entonces.

Dentro de la FIFA, el movimiento reaccionario estimuló las acciones negativas de los dirigentes de ciertas asociaciones -Holanda y Bélgica, en particular, pero también algunos dirigentes suizos pro ingleses- que exigieron debates sobre el tema del amateurismo y reclamaron intransigencia en la lucha que supuestamente había que llevar contra el profesionalismo. En ese contexto, el tema muy anexo de las compensaciones por pérdida de salario hizo mucho ruido y pareció central.

Fue pues por la vía indirecta de la ofensiva amateurista contra el Comité Olímpico Internacional de Coubertin que el tema del amateurismo irrumpió abiertamente, por primera vez, en el seno de la FIFA, en el Congreso de París, en 1924, al margen del torneo de fútbol. Pero no llegó solo. Lo acompañó su contrapartida: la reivindicación profesionalista de los países centrales, apoyados por Italia. En estos lugares, el profesionalismo ya era masivo desde 1910, un poco como en la costa atlántica de los Estados Unidos. Pero se trataba de un profesionalismo «de club»: el contrato, las obligaciones del jugador y el nivel de salario eran fijados separadamente por cada club. El objetivo de los profesionalistas centrales era ahora pasar del profesionalismo de club (mal llamado «era amateur») -que daba mucha libertad al jugador- al profesionalismo de liga o de asociación, con reglas comunes a todos los clubes y un sometimiento del jugador a la ley patronal general (mal llamado «era profesional»).

Los debates fueron sumamente confusos porque, si bien la ofensiva de los británicos a nivel olímpico apuntaba a fijar reglas de amateurismo para los Juegos con el argumento entendible de que en las olimpiadas «sus propietarios» (los jefes del atletismo) tenían derecho a imponer las reglas que se les antojaran, en lo que se refiere a la FIFA, la cuestión del amateur/profesional, de orden nacional, no tenía cabida. Además, ni los amateuristas ni los profesionalistas querían despertar nuevas e irreparables divisiones. Por eso mismo, unos y otros evitaron plantear abiertamente el tema clave – reglamentar campeonatos reservados o reglamentar campeonatos abiertos- para no provocar una confrontación frontal. Dieron vueltas, limitando el asunto al tema simbólico de las compensaciones, que cada cual interpretaba a su manera en un debate de sordos.

¿De qué se trataba? De saber si un trabajador que dejaba de trabajar cierta cantidad de días para jugar al fútbol debía ser compensado financieramente o no. Para muchos, desubicados, se trataba de las compensaciones que podían pagar el club a los pobres amateurs desaventajados. Pero para Rimet, siempre adelantado, el asunto de las compensaciones no era otra cosa que el del salario internacional que la asociación podía pagar a los jugadores seleccionados, sea cual fuera su categoría, con el objetivo de asegurar la mejor y la mayor participación en ocasión del campeonato del mundo olímpico.

Malas explicaciones sobre bandos opuestos dentro de la FIFA

Se lee en los libros publicados por la Presidencia de la FIFA –El siglo del fútbol en 2004 y la Historia oficial de la Copa del Mundo en 2017- que entre 1925 y 1928 «la FIFA se dividió», y que esa división opuso dos bandos: los amateuristas duros y los amateuristas flexibles. Los duros se oponían a las compensaciones. Los flexibles las toleraban siempre y cuando se las limitara en el tiempo. Los autores concluyen que la lucha entre estos dos bandos fue tan aguda que para superar el conflicto se decidió sacar el campeonato de la FIFA de los Juegos, dándole un carácter abierto.

Estas explicaciones carecen totalmente de consistencia y deberían conducir a una serie de interrogantes graves. Para empezar: si todas las partes de la FIFA eran favorables, en mayor o menor medida, a la restricción amateur ¿qué sentido podía tener crear un Mundial propio, abierto a todos los futbolistas, vale decir, abierto a los profesionales, contra los cuales todos militaban? Para seguir: si en 1925 todas las partes de la FIFA eran amateuristas, entonces la FIFA seguía siendo hasta esa fecha una federación solo para los amateurs, una federación atrasada, la retaguardia, y no esa organización de vanguardia que nos presentan los mismos redactores. Para terminar: si todas las asociaciones de la FIFA eran amateuristas, ¿cómo puede entenderse que en 1925, en pleno debate absurdo sobre el tema anexo de las compensaciones, Rimet sometiera al voto del congreso la gran regla estatutaria autorizando a componer libremente los seleccionados con amateurs, no amateurs y profesionales? La gran regla estatutaria, aplicada por anticipado en 1924 y formulada en el papel en 1925, no era amateurista: era abierta, y por ende profesionalista.

La realidad es más radical, más simple y más clara que lo que nos dicen esos libros. Desde su creación en 1904, la FIFA vivió una lucha entre asociaciones amateuristas y asociaciones partidarias de una regla internacional abierta, indiferente al tema de las categorías. El conflicto estalló en 1905 cuando fue liquidado el Campeonato de Europa de Guérin. Durante el largo período de opresión británica, las asociaciones favorables al abierto -Francia, Italia y los países centrales- fueron marginalizadas. La renuncia de las asociaciones británicas en agosto de 1920 coincidió con un fuerte desarrollo del profesionalismo en el mundo entero: creación de la American Soccer League ultraprofesional; establecimiento de formas reglamentadas de profesionalismo de club en Francia, Italia y América del Sur; surgimiento de clubes declaradamente profesionales en Checoslovaquia, Austria y Hungría; etcétera. Y cuando Rimet -que paradójicamente fue propulsado como presidente por los dirigentes escandinavos porque no era ni anti inglés ni pro alemán- reglamentó el campeonato olímpico de 1924 como abierto, irrumpió el debate.

Los bandos y la obra de Rimet

Se observa entonces que en 1925 se produjo la misma oposición fundamental que en 1905, entre los partidarios de la reserva amateur (bajo influencia británica, liderados por Bélgica y Holanda) y los partidarios del abierto (bajo influencia francesa e italiana). Pero como suele suceder en todo el deporte de aquella época, ante un tema delicado que no gusta a los patrones de los clubes, la discusión no fue franca, no se operó con la transparencia debida, sino de modo torcido, a través del tema confuso, lateral y muy elástico de las compensaciones.

La consecuencia fue que los verdaderos conflictos internos quedaron tapados, ocultados y no resueltos.

Fue también una cuestión de táctica. Con gran habilidad, Rimet, partidario del abierto y profesionalista convencido como Coubertin, puso el tema de las compensaciones sobre la mesa para que el bando amateurista se dividiera. Y fue lo que sucedió. Los belgas y los noruegos se mostraron flexibles. Los suecos y los holandeses intratables.

Se discutió interminablemente durante tres años seguidos -en 1924, 1925 y 1926- para saber si era bueno o no que los clubes pagasen compensaciones. Fue un «fuera de tema» en el seno de una federación internacional constitucionalmente abierta a todos. Se debatió y se votó, se volvió a debatir y se volvió a votar. Pero el hecho objetivo fue que, paralelamente a esa diversión, Rimet, Francia e Italia triunfaron. Y no solo en lo fundamental -la FIFA abandonó explícitamente el amateurismo de la época inglesa en 1925-, sino también en lo que se refiere al tema de las compensaciones que supieron orientar en su dirección y en los límites de las prerrogativas de la FIFA.

Rimet era favorable a compensar. Pero también era perfectamente consciente de que este tema solo podía ser tratado por la FIFA desde el punto de vista internacional, en relación con los encuentros y campeonatos internacionales. La cuestión social del futbolista, que para jugar partidos del campeonato nacional debía dejar su trabajo durante unos días, no era el tema. Lo que sí podía interesar eventualmente era que el mecanismo de las compensaciones favoreciera el desarrollo del campeonato mundial olímpico, y más globalmente, del fútbol internacional.

En 1926, por la boca de los nuevos delegados suizos volcados ahora en favor del profesionalismo, la verdad se manifestó sin vueltas: «Si no pagamos compensaciones, nuestros mejores jugadores, que juegan contratados en clubes del exterior, se niegan a jugar en la selección». Ya no se trataba de pagar compensaciones de club a los pobres trabajadores amateurs sino de pagar salarios internacionales a los «mejores jugadores», es decir, a los profesionales, para que aceptaran la selección. Se trataba pues de compensaciones que se sumaban a los salarios futbolísticos. De ahí que en las decisiones que votó la FIFA en favor de las compensaciones no se mencionó la calidad del jugador a compensar y se definió como pagador a la asociación nacional. La asociación nacional podía pagar salarios a los jugadores seleccionados, amateurs o profesionales, por sus servicios internacionales. Se compensaba así tanto el salario obrero perdido por el amateur como el salario futbolístico perdido o no por el profesional.

La victoria de Rimet fue doble. Sin mayores problemas impuso discretamente el abierto. Y agregó a esto, al cabo de tres años de guerrilla reglamentaria interna, la posibilidad extraordinaria de otorgar un salario internacional olímpico a los jugadores seleccionados.

Concluyendo

Así, el debate sobre las compensaciones no opuso diferentes amateurismos sino el ala retrógrada y ya vencida de una FIFA atrasada versus los partidarios de un profesionalismo doble, nacional más internacional. Y ganaron estos. El reglamento del campeonato olímpico de fútbol de 1928 selló su victoria definitiva: libertad de participación para los profesionales; incitación al pago de compensaciones para todos los jugadores movilizados independientemente de su categoría, desde el día de la partida de la casa hasta el día de regreso.

La cuestión de las compensaciones fue definitivamente aclarada en 1930. Entonces -como forma de obrar contra el Mundial de Montevideo- las asociaciones europeas exigieron que Uruguay pagara elevadas compensaciones salariales a los jugadores invitados. Las primeras reivindicaciones provinieron de los países más profesionalizados -Hungría y Checoslovaquia-, admitiéndose así que el que era profesional en su club también debía serlo en su selección, y que el tema de las compensaciones no era saber si eran una forma intermedia de profesionalismo sino una forma suplementaria. Adhirieron luego las asociaciones pretendidamente amateurs: Bélgica particularmente, cuyos futbolistas también cobraron sueldos internacionales pagados por Uruguay durante dos meses.

El mecanismo fue entonces pervertido. Las compensaciones no estuvieron a cargo de la asociación participante, como lo había decidido la FIFA en 1926, sino de la asociación organizadora. Pero en lo fundamental, se afianzó una necesidad: a la profesionalización del fútbol nacional debía seguir la profesionalización del fútbol internacional.

Otra conclusión tiene que ver con la historia de la FIFA.

Entre 1904, fecha de su fundación, y 1930, fecha de su primera tentativa deportiva seria, se distinguen tres FIFAs. De 1904 a 1905, la FIFA deportiva y abierta de Guérin, vanguardista en Europa. De 1906 a 1920, la FIFA vegetativa y amateur, con un punto culminante: la decisión de Cristiania de 1914. De 1921 a 1930, una FIFA convaleciente, en vías de apertura, con intenciones de acción, que en 1924 acepta el abierto olímpico, que en 1925 se vuelve estatutariamente abierta, y que en 1929 se propone, al menos en el papel, crear su propio campeonato mundial.




Sobre la existencia o no de estilos nacionales

Tema del estilo nacional

La teoría de los estilos nacionales estuvo muy de moda durante la primera mitad del siglo veinte. Decían los comentaristas -y en particular los grandes comentaristas franceses como Gabriel Hanot, Lucien Gamblin o Maurice Pefferkorn-: los húngaros juegan científicamente, los austríacos son finos y frágiles, los italianos tienen estilo defensivo, etcétera. Y esas etiquetas se perpetuaron durante la segunda mitad del siglo. Se habló del juego total de los holandeses, del juego directo de los alemanes, del cerrojo italiano, del arte brasileño, de la gambeta argentina, del pase largo inglés y del tiquitaca español.

El concepto de estilo nacional da a entender que en determinado país, la manera de jugar al fútbol funciona como un reflejo de la idiosincracia de sus habitantes. Significa pues que dicho temperamento nacional existe, y que todos los jugadores de ese lugar actúan de manera semejante, acorde con su identidad común y permanente. Los encuentros internacionales entre selecciones, pero también entre clubes de diferentes países, aparecen entonces como un enfrentamiento de aspecto eternamente repetido.

Ciertos indicadores parecen dar razón a estas teorías. Los brasileños siguen produciendo malabaristas, los españoles multiplicando los pases, los uruguayos replegándose desesperadamente y los alemanes intentando recobrar el juego potente que les valió cuatro estrellas. Al mismo tiempo, las fallas de la teoría del estilo saltan a la vista ya que, aunque no parece descabellado considerar cierta permanencia en la manera de jugar de una selección nacional, resulta absurdo considerar que en un país dado, aún limitando la observación a una época determinada, todos los equipos de todos los clubes y de todas las edades practican un mismo tipo de fútbol.

Esto nos lleva necesariamente a restringir el tema. La prudencia impone que se hable, no de la posibilidad de un «estilo nacional», sino de la posibilidad de un «estilo de una selección nacional». Vale decir, de un estilo que proviene, no de la idiosincracia de un pueblo, sino de la continuidad en la actividad de una organización bien determinada: la asociación nacional de fútbol.

Tema del supuesto estilo uruguayo

Los calificativos que los comentaristas americanos y europeos aplicaron al fútbol uruguayo desde el momento en que se hizo famoso fueron de lo más variables. Para algunos los celestes eran artistas; para otros eran indios muertos de hambre que defendían su arco desesperadamente como lo habían hecho los charrúas cuando Juan Díaz de Solís llegó al Río de la Plata.

Aún hoy permanece el contraste entre quienes, viendo jugar nuevas figuras, recuerdan el gran pasado estético de la Celeste, y quienes perpetúan la «leyenda negra» de un juego intrínsecamente sucio y brutal -indio, gaucho o negro según el racismo que se manifieste-, leyenda que fue inventada por la prensa alemana pro nazi después de la derrota de su equipo el 3 de junio de 1928, retomada por la prensa golpista bonaerense después de la final de la Copa del Mundo de 1930, y recuperada por una academia universitaria francesa obnubilada por las aproximaciones del antropólogo argentino Eduardo Archetti.

El tema del «estilo uruguayo» fue resucitado a comienzos de este siglo durante la llamada «era Tabárez» (2006-2021). Para este entrenador y para la prensa deportiva que lo siguió ciegamente, el fútbol uruguayo fue siempre un fútbol «de respuesta», por oposición al fútbol «de propuesta» de los gigantes vecinos, Brasil y Argentina. Los jugadores uruguayos habrían jugado siempre así, expectantes, dependiendo su accionar de lo que haría el adversario extranjero, ya no siguiendo una opción «tácticamente defensiva», a la italiana, sino una disposición mental de achicamiento sicológico sistemático.

El camino que llevó a este tipo de concepciones puede esquematizarse así: se rechazó por principio la idea de una decadencia del fútbol uruguayo; se decidió que el comportamiento decadente hacía estilo; se dedujo que siempre se había jugado así, incluso en la época olímpica dorada. Al pasar, se instauró la figura del entrenador fuerte, dictatorial, que no se comunica con los dirigentes, que le habla mal a la prensa y que exige idolatría, a la inversa del pasado glorioso de la época olímpica que se obtuvo sin entrenador y con actitud modestamente popular. Como la Celeste obtuvo mal que bien algunos resultados -una Copa América y un cuarto puesto en un Mundial-, el discurso se incrustó como un dogma.

Es fácil demostrar que la tesis del «fútbol de respuesta» no tiene consistencia. Los resultados de los partidos de los campeonatos olímpicos de 1924 y 1928, y los de la Copa del Mundo de 1930, incluyendo la final contra Argentina, dan la pauta a la vez de una gran solidez defensiva y de un formidable poder atacante. Por otra parte, ¿qué sería un partido de fútbol entre equipos de jugadores uruguayos si ambos bandos se limitan a «responder », a esperar la propuesta del otro… que nunca llega? En cuanto a la posición obtenida en el Mundial de Sudáfrica, conviene recordar el milagro de los cuartos de final contra Ghana, y que en 2002, por ejemplo, el match por el tercer puesto se jugó entre Turquía y Corea del Sur.

La pobreza intelectual de las explicaciones de Tabárez se fue evidenciando a medida que se sucedieron cantidad de partidos mal jugados. Se volvió entonces a la justificación muy conocida en el medio oriental: «Los muchachos dieron todo», forma pobre del argumento agotado de la garra.

Un librito

El cronista oriental Nilo Suburú publicó en 1959 un librito maravilloso titulado Fútbol uruguayo y fútbol moderno. El prefacio plantea el tema del estilo de esta manera: si los jugadores uruguayos se presentan en la cancha con una camiseta de otro color y caras no identificables, ¿puede pese a ello el público afirmar sin hesitaciones que ese equipo es el Celeste porque su estilo resulta visualmente inconfundible? ¿Puede reconocerse esta selección solo por la manera visible de jugar como se distingue un cuadro de Picasso de un Van Gogh?

Suburú pasa luego revista a una decena de tesis que en aquél entonces pretendían dar con la fórmula exclusiva del estilo uruguayo: fútbol directo, fútbol ofensivo, fútbol defensivo, fútbol reflexivo, carrileros, ataque en V, garra, fútbol físico, fútbol arte, etcétera. Y luego de observar que estas tesis suelen ser antagónicas, y sobre todo, que no son ni una exclusividad ni una constante del fútbol uruguayo, las rechaza.

Suburú no concluye que no hay un estilo uruguayo. Temiendo el vacío que una tal conclusión habría implicado, toma algunos de los puntos criticados y confecciona una definición del estilo combinando características múltiples: juego directo, reflexión individual, fuerza mental, garra, a lo que agrega la coexistencia equilibrada del fútbol arte y el fútbol fuerza.

Así, pese a la perfección crítica del libro, la demostración final no convence porque aquellos rasgos que, tomados separadamente, resultaban falsos, lo siguen siendo cuando se los considera de conjunto.

Un comentario argentino

Recuerdo muy bien un partido disputado hace pocos años entre Uruguay y Argentina. El encuentro, totalmente dominado por los albicelestes, terminó cero a cero. Alarmado por la delicuescencia de las prestaciones celestes, me había propuesto analizar la calidad de los pases y había llegado a la siguiente estadística: una sola serie de más de tres pases seguidos a lo largo de todo el primer tiempo; una mísera mejora en el segundo con dos secuencias, una de cuatro pases, otra de cinco.

Un comentarista argentino escribió entonces lo siguiente: «No juegan. No buscan siquiera armar una jugada. No les importa. Y lo increíble es que no jugar les da resultado.»

Lo interesante del comentario no es tanto la expresión de una incapacidad de juego que caracterizó al conjunto celeste durante los últimos años de la era Tabárez, luego de que se retirara Diego Forlán, sino la constatación del carácter voluntario, deliberado y asumido de esa incapacidad. No se intentaba hilvanar acciones y a los jugadores eso no les importaba.

Es interesante porque si existe una característica poco discutible del fútbol celeste es el desprecio que manifiesta por el buen juego, por el juego construido y por el juego bonito. El fútbol espectáculo no es lo suyo. Desencadenar los aplausos del público ante una gran jugada no está ni estuvo nunca en los planes, salvo en 1924 cuando, como lo recordaba Pedro Petrone, después de liquidado el partido, «satisfacíamos el pedido de los buenos franceses que nos reclamaban juego académico», es decir pases y más pases tejiendo la madeja.

Y es interesante también por otros dos aspectos.

El primero es que el público uruguayo, por más extraño que parezca, aprecia mucho esta manera de no jugar. Así, este gusto por el no jugar revela que los secretos de lo que se considera «estilo» son más bien una «concepción histórico-cultural», una cultura, y son recibidos de esa manera por quienes tienen esa cultura. Las tristísimas quenas bolivianas generan alegría en los corazones quechuas.

El segundo aspecto es que ese fútbol ajeno al espectáculo es lo propio de cierto fútbol callejero, que por definición no tiene público salvo el que constituyen los propios jugadores. En la calle -tal es mi experiencia como jugador de barrio en el Montevideo de los años 60- lo único que le interesa interiormente al joven jugador es pasar satisfactoriamente la prueba. Si el adversario es superior, romperle el juego como sea. Si el adversario es inferior, meterle goles como sea. No hay aplausos ni replay. No hay memoria ni gloria. Y en eso, el fútbol celeste de la selección es una proyección directa, casi intacta, de la mentalidad del fútbol callejero, una conexión directa con las raíces.

Corresponde entonces hacer otra observación: la construcción mental del futbolista de la selección celeste que lo liga a la calle no es un hecho visible. El fútbol, decía Obdulio Varela, es un hecho mental, y lo mental no puede verse con los ojos. No se revela a la mirada sino al análisis. Vemos pues que un aspecto de lo que podría ser considerado como un ingrediente del «estilo», no lo es porque no es visible. Está ahí, es un ingrediente mayor, un aspecto de la «concepción cultural» definitoria del fútbol de la Asociación Uruguaya de Fútbol, pero como no se ve, no puede denominarse «estilo».

Sobre la famosa garra

Está de moda entre los universitarios uruguayos cuestionar la realidad de la garra charrúa presentándola como un objeto meramente imaginario, una ilusión provincial. Los argumentos que se manejan son del orden de la lógica o de la filosofía: ¿por qué los futbolistas uruguayos tendrían el monopolio mundial del espíritu de lucha? ¿qué hacemos de todos esos partidos en que no se manifestó ni sombra de la garra? ¿cómo explicar que la garra apareció en los comentarios tan tardíamente, recién cuando la calidad técnica del fútbol de Uruguay empezó a decaer, y más como un paliativo de los malos resultados que como un sello de victoria?

Es sabido que los títulos mundiales de Uruguay no se ganaron con la garra sino en base a un despliegue perfectamente documentado de calidad técnica y de creatividad táctica. Y sin embargo, cuando representaciones de este tipo adquieren tanta solidez, una pregunta se impone: ¿cuál podría ser su base real, el hecho objetivo peculiar que da nacimiento al mito y que el mito deforma?

En épocas lejanas en que los equipos nacionales del mundo entero se buscaban entrenadores ingleses o escoceses, en tiempos en que la dirección táctica externa, siguiendo el modelo inglés, ya había impuesto su verticalidad y una división tajante del trabajo futbolístico entre el director técnico intelectual y el jugador físico, la Celeste seguía funcionando con un sistema de autogestión, fijando la composición del equipo y la orientación táctica en la discusión entre el capitán y el grupo de jugadores cuadros. Así, los tres primeros grandes títulos se obtuvieron bajo la dirección intelectual de José Nasazzi, y el Maracanazo, liderado en todos sus aspectos por Obdulio Varela, fue concebido de punta a punta en los intercambios que se operaron antes y durante el partido entre el capitán, el guardameta Máspoli, el constructor técnico Schiaffino y el goleador Alcides Ghiggia.

Se trata de un punto clave también. Su raíz coincide con el punto destacado anteriormente: en la calle no hay director técnico externo. Los jugadores se dirigen solos, componen los equipos solos, disponen a los jugadores como se les da la gana, establecen ajustes tácticos durante el encuentro en las conversaciones más o menos formales que van llevando o en las directivas que expresan los jugadores respetados. Esa es la base real de la famosa garra.

Mientras que en los otros equipos, los jugadores debían esperar la reacción mental y la directiva intelectual que desde afuera les inyectaba el entrenador (la consciencia proletaria es introducida desde afuera por los intelectuales, escribió Lenin), en la selección uruguaya, el espíritu emanaba desde adentro mismo, respondiendo a la definición de Varela: «el fútbol es una cosa mental». No mental para el entrenador. Mental para el principal actor, el jugador.

Es en ese sentido que el famoso relator Carlos Solé afirmaba que los entrenadores eran parásitos, y es también esta una de las diferencias mayores que, desde los orígenes, existe entre el fútbol uruguayo, -criollo, autogestionario y democrático- y el argentino -británico, vertical y obediente-.

Decadencia de la verdadera garra

Después de 1930, con el surgimiento del campeonato profesional y el fin de los partidos protestables, la Celeste padeció la extinción progresiva de los futbolistas intelectuales.

El hilo original fue reactivado en 1949 por la conjunción de dos factores: la acción del entrenador húngaro del equipo de Peñarol, Emérico Hirsh, constructor del ataque que ganó en Maracaná; la huelga de los futbolistas que duró siete meses y les devolvió la fe en su autonomía.

La garra mental autogestionaria no era lo propio del equipo peñarolense. Su orientación intelectual era dictada por aquél ilustre representante del gran fútbol judío de Europa central. Pero cuando los mismos jugadores, después de haber compartido juntos la huelga victoriosa contra los patrones de los clubes, contra la prensa y contra la asociación nacional, se encontraron en una selección que compusieron ellos mismos con la ayuda de Nasazzi, aquella garra, que definiremos pues como la autogestión táctica de los propios jugadores, volvió a anidar en el seno del grupo.

Partiendo de este desarrollo histórico, la garra posterior, es decir la garra del sudor, del «dieron todo», no es más que la forma decadente, puramente física, desesperada y rudimentaria, una garra vaciada de fuerza mental, desposeída de su lucidez, reducida al esfuerzo muscular, pero con su particularidad: encierra la añoranza del pasado intelectual perdido.

Ahora, la participación de Uruguay en las dos últimas copas mundiales marcó también el fin de la fase de la garra física de compensación. En 2018, las lágrimas de José María Giménez, diez minutos antes de que se terminara el partido contra Francia, expresaron simbólicamente la pregunta que todo el público uruguayo se iba haciendo: ¿cómo es posible que los franceses, que no tienen un país de fútbol como el nuestro, jueguen mucho mejor que nosotros? ¿Cómo es posible que la historia se haya dado vuelta? En 2022, en Qatar, después de dos primeros partidos muy insuficientes, el mismo Giménez declaró: «Hasta ahora no hemos jugado para ganar».

Así, intuitivamente, el heredero de Godín comunicó, en sus reacciones, a la vez el problema y la solución. El problema es volver a jugar. La solución es que los propios jugadores asuman por sí mismos el pensamiento de juego.

Una conclusión

El lector me perdonará que este análisis se haya apoyado exclusivamente en el ejemplo uruguayo. Es el caso que conozco. Muchas páginas más necesitaría este artículo si se buscara completar su tesis evocando la trayectoria de otros seleccionados claves como el alemán, el francés, el brasileño o el español. Ateniéndonos pues a un formato limitado, sacaremos una serie de conclusiones que podrán ser aplicadas ulteriormente para otros equipos.

La primera conclusión es que, considerando aspectos como la autogestión táctica, la importancia sicológica del capitán, la relación directa entre fútbol mayor y fútbol de la calle, se definen características durables y esenciales de un fútbol, el uruguayo.

La segunda conclusión es que estos aspectos mencionados no son visibles, no forman parte de la actividad físico-técnica de los jugadores. Por lo tanto, no constituyen un «estilo» sino elementos activos y determinantes de un patrimonio histórico, cultural y espiritual. Este patrimonio se transmite a través de una organización, la asociación nacional, y perdura como perdura el saber hacer de una universidad prestigiosa. Si las universidades de Harvard o de Cambridge desaparecieran físicamente por un tiempo a causa de un desastre, vuelta la normalidad material se produciría milagrosamente también la resurrección de su nivel de excelencia cultural.

La tercera conclusión es que dicho patrimonio, que no es estilo sino cultura de juego, se afirma, se construye y se perpetúa cuando el seleccionado que lo posee obtiene por esa vía el máximo resultado, es decir, el título mundial. Así, la concepción del fútbol de la Celeste se reveló operante a nivel supremo en 1924. Gracias al empuje que le dio ese éxito, se fue afirmando, ajustando, y favoreció la conquista de los títulos siguientes. En 1950, su reactivación volvió a marcar una dominación intelectual ante un equipo brasileño técnicamente superior pero sin autonomía mental.

Todo esto es válido, claro está, siempre y cuando no aparezcan factores de destrucción total ajenos a la dinámica propiamente deportiva. Hungría, flor del gran fútbol intelectual judío, no alcanzó los resultados que tanto prometió durante los años dorados (1920-1954). Pese a su extraordinaria capacidad de resistencia y de adaptación, pese a esa segunda vida que le dieron decenas y decenas de entrenadores viajeros como Béla Guttman (1900-1981), su concepción ajedrecística del fútbol murió definitivamente en Berna, víctima del antisemitismo de los nazis y de los comunistas.




¿Por qué la Copa de Europa nació tan tarde?

Hechos

El fútbol se desarrolló primero en Europa.

En 1904, en el momento en que se crea la FIFA, existen en este continente por lo menos ocho asociaciones nacionales fuertes: las cuatro británicas claro está, las de Dinamarca y Países Bajos creadas en 1889, las de Suiza y Bélgica muy activas desde 1895. Puede agregarse la sección fútbol de la USFSA que funciona desde 1895. Se juega entonces una sola competición entre selecciones: el British Home Championship.

En Sudamérica, el proceso organizativo se produce con cierto atraso. Surgen asociaciones en Argentina (1893), Chile (1895) y Uruguay (1900), y más tarde en Brasil y Paraguay. Todas padecen cismas que las debilitan.

El marcado adelanto organizativo del Viejo Continente no engendró la ventaja que debió corresponder en el plano de la competición. Pese a las grandes distancias y a las limitaciones de la red ferroviaria, el Cono Sur sudamericano disputó su primera y embrionaria competición internacional en 1910, y desde 1916, impulsó su muy enérgica Copa América, de corte continental y ritmo anual. En Europa, en cambio, si se deja de lado el campeonato olímpico -reglamentado como amateur hasta 1920 inclusive, y no catalogado como continental-, los campeonatos internacionales de la zona, propiamente futbolísticos y con carácter abierto, se redujeron, durante largas décadas, a la dimensión regional: el British Home Championship desde 1894; la Copa Internacional de Europa Central desde 1927; la Copa de los Balcanes desde 1929.

Como el campeonato olímpico se abrió a los profesionales recién en 1924 y que coincidentemente, ese mismo año, se volvió mundial, la anomalía salta a la vista: no hubo verdadero campeonato continental de Europa hasta su creación formal en 1960, 44 años después que la Copa América. Se llevaban disputados entonces 27 títulos sudamericanos. ¿Cómo se explica esta anomalía?

Respuestas de las narraciones oficiales

La narraciones oficiales no plantean nunca este tema en los términos que acabamos de exponer. Eluden la cuestión continental europea para limitarse luego a enunciar una serie de elementos indirectos que tienden a atenuar la gravedad del asunto.

Para los autores británicos el tema no es de interés. La organización de un campeonato internacional de Europa no fue nunca una perspectiva interesante para sus football associations. Hasta la Segunda Guerra Mundial, importantes dirigentes de la Premier League consideraron el British Home a la vez como un campeonato británico, un campeonato continental, y hasta como un campeonato mundial.

En cuanto a los relatos elaborados por los historiadores franceses, siguieron globalmente el hilo conductor establecido por Jules Rimet en su Historia maravillosa de la Copa del mundo, con la tesis que todos conocemos: los dirigentes de las asociaciones europeas se habrían planteado, desde el principio, el objetivo luminoso de un campeonato del mundo, mucho más interesante que la limitada Copa de Europa. Así, la historia de las primeras décadas del fútbol internacional europeo deja de ser la de una pugna realista de sus dirigentes en aras de estructurar el alcanzable campeonato continental para convertirse en la maceración de una utopía. El relato se compone entonces de una sucesión interminable de dificultades que ocupan un cuarto de siglo.

Dice Wikipedia que la idea de un campeonato continental apareció en Europa en 1927, propuesta por el francés Henri Delaunay. Y agrega, sin dar mayores explicaciones, que solo pudo concretarse cuando los países del Viejo Continente aceptaron crear una unión deportiva continental común.

Esta versión se limita a desplazar las preguntas. ¿Por qué la idea aparece recién en 1927, casi un cuarto de siglo después de creada la FIFA y más de una década después de que surgiera la Copa América? ¿Por qué habría de concretarse recién en 1960, 33 años después de la propuesta? ¿Y por qué, finalmente, pese a la experiencia que acumularon en la FIFA, los mismos dirigentes continentales no fueron capaces de organizar la «unión deportiva continental» durante más de medio siglo?

1905, primer proyecto de Campeonato de Europa

La FIFA nace en 1904 como «federación de federaciones de Europa». La ambición principal es llevar a cabo lo antes posible el Campeonato internacional de Europa, entre selecciones de asociaciones europeas. Guérin ya había intentado organizar esta competición en 1903, antes de la creación de la FIFA, pero el proyecto fue abandonado cuando el diario L’Auto, que acababa de crear el Tour de France, retiró su patrocinio.

El primer congreso de la FIFA se reunió en París y dejó en suspenso la organización de la competición. Al mismo tiempo, la Football Association inglesa llamó a una «Conferencia internacional en Londres», que tuvo lugar el primero de abril de 1905. Sus dirigentes enunciaron entonces que la FIFA no era una verdadera federación internacional y que su eventual campeonato no podría ser ni internacional ni serio ni interesante.

El joven Guérin no quiso interpretar negativamente las advertencias inglesas. Interesante o no, la FIFA y el campeonato no eran objeto de un rechazo definitivo. Decidió pues poner al orden del día del segundo congreso de la FIFA, reunido en mayo de 1905, el tan ansiado proyecto de Campeonato de Europa. Apareció entonces en las actas, no como una iniciativa subversiva francesa, sino como una idea amiga, de Bélgica y de España.

El proyecto se abre con esta frase: «Europa se divide en cuatro grupos». Se invitaban quince naciones. El Grupo 1 «Islas Británicas» no era otra cosa que el British Home Championship. Se trataba pues de un abierto a todos los futbolistas, a los profesionales británicos, claro está, pero también a los jugadores de las ligas profesionales y a los no amateurs del Continente.

La competición se dividía en dos fases. Para las eliminatorias se utilizaban los partidos amistosos que ya estaban programados. Para la ronda final se preveían sólo tres partidos, las dos semifinales y la final, organizados por los suizos durante la Pascua de 1906. Se establecía además un reglamento financiero: 85% de los beneficios netos de la ronda final para los semifinalistas; 10% para la asociación suiza; 5% para la FIFA. Estos dispositivos volvían la realización fácil y económica. Las inscripciones, a realizarse antes del 31 de agosto de 1905, se abrirían inmediatamente y estarían a cargo de la secretaría de la FIFA que funcionaba entonces en los locales de la asociación belga.

Así, el Campeonato de Europa de naciones debió nacer en 1906. Así también, la primera idea de campeonato de Europa no data de 1927 sino de 1903 y el primer proyecto concreto, de 1905. Debe atribuirse a Robert Guérin, verdadero creador de la FIFA.

Sabotaje anglo-belga contra la Copa de Europa

Como se sabe, la Copa de Europa programada por la FIFA en 1905 no se realizó. Según Rimet y según las versiones oficiales que siguieron, la cantidad de inscriptos no fue suficiente. Pero nadie es capaz de presentar los supuestos archivos de la secretaría belga susceptibles de demostrar esa afirmación precisa y terminante.

La tesis de una abstención masiva no es creíble. Ls asociaciones que componían la FIFA bregaban por el Campeonato internacional desde 1902, y en el Congreso de 1905, aprobaron unánimemente los términos del proyecto. Por otra parte, nada les impedía anotarse en julio de 1905 y abstenerse en mayo de 1906, en el momento de la participación efectiva. Enviar una aceptación no costaba nada. Era la manifestación normal de una voluntad buena y activa. Y declarar forfait a último momento era una práctica habitual, no reprensible en aquella época.

Los autores oficiales explican el hecho concreto del abstencionismo súbito y total invocando causas de orden general: fue, nos dicen, consecuencia del escaso desarrollo de las asociaciones nacionales. Nuevamente el argumento es inconsistente. En la Conferencia de Londres de 1905, los dirigentes de la FIFA demostraron ante esa misma objeción inglesa que el Continente contaba con cinco asociaciones sólidas, que sumadas a las cuatro británicas daban un total de nueve: lo suficiente para lanzar la Copa.

¿Cómo se explica entonces el «fracaso» de la Copa de Europa de 1905? Los boletines que la dirección internacional de la FIFA publicó entre julio y setiembre de 1905 contienen todos los datos explicativos.

En diferentes artículos, Guérin (Francia), Mühlinghaus (Bélgica) y Schneider (Suiza) denunciaron el sabotaje liderado por la presidencia de la asociación belga en manos del barón Edouard De Laveley, que ordenó la no apertura de las inscripciones, contra las opciones del secretario Mühlinghaus. Es el hecho clave que explica que no hubo ni pudo haber una sola inscripción. De Laveley, que era un magnate de la minería con negocios concentrados en Inglaterra, obraba entonces como agente del fútbol inglés en el Continente. El sabotaje belga duró de mayo a setiembre de 1905, más allá del plazo fijado por el Congreso.

Paralelamente, como lo certifican los mismos boletines, De Laveley organizó una campaña de propaganda contra el proyecto de Guérin, sin buscar contactos con la Presidencia, empleando el pretexto de las fechas de la ronda final que ya no le convenían. La subversión belga, incitada desde Londres, generó confusión. Circuló luego un chantaje eficiente: si se juega el campeonato, los ingleses abandonarán definitivamente la idea de afiliarse a la FIFA.

En la desesperación, Guérin intentó dos últimas acciones. En setiembre transfirió la secretaría de la FIFA a los locales de la USFSA francesa, y el primero de noviembre fue a Londres para discutir con los dirigentes de la Football Association. El 2 de noviembre, constatando la traición general, el creador de la FIFA renunció a todos sus cargos relacionados con el fútbol.

Los fundamentos de la acción inglesa son bastante claros. Vieron la incorporación del British Home Championship dentro del Campeonato de Europa como una devaluación deportiva, una pérdida de poder político, y sobre todo, como una amenaza contra su control de un negocio muy jugoso. A estos cálculos se aliaron los jefes de las asociaciones continentales monárquicas amigas que prefirieron sus intereses personales, la mundanidad social, la fraternidad política y la complicidad económica, y desecharon el interés deportivo de los futbolistas.

1906-1925, prohibición de cualquier campeonato internacional propio

La liquidación del campeonato de Europa acarreó la toma de la presidencia de la FIFA por Inglaterra. La USFSA francesa fue apartada. La prensa cerrada. El comité ejecutivo sometido a los plenos poderes de una nueva instancia, el comité de estudio, que instrumentó la auditoría sistemática de las asociaciones para desestabilizarlas.

En 1906, en ocasión del tercer congreso de la FIFA, el nuevo presidente Daniel Woolfall fijó la nueva línea: la FIFA no se propondrá organizar ningún campeonato internacional porque está muy lejos de tener esa capacidad. Argumentó que las asociaciones continentales no eran verdaderamente nacionales, atacó directamente a la asociación francesa fundadora, y agregó que los continentales desconocían las reglas de juego. El tema del campeonato se volvió tabú, desapareciendo totalmente de los debates del congreso. La FIFA se convirtió entonces en una organización vegetativa, sin propuesta deportiva.

El único campeonato posible para las asociaciones continentales fue el olímpico. Pero ahí también la tutela inglesa castigó. La FIFA fue apartada de todo trabajo reglamentario y el torneo fue reservado a los amateurs. La Football Association donó su Challenge Trophy, y bautizó el campeonato «Challenge de las asociaciones». Una burla, puesto que por Inglaterra se presentaba un seleccionado «de Gran Bretaña», compuesto por supuestos amateurs, que no respondía a la realidad organizativa de ninguna asociación nacional reconocida.

En 1918-1920, la acción de Inglaterra contra la FIFA fue más lejos, hasta plantear la creación de una nueva Federación internacional reservada a los aliados. El plan implicaba un cisma mundial y la liquidación de cualquier perspectiva mundialista olímpica. Afortunadamente el plan fracasó, lo que marcó el final de la Inglaterra todopoderosa. La consecuente renuncia de las asociaciones británicas abrió la vía al nombramiento de un nuevo presidente, el francés Jules Rimet.

El problema fue entonces que a Rimet se le impuso un doble mandato, muy estricto, que no rompía con el pasado: restaurar la unidad de la FIFA evitando los temas que dividen y hacer todo lo posible para obtener el retorno de Inglaterra. Dicho mandato llevó a que se perpetuara la filosofía anterior según la cual la Federación internacional no estaba habilitada para organizar competiciones ni en condiciones de cuestionar abiertamente el amateurismo. Proponerse organizar o reglamentar un campeonato, peor aún, un campeonato abierto, era la mejor manera de provocar a Inglaterra y de imposibilitar su regreso. Así, por anglofilia y por inercia, la prohibición del campeonato de Europa se mantuvo.

Nuevo proyecto de Campeonato de Europa y nuevo veto

El torneo olímpico de fútbol de 1924 tuvo, en Europa, dos consecuencias mayores.

En primer lugar, el torneo olímpico, al convertirse en Mundial, dejó de ser un espacio posible para el abierto de Europa que las asociaciones profesionalistas de los países centrales más Italia reclamaban. En segundo lugar, la dominación del equipo uruguayo demostró la importancia del campeonato continental: Uruguay ganó el Mundial de 1924 porque la Copa América lo había preparado.

Ciertas asociaciones continentales sacaron conclusiones muy legítimas. Uno, que el campeonato de Europa sólo podría desarrollarse fuera del torneo olímpico, que era ahora mundial; dos, que había desigualdad entre el fútbol sudamericano -con competición continental- y el fútbol europeo -privado de esa fase-; tres, que había que crear inmediatamente el campeonato abierto de Europa antes de seguir avanzando -a ciegas y para perder- en el sentido del mundial.

A mediados de 1926, Italia, Austria, Hungría y Checoslovaquia presentaron al comité ejecutivo de la FIFA el proyecto de crear un campeonato de Europa abierto a todos los futbolistas, amateurs y profesionales. Como la FIFA, en su calidad de federación internacional olímpica, tenía prohibido desde 1921 organizar competiciones geográficamente limitadas, el proyecto continental implicaba necesariamente el surgimiento de una confederación continental.

La reacción inmediata del comité ejecutivo de la FIFA fue un «no» rotundo. No al campeonato de Europa, y sobre todo, pero sin decirlo, no a lo que el campeonato de Europa implicaba, es decir, al surgimiento de una confederación continental europea rival de la FIFA. El objetivo común de Rimet, Hirschman y Seeldrayers fue entonces mantener el monopolio de la FIFA sobre el fútbol europeo, un comportamiento de orden político, muy parecido al de los ingleses en 1905, igualmente antideportivo.

Así, la segunda propuesta de campeonato de Europa no fue francesa como se dice. Fue obra de un bloque de asociaciones, y ocurrió en 1926. Así también, el segundo fracaso del Campeonato de Europa ocurrió ese año.

Tercer sabotaje del Campeonato de Europa por la FIFA de Rimet

Para evitar el cisma que el rechazo de la propuesta europeísta podía generar, el presidente de la FIFA decidió crear una comisión de estudio. Esta debía elaborar propuestas de campeonatos que la FIFA podría organizar en el futuro, fuera del marco de los Juegos olímpicos. La presidía el suizo Gabriel Bonnet, sensible a las posiciones italianas, y la componían delegados globalmente favorables al proyecto continental. Pero en la fijación del objetivo estaba la trampa. Se trataba de canalizar la disidencia y de ganar tiempo.

La Comisión emitió dos propuestas principales, la de Italia y la de Francia. Italia solicitó la creación prioritaria de una Copa de Europa abierta, y accesoriamente la de un campeonato mundial en miniatura entre los finalistas europeos y los finalistas sudamericanos. Francia (Delaunay) rehabilitó el proyecto de campeonato de Europa de Guérin, sumándole la idea de un gran campeonato mundial abierto a organizar después de cumplido el torneo olímpico de Amsterdam.

La dirección de la FIFA prometió que las propuestas se discutirían en el congreso de Helsinki en 1927 para aprobación, sabiendo que, en su marco, solo las propuestas mundialistas eran legales.

Como quedó registrado en las actas del congreso, el Comité ejecutivo no envió los proyectos a las asociaciones. Al no ser discutidos por las directivas nacionales, los delegados llegaron a Helsinki sin mandato. En consecuencia, el tema desapareció del orden del día del congreso. El sabotaje generó vehementes protestas de los dirigentes italianos y también del francés Delaunay. La dirección de la FIFA respondió en coro que no autorizaría el surgimiento de ningún campeonato continental con el argumento falacioso de que este «tendería a convertirse en el campeonato internacional de la FIFA». Apenas concedió la posibilidad de que se organizaran competiciones internacionales limitadas, de tipo regional, entre cuatro o cinco países como mucho, y con la autorización expresa del comité ejecutivo.

Resultó de esta situación una gran frustración general, y más concretamente, el surgimiento de una copa internacional de Europa Central cuya primera edición se extendió de 1927 a 1930, sin alcanzar la envergadura continental.

Así, el tercer proyecto de Campeonato de Europa fue doble, francés e italiano. Ocurrió esta vez sí en 1927. Y fue objeto de un sabotaje también doble. El sabotaje legalista: la FIFA olímpica no podía encarar campeonatos geográficamente limitados. Y el sabotaje monopolista: la FIFA de Rimet, repentinamente ambiciosa pero siempre frágil, no admitía organizaciones rivales en su zona de poder.

Consecuencias del sabotaje de 1927

El nuevo sabotaje contra el Campeonato de Europa generó una ruptura entre las asociaciones sudamericanas mundialistas y las asociaciones continentales favorables al campeonato de Europa, reacias a proseguir la competición mundial en condiciones de inferioridad. Fue en ese contexto que el Torneo olímpico de Amsterdam conoció una primera ola de abstencionismo por parte de las asociaciones centrales y que en el congreso de Barcelona de 1929, contra todo lo esperado, las candidaturas europeas serias -que eran las de la disidencia- se retiraron una tras otra, regalando la organización del Mundial a Montevideo. Este regalo fue una contramaniobra. Se trataba de encerrar a Rimet en una impasse con el argumento contundente de que no valía la pena ir a Montevideo. Si los sudamericanos ganaban fácilmente en Europa, ni que hablar si jugaban de locales.

Apenas terminado el Congreso en Barcelona, los dirigentes de Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia se ligaron contra el Mundial en Montevideo, viéndose Rimet «obligado» a ceder. Se planificó entonces una táctica con el apoyo de la dirección histórica de la FIFA: no anotarse; exigir más y más concesiones materiales a los organizadores uruguayos; obtener así su claudicación; sacar entonces de la galera la candidatura de París. En diciembre, al boicot sordo de estas asociaciones, se sumó el boicot ruidoso y subversivo de la disidencia. Los dirigentes fascistas del fútbol italiano anunciaron que el Mundial de Montevideo se anulaba y que en su reemplazo se organizaría una Copa Paneuropea en Roma.

Rimet, aislado, sin el apoyo de su propia asociación, aceptó tratar con Italia. Propuso entonces volver a la propuesta italiana de 1927: una Copa Europea, y un eventual Mundial en miniatura entre los finalistas europeos y los sudamericanos. En marzo de 1930, Rimet propuso a la asociación uruguaya el plan franco-italiano, asegurando que el Comité Ejecutivo de la FIFA estaba pronto para firmarlo. Pero la AUF rechazó terminantemente la liquidación del Mundial. Mediante un trabajo político-diplomático, Uruguay logró romper el boicot contra el Mundial, y lateralmente, puso un término a la nueva tentativa de Roma.

Este proyecto de Campeonato Paneuropeo fue particular. No fue un proyecto sano porque se erigió contra la Copa del Mundo. Así, el proyecto de Campeonato Paneuropeo de 1930, cuarta tentativa, no forma parte de las iniciativas deportivamente aceptables.

Europeización del campeonato del mundo

La consecución del campeonato del mundo en Montevideo no cambió la situación tensa y dividida que se vivía en Europa. De regreso a París, presionado por todas partes, Rimet se enfrentó a una serie de perspectivas irreconciliables. Había que seguir con el campeonato mundial, había que crear el Campeonato de Europa, había que mantener el monopolio de la FIFA, había que impedir el surgimiento de una Confederación europea, y había que frenar las ambiciones de Italia.

Entendió entonces que debía repartir el poder: para Italia el poder deportivo, las victorias en la cancha; para Francia (para él), el poder organizativo, las victorias en la FIFA.

La idea del francés fue tan genial políticamente como contraproducente en lo deportivo. Puede resumirse así: mantener el campeonato del mundo pero europeizándolo. Propuso entonces a los dirigentes italianos que organizaran un campeonato «mundial» en Roma con árbitros exclusivamente europeos y un tribunal de reclamos también exclusivamente europeo. Los buenos resultados deportivos seguirían. Italia tardó en aceptar, pero impuso finalmente todas sus condiciones¿ El campeonato del mundo de 1934 fue parcial.

La europeización prosiguió en 1936 en ocasión de la olimpiada de Berlín (el fútbol vuelve a los Juegos controlado por la FIFA). El escándalo del partido Perú-Austria radicalizó la europeización provocando el boicot de Sudamérica (salvo Brasil) contra el Mundial de 1938. Las maniobras de Rimet dieron plena satisfacción a la disidencia. Italia ganó tres campeonatos seguidos: el Mundial de 1934, el torneo olímpico de 1936, el Mundial de 1938. Y los países centrales se pelearon las segundas posiciones.

Consecuencia colateral de estas distorsiones: el verdadero campeonato continental permaneció asfixiado. Recién después del retiro del presidente francés en 1954 se avizoró una perspectiva sana, conceptualmente clara, deportivamente respetuosa y organizativamente ordenada. Pudo nacer la UEFA, y con ella, el esperado Campeonato.




Un concepto en la historia del fútbol

Nivel de historia

No es posible entender plenamente la historia del fútbol -como cualquier otra historia- si no se manejan al lado de los hechos y las anécdotas que la historia produce, los conceptos que iluminan la superficie y permiten entenderla en profundidad. Que se entienda bien. Esos conceptos a los que me refiero son también parte de la historia y son también hechos históricos plenos. Pero ni los actores ni los comentaristas los profundizan. Los inventan sí, los van definiendo pragmáticamente, pero la plena comprensión de los mismos permanece implícita porque los dirigentes y los jugadores no son filósofos, y porque para actuar en función de intereses no es ni preciso ni siempre benéfico acceder a la plena clarificación de dichas herramientas.

Los libros de historia del fútbol están plagados de conceptos. Se habla aquí o allá por ejemplo de amateurismo, y a veces de amateurismo a la inglesa o a la francesa. Se habla de profesionalismo, y cuando se avanza, de profesionalismo industrial, de semiprofesionalismo, de profesionalismo completo, de sistema de pases, de futbolista empleado, todos conceptos precisos y complejos que nacieron y funcionaron en contextos determinados, evolucionando con el tiempo y las circunstancias.

Ya hemos visto en textos precedentes otros conceptos claves que es necesario manejar con pertinencia si se quieren entender los hechos propiamente deportivos: voto, ley, reglamento, moción, estatuto. Si no se entiende el concepto de «voto», no se entiende la historia de los Juegos olímpicos. Y si no se entiende el concepto de reglamento como texto único de ley de un campeonato, no puede conocerse el valor exacto de los títulos puestos en juego.

El manejo de los conceptos permite pasar de la historia factual a una comprensión más íntima del pasado y de las vivencias perdidas. Se escapa así a la anécdota. Y se escapa también a la arbitrariedad que impone el uso de conceptos huecos, que se dan por entendidos, y que no surgen de la historia sino de la orientación que se le quiere dar. Que se comprenda bien: los conceptos son hechos producidos por los actores de la historia estudiada, hechos y procesos. No son términos que se inventan en un laboratorio o se extraen de un diccionario. Su estudio constituye pues una parte entera y esencial de la historia real y concreta.

Conceptos que estructuran el fútbol

La importancia y la realidad factual de los conceptos se evidencian cuando se estudian por ejemplo los niveles de competición. No es posible declarar campeón continental o campeón mundial a un equipo si no se han establecido previamente diferencias entre esos niveles y si no se ha aclarado de alguna manera  la naturaleza de la contienda y el título que los organizadores ponen en juego. El historiador busca por lo tanto averiguar qué conceptos se manejaron en diferentes momentos y de qué manera se volvieron públicos, entraron en la «cultura deportiva», funcionaron.

En ese sentido, resultaría tan arbitrario decidir hoy que tal campeonato disputado hace décadas da lugar a un título que los actores -organizadores y jugadores- ignoraban, e igualmente aberrante y antideportivo que un siglo después se anulen conquistas que en su tiempo todos los actores consagraron a cierto nivel.

Creo que el concepto de «campeonato mundial» de fútbol, tan ampliamente utilizado (se dice hoy que el equipo de Argentina es «campeón del mundo»), es uno de los que menos se han estudiado hasta el día de hoy, y en consecuencia, uno de los más manipulados.

Casos de manipulación

En 2005, en California, en el marco de una conferencia universitaria internacional, el famoso sociólogo inglés Tony Mason argumentó que el primer «campeonato del mundo verdadero» era el de 1982 disputado en España. Según él, recién allí estuvo representado el planeta entero. El concepto inventado por Mason es un típico producto de laboratorio. Su inoperancia es doble. Primero, no considera que antes de la Segunda Guerra Mundial, Asia y Africa eran continentes dominados. Segundo, confunde mundo político y mundo de un deporte (mundo del fútbol en este caso, mundo de cultura futbolística, de ganas y posibilidades futbolísticas).

Mason no es ningún desconocido. Fundó los estudios académicos sobre fútbol en Inglaterra en 1980, y es el mentor de Alfred Wahl, el historiador que impulsa la escuela académica francesa diez años después con su librito La balle au pied. Es también uno de los cuatro autores de 1904-2004, el siglo del fútbol, que Sepp Blatter encargó a la universidad europea para conmemorar los 100 años de la FIFA.

Es de subrayar el hecho que Mason no expone su teoría en el libro de la FIFA. La obra, dirigida por Wahl, elude el estudio crítico del concepto de «campeonato mundial» considerando, de acuerdo con la historia oficial, que los campeonatos olímpicos fueron «preparatorios de la Copa del Mundo» y la Copa del Mundo sinónimo «evidente» de campeonato mundial verdadero.

También oí en la conferencia internacional de Angers de 2016 a otro importante historiador, el francés Paul Dietschy, afirmar que el primer campeonato del mundo verdadero era el de 1954. En su argumentación, también muy personal, Dietschy explicó que recién a partir del Mundial de Suiza funcionó el sistema estructurado de eliminatorias que caracteriza el esquema actual. Saltan pues de su contabilidad no solo los campeonatos olímpicos mundiales de Colombes y Amsterdam, también las Copas del Mundo de Roma, París y Brasil. Uruguay pierde sus cuatro estrellas e Italia -la Italia fascista- dos. Se funda así una historia revisada, la de una Europa democrática liderada por Francia y Alemania que se ajusta al discurso político.

Nótese en cada caso el agregado del término «verdadero», que no es nuevo. Fue utilizado por los ingleses en la Conferencia de Londres del primero de abril de 1905 para diferenciar campeonato internacional verdadero y campeonato falsamente internacional, y retomado por Rimet en diferentes circunstancias entre 1930 y 1954 para diferenciar, también de modo diferente y contradictorio, mundiales falsos y mundiales de verdad.

Nueva tesis de la FIFA

Una nueva definición de campeonato del mundo aparece en el libro reciente del Museo de la FIFA Historia oficial de la Copa del Mundo de la FIFA, que de oficial tiene solo el título. En la introducción muy personal redactada por el periodista inglés Guy Oliver se sostiene la siguiente tesis novedosa: antes de 1930, los campeonatos olímpicos de fútbol fueron «considerados como campeonatos del mundo». Se agrega que el primer mundial fue el de 1908 y que fue «ganado por Inglaterra». No se presenta ninguna prueba documental en favor de estas tesis insinuándose simplemente la aparente generosidad de la novedad inglesa en contraste con la mezquindad de los textos anteriores de la «FIFA francesa».

La tesis del reconocimiento automático de un campeonato olímpico como mundial no corresponde en nada a la cultura olímpica ni a la realidad histórica. Si bien todo campeonato olímpico fue, desde la edición de 1896 en Atenas, potencialmente mundial por el beneficio de una convocatoria mundial común a todos los deportes, solo los que realizaban efectivamente el encuentro entre Europa y América eran considerados como mundiales, o para decirlo de otra manera, como mundiales efectivos o verdaderos. Y esto, para el fútbol, empezó recién en 1924.

Es cierto que algunos investigadores como Rosewood de la Universidad de Southampton o Charles Buckley de la Universidad de Liverpool, publicaron artículos con esas tesis, pero sin aportar ningún documento probatorio. La operación responde en realidad a su propia frustración: estos jóvenes no se resignan al hecho de que su equipo, la selección inglesa, que dominó el fútbol europeo entre 1880 y 1914, no haya recaudado ningún título de valor durante ese lapso. Fabrican entonces esta nueva interpretación, colocando a Inglaterra como campeón, y no a la selección global de Gran Bretaña, que fue la que realmente jugó.

En los intercambios que tuve con Oliver, el redactor inglés me dio dos argumentos. Según él, si la convocatoria de un campeonato es mundial, el campeonato es entonces necesariamente (automáticamente) mundial. Agrega que la resolución que adoptó la FIFA en 1914 reconociendo los campeonatos olímpicos de fútbol como «campeonatos del mundo de los amateurs» tenía efecto retroactivo. Pero jamás, ni en la lógica olímpica ni en la opinión, un campeonato olímpico entre europeos fue «considerado como mundial». Por otra parte, la moción de Cristiania está conjugada en tiempo futuro y exigía como condición al reconocimiento una auditoría que nunca se realizó, ni para los campeonatos olímpicos siguientes ni para los anteriores.

Mundialismo tardío de la FIFA

Como buen olímpico, Robert Guérin -dirigente de la USFSA, creador y más recto presidente de la FIFA- tenía las ideas claras. En un texto publicado en 1903 en La Presse explicaba, frenando el entusiasmo de los periodistas de L’Auto, que un campeonato en donde jugaban solamente asociaciones europeas no podía ser un campeonato del mundo sino, y eso ya es bastante, un campeonato de Europa. Y esa seguirá siendo siempre, fundamentalmente, la posición de la FIFA, incluso en 1914 en Cristiania.

En efecto, ese año, la FIFA se vuelve federación olímpica, y sobre todo, su congreso se mundializa con la incorporación de delegados de América: Estados Unidos y Argentina. Los alemanes, que presionaron para ello, descuentan que para los Juegos de Berlín de 1916 estos dos nuevos miembros enviarán equipo de fútbol, y que en consecuencia, el campeonato olímpico se transformará en mundial.

Aclaremos: al nacer, la FIFA no se propuso el campeonato del mundo como suele decirse sino el campeonato internacional de la federación europea, es decir, el Campeonato de Europa. Dejó a abierta la puerta del mundial, pero en su marco potencial natural, el marco olímpico. Y al mundializarse la FIFA, esto no cambió.

La FIFA se propuso crear «su Mundial» recién en 1928, cuando ya no fue posible mantener el abierto olímpico. No antes. Rimet consideró entonces que el concepto de campeonato del mundo se separaba en dos ramas: los campeonatos del mundo rebajados por la nueva dirección olímpica -falsos- y los que la FIFA salvaba sacándolos del marco olímpico -verdaderos-. Estos eran pues doblemente verdaderos: verdaderos porque eran efectivamente mundiales en lo geográfico; verdaderos porque efectivamente eran universales en lo social, abiertos a todos los futbolistas.

Breve historia del concepto de campeonato del mundo

Antes de la creación de los Juegos olímpicos, algunas disciplinas deportivas organizaron campeonatos del mundo. Pero la puesta en juego de estos títulos no siempre se apoyaba en la legitimidad de autoridades indiscutibles. En el momento de la creación del movimiento olímpico se sentaron sólidamente las bases mundialistas de los deportes. Para dar nacimiento a su iniciativa, Coubertin reunió a tres comisarios: uno por Europa continental, otro por el Imperio Británico, otro por todo el continente americano, Norte, Sur y Centro. Sobre esta base definió el «mundo deportivo verdadero»: Europa más América, Viejo más Nuevo Mundo.

Desde ese momento, los Juegos contaron con una convocatoria global mundial, pero esta no aseguraba que en todas las disciplinas se alcanzara el mundialismo. La base era una convocatoria mundial y la realidad campeonatos internacionales (entre naciones). Era olímpico un campeonato internacional disputado en el marco de los Juegos. Y todo campeonato internacional, por ser olímpico, era potencialmente pero no necesariamente mundial. En 1896 se concretaron los primeros encuentros mundiales efectivos. Esta realidad se consagró en 1900, edición en la cual se proclamaron campeonatos del mundo de atletismo, tiro y tenis.

Desde los inicios, los campeonatos de atletismo, disciplina reina de los juegos, revistieron un carácter mundial, consagrándose el enfrentamiento entre los atletas europeos y los estadounidenses, y la dominación aplastante de estos últimos. El carácter mundial de la disciplina reina se afianzó en 1900 cuando se proclamaron oficialmente los títulos de los campeones mundiales y se comenzó a registrar una doble medida: el récord olímpico y el récord mundial.

El proceso de mundialización de las diferentes pruebas se fue desarrollando con el tiempo, y en 1924, como lo escribió Coubertin en el prefacio del informe oficial, prácticamente todas las disciplinas alcanzaron el enfrentamiento efectivo entre América y Europa, vale decir el nivel mundial. Desde el punto de vista olímpico, se pasó así de la Olimpiada mundial potencial a la Olimpiada mundial verdadera.

La corrección futbolística

La certificación del torneo olímpico de fútbol como campeonato mundial quedó sellada con la calificación que le dieron los poderes deportivos en los programas oficiales de 1924: Torneo Mundial de fútbol. Pero, para diferenciarse del atletismo, los dirigentes franceses empezaron desde ese entonces a destacar la diferencia entre su campeonato del mundo verdadero (mundial pero además abierto) y el campeonato del mundo verdadero del atletismo (mundial pero reservado a los amateurs).

El fútbol, que se volvía primera disciplina olímpica, precisaba definir conceptualmente su superioridad. La Federación internacional de atletismo reservaba sus pruebas a los participantes amateurs, mientras que la nueva FIFA francesa dirigida por Rimet abría el torneo de fútbol a todos los jugadores, amateurs, no amateurs y profesionales. Los propagandistas de la Federación Francesa de Fútbol introdujeron entonces un nuevo calificativo designando su campeonato abierto como campeonato del mundo «universal». Así, se estableció una diferenciación dentro del concepto de campeonato mundial entre los mundiales geográficamente planetarios pero socialmente selectos y los mundiales geográficamente planetarios y socialmente abiertos.

La cosa requirió más precisiones cuando, en 1925, el congreso olímpico de Praga solicitó a la federaciones internacionales, en particular a la FIFA, para que mantuvieran sus campeonatos del mundo dentro del nuevo marco olímpico amateur. La lucha que encaró entonces el presidente francés contra la nueva dirección sueco-británica del Comité Olímpico Internacional y contra la poderosa oposición amateurista interna, lo llevó a conceptualizar un poco más. Desplazó el término verdadero de modo a que designara, ya no la realización efectiva en las canchas del encuentro mundial entre América y Europa, sino el suplemento de una reglamentación abierta. Así, en 1930 en Montevideo, Rimet declaró para el informe oficial de la primera Copa del mundo la unidad de valor entre el nuevo evento y las dos realizaciones mundiales anteriores, también verdaderas.

Confusiones por la FIFA de Rimet entre continental y mundial

Hemos dicho que la FIFA se propuso por primera vez en 1928 crear su campeonato del mundo propio y que durante todo el periodo anterior, entre 1904 y el torneo olímpico de Amsterdam dejó que se alcanzara este nivel de competición gracias al desarrollo natural del campeonato olímpico, como había sucedido con el atletismo. Y si hoy los textos oficiales insisten para indicar, contra toda prueba documental, que la FIFA fue mundialista desde su nacimiento, esto puede entenderse así: no solo no fue mundialista; fue, desde 1906, anticontinentalista; y la exageración mundialista permite ocultarlo.

El campeonato de Europa propuesto por Guérin y aprobado por el segundo congreso de la FIFA en 1905 terminó liquidado pocos meses después por la acción conjunta de la presidencia de la asociación belga -esta asociación ejercía entonces la Secretaría de la federación internacional- y de la Football Association inglesa. A partir de ese momento, la presidencia inglesa prohibió la organización del mencionado campeonato internacional, punto 9 de la Constitución fundadora de 1904. El campeonato olímpico, exclusivamente europeo y rebajado al amateurismo por voluntad de las asociaciones monárquicas, no cumplió entonces ni la función de campeonato continental abierto ni la del campeonato del mundo verdadero. Estas insuficiencias geográficas y reglamentarias iniciadas en 1908 se mantuvieron en 1912 y 1920, siendo superadas en 1924.

Después de la victoria de Uruguay en Colombes, las asociaciones de Europa central y de Italia reclamaron a la FIFA la organización urgente de un campeonato de Europa, como condición para reequilibrar las fuerzas con Sudamérica. La iniciativa implicaba el surgimiento de una confederación continental europea, diferente de la FIFA, lo que ni Rimet ni Hirschman aceptaron.

Por ley olímpica votada en 1921 en Lausana, la FIFA tenía prohibido organizar campeonatos geográficamente limitados a una zona. Sin embargo, el comité central de la Federación internacional vetó el proyecto europeísta argumentando que el campeonato continental era prerrogativa de la FIFA y que todo campeonato continental «tendería a convertirse en el campeonato internacional de la FIFA» (1927).

El colmo de la confusión se expresó el 10 de marzo de 1930 cuando, culminando el boicot que las asociaciones europeas organizaron contra el campeonato del mundo en Montevideo, Rimet propuso a la Asociación Uruguaya de Fútbol trocar el Mundial por una Copa Paneuropea en Roma, y agregarle una eventual final mundial entre los dos finalistas sudamericanos y los dos finalistas europeos. Se volvía a expresar, pero de manera ridículamente miniaturizada, la idea del mundial como encuentro entre América y Europa.

El problema era que, si la FIFA organizaba dicho campeonato europeo en Roma, se rebajaba a sí misma, de Federación internacional mundial a Confederación continental.

Desde el punto de vista de sus propios estatutos, la confusión conceptual se mantuvo, por interés político, como instrumento de poder. Los estatutos constituyen el mínimo común denominador de obligaciones entre las asociaciones. Y desde 1904, sólo imponían como objetivo «el campeonato internacional» sin precisar ni su marco ni sus contornos -europeo, mundial, abierto o amateur-.

Y esta vaguedad estatutaria se mantuvo durante medio siglo.

En 1954, por primera vez como base común obligatoria, la FIFA se fijó el objetivo de organizar el «Campeonato del mundo-Copa Jules Rimet». La maniobra conceptual destinada a impedir el surgimiento de un campeonato continental se prolongó pues hasta el término del reino del presidente francés. Su renuncia condujo al surgimiento de la UEFA y al nacimiento del campeonato de Europa de naciones 44 años después que la Copa América.




Entender el amateurismo olímpico

La leyenda oficial

El que lee la literatura general del deporte o los libros especializados que cuentan la historia olímpica puede constatar que todos los autores parten de lo que presentan como una evidencia: los Juegos olímpicos habrían sido reservados desde el comienzo a los amateurs. El movimiento olímpico habría sido estrictamente amateur desde los orígenes, y por lo tanto lo habrían sido también todos los campeonatos disputados en su seno desde la primera olimpíada de 1896.

La tesis de un amateurismo intrínseco al movimiento olímpico no aparece nunca ni documentada ni claramente demostrada. Se sugiere que los aristócratas fundadores no podían ser otra cosa que partidarios del amateurismo por razones de clase y se hace referencia a un supuesto y muy estricto reglamento del amateurismo (la «carta olímpica») sin presentar jamás la versión vigente de dicho texto.

La idea de que en 1894 las sociedades deportivas del mundo entero se dejaron convencer por Coubertin de la utilidad de «restablecer los Juegos bajo una forma moderna» y aceptaron dócilmente que un puñado de individuos desconocidos, sin mandato y sin legitimidad deportiva alguna, les impusieran drásticas condiciones de participación, ya es de por sí bastante sospechoso, salvo si se parte de esa otra «evidencia» igualmente insinuada según la cual los deportes vivían entonces la «era primitiva y pura del amateurismo» y el profesionalismo no pasaba de ser la práctica aislada de algunos tramposos.

Autores como Pierre Clastres, Paul Dietschy o Georges Vigarello parten de estos principios, que presentan bien envueltos en lo que se denomina hoy, en los estudios históricos, «representación», y que los autoriza a mezclar indistintamente en un mismo magma ideología, propaganda y hechos. Sin duda la «representación» que se tiene hoy en día de los Juegos es la de un amateurismo radical intrínseco, pero esa representación puede ser totalmente falsa, y su consideración, si es que presenta algún interés, no puede presentar consistencia alguna si no es posterior al descubrimiento y a la afirmación de los hechos que se dieron objetivamente en la época pasada considerada. Y esos hechos no son otra cosa que la historia reglamentaria real de las primeras décadas de los Juegos olímpicos.

Elementos que conducen a cuestionar la leyenda

Dentro de la literatura olímpica reciente, la revista de Conrado Durántez «Pierre de Coubertin, el humanista olímpico» constituye una excepción. Figuran allí algunas citas y unas cuantas observaciones que rescatan la verdad de la obra, oponiendo la perspectiva popular y universalista francesa de Coubertin a los reglamentos rancios del atletismo aristocrático inglés. Esta publicación me abrió la vía a la investigación sobre estos temas. Se impuso una idea clave: los reglamentos deportivos son hechos históricos objetivos por excelencia; determinan la naturaleza de una competición.

No pueden no llamar la atención de los investigadores las declaraciones que el propio Coubertin se empeñó en difundir en los últimos años de su vida. El creador de los Juegos hizo lo imposible para deshacerse de lo que él mismo llamaba «la leyenda del amateurismo», respondiendo sistemáticamente a la prensa cosas como esta: «No me haga reír con el tema del amateurismo. Nunca hubo amateurismo en los Juegos olímpicos y no hay la menor referencia a este asunto en el juramento que yo redacté.» Y es cierto. Como puede verificarse en las sucesivas cartas olímpicas que el sitio del Comité Olímpico Internacional pone a disposición del público, un juramento sin la menor alusión al amateurismo rigió hasta 1930.

La lectura de las Memorias olímpicas de Coubertin deja muy claro que si el tema del amateur/profesional se planteó en el Congreso fundador de 1894 fue con la intención de que desapareciera solo al cabo de pocos años. Y también que desde comienzos del siglo veinte el padre de los Juegos consideró la regla del amateurismo a la vez imposible y socialmente caduca. Las encuestas internacionales que organiza el Comité Internacional en 1904, y más ampliamente en 1909, cierran definitivamente el tema.

«No hay, escribe Coubertin, ninguna solución posible. Ni en un mismo deporte en diferentes países, ni en un mismo país en diferentes deportes, es posible destacar un consenso mínimo que permita establecer una definición general y aplicable del amateur.» Lo que remata el asunto es la posición de los dirigentes ingleses encargados de responder a la encuesta para su zona: instituciones tan prestigiosas e ineludibles como el Jockey Club o el Yacht Club consideran que sus máximos profesionales constituyen el más acabado modelo del amateurismo gentleman.

Los hechos resultan de la fuerza del profesionalismo aristocrático de la época. Todos los deportes de la elite se encuentran altamente profesionalizados: la equitación y las carreras de caballos, claro está, pero también la vela, la esgrima y el tiro. Y uno se pregunta entonces ¿qué sentido podía tener que, en nombre del aristocratismo, se reglamentara un «amateurismo estricta» totalmente a lo opuesto de las prácticas de las clases dominantes.

Y de hecho, cuando se consultan los votos (puntos de vista sin valor de ley) emitidos por el primer Congreso olímpico de La Sorbona (1894) aparece muy directamente expresada la sugerencia de no aplicar el amateurismo a las disciplinas aristócraticas principales (esgrima, vela, equitación, tiro a la paloma) y para las demás (ciclismo, fútbol, tenis, natación, gimnasia, etcétera) la de favorecer el asalariamiento de los deportistas en nombre de un esquema capitalista patronal y desalentar el reparto directo de las recaudaciones. Unica excepción: los concursos atléticos atléticos propiamente dichos (carreras, saltos y lanzamientos del atletismo), para los cuales el congreso pide que «se tienda en lo posible» a la amateurización.

El cuestionamiento

Tengo en casa un libro en dos tomos publicado por L’Équipe, titulado «Les Jeux Olympiques». Leo en el capítulo dedicado a la olimpiada de París de 1924 una entrevista que L’Auto realiza a Coubertin al cerrarse la edición. Saliendo de la reunión del Comité Internacional, el Barón declaró: «Los ingleses quieren vernos volver a abrir el tema del amateurismo, caduco desde hace ya veinte años». Y más adelante la idea radical frecuentemente expresada en los escritos autobiográficos de Coubertin: «resucitar la momia del amateurismo es arrebatar los poderes legislativos que de derecho pertenecen a las federaciones internacionales». ¿Cómo, después de haber leído estas cosas, puede creerse en la leyenda del amateurismo olímpico?

Sumamente esclarecedora es también la lectura del informe olímpico oficial de la segunda olimpiada organizada en París en 1900, elaborado por la USFSA francesa creadora de los Juegos. Hasta en atletismo se organizan pruebas de profesionales y se otorgan títulos de «campeón del mundo de profesionales». Prácticamente todas las grandes disciplinas cuentan con campeonatos calificados «profesionales» cuyo reglamento autoriza la participación de todas las categorías. Para colmo, se distribuyen masivamente premios en dinero particularmente consecuentes en tiro, bochas, automovilismo y ciclismo.

Ahí tenemos históricamente marcada, cinco años después de la fundación del movimiento, la caducidad del tema. Y planteado el misterio que corresponde resolver: ¿cómo se establecieron verdaderamente las condiciones de admisión de los deportistas a los Juegos olímpicos tanto en el momento de la fundación del movimiento como en las ediciones que siguieron? En otros términos: ¿cómo funcionó el poder legislativo internacional de los Juegos olímpicos entre 1894, fecha de la fundación, y el momento eventual de su transformación sustancial?

La invitación al Congreso de 1894, base de interpretación

El Congreso Internacional del deporte convocado por Coubertin para restablecer los Juegos olímpicos fue patrocinado por tres comisarios: uno francés, Coubertin, por Europa continental; un inglés por el Imperio británico; un estadounidense por todo el Continente americano. Se selló así la fórmula mundialista del olimpismo pionero: Europa más América.

Coubertin envió la invitación en 1893 a una gran cantidad de sociedades del mundo incluyendo Sudamérica, América Central, Oceanía y Rusia. El reglamento de la invitación fija la estructura de poderes del futuro movimiento. La disposición clave dice así: «El Congreso está habilitado a emitir puntos de vista sobre todos los temas que se le someten, pero no leyes internacionales». Dichos temas estaban bien especificados en la parte «programa» de la invitación: los reglamentos propiamente técnicos de las disciplinas aceptadas y el asunto clave del amateur/profesional. Sobre este último asunto, quedaba bien especificado en la invitación que los comisarios se posicionaban con neutralidad, negándose a pronunciarse en favor de una regla general.

¿Qué significaba el principio legislativo fundador definido por Coubertin y reafirmado en los debates de la Comisión de los Juegos que preparó las decisiones del Congreso? Que las leyes internacionales del deporte -reglamentos técnicos y condiciones de admisión serían decididas libremente por las autoridades propiamente deportivas. Que estas autoridades podrían «seguir o no» los puntos de vista del Congreso olímpico. Y que en consecuencia, los torneos olímpicos dentro de una misma edición podrían ser reservados a los amateurs o plenamente abiertos, en función de lo que decidieran las autoridades legítimas del sector. Como se ve, no se apuntaba a ninguna obligación general sino a instaurar un marco de carácter liberal y democrático.

Adelantemos que esta estructura, que llamaremos aquí «era de los votos», fue cuestionada por primera vez en 1925, reactivada en 1927, vigente en todas las ediciones olímpicas hasta la de 1928 inclusive, y definitivamente liquidada por el Congreso olímpico reunido en Berlín en 1930 bajo la presidencia del conde belga Baillet-Latour y liderazgo británico.

Cuestiones de gramática y de terminología

Importa aclarar ciertos términos utilizados en aquella la época para entender el valor exacto de las decisiones que se adoptaban en el marco complicado del evento olímpico.

«Puntos de vista», decía Coubertin. «Votos» dicen las actas del congreso fundador publicadas en el boletín número 1 del Comité Internacional.

Es que entre 1894 y 1950, los dirigentes deportivos, y no solo los olímpicos, adoptaban decisiones de valor diferente. Los «votos» eran simple expresión de un punto de vista, sugerencias sin valor de ley, reglas no aplicables, a considerar o no. Las leyes, en cambio, eran decisiones efectivas, reglas aplicables y obligatorias.

En los informes olímpicos, los votos del congreso se denominaban «Reglas generales», significando entonces el término «general» que las sugerencias del Congreso se referían a todos los deportes. Al mismo tiempo, la verdadera ley internacional se denominó «reglamento deportivo», siendo el término «reglamento» sinónimo de ley efectiva.

Los dispositivos olímpicos se presentan al lector como una seguidilla de reglas incoherentes: primero las reglas generales, luego las leyes deportivas verdaderas que generalmente las contradicen. Visto desde hoy, la comprensión del conjunto de los textos parece imposible. Pero en aquella época, todos sabían diferencias las «reglas generales» sin valor, y los «reglamentos», verdadera ley deportiva.

Hay que entender también la lógica de la redacción: se anotaban todas las propuestas siguiendo el orden temporal, partiendo de las comisiones olímpicas hasta las autoridades deportivas, partiendo de los votos para llegar a la ley. Es la clave de la gramática deportiva de la época. Y esa clave aparece incluso dentro mismo de los reglamentos deportivos, como una manera de establecer consensos. De ello resulta muchas veces una contradicción entre la aparente orientación de un texto y su perspectiva concreta.

Así por ejemplo, los reglamentos de la equitación solían proclamar el amateurismo pero definir al amateur como un gentleman a caballo, es decir, incluyendo dentro de la definición a los jockeys más profesionalizados. Igualmente, en el mundo entero del fútbol, apareció a partir de 1915 una ley que, después de proclamar el principio inviolable del amateurismo puro, autorizaba el empleo de los jugadores por los clubes, sin límite de cantidad, y con la sola condición de que el salario percibido no correspondiera al pago del partido del fin de semana («servicio deportivo»). Como lo que se pagaba en realidad era la disponibilidad del jugador-empleado para los entrenamientos de la semana -entrenamientos que le impedían trabajar en otra parte-, lo que se instauraba era el profesionalismo masivo del futbolista-empleado de club mucho antes de lo que se denomina «era profesional». El dispositivo se acompañaba de disposiciones anexas que iaseguraban la protección de los planteles asalariados y fundaban lo que se denomina hoy «sistema de pases».

La Historia que siguió

La regla fijada por Coubertin en 1894 limitando el poder olímpico a emitir puntos de vista se perpetuó de congreso en congreso, afirmándose en 1909, después de las encuestas internacionales. Esta perpetuación duró 1925. Entonces, a iniciativa de los dirigentes de los países monárquicos de Europa (Gran Bretaña, Bélgica, Dinamarca, Holanda y Suecia), apoyándose en la federación internacional de atletismo y aprovechando la partida de Coubertin, el congreso olímpico reunido en Praga votó la gran regresión.

Importa destacar los pasos que necesitó, y que figuran muy explícitamente en las actas del congreso. Primero fue necesario abrogar el principio fijado en 1894. Se votó pues el derecho del congreso a fijar la ley internacional en materia de amateurismo. Segundo, se aprobó el Código del amateurismo que prohibía en adelante la participación de los atletas profesionales y de los no profesionales que recibían salarios de compensación. De esta manera, se cerró la puerta a los deportistas de origen popular, y a los deportes populares como el fútbol, el ciclismo y el tenis.

La medida promovida por Lord Cadogan -conocido militar inglés de los servicios especiales durante la Guerra de los Bóeres en Sudáfrica- apuntaba a poner a la FIFA de rodillas. En París, el fútbol se había convertido en la primera disciplina olímpica, duplicando las recaudaciones del atletismo y con un éxito de público infinitamente mayor. Esto, para los nuevos aristócratas del Comité Internacional, no presagiaba nada bueno. Se insinuaban las ambiciones olímpicas de Rimet y la exigencia de que el fútbol obtuviera, dentro mismo del Comité, una representatividad proporcional a su fuerza objetiva.

Tres federaciones se opusieron al Código amateur de Praga. El ciclismo anunció que no resistiría pero también que no respetaría la regla y anotaría a sus corredores como amateurs sea cual fuera su estatuto real. El tenis, radicalizado, se fue de los Juegos en 1926. Rimet, hábil maniobrero, hizo votar por el Congreso de la FIFA todas las disposiciones que anulaban el Código de Praga: compensaciones para los deportistas viajeros, libre composición de los seleccionados, y hasta posibilidad de recalificar a un profesional como amateur en caso de traba.

En mayo de 1927, Rimet impuso un chantaje: o el COI aceptaba el abierto del fútbol como en 1924 o no iba a los Juegos de Amsterdam. En agosto, contra la resistencia inglesa, Baillet-Latour cedió. Rimet aprovechó entonces para publicar un reglamento provocador que imponía a las asociaciones el pago de salarios olímpicos a todos sus jugadores, amateurs o profesionales, desde el inicio del viaje de partida hasta el día del regreso a casa. Nunca un campeonato olímpico fue tan reglamentariamente profesional como esa vez.

La victoria de Rimet fue de corto plazo. En 1930, en Berlín, los británicos impusieron definitivamente el Código contra los deportistas asalariados.

Paradojas de la historia en lo que se refiere al fútbol

A partir de 1936 la FIFA volvió a los Juegos. No se plegó realmente a la obligación legal de amateurismo. Los equipos pudieron presentar selecciones de profesionales B. Siguió lo que todo el mundo sabe: el copamiento del campeonato olímpico de fútbol por los falsos amateurs de los países del Este.

Pero la historia que interesa aquí es la anterior. Entre 1896 y 1928, bajo la era liberal de los votos, se organizaron cinco campeonatos de fútbol olímpico. Y lo que determinó su valor -abierto supremo o amateur rebajado- no fue ninguna «regla general estricta» sino el reglamento propiamente futbolístico.

Los sucesivos reglamentos son consultables: para 1908, 1912 y 1928, en los informes oficiales disponibles en bibliotecas en línea (LA84); para 1920 y 1924, en los boletines específicos disponibles en la biblioteca suiza ReroDoc. Su contenido no fue determinado por ninguna prescripción olímpica. Fue libremente futbolístico. Mandó la presidencia de la FIFA que ejercía su poder sobre el fútbol de Europa.

En 1908, 1912 y 1920, la presidencia inglesa, aliada a las asociaciones monárquicas de Inglaterra, Suecia y Bélgica, supo imponer la reserva de los campeonatos a los amateurs, a lo opuesto del modelo abierto del British Home Championship. En 1924 y 1928, la nueva dirección francesa del fútbol, con Rimet presidente de la FIFA, impuso el abierto universal.

Se observa pues un movimiento de contrarios. Bajo liberalismo olímpico, el fútbol se cerró, amateurizándose. Y cuando el marco olímpico se amateurizó, el fútbol afirmó la única opción internacional válida: el abierto. Cuando las puertas olímpicas se cerraron de modo definitivo, Rimet decidió sacar el campeonato internacional de fútbol de un marco que ya no convenía. Fue para salvar y perpetuar el campeonato mundial olímpico en su forma abierta que Rimet creó el campeonato del mundo independiente, cuya primera edición se jugó en 1930 en Montevideo.




¿Qué es el fútbol?

¿Qué es el fútbol?

Hace ya casi diez años me invitaron a intervenir en un coloquio internacional organizado por la Universidad Paris-Descartes titulado «Diferentes formas de la práctica del fútbol». La invitación tenía una finalidad precisa: oponerme a un representante de la opinión académica francesa sobre el tema de la unidad o la disparidad entre el fútbol callejero y el fútbol de los estadios.

Yo había escrito varios textos sobre el fútbol de la calle y su aporte, y desarrollado un análisis aplicado acerca de la «naturaleza callejera» que mantuvo el fútbol de la selección de Uruguay durante su época dorada: ausencia de director técnico externo; autogestión táctica; selección del equipo por los jugadores-cuadros; arbitraje protestable; flexibilidad táctica permanente; desprecio por los dispositivos; rol eminente del capitán; discusión en la cancha; trabajo sicológico (mental) por los jugadores entre ellos y hacia el adversario; etcétera.

A este pensamiento, los organizadores querían oponer las posiciones clásicas de la universidad francesa, expresadas en este caso por Pascal Bordes, según las cuales existiría una división tajante, por no decir un antagonismo, entre el fútbol de la calle y el de los estadios, el infantil y el profesional. El primero sería juego, placer, desorden, desinterés por el resultado; el segundo deporte, trabajo, táctica, competición para ganar.

Intuitivamente, habiendo sido yo durante toda mi infancia y juventud un buen futbolista de barrio montevideano, estas oposiciones me parecieron siempre poco consistentes: jugábamos en el patio de la escuela, en la calle de casa, en las canteras al borde de la playa Trouville o en las canchitas de Punta Carretas con gran intensidad, estableciendo, implícitamente o en la discusión, verdaderos dispositivos tácticos, y siempre para ganar. Nadie podría convencerme de que lo que yo jugaba era una cosa muy diferente de la que practicaban mis ídolos sobre el césped del Estadio Centenario.

La invitación me obligó a ahondar el tema. La conceptualización que empecé a establecer entonces se fue consolidando. La presento aquí resumidamente.

Algunas consideraciones previas

La tesis de la dicotomía entre un fútbol-juego y un fútbol-deporte aparece expresada en algunos libros prestigiosos desde hace ya mucho tiempo.

En su famoso Homo Ludens escrito en 1938, el neerlandés Joan Huisinga afirma que el fútbol es un juego cuando lo practica el niño despreocupado, y eventualmente cuando lo juegan los adultos los domingos entre amigos. El sociólogo francés Roger Caillois retoma esta idea en su Les jeux et les hommes (1958) pero insistiendo, ya no en la sicología de la acción, sino en la diferencia entre juego y trabajo. El que trabaja, según Caillois, deja de jugar.

Así, ambos libros establecen un corte entre el juego como actividad totalmente «libre» y el deporte como actividad organizada en torno a la noción de deber.

Sin entrar en las razones específicas que sustentan los planteamientos de estos dos autores, no resultará abusivo decir que el sustrato que los une es la preferencia clasista por el amateurismo, lógico en la concepción monárquica de Huizinga, proyectado en la idea muy individualista, infantil y solitaria -pequeño burguesa- que Caillois se hace del juego.

Una objeción comparativa viene inmediatamente al caso: si el jugador -nótese que el futbolista del más alto nivel es denominado «jugador» y considerado verbalmente como tal, es decir como «pieza de juego» o «encarnación del juego»- solo juega cuando no le pagan, cuando no tiene patrón, también podríamos decir que el pintor, el actor, el escritor, el poeta dejan de pintar, de actuar, de escribir y de confeccionar versos cuando sus obras se empiezan a vender. Es que se confunden dos aspectos: la relación social y la producción o actividad. Y se atribuye a relación social asalariada una fuerza necesariamente negativa como si el hecho de profesionalizarse no significara nunca mayor libertad, más tiempo y más medios para crear y expresarse. La obra de los grandes músicos, escritores y pintores basta para negar estas teorías.

Juego y deporte

Coubertin, y con él los dirigentes que fundaron el movimiento olímpico en 1894, manejaron conceptos de juego y de deporte que aún hoy me parecen pertinentes.

En los listados programáticos que establecieron desde la primera asamblea internacional reunida en la Sorbona, diferenciaron las disciplinas propiamente atléticas (deportivas) de los denominados entonces «juegos atléticos». En las primeras categorías se hallaban el atletismo, la vela, el tiro, el boxeo, la lucha, las carreras de caballos, la esgrima, etcétera, y en los juegos atléticos figuraban el tenis, el fútbol, el polo, el waterpolo, el béisbol, etcétera.

La pertinencia de esta distinción provenía del uso natural de los conceptos: el boxeador, el esgrimista, el velocista no juegan, no son jugadores. Y también de una percepción intuitiva en cuanto a la génesis de las actividades en el marco del denominado proceso de «deportivización».

Dicho de otra manera, los deportes no son actividades basadas en técnicas inventadas que siguen reglas inventadas como lo son los juegos. Los deportes son actividades que preexisten en la historia de la especie humana, recortadas y practicadas en contextos universales a fines de performance. El hombre nada y de ahí la natación, pelea y de ahí el boxeo, guerrea y de ahí el tiro, navega y de ahí el remo y la vela, cabalga y de ahí la equitación.

El juego atlético en cambio, aunque incorpora componentes deportivos (correr, saltar, pelear, nadar, cabalgar, etcétera) es otra cosa: un invento, una actividad que solo existe en su marco lúdico, y que sale de la nada. Así por ejemplo, no se conocen actividades humanas útiles que puedan ser consideradas como antecedentes del pateador de pelotas de fútbol, del tirador de baloncesto, ni tampoco actividades agrícolas o industriales que se parezcan a las técnicas que movilizan el tenis, la cesta punta, las bochas o el voleibol.

El juego es una cosa rara, y esa cosa rara, que moviliza un espacio de juego, instrumentos de juego y claro está, jugadores, tiene un alma que comúnmente se denomina «reglas de juego», y que en lo que se refiere al fútbol suele llamarse «leyes de juego».

Esas leyes SON el juego, son lo que cada jugador lleva dentro de sí mismo, a lo cual el individuo se somete cuando se convierte en jugador. Por consiguiente, saber si hay o no hay unidad de todos los fútboles, de la calle y del estadio, pasa por establecer si hay o no unidad en materia de leyes del juego, en materia de alma. En lo que se refiere al fútbol, la gran diversidad de prácticas parece inducir una respuesta negativa. Pero no hay que confundir práctica y ley.

Diversidad y vaguedad del fútbol antes de su fijación legal

Las leyes del fútbol moderno se fijan de modo definitivo en 1902 cuando la IFAB, pese a la oposición permanente de los amateurs ingleses y de buena parte de los clubes escoceses, impone el punto de tiro penal y el diseño de las áreas actuales. Entre 1850 y esa fecha, especialmente en la zona inglesa, la diversidad de los fútboles y la inestabilidad de las reglas eran lo común.

Antes de que surgiera la Football Association reinaba el fútbol «de ley contextual». En tal universidad o fábrica, en tal patio o terreno, los practicantes elaboraban leyes de juego precisas considerando muy exactamente el contexto, las características de su cancha y las motivaciones atléticas de los participantes. Definían así un fútbol que solo se jugaba en ese lugar y que tomaba en cuenta por ejemplo la presencia de un pasillo, de un muro o de una gran cantidad de players disponibles. Posteriormente, la Football Association y la Sheffield Association redactaron reglas de juego descontextualizadas, susceptibles de difundirse para ser aplicadas en cualquier sitio.

Es un error considerar que el fútbol moderno se creó en Londres en 1863. Los arcos de entonces no tenían travesaño, el gol se podía meter a cualquier altura y se autorizaba el juego de mano en la fase defensiva de modo que todos los jugadores eran guardametas. Fue el inicio de un largo proceso de tanteos, cuya piedra fundamental fue la definición definitiva del arco en 1872, y cuya brújula, paradójicamente, fue la lenta creación del puesto particular de guardameta.

Después de la unificación del fútbol con la creación de la IFAB en 1886, y sobre todo de la FIFA en 1904, se asistió a un nuevo proceso multiplicador, de arriba hacia abajo, formalizado de diferentes maneras. Surgieron entonces el fútbol de sala o de gimnasio, el fútbol de playa, y en un plano más estrictamente futbolístico, todos los matices prácticos: fútbol 5, 7 y 9.

De toda ese largo y contradictorio movimiento permanente de unificación y diversificación resulta lo que la IFAB sigue publicando hoy bajo el título de «Leyes de juego». Estas leyes del juego, cuya última edición data de 2019, arrastran los resabios del pasado disperso y contienen los resortes de la diversificación por venir: conservan por ello una gran elasticidad.

El largo de la cancha oficial oscila entre 90 y 120 metros, el ancho entre 45 y 90. La superficie de una cancha puede variar de un mínimo de 4.050 metros cuadrados a un máximo de 10.800. Una cancha puede ser cuadrada, de 90 x 90, y perfectamente legal. La circunferencia y el peso de la pelota también son variables. La cantidad de jugadores es de 11 «como máximo», pero un encuentro oficial puede jugarse con equipos de siete integrantes.  La cantidad de cambios autorizados no deja de crecer. Esto da una variabilidad de plantel que oscila entre 7 y 17 jugadores, y más aún en los encuentros amistosos. Como en la calle, cualquier jugador de campo puede ejercer el puesto de guardameta «a condición de advertir al árbitro y de efectuar el cambio en momentos en que el juego está detenido». Esto significa que en la ley todos los jugadores son guardametas potenciales. Etcétera, etcétera.

Y a todas estas elasticidades expresadas en las leyes del juego de los adultos que pretenden disputar competiciones reconocidas, corresponde agregar todas las variantes existentes de tamaño: los mencionados fútboles 5, 7, 9, así como también el fútbol de veteranos (con menos tiempo de juego), el baby fútbol y el fútbol infantil. En 2010 en Sudáfrica, con el acuerdo de la FIFA, el movimiento StreetFootballWorld organizó un campeonato del mundo callejero paralelo entre sus asociaciones miembro que también fue fútbol.

Todo esto permite decir a la IFAB: «Las leyes de juego son idénticas para todos. Así se trate de la final de la Copa del Mundo o de un encuentro entre niños en un pueblito perdido. El hecho de que las leyes de juego se apliquen en cada confederación, país, ciudad o pueblo del mundo entero es una fuerza considerable que debemos preservar.»

Leyes cuantitativas y leyes cualitativas

El problema es que las reglas de la IFAB solo se refieren a los encuentros entre adultos en un marco organizado, sobre la base del fútbol 11. ¿Cómo se sustenta entonces precisamente la unidad de las reglas entre las prácticas aparentemente muy distintas, entre una Copa del Mundo estrictamente encuadrada y un encuentro infantil informal, disputado en un parque, con una pelota de goma y arcos delimitados con pulóveres?

Las leyes de juego del fútbol, como las de los otros juegos de pelota, son de dos órdenes: algunas definen aspectos cuantitativos, otras definen aspectos cualitativos. Entre las primeras se hallan las que fijan el tamaño de la cancha, de los arcos, la cantidad de jugadores, la duración del encuentro, la cantidad de árbitros, los cambios, los tipos de suelo, tipo y tamaño de pelota, etcétera. Entre las segundas se cuentan las leyes fundamentales relativas a las faltas de mano (hand), faltas físicas (fouls), puesta en juego del balón en diferentes circunstancias, modalidades de ejecución de tiros libres y penales, definición del puesto de guardametas, etcétera.

Lo que se constata entonces con respecto al fútbol es fundamental: las leyes cuantitativas son de una elasticidad total. Sus parámetros varían ilimitadamente sin que por ello se afecten las leyes cualitativas del juego, es decir, la esencia misma del fútbol. La plasticidad material del fútbol puede ser definida como absoluta o total: se puede jugar en canchas de cualquier tamaño y de cualquier sustancia, con pelota de cualquier tamaño y de cualquier sustancia, uno contra uno o veinte contra veinte, veinte minutos durante el recreo o todo el domingo en el parque entre compañeros de liceo, en familia o entre equipos constituidos. En la época de las canchas informales en la calle y en los terrenos baldíos, los arcos se construían con piedras, adaptándose su ancho y su altura imaginaria a la envergadura y edad del guardameta de turno. En Africa se sigue jugando con pelotas hechas con trapo o bolsas de nailon. Lo notable es que pese a esa elasticidad material absoluta, el espíritu de la ley permanece intacto.

Sin duda ciertas leyes son modificadas, adaptadas a las circunstancias, al contexto, a la disponibilidad, a la naturaleza más o menos intensa del encuentro. En la calle, la barrera del tiro libre puede desaparecer. El córner puede no dar lugar a centro. El fuera de juego es sustituido por un sentido implícito del fair-play o por consensos establecidos entre los jugadores que deciden limitar la potencia del tiro o excluyen el gol de larga distancia. También todos los jugadores son árbitros. Pero estos cambios siguen siendo fundamentalmente de carácter cuantitativo y relativos a un elemento clave que los jugadores saben preservar muy bien: la tensión lúdica.

Si se compara la plasticidad material del fútbol con la de los otros deportes modernos de pelota, salta a la vista su superioridad. Para jugar al basquetbol hace falta un suelo especial, duro y liso, una pelota que rebote bien y cestas cuya altura no es ajustable a la de los jugadores. La cantidad de jugadores de tenis es reducida y para practicar este juego hace falta una cancha muy especial, raquetas y pelotas especiales. Igualmente el voleibol exige un dispositivo de red y una pelota liviana.

Concluyendo

La primera conclusión es pues que el fútbol cuenta con una característica única: la plasticidad total de sus leyes cuantitativas. La segunda es que esto no altera su esencia cualitativa. Por el contrario: la total flexibilidad material preserva su luminosa permanencia espiritual. Y es lo que permite demostrar su unidad a todos los niveles. La total plasticidad del fútbol sin alteración de su ley cualitativa explica por qué el fútbol se ha difundido en todo el planeta y convertido en el juego más practicado por los humanos.




¿Por qué la camiseta de la selección uruguaya de fútbol tiene cuatro estrellas?

El tema es recurrente y las notas de prensa que llevan el mismo título que este artículo abundan. Es además un asunto de cierta actualidad. Se recuerda que en julio-agosto del 2021 circuló en los sitios deportivos del mundo la información según la cual la FIFA retiraba a la selección uruguaya las dos primeras estrellas correspondientes a victorias en los torneos olímpicos de 1924 (París-Colombes) y 1928 (Amsterdam). La opinión habrá concluido por sí misma que esta intimación o bien no había existido en los términos anunciados o bien había sido abandonada por algún motivo que se desconoce. El hecho es que en el Mundial de Qatar, la Celeste siguió luciendo como lo hace desde 1991 sus cuatro estrellas encima de su escudo, forzosamente con la debida autorización de la Secretaría general de la federación internacional.

Actualidad

Comencemos por aclarar los hechos mencionados.

En julio de 2021, «la FIFA», en realidad el Departamento Marketing de la FIFA, solicitó a la empresa alemana Puma que en adelante quitara dos estrellas a la camiseta celeste, indicando que de no cumplirse esta medida antes de fin de mes, la FIFA podría entablar acciones jurídicas contra Puma y contra la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) por falsificación de marcas, o como dicen los franceses «contrefaçon». El argumento de fondo era de índole comercial, no histórico-deportivo, y partía de la idea, muy cuestionable, de que las estrellas son expresión de la marca «Copa del Mundo» de la FIFA, y que por consiguiente, las referidas a torneos olímpicos son falsas como lo son los cocodrilos de las camisas Lacoste que venden los gitanos en las plazas de Lisboa.

La recriminación de la FIFA fue transmitida por Puma  inmediatamente a la empresa Tenfield que posee los derechos de imagen de la selección uruguaya (incluyendo las estrellas), y esta empresa la comunicó a la AUF tardíamente, luego de pasado el plazo. Ciertos dirigentes de la asociación uruguaya parecieron ceder -«modificaremos la prenda pero iniciaremos paralelamente un debate »- pero otros se opusieron con vehemencia invocando la historia. La protesta masiva y unánime del periodismo local condujo a que la AUF se plantara entonces en posición de no acatar, iniciándose un litigio.

Debe destacarse que el procedimiento empleado por la federación internacional no cumplía ninguna de las condiciones de la legalidad. En materia de rechazo de una prenda solo la secretaría general tiene autoridad para actuar. Debe dirigirse entonces a la presidencia de la asociación incriminada, y explicar en un documento aparte las razones exactas de su pedido. Ni la secretaría general estaba enterada del trámite, ni este fue comunicado a la presidencia de la AUF. En cuanto a las razones, parecieron entonces muy pálidas, no solo porque las estrellas están registradas desde antes de que existieran reglamentos internacionales y definidas como símbolos de la identidad uruguaya, y sobre todo porque desde 1991, fecha en que la FIFA aprobó las cuatro estrellas por primera vez, la aceptación oficial se produjo diecisiete veces generando una sólida jurisprudencia.

El carácter oficioso del trámite de la FIFA condujo a que la AUF cuestionara antes que nada este vicio de forma. Ocurrieron entonces, a la par de los debates históricos entre uruguayos, intercambios entre Ignacio Alonso, presidente de la AUF, y Gianni Infantino, presidente de la FIFA. Y al cabo de dos semanas el tema se cerró. En un comunicado ambiguo, la presidencia de la asociación uruguaya certificó que la FIFA aceptaba las cuatro estrellas, dos por los títulos olímpicos, dos por las Copas del Mundo de 1930 y 1950, sin dar explicaciones y sin presentar pruebas documentales.

En realidad fue más lo que no sucedió que lo que sucedió. No sucedió el debate histórico que la opinión uuguaya creyó vigente. Y tampoco sucedió el litigio. Es que en caso de conflicto sobre estos temas, el único organismo habilitado para juzgar es la comisión de Mercadotecnia, y aunque parezca mentira, esta comisión fue disuelta por Infantino hace más de cinco años cuando fue expulsado el secretario anterior, el francés Jérôme Valcke. Así la FIFA no tuvo otra alternativa que retirar su pedido, y para no ridiculizarse, solicitó a la presidencia uruguaya para que se callara los pormenores del asunto. La prensa deportiva uruguaya, poco independiente, se plegó al criterio resultando pues que la opinión no sabe qué pasó, por qué diablos la FIFA atacó, menos aún por qué la FIFA abandonó. Se dio a entender que la FIFA aceptaba ahora el relato histórico uruguayo, cuando en realidad el tema histórico nunca se planteó, y en cierto modo, por suerte.

Explicaciones

Es que en materia de argumentación histórica existe en la opinión uruguaya mucha convicción pero poquísimo rigor, ningún conocimiento, y una pésima comprensión de cómo las estrellas pueden defenderse. Por otra parte, resulta bastante poco probable que la FIFA vuelva a atacar en lo inmediato con consideraciones de historia. Primero porque, como lo confirman todos los secretarios generales, el reglamento del equipamiento es estrictamente comercial y no tiene que ver con la memoria futbolística. Segundo porque si la secretaría general de la FIFA presentara un relato contra las estrellas olímpicas uruguayas, la AUF le opondría fácilemente el siguiente argumento: ¿de dónde sale ese relato histórico de la FIFA? ¿quién lo redactó y con qué legitimidad?

Es que los relatos que la FIFA ha publicado hasta el día de hoy son obra de individuos exteriores, contratados, sin representatividad: un puñado de franceses en 2004, un periodista inglés en 2017. Y nada en los estatutos de la federación indica que esta tiene entre sus objetivos el de investigar sobre historia del fútbol y establecer un relato internacional común.

Inicio de la historia

Vayamos ahora a los hechos de historia, puesto que nosotros sí tenemos derecho a incursionar en la materia. Intentemos saber por qué Uruguay lleva esas cuatro estrellas y con qué legitimidad histórica lo hace. Sentemos las bases de esta polémica subyacente, que hasta el día de hoy no ha logrado estallar.

Tres documentos justificaron el pedido para usar cuatro estrellas que la AUF hizo a la FIFA en 1991: los dos informes de sus delegaciones olímpicas -que proclamaron a Uruguay campeón del mundo de fútbol universal (vale decir, sin restricción de amateurismo)- y las comunicaciones que Jules Rimet hizo en 1930 en Montevideo para el Informe oficial de la Copa del Mundo -según las cuales «Uruguay ganó tres veces consecutivas la Copa del Mundo», o dicho de otro modo, «tres veces consecutivas campeonatos del mundo verdaderos».

Estas tesis fueron desmentidas en relatos muy posteriores. Primero por el propio Rimet en su libro de 1954 «Historia maravillosa de la Copa del Mundo». El viejo dirigente francés afirmó entonces, negando parte de su propia lucha, que los campeonatos olímpicos fueron todos amateurs y que la FIFA nunca tuvo que ver con ellos. Y fueron desmentidos más recientemente en los libros publicados por las presidencias de la FIFA en 2004 y en 2017, siempre con la misma tesis: los campeonatos olímpicos de 1924 y 1928 fueron amateurs, no universales, por lo tanto de valor inferior a la Copa del Mundo abierta iniciada en 1930. Como dice el historiador francés Paul Dietchy, uno de los redactores del libro de la FIFA de 2004: «Las dos primeras estrellas uruguayas son falsas porque no son universales».

Así, si los campeonatos olímpicos fueron verdaderamente amateurs no merecen estrella y si se merece estrella es porque se ganó un campeonato del mundo universal. Esa es la polémica hasta hoy no encendida. Ese es pues el punto que conviene aclarar.

¿En qué se basan quiénes sostienen que los campeonatos olímpicos eran todos amateurs? En poca cosa, porque al expresar que todos los campeonatos olímpicos, de fútbol, de vela o de atletismo, eran amateurs, lo que nos están diciendo es que los Juegos olímpicos eran amateurs por naturaleza, intrínsecamente amateurs para todos, y por lo tanto también para el fútbol. Y nos están diciendo también que a medida que progresó el profesionalismo futbolístico (a fines de siglo en Gran Bretaña, en los años 10-15 en Francia, Suiza, Estados Unidos, Argentina, Italia, España, países centrales) y que se afianzó plenamente (en 1921 en Estados Unidos, en 1922 en Francia, en 1924 en los países centrales, en 1926-1927 en Italia y España) esa «traba del amateurismo» excluyó más y más futbolistas hasta excluir de los campeonatos olímpicos de la década del veinte a las verdaderas elites nacionales, es decir a las verdaderas selecciones.

Error mayor

Los argumentos que sustentan la tesis de un amateurismo intrínseco de los Juegos son escasos y vagos. Los libros de la FIFA se refieren a un supuesto «estricto reglamento amateur» que nunca nadie vio, e indican incluso que en el seno mismo de la FIFA, el conflicto era entre amateuristas duros y amateuristas blandos. Debe llamarnos la atención al respecto el hecho conocido de que el propio Coubertin durante los últimos años de su vida opuso desmentidos radicales y formales a lo que él mismo catalogaba como leyenda malsana. «No me haga reír con el cuento del amateurismo, declaró. Nunca hubo amateurismo y nunca se mencionó el tema en el juramento que yo redacté.»

Se recuerda también esta frase del inventor de los Juegos modernos pronunciada al cierre de la olimpíada de 1924: «Los ingleses y los estadounidenses quieron vernos resucitar la momia del amateurismo caduca desde hace veinte años». Veinte años, porque desde las encuestas internacionales llevadas a cabo por el Comité Internacional en 1904 y 1909, la dirección olímpica había decidido cerrar definitivamente el tema y dejar que las direcciones propiamente deportivas siguieran reglamentando libremente sus torneos.

Hay un error grave sobre este punto, un error que ensucia los Juegos, que devalúa la obra de Coubertin y que desacredita al deporte en general, un error en cuya construcción participaron de conjunto las fuerzas monárquicas que tomaron el poder olímpico en 1930 (Gran Bretaña, Suecia, Bélgica) y también la FIFA, deseosa de valorizar su obra colocándola bajo la bandera superior de la universalidad.

Coubertin definió la estructura de los poderes de los Juegos en la invitación que envió a las sociedades deportivas del mundo en 1893: «El Congreso (vale decir, el movimiento olímpico) podrá dar puntos de vista sobre los temas que se le sometan pero nunca emitir leyes internacionales». Y eso de leyes internacionales se refería principalmente a las condiciones de admisión -torneos abiertos o reservados-. El esquema fue entonces este: el movimiento olímpico emitía «puntos de vista» que también se denominaban «votos» o «reglas generales», pero solo las autoridades deportivas de cada disciplina podían reglamentar y fijar los criterios de admisión a sus torneos.

De esto resultaron por un lado una serie de disposiciones vacuas, que no eran leyes, y por otro los reglamentos deportivos, que eran leyes efectivas, únicos textos realmente operantes. Los Juegos fueron una realidad dispar con campeonatos abiertos, reservados, semi abiertos, etcétera. Recuérdese por ejemplo que la vela fue siempre una competición abierta a los profesionales al igual que la equitación. Que en 1900 se organizaron cantidad de campeonatos abiertos en todas las ramas con distribución generosa de consecuentes premios en dinero. Que los tenistas recibieron bonos hasta su última participación en 1924. Etcétera.

La situación liberal duró hasta 1925. Ese año, en el Congreso olímpico de Praga, aprovechando la partida de Coubertin, los británicos y los suecos impusieron el Código del amateurismo. Pero antes de hacerlo, los congresistas se vieron obligados a votar su propio derecho a legislar sobre el tema, del que estaban privados desde el restablecimiento de los Juegos. Ciertas federaciones internacionales se opusieron a esta regresión. El ciclismo se negó a acatar y anunció que practicaría el amateurismo marrón. El tenis se fue en 1926. En cuanto a la FIFA, en mayo de 1927 Rimet hizo un chantaje: si no se aceptan sus reglamentos abiertos, el fútbol no se presentará en Amsterdam. El Comité ejecutivo del Comité Olímpico Internacional cedió. Así, recién en 1930, en Berlín, la nueva dirección olímpica logró imponer su código: quedaron entonces excluidos los atletas que percibían salarios deportivos como profesionales o como amateurs compensados.

La realidad pasada

¿Cómo entender entonces la situación de los torneos olímpicos de fútbol entre 1896 -primera olimpíada de Atenas- y 1928 -última olimpíada bajo marco liberal-? Muy sencillamente consultando sus reglamentos. Estos se hallan en los informes oficiales de los Juegos o en los boletines que las autoridades olímpicas publicaron aparte en 1920 y 1924. Se observa entonces que los torneos olímpicos de fútbol de 1908 (Londres), 1912 (Estocolmo) y 1920 (Amberes) fueron reservados a los amateurs, mientras que los de 1924 y 1928 fueron abiertos a todos los futbolistas. Y esto se explica así: entre 1906 y 1920 la FIFA (y el fútbol europeo) fue sometida al control inglés que le impuso la rebaja amateur con el objetivo de mantener la superioridad y la independencia de su British Home Championship; a partir de 1921, bajo la presidencia del profesionalista radical Jules Rimet, se pasó a una reglamentación abierta. En 1924 el reglamento fue límpidamente abierto: ignoró soberbiamente el tema del amateur/profesional. En 1928 fue un compendio de los flamantes estatutos de la FIFA que autorizaban la composición de los seleccionados con amateurs, amateurs compensados y profesionales compensados o no. El texto se oponía punto por punto al código de Praga.

Se llega entonces a una percepción de la historia que en aquella época era común: 1924 fue el primer campeonato olímpico de fútbol universal, y fue además mundial porque por primera vez, junto a las selecciones de Europa, participaron representantes de Asia (Turquía), de Africa (Egipto), de América del Norte (USA) y el campeón sudamericano Uruguay. Y que 1928 fue el segundo, porque Rimet salvó la universalidad reglamentaria y el nivel de mundialismo se mantuvo. La conclusión es pues contraria a la que suelen manejar los redactores de la presidencia de la FIFA: los campeonatos de fútbol de 1924 y 1928 tiene un valor estrictamente equivalente a los que siguieron. Fueron igualmente universales, igualmente mundiales. Y en este último aspecto, con 22 y 17 participantes de 5 continentes deportivos, batieron un récord que tardó décadas en ser igualado.

Tenemos así el fundamento de las cuatro estrellas de la camiseta uruguaya: su equivalencia de valor.

Ahora bien. Como lo dijo Rimet en 1930: Colombes y Amsterdam «aún no se llamaban Copa del Mundo», y no había «copa» material porque en los Juegos solo se ganaban con medallas. Sin embargo, eso no puede justificar la amputación del palmarés de la selección celeste. Sin duda el uso de cuatro estrellas idénticas no permite diferenciar los títulos mundiales universales de corte olímpico de las Copas del Mundo de la FIFA iniciadas en 1930. Sin duda también Uruguay aceptaría colocarse por ejemplo dos estrellas de un color y dos de otro siempre y cuando la naturaleza de esta excepción se explicara en el reglamento del equipamiento. Pero es la FIFA la que no está en condiciones de aceptar una solución de este tipo que evidenciaría el hecho que justamente no está dispuesta a aceptar: que el campeonato universal y mundial del fútbol se creó en el marco de los Juegos inventados por Pierre de Coubertin, no en 1930.