Equipos españoles en la Gran Manzana

De cierto tiempo a esta parte, en un fútbol cada vez más profesional, y no por ello menos endeudado, se han puesto de moda las giras veraniegas de grandes equipos europeos por la geografía estadounidense. El signo del dólar parece empeñado en asomar a los escudos de no pocas potencias británicas, italianas, francesas, germanas o españolas, a medida que distintas Ligas cerradas proliferan en América del Norte, y los desmanes contables fruto de fichajes desmesurados enrojecen los libros mayores a este lado del océano. Esos “bolos” veraniegos en Miami, New York, Los Ángeles, Houston, Filadelfia o Chicago, herederos de aquellos que durante los años 60, 70 y primera mitad de los 80 en el pasado siglo, se enseñorearon de la península para mayor gloria de algunos intermediarios y en detrimento de muchas arcas municipales, hoy contribuyen decisivamente a cuadrar balances, captar patrocinios o extender el “marchandising” por cotos hasta hace bien poco impensables. Pero cometeríamos un error creyendo que estas giras transoceánicas corresponden tan sólo al presente, que no se daban cuando el “soccer”, hace noventa y tantos años, ni siquiera daba en la Costa Este para enhebrar un Campeonato con aspiraciones al profesionalismo real. Basta bucear un poco en el pretérito.

En 1927, el Real Madrid partió de gira hacia Uruguay, Argentina, Perú, Cuba, México y New York, disputando un total de 16 partidos, con 9 victorias, 4 empates y 3 derrotas, éstas contra la selección nacional argentina, el Newell´s Old Boys de Rosario y el Racing bonaerense. Aquella expedición estuvo compuesta por los siguientes jugadores: Vidal, Quesada, Escobal, Urquizu, Prats, Esparza, José M.ª y Lope Peña, Muñagorri, Moraleda, “Monchín” Triana, Trvieso, Gurrucharri, Del Campo, Marín, Menéndez, Félix Pérez y Jiménez Oliván. Les acompañaban como dirigentes Santiago Bernabéu y José García Echániz. El partido en New York tuvo lugar durante la escala de día y medio hasta emprender el retorno a España, con el tiempo muy justo para iniciar la temporada en nuestro país, que no la Liga, pues a este torneo aún le quedaba año y medio para ver la luz.  

El adversario neoyorquino fue el Galicia, equipo compuesto por oriundos hispanos -además de descendientes de nuestro país también los había de alguna nación sudamericana-, y tuvo como escenario el Hawthorne Field, de Brooklyn. A diferencia de los demás choques de la gira, no tuvo un carácter estrictamente recaudatorio, sino más bien de homenaje a los españoles radicados en los bulliciosos márgenes del Hudson. Tal vez por ello el juego resultó un tanto anodino, medio de exhibición, saldándose con diplomática igualada a un tanto. La Ley Seca imperaba en todos los estados de la Unión, y por más que corrieran tiempos de teórica abstinencia, de garitos clandestinos y pistolerismo gansteril, entre redadas policiales, la comitiva fue agasajada con un banquete en el Hotel Pennsylvania, regado abundantemente con una selección de vinos españoles.

Al día siguiente, 28 de setiembre, los madridistas embarcaron rumbo a nuestro país, reapareciendo tres semanas después en Madrid, ante el Real Unión de Irún.

Travieso, uno de los participantes en la primera gira “merengue” con escala en los Estados Unidos.

La vida se empeñó en tratar desigualmente a varios de los expedicionarios. El duro defensa Patricio Escobal fue encarcelado en Logroño durante la Guerra Civil, hasta enfermar seriamente. Luego tuvo que exiliarse, buscó la fortuna en unos negocios que no prosperaron y por fin, tras ardua lucha, ingresaría en el Bureau del Gas y Electricidad de New York, llegando a ingeniero jefe. Ostentaba ese cargo cuando se abordaron las obras para el alumbrado de Queens, el más extenso barrio de la emblemática ciudad. “Monchín” Triana fue asesinado en la aberrante matanza de Paracuellos del Jarama, perpetrada por los republicanos tras distintas “sacas” masivas de las cárceles madrileñas. Una lesión representó la prematura retirada de Travieso, quien convertido ya en entrenador regresó a América, concretamente a México y Venezuela, mientras hacía algún pinito como escritor. El vizcaíno Juan José Urquizu, forjado en los banquillos bajo el paraguas de Mr. Pentland, fue celebrado entrenador de 1ª División durante los años 40, lamentablemente para él los menos rentables en lo económico, puesto que España, emergiendo del dolor y la ruina, estaba para escasos dispendios.            

Sólo cuatro años después del periplo “merengue”, en 1931, volvía a desplegar su juego por la Gran Manzana otro equipo español: el Racing madrileño, representativo del barrio de Chamberí, que además habría de fraguar en tan imponente escenario su definitiva disolución.

Los chamberileros quisieron convertirse en gigantes, tratando de tú a tú al Real y Athletic de Madrid. Como entonces la fortaleza económica de los clubes dependía exclusivamente de lo ingresado en taquilla, su directiva pensó que para nadar en la abundancia resultaba imprescindible contar con un gran estadio. Y sin perder tiempo, endeudándose muy por encima de lo prudente, pusieron manos a la obra. Ese campo, en un área todavía sin urbanizar, mal conectado por el metro y demasiado lejos del ámbito donde se concentraban los seguidores racinguistas, lejos de convertirse en solución fue el último clavo de su ataúd. Era, además, un campo inhóspito, insufrible en días gélidos, de lluvia o viento. Cuando las entidades crediticias empezaron a apretar, los mandamases del Racing, aconsejados por Paco Brú, hombre metido en mil fanfarrias futbolísticas y detentor de tantos cargos remunerados que la afición iba a acabar bautizándolo como “Paco-brá”, cifraron su esperanza en una gira americana, de la que confiaban regresar cargados de dólares. La Federación Centro, empero, viendo las cosas con mucho más realismo, denegó el permiso de partida. Y entonces Paco Brú y los responsables del Racing decidieron armar un equipo con futbolistas de otras entidades, en vano intento de eludir la prohibición. “No es el Racing quien parte hacia América -adujeron-, sino una especie de selección”. Puesto que los federativos se mantuvieran en sus trece y Paco Brú y sus muchachos hicieran oídos sordos, el Racing pechó con un contundente varapalo administrativo.

Fue aquella una excursión por demás desafortunada, disputando partidos casi a destajo por Perú, Cuba, México y los Estados Unidos, entre apreturas económicas, broncas de órdago, una breve estancia en los calabozos policiales e incluso un golpe de estado. De hecho, los partidos de New York tuvieron como único objetivo arañar el dinero preciso para garantizar su supervivencia cotidiana.

Caricatura de Paco Brú, entrenador, factótum y hasta administrador durante la desastrosa gira del Racing madrileño.

Aquellos infortunados futbolistas fueron Ptattko, Alfonso Martínez, Arturo, Bernabéu, Gómez, Mondrgón, Lolín Rodríguez, Tena II, Rey, Morera, Muñoz, Irles, Valderrama, Cosme, Urretavizacaya, Félix Pérez y De Miguel. En México se les unió el excelente Gaspar Rubio, inmerso en una de sus habituales correrías o espantadas. Félix Pérez, que repetía aventura tras su anterior experiencia con el Real Madrid, enfermó en Lima y allí quedó virtualmente abandonado, con la única compañía de su amigo De Miguel. “Lo que hicieron conmigo fue injustificable -sentenció amargamente cada vez que rememoraba tamaño desastre-. Me dejaron tirado. No hubo derecho”. Él siempre había sido hombre reivindicativo, la voz inquieta en el vestuario, durante sus años como jugador “merengue”, y firme partidario de la sindicación deportiva profesional. Aquella dura experiencia en Lima no hizo sino revestir de razón sus vanos llamamientos en pro de la fraternidad gremial. Funcionario de Correos tras su retirada del fútbol, ya jubilado podía vérsele detrás del mostrador de la taberna que heredase de sus progenitores.

El caso es que cuando Paco Brú y sus muchachos partieron en tren hacia New York, contaban con hallar esperándoles la suma de dólares solicitada a la secretaría del Racing, mediante telegrama, para adquirir los pasajes de regreso. Su decepción debió ser mayúscula al verse sin un céntimo. A la desesperada, Brú comenzó a organizar partidos, frecuentemente a cambio de un porcentaje sobre cada entrada vendida, para sufragar el hotel y la manutención. Fueron, claro está, choques más prendidos a la necesidad que inspirados por el afán competitivo. Y de ahí algunos resultados sorprendentes, habida cuenta de que estaban midiéndose a amateurs con muy parcas compensaciones.

Tras su estreno con victoria por 3-1 ante una selección de New York, en el Commercial Field, de Brooklyn, apabullaron al New York Giants en un espacio acotado del Polo Grounds (6-2). En el mismo escenario hincaron la rodilla ante los judíos del Hakoah (1-2), volvieron a perder ante los checos neoyorquinos del Praga Football Club (0-3), empataron a uno con el German-Hungary, cosecharon una nueva derrota contra el Sport Club Portugués (1-3), resolvieron con triste empate a uno su comparecencia ante el German Newark, supieron desquitarse contra el Hakoah en su nueva confrontación (3-1), y acabarían despidiéndose con otra victoria por 1-0 frente a un combinado hispanoamericano. Por fortuna, la intervención de la Embajada española, o del Ministerio de Estado, como entonces recogiera la prensa, y de las federaciones Española y Centro, hicieron posible la repatriación. Pero entre tanto, parte de aquella muchachada se zambulló en las noches neoyorquinas con ese displicente desenfado de la mocedad. Tres o cuatro trabaron amistad con un español allí residente, que se decía “contragánster”. Vamos, que su negocio consistía en robar a otras bandas sus cargamentos de whisky, ginebra o ron. Con él como cicerone, recorrieron funerarias, talleres de costura o garajes, simples tapaderas de antros donde sonaba un jazz electrizante, se bebía hasta caer medio desmayado, o se bailaba el charlestón. Recorrieron en coche las inmensas avenidas, sintiéndose hormigas bajo las moles de cemento y cristal, cruzaron el puente entre nieblas nocturnas, dejándose mecer por las sirenas portuarias mientras creían ser, siquiera durante unos minutos, millonarios de película.

Escudo del refundado New York Hakoah, heredero sentimental del club al que se enfrentara por partida doble la expedición chamberilera.

De vuelta en España tuvieron que sumergirse en la realidad. El Racing firmaba su disolución, apuntillado por la Territorial de Centro, al impedirle participar en ninguna competición, como castigo a su desobediencia. Por tanto, toda aquella aventura se resolvía para los expedicionarios sin un céntimo que llevarse al bolsillo. Y casi en paralelo llegaban noticias de que el “contragánster” español, su guía turístico por los escondrijos de la aún vigente Ley Seca, había acabado del único modo posible: acribillado a tiros.

Mucho más favorable resultó la incursión del F. C. Barcelona en 1937, mientras nuestro país se desangraba en la barbarie de una guerra incivil. Después de disputar 9 partidos en México, jugó otros tres en New York, derrotando sucesivamente al Hispano Club (4-2) y a una selección hispanoamericana por partida doble (4-3 y 2-0). En esos encuentros los azulgrana formaron con Urquiaga; Zabalo, Rafa; Argemí, García, Balmanya; Munlloch, Escolá, Gual, Tache de Los Heros y Pagés. Algunos, como Urquiaga, García, Munlloch o Tache de Los Heros, habrían de residir largo tiempo en México, e incluso fallecer en tierra azteca, luego de haber enraizado en ella, al igual que otros componentes de la expedición sin presencia en New York, como el portero Iborra, o el extremo internacional Vantolrá.

La posguerra no fue precisamente un buen periodo para confraternizar con el imperio americano. Franco y su régimen, luego de sus coqueteos con el Eje Berlín-Roma, distaban mucho de estar bien vistos por aquellas latitudes. Tuvieron que pasar casi 20 años para que las malas relaciones se distendiesen, por puro interés geoestratégico. El gobierno franquista precisaba un reconocimiento internacional, para abrirse al exterior y dar por finiquitada la triste etapa autárquica, en tanto Washington, erigido en sheriff de occidente, plantaba cara al comunismo no sólo mediante una caza de brujas doméstica, sino desplegando a su ejército por Europa. En plena Guerra Fría, nuestro país se convirtió en pieza codiciada para la instalación de bases navales y aéreas estadounidenses. Prácticamente con ellas se afianzó en la vida nacional una especie de zarzaparrilla ya conocida por todos, gracias al cine de Hollywood: la Coca-Cola. Finalmente el presidente norteamericano Eisenhower acabaría paseando por las calles de Madrid -diciembre de 1959-, convirtiéndose en el segundo mandatario mundial reunido con el dictador, desde que Hitler lo hiciera en 1940. Y poco antes, mientras las cancillerías de ambos lados del océano planeaban cómo escenificar un pacto de amistad y colaboración, el Real Madrid volvía a partir de gira americana, con otra escala en New York.

Escolá, uno de los atacantes que saltó al campo en New York luciendo la camiseta del F. C. Barcelona.

Ocurrió en julio de 1959, aprovechando el descanso vacacional de nuestras competiciones, con partidos en Ámsterdam, Bogotá, Cali, Quito y la Gran Manzana, puesto que los previstos en México no pudieron llevarse a cabo por razones ajenas al club. Su balance deportivo no pudo ser mejor: 28 goles a favor, por 6 en contra, desglosados de este modo. En Ámsterdam 4-1 a favor. En Cali otra victoria por 5-2. Nuevo triunfo en Quito, 5-1. En Bogotá, frente al entonces potente Millonarios, empate a un gol. Y en New York sendas goleadas por 6-2 y 8-0.

Entre los desplazados, y junto al masajista Benedicto, figuraban Berasaluce, Domínguez, Marquitos, Zárraga, Rial, Di Stefano, Puskas… o el jovencísimo Manolín Bueno, cuya abundante clase no iba darle para desbancar de la titularidad al eterno Paco Gento. José Samitier, secretario técnico, tuvo que hacer las veces de entrenador, puesto que aún no se había cerrado la contratación del brasileño Fleitas Solich. Para despejar los últimos flecos, éste se incorporó a la expedición en Cali y asistió al partido de Quito. Una vez pulidos los matices con Santiago Bernabéu, viajaría a Río de Janeiro comisionado para ultimar un acuerdo con el interior y campeón mundial “Didí”. Osterreicher se hizo cargo de la administración durante todo el recorrido. Y al entonces tesorero Raimundo Saporta le faltó tiempo para facilitar las cifras económicas del periplo: “En Nueva York se depositaron 120.000 dólares, concretamente en el Instituto Español de Moneda Extranjera, tal y como la Ley ordena. Queda pendiente otra partida de 25.000 dólares, como indemnización por los partidos no disputados en México por razones del todo ajenas a nosotros. Esos 150.000 dólares largos serán destinados a levantar la futura Ciudad Deportiva”.

Como en 1959 los vuelos transoceánicos estaban al alcance de muy pocos y constituían novedad, la prensa se hizo eco de numerosos detalles. El salto directo New York – Madrid en el turbohélice de Iberia “Santa María” duraba 12 horas. La llegada a Barajas debería haberse producido a las 10,40, pero se matizaba: “Su retraso fue simplemente de 25 minutos”. El presidente blanco Santiago Bernabéu, que repetía tras la experiencia de 1927, también desgranaba pormenores junto a su vicepresidente Muñoz Lusarreta y el austriaco Osterreicher: “Todo ha salido a la perfección. Además, en Nueva York la tripulación de la motonave “Covadonga” estuvo presenciando uno de los partidos, con pancartas y banderas nacionales. Durante el descanso se fotografiaron con los jugadores y no pararon de animar en todo momento. Su comportamiento fue tan formidable que hoy mismo enviaré a la “Transmediterránea” una carta de agradecimiento, de igual modo que dirigimos desde la ciudad de los rascacielos dos telegramas a Paris y Toledo, felicitando a Federico Martín Bahamontes por su victoriosa hazaña en el Tour”. Según Osterreicher, al decir de los cronistas neoyorquinos allí no se había visto hasta entonces jugar al fútbol como lo hizo el Madrid. Pero Zárraga puntualizaba en su condición de capitán: “Lo malo es que en Estados Unidos no dieron a los partidos la publicidad que se merece el Madrid”. Vamos, que el graderío estuvo un tanto deslucido.

José M.ª Zárraga, con las 5 Copas de Europa que contribuyó a ganar vistiendo de blanco. Fue el capitán en la gira americana que ayudaría a sufragar la Ciudad Deportiva “merengue”.

Mediados los años 60, el barcelonés Real Club Deportivo Español también tuvo un paso fulgurante por los Estados Unidos, aprovechando el paréntesis vacacional de nuestras competiciones. Canadá, para entonces, ya disputaba una Liga propia, concentrada fundamentalmente en la costa atlántica, donde por cierto una de sus estrellas era español de nacimiento. Paralelamente, al otro lado de las cataratas del Niágara y los Grandes Lagos comenzaba a gestarse un arriesgado proyecto de Liga manifiestamente profesional. Pero iban a trascurrir bastantes años hasta que otros equipos españoles se animaran a visitar los Estados Unidos como embajadores de nuestro fútbol. Los torneos veraniegos, en la cúspide de su popularidad, concentraban la atención de clubes y tesorerías desde La Coruña a Cádiz, o de Barcelona hasta Huelva, sin pasar de largo por los archipiélagos canario y balear. ¿Para qué asumir recorridos de tantas millas, si podían cerrarse balances similares con menos riesgo y mucha más comodidad?

De cualquier modo, ese paréntesis estuvo cubierto por unas cuantas individualidades, a raíz de que en el territorio de las barras y estrellas tuviera lugar la creación de su primera Liga empíricamente profesional, organizada con agresivos criterios empresariales. Los primeros movimientos se iniciaron en 1966, al rebufo del Campeonato Mundial de Inglaterra, televisado para la antigua colonia británica. Aquella North American Soccer League exigía a los clubes adscritos un depósito de 250.000 dólares, para evitar sobresaltos financieros. Cada plantilla venía a costar unos 400.000 dólares, oscilando las fichas para futbolistas del montón en torno a los 15.000 (casi 900.000 ptas. al cambio de la época, o lo que es igual, toda una tentación para jugadores de segundo rango). Se pagaba semanalmente, igual que en los teatros o cualquier otro tipo de espectáculo, y sobre el presupuesto global de una entidad modesta, como el efímero Toronto Falcons, la mitad provenía de las cadenas televisivas. Lamentablemente el público no respondió, y parece que las emisiones a través de la pequeña pantalla tampoco concitaron gran interés. Pronto tuvieron lugar los descuadres contables, a los que siguió la disolución o quiebra de parte de las entidades. El colapso, en suma, para una Liga cerrada que a la fuerza iba a verse en el trance de reestructurarse.  

Carmelo Cedrún. Tras competir con el At. Bilbao y R.C.D. Español, de Barcelona, colgó los guantes en los Estados Unidos bajo el marco del Baltimore Bay.

Queden, al menos, los nombres de aquellos aventureros arrastrados por la ilusión y un dinero muy tentador, sobre todo a partir de 1968. Náufragos primerizos, los menos, y sobre todo veteranos ansiosos por arañar rendimiento a una de sus últimas singladuras: Juan Santisteban, Carmelo Cedrún, Calixto Méndez, José M.ª Vidal, Antonio Collar, Juan Lima, Miguel Iguarán, Benegas, José Luis Ponce, Enrique Mateos, Jesús Tartilán, Alvarito, Ricardo Ordóñez, Miguel Crespo, Joaquín Rey, José Arranz, Luis Mayoral, Plácido Bilbao, los españolizados Ladislao Kubala y sus hijos Branko y Laszika, Yanko Daucik y su padre, el entrenador D. Ferdinand, Laszlo Kaszas, Tibor Szaalay, Janos Kuszman, el argentino Domingo Arcángel, con paso  por el C. D. Orense, Deportivo de La Coruña, Gimnástica de Torrelavega, Xerez, Alcoyano y U. D. Salamanca, o el balcánico Sergio Kresik, más adelante reconocido personaje de nuestro fútbol en las facetas de jugador activo y entrenador. Parte de ellos se enrolaron en el “soccer” gracias a la mediación del antiguo defensa “colchonero” Alfonso Aparicio, por esa época convertido en intermediario. Y todos, sin excepciones, extrajeron de la experiencia múltiples enseñanzas, habida cuenta que hace casi 60 años el país norteamericano venía a ser para el españolito medio una especie de territorio mágico, en flamante tecnicolor.